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LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo séptimo

Relación que existe entre las asociaciones civiles y políticas

No hay sino una nación en el mundo donde se haga uso todos los días de la libertad ilimitada de asociarse con miras políticas. Esta misma nación es la única en la que los ciudadanos utilizan continuamente el derecho de asociación en la vida civil, consiguiendo por este medio todos los bienes que la civilización le ofrece.

En todos los pueblos donde se prohibe la asociación política, la asociación civil es rara y no es probable que esto sea el resultado de un accidente, sino más bien se debe llegar a la conclusión de que existe una relación natural y quizá necesaria, entre estas dos especies de asociaciones. La casualidad lleva muchas veces a ciertos hombres a tener un interés común en determinado negocio particular.

Se trata, por ejemplo, de dirigir una empresa comercial o de concluir una operación industrial. Entonces se encuentran y se reúnen y de este modo se familiarizan poco a poco con la asociación.

Mientras más crece el número de estos negocios comunes, más fácilmente adquieren los hombres, aun sin saberlo, la facultad de proseguir en común los grandes. Así, pues, las asociaciones civiles facilitan las asociaciones políticas y, por otra parte, la asociación política desarrolla y perfecciona singularmente la asociación civil.

En la vida civil cada hombre puede, en rigor, suponer que se halla en estado de bastarse a sí mismo; pero en política, no puede jamás imaginárselo. Cuando un pueblo tiene una via pública, la idea de la asociación y el deseo de asociarse se presentan cada día al espíritu de todos los ciudadanos y, por más repugnancia natural que los hombres tengan a obrar en común, estarán siempre prontos a hacerla en interés de un partido. Así, la política generaliza el gusto y el hábito de la asociación, forma el deseo de unirse y enseña el arte de verificarlo a una gran cantidad de hombres que de otra suerte habrían vivido solos.

La política, no solamente hace nacer muchas asociaciones, sino que también las crea muy vastas. En la vida civil es muy raro que un mismo interés atraiga hacia una acción común a un gran número de hombres. Esto no puede conseguirse sino con mucho arte; pero, en política, la acción se ofrece por sí misma a cada instante, pues sólo en las grandes asociaciones se manifiesta el valor general de la asociación. Los ciudadanos, individualmente débiles, no se forman de antemano una idea clara de la fuerza que pueden adquirir uniéndose, y es preciso que se les haga ver para que lo comprendan. De aquí se deduce que es más fácil muchas veces reunir para un fin común a una multitud que a algunos hombres: mil ciudadanos pueden no ver tal vez el interés que tienen en reunirse; pero diez mil sí lo descubren. En política, los hombres se unen para grandes empresas, y el partido que sacan de la asociación en los negocios importantes, les enseña, de un modo práctico, el interés que tienen en ayudarse en los menores.

Una asociación política saca fuera de sí mismos, a toda una multitud de individuos a la vez. Por muy separados que se hallen naturalmente en razón de la edad, del talento o por la fortuna, los acerca y los pone en contacto, y una vez que se encuentran y conocen, aprenden a hallarse siempre.

No se puede entrar en la mayor parte de las asociaciones civiles, sin exponer una parte del patrimonio, y esto sucede en todas las compañías industriales y comerciales. Cuando los hombres están todavía poco versados en el arte de asociarse e ignoran las principales reglas, temen hacerlo por primera vez y págar muy cara su experiencia. Por eso, prefieren más bien privarse de un medio poderoso de buen éxito que correr los riesgos que le acompañan. Vacilan menos en tomar parte en las asociaciones políticas, que les parecen sin peligro, porque no corre riesgo su dinero. No pueden formar parte de estas asociaciones por largo tiempo, sin descubrir de qué manera se mantiene el orden entre un gran número de hombres y por qué medio se logra hacerlos marchar de acuerdo y metódicamente hacia el mismo fin. Aprenden entonces a someter su voluntad a la de todos los demás, y a subordinar sus esfuerzos particulares a la acción común, cosas indispensables de saber tanto en las asociaciones civiles, como en las políticas.

Las asociaciones políticas pueden considerarse como grandes escuelas gratuitas, donde todos los ciudadanos aprenden la teoría general de las asociaciones.

Aun cuando la asociación política no sirviese directamente al progreso de la asociación civil, se impediría el desarrollo de ésta, destruyendo la primera.

Cuando los ciudadanos no pueden asociarse sino en ciertos casos, miran la asociación como un procedimiento raro y singular y se cuidan poco de pensar en ella; pero cuando se les deja asociar en todas las cosas libremente, acaban por ver en la asociación el medio universal y, por decirlo así, el único de que pueden servirse para lograr los diversos fines que se proponen, y cada nueva necesidad despierta al momento esta idea. El arte de la asociación se hace entonces, como ya he dicho antes, la ciencia madre, y todos la estudian y la aplican.

Cuando ciertas asociaciones están prohibidas y otras permitidas, es dificil distinguir con anticipación las primeras de las segundas. En la duda, se abstienen de todas, y se establece una especie de! opinión pública que tiende a considerar una asociación cualquiera como una empresa atrevida y casi ilícita (1).

Es una quimera creer que el espíritu de asociación, comprimido en un punto, se desarrollará en otros con la misma fuerza y que bastará permitir a los hombres ejecutar en común ciertas empresas, para que se apresuren a intentarlas. Luego que los ciudadanos tengan la facultad y el hábito de asociarse para todas las cosas, lo harán con tanto gusto para las pequeñas como para las grandes; pero si no pueden asociarse más que para las primeras, no tendrán el placer ni la capacidad de hacerlo. En vano se les dejará entera libertad para ocuparse en común de sus negocios. No usarán sino con negligencia los derechos que se les concedan y después de agotar los esfuerzos para separarlos de las asociaciones prohibidas, se verá, con sorpresa, que no se les puede persuadir para formar asociaciones permitidas.

No digo, pues, que no pueda haber asociaciones civiles en un país en el que está prohibida la asociación política, porque al fin los hombres no pueden vivir en sociedad sin entregarse a una empresa común. Pero sostengo que en un país semejante las asociaciones civiles existirán siempre en corto número, concebidas con flojedad, no abrazando nunca vastos designios o frustrándose al empezar a ejecutarlos.

Esto me conduce naturalmente a pensar que la libertad de asociación en materia política no es tan peligrosa a la tranquilidad pública como se supone, y que podría suceder que después de haber conmovido al Estado por algún tiempo, viniese al fin a asegurarlo.

En los países democráticos, las asociaciones políticas forman, por decirlo así, los únicos poderes particulares que aspiran a dirigir el Estado. Por esto, los gobiernos de nuestros días consideran esta especie de asociaciones como los reyes de la Edad Media reputaban a los grandes vasallos de la corona: sintiendo hacia ellos una especie de horror instintivo, y combatiéndolos en todas las ocasiones; pero respecto a las asociaciones civiles, tienen, al contrario, una benevolencia natural; pues han descurbierto fácilmente que éstas, en vez de dirigir el espíritu de los ciudadanos hacia los negocios públicos, sirven para distraerlos, y comprometiéndolos más y más en proyectos que no pueden realizar sin el auxilio de la paz pública, los apartan de las revoluciones. Mas no advierten que las asociaciones políticas multiplican y facilitan prodigiosamente las asociaciones civiles y que, al evitar un mal peligroso, se privan de un remedio eficaz. Cuando se ve a los norteamericanos asociarse libremente cada día con el objeto de hacer prevalecer una opinión política, de elevar a un hombre de Estado al gobierno o de quitar el poder a otro, apenas se puede comprender que hombres tan independientes no caigan a cada instante en la licencia y el desorden.

Si, por otro lado, se considera el número infinito de empresas industriales que se siguen en común en los Estados Unidos, y se ve por todas partes a los norteamericanos trabajando sin descanso en la ejecución de algún proyecto importante y difícil, que la menor revolución podría perturbar, se concebirá con facilidad por qué esta gente no intenta trastornar el Estado ni destruir la tranquilidad pública, de la que ellas mismas se aprovechan.

No es bastante, en mi concepto, concebir estas cosas sin describir el lazo que las une; es menester penetrar en el seno mismo de las asociaciones políticas donde los norteamericanos de los Estados, de todas las edades y de todos los talentos, adquieren diariamente el gusto general por la asociación y se familiarizan con su empleo. Allí se ven en gran número, se hablan, se entienden y se animan en común para toda suerte de empresas, trasladando en seguida a la vida civil las nociones que han adquirido, para darles empleo en mil usos.

Gozando así los norteamericanos de una peligrosa libertad, aprenden a hacer menos grandes esos mismos peligros. Si se escogiera un cierto momento en la vida de una nación, sería fácil probar que las asociaciones políticas turban al Estado y paralizan la industria; pero tomando en su conjunto la existencia de un pueblo, es fácil demostrar que la libertad de asociación en materia política es favorable al bienestar y aun a la tranquilidad de los ciudadanos.

He dicho, en la primera parte de esta obra, que la libertad ilimitada de asociarse no puede confundirse con la libertad de escribir; la una es a lá vez menos necesaria que la otra. Una nación puede poner a aquélla ciertos límites sin dejar de ser dueña de sí misma, y debe hacerlo algunas veces si quiere gobernarse. Y después añadía: No se puede negar que la libertad ilimitada de asociación en materia política es, de todas las libertades, la última que un pueblo puede sostener, pues si ella no lo hace caer en la anarquía, lo obliga al menos, por decirlo así, a aproximarse a ella a cada instante.

No creo que una nación pueda ser siempre dueña absoluta de dejar a los ciudadanos el derecho de asociarse en asuntos políticos, y aun dudo de que en algún país y en alguna época fuera prudente dejar sin límites la libertad de asociación.

Se dice que un pueblo no podría mantener la tranquilidad en su seno, inspirar respeto a las leyes, ni fundar un gobierno estable, sin encerrar en límites muy estrechos el derecho de asociación. Semejantes bienes son preciosos sin duda, y yo concibo que para adquirirlos o conservarlos, debe consentir una nación en imponerse momentáneamente grandes sacrificios; pero todavía conviene que sepa con precisión lo que le cuestan estos bienes.

Comprendo que para salvar la vida de un hombre se le corte un brazo; pero no quiero que se me diga que va a quedar tan diestro como si no estuviese manco.




Notas

(1) Esto es principalmente cierto, cuando el poder ejecutivo es el encargado de permitir o de prohibir las asociaciones, según su voluntad arbitraria.

Cuando la ley se limita a prohibir ciertas asociaciones y deja a los tribunales el cuidado de castigar a los que no la obedecen, el mal es mucho menos grande. Todos los ciudadanos saben entonces, poco más o menos, a qué atenerse en adelante. Se juzgan en cierto modo como pudieran juzgarlos los jueces y esto les hace apartarse de las sociedades prohibidas y buscar las autorizadas. Así es como todos los pueblos libres han comprendido siempre que pueda ser restringido el derecho de asociación. Pero, si en vez de esto, el legislador encarga a un hombre de discernir cuáles asociaciones se deben tener por peligrosas y cuáles son útiles, y lo deja en libertad de destruirlas todas en su origen o de permitir su nacimiento, el espíritu de asociación se quebrantaría, porque nadie podría prever en qué caso es permitido asociarse y en cuál no. La primera de estas dos leyes no ataca sino a ciertas asociaciones; la segunda se dirige a la sociedad misma y la hiere. Creo que un gobierno regular puede recurrir a la primera, pero no reconozco en ninguno el derecho de sostener la segunda.

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