Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevillePrimera parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROTercera parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo décimo

Segunda parte

Posición que ocupa la raza negra en los Estados Unidos (30); peligros que su presencia hace correr a los blancos

Por qué es más difícil abolir la esclavitud y hacer desaparecer su huella entre los modernos que entre los antiguos - En los Estados Unidos, el prejuicio de los blancos contra los negros parece volverse más fuerte a medida que se destruye la esclavitud - Situación de los negros en los Estados del Norte y del Sur - Por qué los norteamericanos han abolido la esclavitud - La servidumbre, que embrutece al esclavo, empobrece al amo - Diferencias que se observan entre la orilla derecha y la orilla izquierda del Ohio - A qué hay que atribuirlas - La raza negra se retira hacia el Sur, como lo hace la esclavitud - Cómo se explica esto - Dificultades que encuentran los Estados del Sur en abolir la esclavitud - Peligros del porvenir - Preocupación de los espíritus - Fundación de una colonia negra en África - Por qué los norteamericanos del Sur, al mismo tiempo que se disgustan por la esclavitud, acrecientan sus rigores.




Los indios morirán en el aislamiento, como han vivido; pero el destino de los negros está en cierto modo enlazado con el de los europeos. Las dos razas están ligadas una a la otra, sin confundirse por eso. Les es tan difícil separarse completamente como unirse.

El más temible de todos los males que amenazan el porvenir de los Estados Unidos nace de la presencia de los negros en su suelo. Cuando se busca la causa de las dificultades presentes y de los peligros futuros de la Unión, se llega casi siempre a ese primer hecho, de cualquier punto que se parta.

Los hombres tienen, en general, necesidad de grandes y constantes esfuerzos para crear males durables; pero hay un mal que penetra en el mundo furtivamente: al principio, se le percibe apenas en medio de los abusos ordinarios del poder; comienza con un individuo cuyo nombre no conserva la historia; se le deposita como un germen maldito en algún punto del suelo; se alimenta en seguida de sí mismo, se extiende sin esfuerzo, y crece naturalmente con la sociedad que lo recibiera: ese mal es la esclavitud.

El cristianismo había destruido la servidumbre; los cristianos del siglo XVI la restablecieron; nunca la han admitido, sin embargo, sino como una excepción en su sistema social, y tuvieron cuidado de restringirla a una sola de las razas humanas. Así hicieron a la humanidad una herida menos grande, pero infinitamente más dificil de curar.

Hay que discernir dos cosas con cuidado: la esclavitud en sí misma, y sus consecuencias.

Los males inmediatos producidos por la esclavitud eran más o menos los mismos entre los antiguos que lo son entre los modernos; pero las consecuencias de esos males son diferentes. Entre los antiguos, el esclavo pertenecía a la misma raza que su amo, y a menudo era superior a él en educación y en luces (31). Sólo los separaba la libertad. Dándosele la libertad, se confundían fácilmente.

Los antiguos tenían, pues, un medio muy simple de liberarse de la esclavitud y de sus consecuencias; ese medio era la emancipación y, desde que lo emplearon de manera general, tuvieron éxito.

No es que, en la Antigüedad, las huellas de la esclavitud no subsistiesen todavía algún tiempo después de que la servidumbre estaba abolida.

Hay un prejuicio natural que inclina al hombre a despreciar a quien ha sido su inferior, aun largo tiempo después de que éste ha llegado a convertirse en su igual. A la igualdad real que produce la fortuna o la ley, sucede siempre una desigualdad imaginaria que tiene sus raíces en las costumbres; pero, entre los antiguos, este efecto secundario de la esclavitud tenía un término. El emancipado, se parecía tanto a los hombres de origen libre, que bien pronto llegaba a ser imposible distinguirlo en medio de ellos.

Lo que resultaba más difícil entre los antiguos, era modificar la ley. Entre los modernos, es cambiar las costumbres y, para nosotros, la dificultad real comienza donde la Antigüedad la veía terminar.

Esto viene de que, entre los modernos, el hecho inmaterial y fugitivo de la esclavitud se combina de la manera más funesta con el hecho material y permanente de la diferencia de raza. El recuerdo de la esclavitud deshonra a la raza, y la raza perpetúa el recuerdo de la esclavitud.

No hay africano que haya venido libremente a las playas del Nuevo Mundo; de donde se sigue que todos los que se encuentran en ellas en nuestros días son esclavos o libertos. Así, el negro, con la existencia, transmite a todos sus descendientes el signo exterior de su ignominia. La ley puede destruir la servidumbre; pero sólo Dios puede hacer desaparecer sus huellas.

El esclavo moderno no difiere solamente del amo por la libertad, sino todavía por el origen. Podéis volver al negro libre, pero no sabríais lograr que no se halle frente al europeo en la posición de un extranjero.

No es eso todo aún: a ese hombre que ha nacido en la bajeza, a ese extranjero a quien la servidumbre introdujo entre nosotros, apenas le reconocemos los rasgos generosos de la humanidad. Su rostro nos parece horrendo, su inteligencia nos parece limitada y sus gustos bajos; poco falta para que lo tomemos por un ser intermedio entre el bruto y el hombre (32).

Los modernos, después de haber abolido la esclavitud tienen, pues, que destruir tres prejuicios mucho más intangibles y más tenaces que ella: el prejuicio del amo, el prejuicio de la raza y, en fin, el prejuicio del blanco. Nos es muy difícil, a quienes hemos tenido la dicha de nacer en medio de hombres que la naturaleza había hecho nuestros semejantes y la ley nuestros iguales; nos es muy difícil, digo, comprender qué espacio infranqueable separa al negro de África del europeo. Pero podemos tener de ello una idea lejana, razonando por analogía.

Hemos visto antaño entre nosotros grandes desigualdades que no tenían sus principios sino en la legislación. ¡Qué cosa más ficticia que una inferioridad puramente legal!, ¡qué cosa más contraria el instinto del hombre que las diferencias permanentes establecidas entre gente evidentemente semejante! Esas diferencias han subsistido, sin embargo, durante siglos; subsisten todavía en mil lugares; por doquier han dejado huellas imaginarias, que el tiempo apenas puede borrar. Si la desigualdad creada solamente por la ley es tan difícil de desarraigar, ¿cómo destruir aquélla que parece, además, tener sus fundamentos inmutables en la naturaleza misma?

En cuanto a mí, cuando considero con qué dificultad los cuerpos aristocráticos, de cualquier naturaleza que sean, llegan a fundirse en la masa del pueblo, y el cuidado extremo que tienen en mantener durante siglos las barreras ideales que los separan de él, pierdo la esperanza de ver desaparecer una aristocracia fundada sobre señales visibles e imperecederas.

Quienes esperan que los europeos se confundirán un día con los negros me parece que alimentan una quimera. Mi razón no me inclina a creerlo, y no veo nada que me lo indique en los hechos.

Hasta aquí, en todas partes en que los blancos han sido los más poderosos, han mantenido a los negros en el envilecimiento o en la esclavitud; en todas partes donde los negros han sido más fuertes, han destruido a los blancos: es la única cuenta que hay abierta entre las dos razas.

Si considero los Estados Unidos de nuestros días, veo claro que, en cierta parte del país, la barrera legal que separa ambas razas tiende a rebajarse, no la de las costumbres: percibo que la esclavitud retrocede; el prejuicio que ha hecho nacer está inmóvil.

En la parte de la Unión donde los negros no son ya esclavos, ¿se han acercado acaso a los blancos? Todo hombre que ha vivido en los Estados Unidos habrá observado que un efecto contrario se produjo.

El prejuicio de raza me parece más fuerte en los Estados que han abolido la esclavitud que en aquellos donde la esclavitud subsiste aún, y en ninguna parte se muestra más intolerable que en los Estados donde la servidumbre ha sido siempre desconocida.

Es verdad que en el norte de la Unión la ley permite a los negros y a los blancos contraer alianzas legítimas; pero la opinión declara infame al blanco que se une a una negra, y sería muy difícil citar el ejemplo de un hecho semejante.

En casi todos los Estados donde la esclavitud se ha abolido, se le han dado al negro derechos electorales; pero, si se presenta para votar, corre el riesgo de perder la vida. Oprimido, puede quejarse; pero no encuentra sino blancos entre sus jueces. La ley, sin embargo, le abre el banco de los jurados, pero el prejuicio lo rechaza de él. Su hijo es excluido de la escuela donde va a instruirse el descendiente de los europeos. En los teatros, no podría, a precio de oro, comprar el derecho de sentarse al lado de quien fue su amo; en los hospitales, yace aparte. Se permite al negro implorar al mismo Dios que los blancos, pero no rezarle en el mismo altar. Tiene sus sacerdotes y sus templos. No se le cierran las puertas del Cielo; pero apenas se detiene la desigualdad al borde del otro mundo. Cuando el negro no existe ya, se echan sus huesos aparte, y la diferencia de condiciones se encuentra hasta en la igualdad de la muerte.

Así, el negro es libre, pero no puede compartir ni los derechos, ni los placeres, ni el trabajo, ni los dolores, ni aun la tumba de aquel de quien ha sido declarado igual. No podría reunirse con él, ni en la vida ni en la muerte.

En el Sur, donde la esclavitud' existe aún, se mantiene con menos cuidado apartados a los negros; ellos comparten algunas veces los trabajos de los blancos y sus placeres; se consiente, en cierto modo, en mezclarse con ellos; la legislación es más dura respecto a ellos y los hábitos son más tolerantes y más bondadosos.

En el Sur, el amo no teme elevar hasta él a su esclavo, porque sabe que podrá siempre, si lo quiere, volver a arrojarlo al polvo. En el Norte, el blanco no percibe ya distintamente la barrera que debe separarlo de una raza envilecida, y se aleja del negro con tanto más cuidado, cuanto que teme ver llegar un día en que tenga que confundirse con él.

En el ciudadano del Sur, la naturaleza, volviendo algunas veces por sus derechos, viene por un momento a restablecer entre los blancos y los negros la igualdad. En el Norte, el orgullo llega a hacer callar la pasión más imperiosa de hombre. El ciudadano del Norte permitiría tal vez hacer de la negra la compañera pasajera de sus placeres, si los legisladores hubieran declarado que no debe aspirar a compartir su tálamo; pero ella puede llegar a ser su esposa, y él se aleja de ella con una especie de horror.

Así es como en los Estados Unidos el prejuicio que rechaza a los negros parece crecer en proporción que los negros cesan de ser esclavos, y que la desigualdad se agrava en las costumbres a medida que se borra en las leyes.

Pero, si la posición relativa de las dos razas que habitan los Estados Unidos, es tal como acabo de mostrar, ¿por qué los norteamericanos han abolido la esclavitud en el norte de la Unión, por qué la conservan en el sur, y de dónde viene que agraven allí sus rigores?

Es fácil responder a esta pregunta. No es en interés de los negros, sino en el de los blancos, por lo que se destruye la esclavitud en los Estados Unidos.

Los primeros negros fueron importados en Virginia en el año de 1621 (33). En Norteamérica, como en todo el resto de la Tierra, la servidumbre ha nacido, pues, en el Sur. De allí, ganó terreno poco a poco; pero, a medida que la esclavitud se remontaba hacia el Norte, el número de los esclavos iba decreciendo (34); se han visto siempre muy pocos negros en la Nueva Inglaterra.

Las colonias estaban fundadas; un siglo había transcurrido, y un hecho extraordinario comenzaba a sorprender todas las miradas. Las provincias que no poseían por decirIo así esclavos, crecían en población, en riqueza y en bienestar, más rápidamente que las que los tenían.

En las primeras, sin embargo, el habitante era obligado a cultivar por sí mismo el suelo o a alquilar los servicios de otro; en las segundas, encontraba a su disposición obreros cuyos trabajos no retribuía. Había, pues, trabajo y gastos de un lado, ocios y economía del otro: sin embargo la ventaja quedaba con los primeros.

Este resultado parecía tanto más difícil de explicar cuanto que los emigrantes, pertenecientes todos a la raza europea, tenían los mismos hábitos, la misma civilización, las mismas leyes y no diferían sino en matices poco sensibles.

El tiempo seguía su marcha. Dejando las playas del Océano Atlántico, los angloamericanos se internaban cada día más en las soledades del Oeste; allí encontraban terrenos y climas nuevos; tenían que vencer obstáculos de diversa naturaleza y sus razas se mezclaban, hombres del Sur subían al Norte hombres del Norte descendían al Sur. En medio de todas estas causas, el mismo hecho se reproducía a cada paso; y, en general, la colonia donde no se encontraban esclavos se volvía más poblada y más próspera que aquella donde la esclavitud estaba en vigor.

A medida que se avanzaba, se comenzaba, pues, a entrever que la servidumbre, tan cruel con el esclavo, era funesta para el amo.

Pero esta verdad experimentó su última demostración cuando hubieron llegado a las orillas del Ohio.

El río que los indios habían llamado por excelencia Ohio, o el Bello Arroyo, riega con sus aguas uno de los más magníficos valles donde el hombre ha levantado nunca su morada. Sobre las dos orillas del Ohio se extienden terrenos ondulados, donde el suelo ofrece cada día al labrador inagotables tesoros. Sobre las dos orillas, el aire es igualmente sano y el clima templado; cada una de ellas forma la extrema frontera de un vasto Estado: el que sigue a la izquierda las mil sinuosidades que describe el Ohio en su curso se llama el Kentucky; el otro ha tomado su nombre del río mismo. Los dos Estados no difieren sino en un solo punto: el de Kentucky ha admitido esclavos, el Estado de Ohio los ha rechazado a todos de su seno (35).

El viajero que, colocado en medio del Ohio, se deja arrastrar por la corriente hasta la desembocadura del río en el Misisipí, navega, pues, por decirlo así, entre la libertad y la servidumbre; y no tiene más que echar miradas en torno suyo para juzgar en un instante cuál es más favorable a la Humanidad.

En la orilla izquierda del río, la población está diseminada: de cuando en cuando se percibe un tropel de esclavos recorriendo con aspecto descuidado campos semidesiertos; la selva primitiva reaparece sin cesar; se diría que la sociedad está dormida; el hombre parece ocioso y la naturaleza solamente ofrece la imagen de la actividad y de la vida.

De la orilla derecha se eleva, al contrario, un rumor confuso que proclama a lo lejos la presencia de la industria; ricas mieses cubren los campos; elegantes moradas anuncian el gusto y los cuidados del labrador; por todas partes el bienestar se revela; el hombre parece rico y contento: trabaja (36).

El Estado de Kentucky fue fundado en 1775; el Estado de Ohio no lo fue sino doce años más tarde. Doce años en América, es más de medio siglo en Europa. Hoy día, la población del Ohio excede ya en 250 000 habitantes a la de Kentucky (37).

Estos efectos diversos de la esclavitud y de la libertad se comprenden fácilmente y bastan para explicar muchas diferencias que se encuentran entre la civilización antigua y la de nuestros días.

En la ribera izquierda del Ohio, el trabajo se confunde con la idea de la esclavitud; en la orilla derecha, con la del bienestar y del progreso; allá, es degradante; aquí se le honra; en la orilla izquierda del río, no se pueden encontrar obreros pertenecientes a la raza blanca, pues temerían parecerse a los esclavos y es necesario valerse para eso de los negros; en la orilla derecha, se buscaría en vano un ocioso, pues el blanco extiende a todos los trabajos su actividad y su inteligencia.

Así resulta que los hombres que en Kentucky están encargados de explotar las riquezas naturales no tienen ni celo ni luces; en tanto que quienes podrían tener ambas cosas no hacen nada o pasan a Ohio, a fin de utilizar su industria y de poder ejercerla sin rubor.

Es verdad que en Kentucky lo amos hacen trabajar a los esclavos, sin estar obligados a pagarles; pero sacan pocos frutos de sus esfuerzos, en tanto que el dinero que pagarían a los obreros libres se recuperaría largamente con el precio de sus trabajos.

El obrero libre es pagado, pero labora más aprisa que el esclavo y la rapidez de la ejecución es uno de los grandes elementos de la economía. El blanco vende su ayuda, pero no se la compran sino cuando es útil; el negro no tiene nada que reclamar como precio de sus servicios, pero están obligados a alimentarlo en todo tiempo; es necesario mantenerlo en su vejez como en su edad madura, en su estéril infancia como en los años fecundos de su juventud, durante la enfermedad como en periodos de salud. Así es que solamente pagándolo se obtiene el trabajo de esos dos hombres: el obrero libre recibe un salario; el esclavo una educación, alimentos, cuidados y vestidos; el dinero que gasta el amo para el mantenimiento del esclavo se derrama poco a poco y en detalle; apenas se nota; el salario que se da al obrero se entrega de una sola vez, y parece no enriquecer sino a quien lo recibe; pero, en realidad, el esclavo ha costado más que el hombre libre, y sus trabajos han sido menos productivos (38).

La influencia de la esclavitud se extiende todavía más lejos; penetra hasta en el alma misma del amo, se imprime una dirección particular a sus ideas y a sus gustos.

En las dos riberas del Ohio, la naturaleza ha dado al hombre su carácter emprendedor y enérgico; pero a cada lado del río hace él de esta cualidad un empleo diferente.

El blanco de la orilla derecha, obligado a vivir por sus propios esfuerzos, ha cifrado en el bienestar material el objeto principal de su existencia; y, como el país que habita presenta a su industria inagotables recursos y ofrece a su actividad atractivos siempre renacientes, su ardor de adquirir ha sobrepasado los límites ordinarios de la avidez humana: atormentado del deseo de riquezas, se le ve entrar con audacia en todos los caminos que la fortuna le abre; llega a ser indiferentemente marino, pionero, manufacturero o cultivador, soportando con igual constancia los trabajos o los peligros inherentes a esas diferentes profesiones; hay algo de maravilloso en los recursos de su genio, y una especie de heroísmo en su avidez por la ganancia.

El norteamericano de la orilla izquierda no desprecia solamente el trabajo, sino todas las empresas que el trabajo hace prosperar; viviendo en una ociosa abundancia, tiene los gustos de los hombres ociosos; el dinero ha perdido una parte de su valor a sus ojos; persigue menos la fortuna que la agitación y el placer, e inclina de ese lado la energía que su vecino despliega en otra parte; ama apasionadamente la caza y la guerra; se complace en los ejercicios más violentos del cuerpo; el uso de las armas le es familiar y desde su infancia ha aprendido a jugarse la vida en combates singulares. La esclavitud no impide, pues, solamente a los blancos hacer fortuna, sino que los desvía de intentarlo.

Las mismas causas que operan continuamente desde hace dos siglos en sentido contrario en las colonias inglesas de la América septentrional, acabaron por establecer una diferencia prodigiosa entre la capacidad comercial del hombre del Sur y la del hombre del Norte. Hoy día, solamente el Norte tiene navíos, manufacturas, vías férreas y canales.

Esta diferencia se observa no solamente al comparar el Norte y el Sur, sino al comparar entre sí a los habitantes del Sur. Así todos los hombres que en los Estados más meridionales de la Unión se dedican a empresas comerciales y tratan de utilizar la esclavitud, han venido del Norte; cada día, la gente del Norte se esparce en esta parte del territorio norteamericano, donde la competencia es menos de temer para ellos; allí descubren recursos que no percibían los habitantes y, plegándose a un sistema que ellos desaprueban, logran sacarle más partido que aquellos que lo sostienen todavía después de haberlo fundado.

Si yo quisiera llevar más lejos el paralelo, probaría fácilmente que casi todas las diferencias que se observan entre el carácter de los norteamericanos en el Sur y en el Norte han nacido en la esclavitud; pero esto sería salirme de mi trabajo: investigo en este momento, no cuáles son todos los efectos de la servidumbre, sino qué efectos produce sobre la prosperidad material de quienes la admitieron.

Esta influencia de la esclavitud sobre la producción de las riquezas no podía ser sino muy imperfectamente conocida de la Antigüedad. La servidumbre existía entonces en todo el universo civilizado, y los pueblos que no la conocían eran bárbaros.

Así, el cristianismo no destruyó la esclavitud sino haciendo valer los derechos del esclavo y, en nuestros días, se la puede atacar en nombre del amo: en este punto, el interés y la moral están de acuerdo.

A medida que estas verdades se manifestaban en los Estados Unidos, se veía retroceder a la esclavitud poco a poco ante las luces de la experiencia.

La servidumbre había comenzado en el Sur y se había extendido en seguida hacia el Norte; hoy día, se retira. La libertad, salida del Norte, desciende sin detenerse hacia el Sur. Entre los grandes Estados, Pensilvania forma actualmente el extremo límite de la esclavitud hacia el Norte, pero en esos mismos límites está quebrantada; el Estado de Maryland, que está inmediatamente debajo de Pensilvania, se prepara cada día más para prescindir de ella; y ya Virginia, que sigue a Maryland, discute su utilidad y sus peligros (39).

No se realiza un gran cambio en las instituciones humanas sin que, en medio de las causas de ese cambio, se descubra la ley de sucesiones.

Cuando la igualdad de los repartos reinaba en el Sur, cada familia estaba representada por un hombre rico que no sentía más la necesidad que el amor al trabajo; en torno suyo vivían de la misma manera, como otras tantas plantas parásitas, los miembtos de su familia que la ley había excluido de la heredad común: se veía entonces en todas las familias del Sur lo que se ve aún en nuestros días en las familias nobles de ciertos países de Europa, en las que los segundones, sin tener la misma riqueza que el primogénito, permanecen tan ociosos como éste. Este efecto semejante era producido en América y en Europa por causas enteramente análogas. En el sur de los Estados Unidos, la raza entera de los blancos formaba un cuerpo aristocrático, a la cabeza del cual permanecía cierto número de individuos privilegiados cuya riqueza era permanente y cuyos ocios eran también hereditarios. Esos jefes de la nobleza norteamericana perpetuaban en el cuerpo de que eran representantes los prejuicios tradicionales de la raza blanca, y mantenían la ociosidad como un honor. En el seno de esa aristocracia, se podían encontrar pobres, pero no trabajadores; la miseria parecía allí preferible a la industria, los obreros negros y esclavos no encontraban, pues, competidores, y por dudosa que fuera la utilidad de sus esfuerzos, era necesario emplearlos, puesto que estaban solos.

Desde el momento en que la ley de sucesiones fue abolida, todas las fortunas comenzaron a disminuir simultáneamente, todas las familias se acercaron por un mismo movimiento al estado en que el trabajo se hace necesario para la existencia; muchas de ellas desaparecieron completamente y todas percibieron el momento en que sería preciso proveer cada uno a sus propias necesidades. Hoy día se ven todavía ricos, pero no forman ya un cuerpo compacto y hereditario; no pudieron adoptar un espíritu, perseverar en él y hacerlo penetrar en todos los rangos. Se ha comenzado, pues, a abandonar de común acuerdo el prejuicio que maldecía el trabajo; hubo más pobres, y los pobres pudieron sin avergonzarse ocuparse de los medios de ganar su vida. Así, uno de los efectos más próximos a la igualdad de porciones hereditarias fue la creación de una clase de obreros libres. Desde el momento en que el obrero libre ha entrado en competencia con el esclavo, la inferioridad de este último se deja sentir y la esclavitud queda vulnerada en su principio mismo, que es el interés del amo.

A medida que la esclavitud retrocede, la raza negra la sigue en su marcha retrógrada y se vuelve con ella hacia los trópicos, de donde saliera originalmente.

Esto puede parecer extraordinario a primera vista, pero pronto se va a comprender.

Al abolir el principio de servidumbre, los norteamericanos no ponen a los esclavos en libertad.

Tal vez se comprendería con dificultad lo que va a seguir, si no citara yo un ejemplo; escogeré el del Estado de Nueva York. En 1788, el Estado de Nueva York prohibió la venta de esclavos en su seno. Eso era como prohibir, de una manera indirecta, su importación. Desde entonces, el número de los negros no se acrecienta ya sino según el crecimiento natUral de la población negra. Ocho años después, se toma una medida más decisiva, y se declara que a partir del 4 de julio de 1799 todos los hijos que nazcan de padres esclavos serán libres. Toda vía de incremento queda entonces cerrada; hay aún esclavos, pero puede decirse que la servidumbre no existe ya.

A partir de la época en que un Estado del Norte prohibe así la importación de los esclavos, no se retiran ya negros del Sur para transportarlos a su seno.

Desde el momento en que un Estado del Norte prohibe la venta de negros, el esclavo, no pudiendo salir ya de las manos del que lo posee, vuélvese una propiedad incómoda, y se tiene interés en trasladarlo al Sur.

El día en que un Estado del Norte declara que el hijo de un esclavo nacerá libre, este último pierde una gran parte de su valor venal; porque sus descendientes ya no pueden entrar en el mercado, y se tiene un gran interés en transportarlo al Sur.

Así la misma ley impide que los esclavos del Sur vayan al Norte, e impele a los del Norte hacia el Sur.

Pero he aquí otra causa más poderosa que todas aquéllas de que acabo de hablar.

A medida que el número de esclavos disminuye en un Estado, la necesidad de trabajadores libres se deja sentir en él. A medida que los trabajadores libres se apoderan de la industria, el trabajo del esclavo, como es menos productivo, se vuelve una propiedad mediocre o inútil, y se tiene todavía gran interés en exportarlo al Sur, donde la competencia no es de temer.

La abolición de la esclavitUd no hace, pues, llegar al esclavo a la libertad; le hace solamente cambiar de amo: del Septentrión, pasa al Mediodía.

En cuanto a los negros emancipados y a quienes nacen después de que la esclavitud fue abolida, no dejan el Norte para pasar al Sur, sino que se encuentran frente a los europeos en una posición análoga a la de los indígenas; permanecen semicivilizados y privados de derechos en medio de una población que les es infinitamente superior en riquezas y en luces; están acosados por la tiranía de las leyes (40) y por la intolerancia de las costumbres. Más desdichados en cierto sentido que los indios, tienen contra ellos los recuerdos de la esclavitud, y no pueden reclamar la posesión de un solo lugar del suelo; muchos sucumben en su miseria (41); los otros se concentran en las ciudades, donde, encargándose de los más groseros trabajos, llevan una existencia precaria y miserable.

Aun cuando, por otra parte, el número de los negros continuara creciendo de la misma manera que en la época en que no poseeían aún la libertad, como el número de blancos aumenta con doble velocidad después de la abolición de la esclavitud, los negros se verían bien pronto como sepultados entre las olas de una población extranjera.

Un país cultivado por esclavos es, en general, menos poblado que un país cultivado por hombres libres; además, Norteamérica es una comarca nueva; en el momento, pues, en que un Estado llega a abolir la esclavitud, no está todavía sino incompletamente lleno. Apenas la servidumbre es allí destruida, y la necesidad de trabajadores libres se deja sentir; se ve acudir a su seno, de todas las partes del país, a una multitud de audaces aventureros, que corren para aprovecharse de los nuevos recursos que abre la industria. El suelo se divide entre ellos y sobre cada porción se establece una familia de blancos que se apodera de ella. Además, la emigración europea se dirige hacia los Estados libres: ¿Qué haría el pobre de Europa que va a buscar el bienestar y la dicha al Nuevo Mundo, si fuese a habitar en una región donde el trabajo está manchado de ignominia?

Así, la población blanca crece naturalmente y al mismo tiempo por una inmensa emigración, en tanto que la población negra no recibe emigrantes y se debilita. Bien pronto, la proporción entre ambas razas se ha invertido. Los negros no forman sino desdichados restos, una pequeña tribu pobre y nómada, perdida en medio de un pueblo inmenso que es dueño del suelo; y no se da uno ya cuenta de su presencia síno por las injusticias y los rigores de que son objeto.

En muchos Estados del Oeste, la raza negra no ha aparecido jamás y en todos los Estados del Norte, desaparece por momentos. La gran pregunta del porvenir se concreta, pues, en un círculo estrecho: hácese menos temible, pero no más fácil de resolver.

A medida que uno desciende hacia el Mediodía, es más difícil de abolir útilmente la esclavitud. Esto resulta de varias causas materiales que es necesario desarrollar.

La primera es el clima: es cierto que a medida que los europeos se acercan a los trópicos, el trabajo les resulta más difícil; muchos norteamericanos llegan hasta pretender que cierta latitud acaba por series mortal, en tanto que el negro se somete a ella sin peligros (42); pero yo no creo que esta idea, tan favorable a la pereza del hombre del Mediodía, esté fundada en la experiencia. No hace más calor en el sur de la Unión que en el sur de España y de ltalia (43); ¿por qué el europeo no puede ejecutar allí los mismos trabajos? No creo que la naturaleza haya prohibido, so pena de muerte, a los europeos de Georgia o de Florida, sacar ellos mismos su subsistencia del suelo; pero ese trabajo les sería seguramente más penoso y menos productivo (44) que a los habitantes de la Nueva Inglaterra. Como el trabajador libre pierde así en el Sur una parte de su superioridad sobre el esclavo, es menos útil abolir allí la esclavitud.

Todas las plantas de Europa crecen en el norte de la Unión; el Sur tiene productos especiales.

Se ha observado que la esclavitud es un medio dispendioso de cultivar los cereales. Quien cosecha el trigo en un país donde la servidumbre es desconocida, no retiene a su servicio sino a un pequeño número de obreros; en la época de la cosecha y durante las siembras, reúne, es verdad, a otros muchos; pero ésos no habitan sino momentáneamente su morada.

Para llenar sus graneros o sembrar su campo, el agricultor que vive en un Estado con esclavos está obligado a mantener durante todo el año un gran número de servidores, que le son necesarios durante algunos días tan sólo; porque, a diferencia de los obreros libres, los esclavos no podrían esperar, al trabajar para ellos mismos, el momento en que deben ir a alquilar su industria. Es preciso comprarlos para servirse de ellos.

La esclavitud, independientemente de sus inconvenientes generales es, pues, naturalmente menos aplicable a los países donde los cereales son cultivados que a aquellos donde se cosechan otros productos.

El cultivo del tabaco, del algodón y, sobre todo, de la caña de azúcar exige, al contrario, cuidados continuos. Se puede emplear en ellos a mujeres y niños, que no se podrían utilizar en el cultivo del trigo. Así, la esclavitud es naturalmente más apropiada para el país donde se obtienen los productos que acabo de nombrar.

El tabaco, el algodón, la caña, no crecen sino en el Sur; allí forman las fuentes principales de la riqueza del país. Al destruir la esclavitud, los hombres del Sur se encontrarían en una de estas dos alternativas: o estarían obligados a cambiar su sistema de cultivo, y entonces entrarían en competencia con los hombres del Norte, más activos y experimentados que ellos; o ellos mismos cultivarían idénticos productos sin esclavos, y entonces tendrían que soportar la competencia de los otros Estados del Sur que los conservasen.

Así el Sur tiene razones particulares para mantener la esclavitud, que no tiene el Norte.

Pero he aquí otro motivo más poderoso que todos los demás. El Sur bien podría, en rigor, abolir la servidumbre; pero ¿cómo se liberaría de los negros? En el Norte, se rechaza al mismo tiempo a la esclavitud y a los esclavos. En el Sur, no se puede esperar alcanzar al mismo tiempo ese doble resultado.

Al probar que la servidumbre era más natural y más ventajosa en el Sur que en el Norte, he indicado suficientemente que el número de esclavos debía ser allí mucho mayor. Al Sur fue a donde se condujo a los primeros africanos; allí es a donde llegaron siempre en mayor número. A medida que se adelanta hacia el Sur, el prejuicio que mantiene la ociosidad y el honor toma fuerza. En los Estados que se acercan más a los trópicos, no hay un blanco que trabaje. Los negros son, pues, naturalmente más numerosos en el Sur que en el Norte. Cada día, como lo dije anteriormente, aumentan más todavía; porque, a medida que se destruye la esclavitud en una de las extremidades de la Unión, los negros se acumulan en la otra. Así, el número de negros aumenta en el Sur, no solamente por el movimiento natural de la población, sino también por la emigración forzada de los negros del Norte.

En el Estado de Maine, se cuenta un negro sobre trescientos habitantes; en el de Massachusetts, uno sobre cien; en el Estado de Nueva York, dos sobre cien; en Pensilvania; tres; en Maryland, treinta y cuatro; cuarenta y dos en Virginia, y cincuenta y uno en fin en la Carolina del Sur (45). Tal era la proporción de los negros en relación con los blancos en el año de 1830. Pero esta proporción cambia sin cesar: cada día se vuelve más pequeña en el Norte y más grande en el Sur.

Es evidente que en los Estados más meridionales de la Unión, no se podría abolir la esclavitud como se hizo en los Estados del Norte, sin correr muy grandes peligros, que éstos no tuvieron por qué temer.

Hemos vsito cómo los Estados del Norte procuraban la transición entre la esclavitud y la libertad. Conservan a la generación presente entre cadenas y emancipan a las razas futuras; de esta manera, no se introduce a los negros sino poco a poco en la sociedad y, en tanto que se retiene en la servidumbre al hombre que podría hacer mal uso de su independencia, se emancipa a aquel que, antes de ser dueño de sí mismo, puede todavía aprender el arte de ser libre.

Es difícil hacer la aplicaciÓn de este método al Sur. Cuando se declara que a partir de cierta época el hijo del negro será libre, se introduce el principio y la idea de la libertad en el seno mismo de la servidumbre; los negros que el legislador conserva en esclavitud, y que ven a sus hijos salir de ella, se sorprenden de ese trato desigual que les da el destino; se inquietan y se irritan. Desde entonces, la esclavitud ha perdido a sus ojos la especie de poder moral que le daban el tiempo y la costumbre; queda reducida a no ser más que un abuso visible de la fuerza. El Norte no tenía nada que temer de este contraste, porque en el Norte los negros estaban en pequeño número y los blancos eran muy numerosos. Pero si esta primera aurora de la libertad llegase a iluminar al mismo tiempo a dos millones de hombres, los opresores deberían temblar.

Después de haber emancipado a los hijos de sus esclavos, los europeos del Sur se verían bien pronto constreñidos a extender a toda la raza negra el mismo beneficio.

En el Norte, como lo dije antes, desde el momento en que es abolida la esclavitud, y aun en el momento en que llega a ser probable que el tiempo de su abolición se aproxima, se lleva a cabo un doble movimiento: los esclavos dejan la región para ser transportados más al Sur y los blancos de los Estados del Norte y los emigrantes de Europa afluyen en su lugar.

Estas dos causas no pueden operar de la misma manera en los últimos Estados del Sur. Por una parte, la masa de esclavos es allí demasiado grande para que se pueda esperar hacerles abandonar el país; por otra, los europeos y los angloamericanos del Norte temen ir a habitar una comarca donde no se ha rehabilitado todavía el trabajo. Por otra parte, ellos consideran con razón a los Estados donde la proporción de los negros sobrepasa o iguala a la de los blancos, como amenazados de grandes desgracias y se abstienen de llevar su industria a ese lugar.

Así, al abolir la esclavitud, los hombres del Sur no lograrían, como sus hermanos del Norte, hacer llegar gradualmente a los negros la libertad; no disminuiría sensiblemente el número de los negros, y se quedarían solos para contenerlos. En el transcurso de pocos años se vería, pues, a un gran pueblo de negros libres colocado en medio de una naciÓn casi igual de blancos.

Los mismos abusos de poder que mantienen actualmente la esclavitud se convertirían entonces en el Sur en una fuente de mayores peligros, que tendrían que temer los blancos. Hoy día, el descendiente de los europeos posee sólo la tierra; es amo absoluto de la industria; él solo es rico, ilustrado y está armado. El negro no posee ninguna de esas ventajas; pero puede prescindir de ellas: es esclavo. Cuando se vuelva libre, encargado de velar por su propia suerte, ¿podrá permanecer privado de todas esas cosas sin morir? Lo que hacía la fuerza del blanco, cuando la esclavitud existía lo expone, pues, a mil peligros después de que la esclavitud fue abolida.

Dejando al negro en servidumbre, se le puede mantener en un estado cercano al del bruto; libre, no se le puede impedir instruirse lo suficiente para apreciar la extensión de sus males y entrever su remedio. Hay, por otra parte, un singular principio de justicia relativa que se halla muy profundamente arraigado en el corazón humano. Los hombres se sienten mucho más impresionados por la desigualdad que existe en el interior de una misma clase, que por las desigualdades que se observan entre clases diferentes. Se comprende la esclavitud; pero, ¿cómo concebir la existencia de varios millones de ciudadanos eternamente doblegados bajo la infamia y entregados a miserias hereditarias? En el Norte, una población de negros emancipados experimenta estos males y resiente estas injusticias; pero es débil y reducida; en el Sur, sería numerosa y fuerte.

Desde el momento que se admite que los blancos y los negros emancipados están colocados sobre el mismo suelo como pueblos extraños uno al otro, se comprenderá sin dificultad que no hay ya sino dos perspectivas en el porvenir: es preciso que los negros y los blancos se confundan enteramente o que se separen.

"-He expresado ya anteriormente cuál era mi convicción sobre el primer medio (46). No creo que la raza blanca y la raza negra lleguen en ninguna parte a vivir en un pie de igualdad.

Pero creo que la dificultad será mucho mayor aún en los Estados Unidos que en otra parte cualquiera. Sucede que un hombre se coloca fuera de los prejuicios de religión, de país y de raza, y si ese hombre es rey, puede realizar sorprendentes revoluciones en la sociedad; pero un pueblo entero no podría colocarse así, en cierto modo, por encima de sí mismo.

Un déspota que llegase a confundir a los norteamericanos y a sus antiguos esclavos bajo el mismo yugo, lograría tal vez que se mezclaran; en tanto que la democracia norteamericana siga a la cabeza de los negocios, nadie osará intentar semejante empresa, y se puede prever que, cuanto más libres sean los blancos en los Estados Unidos, más tratarán de aislarse (47).

He dicho en otro lugar que el verdadero lazo entre el europeo y el indio era el mestizo; del mismo modo la verdadera transición entre el blanco y el negro, es el mulato: dondequiera que se encuentre un número muy grande de mulatos, la fusión entre las dos razas no es imposible.

Hay partes de América donde el europeo y el negro se han cruzado de tal manera, que es difícil encontrar a un hombre que sea enteramente blanco o enteramente negro: llegados a este punto, se puede realmente decir que las dos razas se han mezclado; o más bien, en su lugar, ha surgido una tercera que emana de las dos sin ser precisamente ni la una ni la otra.

De todos los europeos, los ingleses son quienes han mezclado menos su sangre a la de los negros. Se ve en el sur de la Unión más mulatos que en el norte, pero infinitamente menos que en ninguna otra colonia europea; los mulatos son muy poco numerosos en los Estados Unidos; no tienen ninguna fuerza por sí mismos, y en las querellas de razas, hacen de ordinario causa común con los blancos. Así es como en Europa se ve a menudo a los lacayos de los grandes señores echárselas de nobles con el pueblo.

Este orgullo de origen, natural del inglés, se ha acrecentado todavía singularmente en el norteamericano por el orgullo individual que la libertad democrática hace nacer. El hombre blanco de los Estados Unidos está orgulloso de su raza y orgulloso de sí mismo.

Por otra parte, si los blancos y los negros no llegaron a mezclarse en el Norte de la Unión, ¿cómo iban a mezclarse en el Sur? ¿Se puede suponer por un instante que el norteamericano del Sur, colocado, como lo estaría siempre, entre el hombre blanco en toda su superioridad física y moral, y el negro, puede pensar nunca en confundirse con éste último? El norteamericano del Sur tiene dos grandes pasiones que lo inducían siempre a aislarse: temerá parecerse al negro, su antiguo esclavo, y descender más bajo del blanco, su vecino.

Si fuera necesario absolutamente prever el porvenir, yo diría que, según el curso probable de las cosas, la abolición de la esclavitud en el Sur hará crecer la repugnancia que la población blanca experimenta allí hacia los negros. Fundo esta opinión en lo que he observado de análogo en el Norte. He dicho que los hombres blancos del Norte se alejan de los negros con tanto más cuidado cuanto menos marca el legislador la separación legal que debe existir entre ellos: ¿por qué no ha de ocurrir lo mismo en el Sur? En el Norte, cuando los blancos temen llegar a confundirse con los negros, temen un peligro imaginario. En el Sur, donde el peligro es real, no puedo creer que el temor sea menos fuerte.

Si, por una párte, se reconoce (y el hecho no es dudoso) que en la extremidad sur los negros se acumulan sin cesar y crecen más aprisa que los blancos: si, por la otra, se concede que es imposible prever la época en que los negros lleguen a mezclarse y a obtener del estado de sociedad las mismas ventajas, ¿no se debe concluir que, en los Estados del Sur, los negros y los blancos acabarán tarde o temprano por entrar en lucha?

¿Cuál será el resultado final de esta lucha?

Se comprenderá sin dificultad que en este punto hay que encerrarse en lo vago de las conjeturas. El espíritu humano logra apenas trazar en cierto modo un círculo en torno del porvenir; pero dentro de ese círculo se agita el azar, q4e escapa a todos los esfuerzos. En el cuadro del porvenir, el azar forma siempre como el punto obscuro donde la mirada de la inteligencia no puede penetrar. Lo que se puede decir es esto: en las Antillas, la raza blanca es la que parece destinada a sucumbir; en el continente, la raza negra.

En las Antillas, los blancos están aislados en medio de una inmensa población de negros; en el continente, los negros están colocados entre el mar y un pueblo innumerable, que ya se extiende por encima de ellos como una masa compacta, desde los hielos del Canadá hasta las fronteras de Virginia, desde las riberas del Misouri hasta las playas del Océano Atlántico. Si los blancos de la América del Norte permanecen unidos, es difícil de creer que los negros puedan escapar a la destrucción que los amenaza; sucumbirán bajo el hierro o la miseria. Pero las poblaciones negras acumuladas a lo largo del golfo de México, tienen esperanzas de salvación, si la lucha entre las dos, razas llega a establecerse cuando la confederación norteamericana sea disuelta. Una vez el anillo federal roto, los hombres del Sur harían mal en contar con un apoyo duradero por parte de sus hermanos del Norte. Éstos saben que el peligro no puede nunca alcanzarlos. Si un deber positivo no les constriñe a ir en auxilio del Sur, se puede prever que las simpatías de raza serán impotentes.

Cualquiera que sea, por lo demás, la época de la lucha, los blancos del Sur, aunque estuvieran abandonados a sí mismos, se presentarán en la liza con una inmensa superioridad de luces y de medios; pero los negros tendrán en su favor el número y la energía de la desesperación. Ésos son grandes recursos cuando se tienen las armas en la mano. Tal vez acontecerá entonces a la raza blanca del Sur lo que ha sucedido a los moros en España. Después de haber ocupado el país durante siglos, se retirará al fin poco a poco hacia la comarca de donde vinieron antaño sus abuelos, abandonando a los negros la posesión de una tierra que la Providencia parece destinar a éstos, puesto que vive en ella sin penas y trabajan más fácilmente que los blancos.

El peligro más o menos lejano, pero inevitable, de una lucha entre los negros y los blancos que pueblan el sur de la Unión se presenta sin cesar como un sueño penoso ante la imaginación de los norteamericanos. Los habitantes del Norte hablan cada día de estos peligros, aunque directamente no tengan nada que temer. Tratan en vano de encontrar un medio de conjurar las desgracias que preveen.

En los Estados del Sur, se guarda silencio; no se habla del porvenir a los extranjeros; se evita hacer conjeturas con sus amigos y cada uno se lo oculta a sí mismo por decirlo así. El silencio del Sur tiene algo de más aterrador que los temores estrepitosos del Norte.

Esta preocupación general de los espíritus que acabo de describir ha dado nacimiento a una empresa casi ignorada que puede cambiar la suerte de una parte de la raza humana.

Temiendo los peligros que acabo de reseñar, cierto número de ciudadanos norteamericanos se reúnen en sociedad con la mira de exportar por su cuenta hasta las costas de la Guinea, a los negros libres que quisieran escapar de la tiranía que pesa sobre ellos (48).

En 1820, la sociedad de que hablo logró fundar en África, en el séptimo grado de latitud norte, un establecimiento al que dio el nombre de Liberia. Las últimas noticias anunciaban que dos mil quinientos negros se encontraban reunidos ya en ese lugar. Transportados a su antigua patria, los negros introdujeron en ella instituciones norteamericanas. Liberia tiene un sistema representativo, jurados negros, magistrados negros y sacerdotes negros; se ven allí templos y periódicos y, por una vuelta singular de las vicisitudes de este mundo, está prohibido a los blancos establecerse en sus muros (49).

¡Extraño juego de la fortuna! Dos siglos han transcurrido desde el día en que el habitante de Europa emprendió el rapto de negros, arrebatándolos a su familia y a su país, para transportarlos a las playas de América del Norte. Hoy día se ve al europeo ocupado en conducir de nuevo a través del Océano Atlántico a los descendientes de esos mismos negros, a fin de devolverlos al suelo de donde los arrebataron sus padres. Unos bárbaros fueron a beber las luces de civilización en el seno de la servidumbre, y a enseñar en la esclavitud el arte de ser libres.

Hasta nuestros días, el África estaba cerrada a las artes y a las ciencias de los blancos. Las luces de Europa, importada por africanos, penetrarán allí tal vez. Hay, pues, una bella y grande idea en la fundación de Liberia; pero esta idea, que puede llegar a ser tan fecunda para el antiguo mundo, es estéril para el nuevo.

En doce años, la Sociedad de colonización de los negros ha transportado al África dos mil quinientos negros. En el mismo espacio de tiempo, nacían unos setecientos mil en los Estados Unidos.

Aunque la colonia de Liberia estuviera en posición de recibir cada año a millares de nuevos habitantes, y éstos en estado de ser conducidos útilmente allá; aunque la Unión se sustituyese en sus trabajos a la Sociedad y empleara anualmente sus tesoros (50) y sus bajeles en transportar a los negros al África, no podría todavía balancear el único progreso natural de la población entre los negros; y, no repatriando cada año otros tantos hombres como vienen al mundo, no lograría siquiera suspender el desarrollo del mal que crece diariamente en su seno (51).

La raza negra no dejará ya las riberas del continente norteamericano, adonde las pasiones y los vicios de Europa la hicieron llegar; no desaparecerá del Nuevo Mundo sino dejando de existir. Los habitantes de los Estados Unidos pueden alejar las desdichas que temen, pero no podrán hoy día destruir su causa.

Estoy obligado a confesar que no considero la abolición de la servidumbre como un medio de retardar, en los Estados del Sur, la lucha de las dos razas.

Los negros pueden permanecer largo tiempo esclavos sin quejarse; pero, en cuanto entren en el número de los hombres libres, se indignarán bien pronto de estar privados de casi todos los derechos de ciudadanos; y, no pudiendo volverse los iguales de los blancos, no tardarán en mostrarse sus enemigos.

En el Norte, se tuvo el mayor interés en emancipar a los esclavos; librábanse así de la esclavitud, sin tener nada que temer de los negros libres. Éstos eran demasiado poco numerosos para reclamar alguna vez sus derechos. No sucede lo mismo en el Sur.

La cuestión de la esclavitud era para los amos, en el Norte, una cuestión comercial y manufacturera; en el Sur, es una cuestión de vida o muerte. No hay que confundir la esclavitud en el Norte y en el Sur.

Dios me guarde de tratar, como ciertos autores norteamericanos, de justificar el principio de la servidumbre de los negros; digo, solamente, que no todos aquellos que han admitido ese horrible principio antiguamente, están ahora en capacidad de rectificarse.

Confieso que, cuando considero el estado del Sur, no descubro, para la raza blanca que habita esas comarcas, sino dos maneras de obrar: emancipar a los negros y fundirlos con ella o permanecer aislados de ellos y mantenerlos el mayor tiempo posible en la esclavitud. Los términos medios me parecen ir a dar a la más horrible de las guerras civiles, quizá a la ruina de una de las dos razas.

Los norteamericanos del Sur consideran la cuestión desde ese punto de vista, y obran en consecuencia. No queriendo fundirse con los negros, no desean ponerlos en libertad.

No es que todos los habitantes del Sur consideren la esclavitud como necesaria para la riquieza del amo. En este punto, muchos de ellos están de acuerdo con los hombres del Norte, y admiten de buena gana con ellos que la servidumbre es un mal; pero piensan que hay que conservar ese mal para vivir.

Las luces, al acrecentarse en el Sur, han hecho percibir a los habitantes de esa parte del territorio que la esclavitud es nociva al amo, y esas mismas luces les muestran, más claramente de lo que lo habían visto hasta entonces, la casi imposibilidad de destruirla.

De ahí un singular contraste: la esclavitud se establece cada vez más en las leyes, a medida que su utilidad es más discutida; y en tanto que su principio es gradualmente abolido en el Norte, se saca en el Sur, de ese mismo principio, consecuencias cada vez más rigurosas.

La legislación de los Estados del Sur relativa a los esclavos presenta en nuestros días una especie de atrocidad inaudita, y que por sí sola viene a revelar alguna perturbación profunda en las leyes de la Humanidad. Basta leer la legislación de los Estados del Sur para juzgar la posición desesperada de las dos razas que los habitan.

No es que los norteamericanos de esta parte de la Unión hayan acrecentado precisamente los rigores de la servidumbre. Por el contrario, han dulcificado la suerte material de los esclavos. Los antiguos no conocían más que las cadenas y la muerte para mantener la esclavitud; los norteamericanos del Sur han encontrado garantías más intelectuales para la duración de su poder. Si puedo expresarme así, han espiritualizado el despotismo y la violencia. En la Antigüedad, se buscaba impedir al esclavo romper sus cadenas; en nuestros días, se ha emprendido el quitarles el deseo de hacerlo.

Los antiguos encadenaban el cuerpo del esclavo, pero dejaban su espíritu libre y le permitían ilustrarse. En esto eran consecuentes con ellos mismos. Había una salida natural para la servidumbre; de un día al otro, el esclavo podía volverse libre e igual a su amo.

Los norteamericanos del Sur, que creen que en ninguna época los negros podrán confundirse con ellos, han prohibido, bajo penas severas, enseñarles a leer y a escribir. No queriendo elevarlos a su nivel, los mantienen lo más cerca posible de los brutos.

En todo tiempo, la esperanza de la libertad había sido colocada en el seno de la esclavitud para suavizar sus rigores.

Los norteamericanos del Sur han comprendido que la emancipación ofrecía peligros siempre, cuando el emancipado no podía llegar a asimilarse un día al amo. Dar a un hombre la libertad y dejarlo en la miseria y la ignominia, ¿qué es, sino proporcionar un jefe futuro a la rebelión de los esclavos? Se había observado por otra parte, desde hace largo tiempo, que la presencia del negro libre hacía nacer una inquietud vaga en el fondo del alma de aquellos que no lo eran, y hacía entrar en ellos, como una luz dudosa, la idea de sus derechos. Los norteamericanos del Sur quitaron a los amos, en la mayor parte de los casos, la facultad de emancipar (52).

Encontré en el Sur de la Unión a un anciano que había vivido antes en comercio ilegítimo con una de sus negras. Tuvo de ella varios hijos que, al venir al mundo, se habían convertido en los esclavos de su padre. Varias veces éste había pensado legarles por lo menos la libertad, pero transcurrieron años antes de que pudiese quitar los obstáculos puestos a la emancipación por el legislador. Durante ese tiempo llegó la vejez e iba a morir. Se representaba entonces a sus hijos arrastrados de mercado en mercado, pasando de la autoridad paterna al látigo de un extraño. Esas horribles imágenes llenaban de delirio su imaginación expirante. Yo lo vi presa de las angustias de la desesperación, y comprendí entonces cómo la naturaleza sabía vengarse de las heridas que le hacían las leyes.

Esos males son espantosos sin duda; pero, ¿no son acaso la consecuencia prevista y necesaria del principio mismo de la servidumbre entre los modernos?

Desde el momento en que los europeos tomaron sus esclavos del seno de una raza diferente de la suya, que muchos de ellos consideraban como inferior a las otras razas humanas, y a la cual todos miraban con horror la posibilidad de asimilarse nunca, supusieron la esclavitud eterna; porque, entre la extrema desigualdad que crea la servidumbre, y la completa igualdad que produce naturalmente entre los hombres la independencia, no hay punto intermedio que sea durable. Los europeos sintieron vagamente esta verdad, pero sin confesárselo. Siempre que se ha tratado de los negros se les ha visto obedecer ora a su interés o a su orgullo, ora a su compasión. Han violado respecto al negro todos los derechos de la humanidad, y luego lo instruyeron sobre el valor y la inviolabilidad de esos derechos. Abrieron sus filas a sus esclavos, y cuando estos últimos intentaron penetrar en ellas, los rechazaron con ignominia. Queriendo la servidumbre, se dejaron arrastrar, a pesar suyo o sin darse cuenta, hacia la libertad, sin tener el valor de ser ni completamente inicuos, ni enteramente justos.

Si es imposible de prever una época en que los norteamericanos del Sur mezclen su sangre a la de los negros, ¿pueden acaso, sin exponerse ellos mismos a perecer, permitir que estos últimos lleguen a la libertad? Y si están obligados, para salvar su propia raza, a querer mantenerlos entre cadenas, ¿no debe excusárseles de tomar las medidas más eficaces para lograrlo?

Lo que ocurre en el sur de la Unión me parece a la vez la consecuencia más horrible y más natural de la esclavitud. Cuando veo el orden de la naturaleza invertido, cuando oigo a la Humanidad que grita y se debate en vano bajo las leyes, confieso que no encuentro indignación para fustigar a los hombres de nuestros días, autores de estos ultrajes; pero concentro todo mi odio contra aquellos que, después de mil años de igualdad, han introducido de nuevo la servidumbre en el mundo.

Cualesquiera que sean, por lo demás, los esfuerzos de los norteamericanos del Sur para conservar la esclavitud, no lo lograrán siempre. La esclavitud, concentrada en un solo punto del globo, atacada por el cristianismo como injusta y por la economía política como funesta; la esclavitud, en medio de la libertad democrática y de las luces de nuestra era, no es una institución que pueda durar. Cesará por hechos del esclavo y del amo. En ambos casos, hay que esperar grandes desgracias.

Si se rehusa la libertad a los negros del Sur, acabarán por apoderarse de ella violentamente por sí mismos; si se les concede, no tardarán en abusar de ella.




Notas

(30) Antes de tratar esta materia, debo hacer una advertencia al lector. En un libro de que he hablado al principio de esta obra, y que está a punto de aparecer, Gustave de Beaumont, mi compañero de viaje, ha tenido por principal mira dar a conocer en Francia cuál es la posición de los negros en medio de la población blanca de los Estados Unidos. Beaumont ha tratado a fondo una cuestión que mi trabajo me ha permitido solamente tocar de paso.

Su libro, cuyas notas contienen un gran número de documentos legislativos e históricos, muy preciosos y enteramente desconocidos, presenta además cuadros cuya energía no podría ser igualada sino por la verdad. Esa obra de M. de Beaumont es la que deberían leer los que quieran comprender a qué excesos de tiranía son poco a poco empujados los hombres una vez que han comenzado a salirse de la naturaleza y de la humanidad.

(31) Se sabe que varios de los autores más célebres de la AntigÜedad eran o habían sido esclavos: Esopo y Terencio lo eran. Los esclavos no fueron siempre tomados entre las naciones bárbaras; la guerra colocaba a hombres muy civilizados en la servidumbre.

(32) Para que los blancos abandónasen la opinión que habían concebido de la inferioridad intelectual y moral de sus antiguos esclavos, sería preciso que los negros cambiasen, y no pueden cambiar en tanto que subsista esta opinión.

(33) Véase la Historia de Virginia, por Beverley. Véase también, en las Memorias de Jefferson, curiosos detalles sobre la introducción de los negros en Virginia, y sobre el primer decreto que prohibió su importación en 1778.

(34) El número de esclavos era menor en el Norte, pero las ventajas resultantes de la esclavitud no eran allí más impugnadas que en el Sur. En 1740, la legislatura del Estado de Nueva York declara que se debe fomentar lo más posible la importación directa de esclavos, y que el contrabando debe ser severamente castigado, como tendiente a desalentar al comerciante honrado. (Kent's Commentaires, t. II, pág. 206.) Se encuentra en la Colección histórica de Massachusetts, t. IV, pág. 193, las investigaciones curiosas de Belknap sobre la esclavitud en la Nueva Inglaterra. Resulta de ellas que desde 1630 los negros fueron introducidos; pero que desde entonces la legislación y las costumbres se mostraron opuestas a la esclavitud.

Véase igualmente en ese pasaje la manera cómo la opinión pública, y en seguida la ley, lograron destruir la servidumbre.

(35) No solamente Ohio no admite la esclavitud, sino que prohibe la entrada en su territorio a los negros libres y les veda adquirir nada en él. Véanse los estatutos de Ohio.

(36) No solamente el hombre individual es activo en Ohio, el Estado mismo pone en marcha inmensas empresas. El Estado de Ohio ha establecido, entre el lago Erie y el Ohio, un canal mediante el cual el valle del Misisip! se comunica con el río del Norte. Gracias a ese canal, las mercancías de Europa que llegan a Nueva York pueden descender por agua hasta Nueva Orleáns, a través de más de quinientas leguas de continente.

(37) Cifra exacta, según el censo de 1830: Kentucky, 688 844; Ohio, 937 669.

(38) Independientemente de estas causas que, por todas partes en que los obreros libres abundan, vuelven su trabajo más productivo y más económico que el de los esclavos, hay que señalar otra que es particular de los Estados Unidos: en toda la superficie de la Unión, no se ha encontrado tOdavía el medio de cultivar con éxito la caña de azúcar sino en las orillas del Misisipí, cerca de la desembocadura de ese río, en el Golfo de México. En Luisiana, el cultivo de la caña es extremadamente ventajoso; y como se establece siempre cierta relación entre los gastos de producción y los productos, el precio de los esclavos es muy elevado en Luisiana. Ahora bien, Luisiana, que pertenece al número de los Estados confederados, puede transportar a su territorio esclavos de todas partes de la Unión; el precio que tiene un esclavo en Nueva Orleáns eleva, pues, el precio de los esclavos en todos los otros mercados. Resulta de esto que en las regiones donde la tierra produce poco, los gastos del cultivo por esclavos continúan siendo muy considerables, lo que da una gran ventaja a la competencia de los obreros libres.

(39) Hay una razón particular que acaba de separar de la causa de la esclavitud a los dos últimos Estados que acabo de nombrar.

La antigua riqueza de esta parte de la Unión estaba principalmente fundada en el cultivo del tabaco. Los esclavos son particularmente apropiados para este cultivo: ahora bien, sucede que desde hace muchos años pierde su valor venal; sin embargo, el valor de los esclavos permanece siempre el mismo. Así la relación entre los gastos de producción y los productos ha cambiado. Los habitantes de Maryland y de Virginia se sienten, pues, más dispuestos que lo estaban hace treinta años, ya sea a prescindir de los esclavos en el cultivo del tabaco, o a abandonar al mismo tiempo el cultivo del tabaco y la esclavitud.

(40) Los Estados donde la esclavitud está abolida se dedican ordinariamente a hacer molesta a los negros libres la permanencia en su territorio; y como se establece en este punto una especie de emulación entre los diferentes Estados, los desdichados negros no pueden escoger sino entre varios males.

(41) Existe una gran diferencia entre la mortalidad de los blancos y la de los negros en los Estados en que la esclavitud ha sido abolida: de 1820 a 1831, no murió sino un blanco de cuarenta y dos individuos pertenecientes a la raza blanca, en tanto que murió un negro de veintiún individuos pertenecientes a la raza negra. La mortalidad no es tan grande en general entre los negros esclavos. (Véase Emmerson's Medical Statistics, pág. 28).

(42) Esto es verdad en los lugares donde se cultiva el arroz. Los arrozales, que son malsanos en todo país, son particularmente peligrosos en los que son heridos por el sol ardiente de los trópicos. Los europeos tendrían mucha dificultad en cultivar la tierra en esta parte del Nuevo Mundo, si quisieran obstinarse en hacerla producir arroz. Pero ¿no pueden acaso prescindir de los arrozales?

(43) Esos Estados están más cerca del ecuador que Italia y España, pero el continente norteamericano es infinitamente más frío que el de Europa.

(44) España hizo antaño transportar a un distrito de Luisiana, llamado Attakapas, a cierto número de campesinos de las Azores. La esclavitud no fue introducida entre ellos; era un ensayo. Hoy día esos hombres cultivan aún la tierra sin esclavos; pero su industria es tan precaria, que apenas basta a sus necesidades.

(45) Se lee en la obra norteamericana intitulada Letter on the colonisation Society, por Carey, 1833, lo que sigue:

En la Carolina del Sur, desde hace cuarenta años, la raza negra crece más aprisa que la de los blancos ... Al hacer un estudio de la población de los cinco Estados del Sur que tuvieron primero esclavos, dice todavía M. Carey -Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia-, se descubre que de 1790 a 1830, los blancos han aumentado en razón del 80 por 100 en esos Estados, y los negros en la de 112 por 100.

En los Estados Unidos, en 1830, los hombres pertenecientes a las dos razas estaban distribuidos de la manera siguiente:

Estados donde la esclavitud se ha abolido, 6 565 434 blancos, 120530 negros. Estando donde la esclavitud existe aún, 3 960 814 blancos, 2 208 102 negros.

(46) Esta opinión, por lo demás, está apoyada en autoridades mucho más altas que la mía. Se lee en las Memorias de Jefferson:

Nada está más claramente escrito en el libro de los destinos que la emancipación de los negros, y es también muy cierto que las dos razas igualmente libres no podrán vivir bajo el mismo gobierno. La naturaleza, el hábito y la opinión han establecido entre ellas barreras infranqueables. (Véase Extracto de las Memorias de Jefferson, por Conseil).

(47) Si los ingleses de las Antillas se hubiesen gobernado por sí mismos, se puede creer que no habrían concedido el acta de emancipación que la madre patria acaba de imponer.

(48) Esa sociedad tomó el nombre de Sociedad de Colonización de los Negros.

Véanse sus informes anuales, y especialmente el decimoquinto. Véase también el folleto ya indicado intitulado: Letters on the Colonisation Society and its probable results, por Carey. Filadelfia, abril de 1833.

(49) Esta última regla fue trazada por los fundadores mismos del establecimiento. Temieron que acaeciera en África algo análogo a lo que ocurre en las fronteras de los Estados Unidos, y que los negros, como los indios, al entrar en contacto con una raza más ilustrada que la suya, fuesen destruidos antes de poder civilizarse.

(50) Se hallarían otras muchas dificultades todavía en parecida empresa. Si la Unión, para transportar a los negros de América al África, emprendiera la labor de comprar los negros a quienes los tienen de esclavos, el precio de los negros, creciendo en proporción a su escasez, se elevaría a sumas enormes, y no es creíble que los Estados del Norte consintieran en hacer semejante gasto, cuyo fruto no deberían recoger. Si la Unión se apoderara por la fuerza o adquiriera a un bajo precio fijado por ella a los esclavos del Sur, crearía una resistencia insuperable entre los Estados situados en esa parte de la Unión. Por ambos lados se estrellan ante lo imposible.

(51) Había en 1830 en los Estados Unidos 2 016 327 esclavOs y 319 439 emancipados: en total 2 329 766 negros, lo que constituía un poco más de la quinta parte de la población total de los Estados Unidos en la misma época.

(52) La emancipación no fue prohibida, pero sí sometida a formalidades que la hicieron dificil.

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