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LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo octavo

De qué manera los norteamericanos combaten el individualismo con la doctrina del interés bien entendido

Cuando el mundo era conducido por un pequeño número de individuos, ricos y poderosos, gustaban éstos de formarse una idea sublime de los deberes del hombre, y se complacían en reconocer que es glorioso olvidarse de si y hacer el bien sin interés, como Dios mismo. Tal era la doctrina oficial de este tiempo en materia de moral.

Dudo que los hombres fuesen más virtuosos en los siglos aristocráticos que en los otros; mas es cierto que en ellos se hablaba incesantemente de belleza y de virtud; sólo en secreto se estudiaba cómo eran útiles. Pero a medida que la imaginación se eleva menos y que cada uno se reconcentra en si mismo, los moralistas se espantan con esta idea de sacrificio y no se atreven a ofrecerla al espiritu humano; se reducen, pues, a averiguar si la ventaja individual de los ciudadanos consiste en trabajar en la felicidad de todos, y cuando descubren uno de esos puntos en que el interés particular viene a encontrarse con el general y a confundirse, se apresuran a darlo a conocer, y poco a poco las observaciones semejantes se multiplican. Lo que no era más que una observación aislada, se hace una doctrina general, y se cree, en fin, descubrir que al servir el hombre a sus semejantes se sirve a si mismo y que su interés particular es el de hacer el bien.

He demostrado varias veces en esta obra que los norteamericanos saben, casi siempre, combinar su propio interés con el de sus conciudadanos, y ahora me propongo explicar la teoria general con cuya ayuda lo consiguen.

Casi nunca se dice en los Estados Unidos que la virtud es bella; se sostiene que es útil y esto mismo se prueba todos los días. Los moralistas norteamericanos no pretenden que sea preciso sacrificarse a sus semejantes porque sea una heroicidad hacerlo; pero dicen sin embozo que semejantes sacrificios son tan necesarios al que se los impone como al que se aprovecha de ellos; conocen que en su pais y en su tiempo, el hombre es atraido hacia sí mismo por una fuerza irresistible y, perdiendo la esperanza de detenerlo, no se ocupan sino de conducirlo. No niegan a cada uno el derecho de seguir su interés, pero se esfuerzan en probar que éste consiste en ser honrados. No quiero entrar aqui en el detalle de sus razonamientos, porque esto me separaría de mi objeto; baste decir que ellos han convencido a los norteamericanos.

Hace mucho tiempo que Montaigne dijo: Aun cuando para la rectitud no fuese necesario seguir el camino derecho, yo lo seguiría, por haberme enseñado la experiencia que sobre todo es el más acertado y el más útil.

La doctrina del interés bien entendido no es nueva; pero en los norteamericanos de nuestros dias ha sido universalmente admitida y se ha hecho popular; se la encuentra en el fondo de todas las acciones y brota a través de todos los discursos. Por todas partes se halla, y lo mismo se encuentra en los labios del pobre que en los del rico.

La doctrina del interés bien entendido no es tan refinada en Europa como en Norteamérica; se halla menos extendida y, sobre todo, se manifiesta menos; porque se fingen más grandes sacrificios de los que hacen. Los norteamericanos, al contrario, se complacen en explicar, con la ayuda del interés bien entendido, casi todos los actos de la vida y complacidos hacen ver cómo el amor, ilustrado por ellos mismos, los conduce incesantemente a ayudarse entre sí y los dispone a sacrificar al bien del Estado una parte de su tiempo y de sus riquezas. Pienso que en esto muchas veces no se hacen justicia, pues se ve de cuando en cuando en los Estados Unidos, así como en otras partes, que los ciudadanos se abandonan a los ímpetus desinteresados e irreflexivos que son naturales en el hombre, pero los norteamericanos nunca confiesan que ceden a impulsos de esta especie, y prefieren hacer honor a su filosofía más bien que a ellos mismos.

Podría detenerme aquí y no tratar de juzgar lo que acabo de describir, sirviéndome de excusa la extrema dificultad del asunto; pero no quiero aprovecharme de ella y prefiero que mis lectores, al ver claramente mi propósito, rehusen seguirme, más bien que dejados en suspenso.

El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No pretende alcanzar grandes cosas; pero obtiene sin mucho esfuerzo todas las que se propone, y como se encuentra al alcance de todas las inteligencias, cada individuo la comprende fácilmente y la retiene sin trabajo. Adaptándose maravillosamente a las debilidades de los hombres, consigue un gran dominio y no le es difícil conservarlo, porque vuelve el interés personal contra sí mismo y utiliza, para dirigir las pasiones, el aguijón que las excita.

La doctrina del interés bien entendido no produce afectos extremados; pero sugiere cada día pequeños sacrificios. Por sí sola, no podría hacer a un hombre virtuoso, mas sí formar a una gran cantidad de ciudadanos sobrios, arreglados, templados, precavidos y dueños de sí mismos; y, si no conduce directamente a la virtud, por medio de la voluntad, al menos los acerca insensiblemente a ella, a través de los hábitos.

Si la doctrina del interés bien entendido llegase a dominar enteramente el mundo moral, las virtudes extraordinarias serían sin duda más raras; pero también creo que las groseras depravaciones serían menos comunes. La doctrina del interés bien entendido impide quizá a algunos hombres elevarse demasiado sobre el nivel ordinario de la humanidad; pero otros muchos, que caían más abajo de ese mismo nivel, lo encuentran y se detienen en él. Considerando sólo a algunos individuos, los rebaja; pero contemplada la especie, la eleva.

No temo decir que la doctrina del interés bien entendido me parece la mejor de todas las teorías filosóficas, la más apropiada a las necesidades de los hombres de nuestro siglo y la más poderosa garantía que les queda contra ellos mismos. El espíritu de los moralistas de nuestros días debe dirigirse principalmente hacia ella y, aunque la juzgue imperfecta, sería preciso adoptarla como necesaria.

En todo caso, no creo que haya más egoísmo entre nosotros que en Norteamérica; la única diferencia consiste en que allí es ilustrado y aquí no lo está. Cada norteamericano sabe sacrificar una parte de sus intereses particulares para salvar el resto; nosotros, al contrario, queremos retenerlo todo, y frecuentemente se nos escapa.

No veo entre los que me rodean sino gente que quiere enseñar a sus contemporáneos, con sus palabras y con su ejemplo, que lo útil no es jamás indecoroso. ¿Será posible que yo no descubra a nadie que pretenda hacer ver de qué modo lo honesto puede ser útil?

No hay poder en la Tierra que pueda lograr que la creciente igualdad de condiciones no conduzca al espíritu humano hacia la investigación de lo útil y no disponga a cada ciudadano a encerrarse dentro de si mismo.

Es menester, pues, esperar que el interés individual se haga más que nunca el principal móvil de las acciones de los hombres, si no el único; pero nos resta saber de qué manera entenderá cada hombre su interés individual.

Si los ciudadanos, al hacerse iguales, permanecen toscos e ignorantes, es imposible prever hasta qué exceso de estupidez podría llegar su egoísmo, y no es fácil decir anticipadamente en qué vergonzosas miserias se sumergirían ellos mismos, por el temor de sacrificar alguna parte de su comodidad al bienestar de sus semejantes.

No creo que la doctrina del interés, tal como la predican en Norteamérica, sea evidente en todas sus partes; pero, al menos, encierra un gran número de verdades tan positivas, que basta iluminar un poco a los hombres para que las vean. Ilustradlos, pues, a cualquier precio, porque el siglo de los ciegos sacrificios y de las virtudes por instinto huye de nosotros, y veo acercarse el tiempo en que la libertad, la paz pública y el orden social mismo, no podrán existir sin la cultura.

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