Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del capítulo noveno de la segunda parte del LIBRO PRIMEROSegunda parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo décimo

Primera parte

Algunas consideraciones sobre el estado actual y el porvenir probable de las tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos

La tarea principal que me había impuesto está ahora cumplida. Mostré, en la medida en que podía realizarlo, cuáles eran las leyes de la democracia norteamericana y di a conocer cuáles eran sus costumbres. Podría detenerme aquí, pero el lector encontraría tal vez que no he satisfecho lo que esperaba.

Se encuentra en Norteamérica algo más que una inmensa y completa democracia. Se pueden considerar desde más de un punto de vista los pueblos que habitan el Nuevo Mundo.

En el curso de esta obra, mi preocupación me ha conducido a menudo a hablar de los indios y de los negros; pero nunca tuve tiempo de detenerme para mostrar qué posición ocupan esas dos razas en medio del pueblo que me dediqué a pintar. Dije con qué espíritu y con ayuda de qué leyes la confederación angloamericana había sido formada. No pude indicar sino de paso y de manera muy incompleta los peligros que amenazan a esta confederación, y me ha sido imposible exponer en detalle cuáles, eran, independientemente de las leyes y de las costumbres, sus probabilidades de duración. Al hablar de las Repúblicas unidas, no aventuré ninguna conjetura sobre la permanencia de las formas republicanas en el Nuevo Mundo y, haciendo a menudo alusión a la actividad comercial que prepondera en la Unión no pude, sin embargo, ocuparme del porvenir de los norteamericanos como pueblo comerciante.

Esos objetos, que rozan mi trabajo, no entran de lleno en él. Son americanos sin ser democráticos, y fue sobre todo el retrato de la democracia el que quise esbozar. Tuve, pues, que descartarlos al principio; pero debo volver a ellos antes de terminar.

El territorio ocupado en nuestros días, o reclamado por la Unión Norteamericana, se extiende desde el Océano Atlántico hasta las riberas del mar del Sur. Al Este o al Oeste sus límites son, pues, los mismos del continente; avanza al Sur al borde de los trópicos, y se remonta en seguida en medio de los hielos del Norte.

Los hombres diseminados en ese espacio no forman, como en Europa, otros tantos retoños de una misma familia. Se descubre en ellos, desde el primer vistazo, tres razas naturalmente distintas y podría casi decir enemigas. La educación, el origen y hasta la forma externa de los rasgos, habían elevado entre ellas una barrera casi insuperable; la suerte las ha reunido sobre el mismo suelo, pero las ha mezclado sin poder confundirlas y cada una prosigue aparte su destino.

Entre esos hombres tan diversos, el primero que atrae las miradas, el primero en luces, en poder y felicidad, es el hombre blanco, el europeo, el hombre por excelencia. Bajo él, están el negro y el indio.

EstaS dos razas infortunadas no tienen de común ni el nacimiento, ni el aspecto, ni el lenguaje, ni las costumbres. Solamente se asemejan sus desgracias. Ambas ocupan una posición igualménte inferior en el país que habitan; ambas experimentan los efectos de la tiranía; y, si sus miserias son diferentes, pueden acusar de ellas a los mismos autores.

¿No se puede decir, al ver lo que pasa en el mundo, que el europeo es a los hombres de las otras razas, lo que el hombre mismo es a los animales? Los ha hecho servir para su provecho; y cuando no puede someterlos, los destruye.

¡La opresión arrebató al mismo tiempo a los descendientes de los africanos casi todos los privilegios de la humanidad! El negro de los Estados Unidos perdió hasta el recuerdo de su país; abjuró de su religión y olvidó sus costumbres. Al dejar así de pertenecer al Africa, no adquirió, sin embargo, ningún derecho a los bienes de Europa; sino que se detuvo entre las dos sociedades: se quedó aislado entre los dos pueblos, vendido por el uno y repudiado por el otro, no encontrando en el universo entero sino el hogar de su amo para ofrecerle la imagen incompleta de la patria.

El negro no tiene familia; no podrá ver en la mujer otra cosa que la compañera pasajera de sus placeres y, al nacer, sus hijos son sus iguales.

¿Llamaré gracia de Dios a una maldición de su cólera, a esa disposición del alma que hace al hombre insensible a las miserias extremadas y a menudo aun le da una especie de placer depravado por la causa de sus desgracias?

Sumergido en ese abismo de males, el negro siente apenas su infortunio; la violencia lo había colocado en la esclavitud, el uso de la servidumbre le dio pensamientos y una ambición de esclavo; admira a sus tiranos más todavía que los odia, y encuentra su alegría y su orgullo en la servil imitación de los que lo oprimen.

Su inteligencia se ha rebajado al nivel de su alma.

El negro entra al mismo tiempo en la servidumbre y en la vida. ¿Qué digo? A menudo se le compra desde el vientre de su madre, y comienza por decirlo así a ser esclavo antes de nacer.

Sin necesidades como sin placeres, inútil para sí mismo, comprende, por las primeras nociones que recibe de la existencia, que es propiedad de otro cuyo interés es velar por sUs días; percibe que el cuidado de su propia suerte no le es concedido; el uso mismo del pensamiento le parece un don inútil de la Providencia, y disfruta pacíficamente de todos los privilegios de su bajeza.

Si llega a ser libre, la independencia le parece a menudo entonces una cadena más pesada que la misma esclavitud, puesto que, en el curso de su existencia, aprendió a someterse a todo, excepto a la razón; y cuando la razón llega a ser su único guía, él no puede reconocer su voz. Mil necesidades nuevas lo asaltan y carece de los conocimientos y de la energía necesarios para resistirlas. Las necesidades son amos a los que hay que combatir, y él no aprendió sino a obedecer y a someterse. Llegó, pues, a ese colmo de miseria en que la servidumbre lo embrutece y la libertad lo hace perecer.

La opresión no ha ejercido menos influencia sobre las razas indias; pero los efectos son diferentes.

Antes de la llegada de los blancos al Nuevo Mundo, los hombres que habitaban la América del Norte vivían tranquilos en los bosques. Entregados a las vicisitudes de la vida salvaje, mostraban los vicios y las virtudes de los pueblos incivilizados. Los europeos, después de haber dispersado lejos, en los desiertos a las tribus indias, las condenaron a una vida errante y vagabunda, llena de indescriptibles miserias.

Las naciones salvajes no están gobernadas más que por las opiniones y por las costumbres.

Al debilitar entre los indios de la América del Norte el sentido de la patria, al dispersar sus familias, al obscurecer sus tradiciones, al interrumpir la cadena de los recuerdos, al cambiar todos sus hábitos y al acrecentar desmedidamente sus necesidades, la tiranía europea los volvió más desordenados y menos civilizados que lo eran antes. La condición moral y el estado físico de esos pueblos no han dejado de empeorar al mismo tiempo y se volvieron más bárbaros a medida que fueron más desdichados. Sin embargo, los europeos no han podido modificar enteramente el carácter de los indios y con el poder de destruirlos, nunca han tenido el de civilizarlos y someterlos.

El negro está colocado en los últimos linderos de la servidumbre; el indio, en los límites extremos de la libertad. La esclavitud no produce casi en el primero efectos más funestos que la independencia en el segundo.

El negro ha perdido hasta la propiedad de su persona, y no podría disponer de su propia existencia sin cometer una especie de latrocinio.

El salvaje está entregado a sí mismo desde que puede obrar. Apenas si ha conocido la autoridad de la familia; no ha plegado nunca su voluntad ante la de ninguno de sus semejantes; nadie le ha enseñado a diferenciar la obediencia voluntaria de una vergonzosa sujeción, e ignora hasta el nombre de la ley. Para él, ser libre, es escapar a casi todos los lazos de la sociedad. Se complace en esta independencia bárbara, y prefiere perecer antes que sacrificar la mejor parte de ella. La civilización tiene poco poder sobre semejante hombre.

El negro hace mil esfuerzos inútiles para introducirse en una sociedad que lo rechaza; se pliega a los gustos de sus opresores, adopta sus opiniones y aspira, al imitarles, a confundirse con ellos. Se le ha dicho, desde su nacimiento, que su raza es naturalmente inferior a la de los blancos y no está lejos de creerlo teniendo, pues, vergüenza de sí mismo. En cada uno de sus rasgos descubre una huella de la esclavitud y, si pudiera, consentiría con alegría en repudiarse totalmente.

El indio, al contrario, tiene la imaginación llena de la pretendida nobleza de su origen. Vive y muere en medio de esos sueños de su orgullo. Lejos de querer plegar sus costumbres a las nuestras, se abraza a la barbarie como a un signo distintivo de su raza, y rechaza la civilización menos quizá por odio de ella que por temor a parecerse a los europeos (1). A la perfección de nuestras artes, no quiere oponer sino los recursos del desierto; a nuestra táctica, su valor indisciplinado; a la profundidad de nuestros designios, los instintos espontáneos de su naturaleza salvaje. Sucumbe en esa lucha desigual.

El negro querría confundirse con el europeo, y no puede. El indio podría hasta cierto punto lograrlo, pero desdeña intentarlo. El servilismo del uno lo entrega a la esclavitud, y el orgullo del otro a la muerte.

Me acuerdo de que, recorriendo las selvas que cubren todavía el Estado de Alabama, llegué un día cerca de la cabaña de un pionero. No quise penetrar en la vivienda del norteamericano, pero fui a descansar por algunos instantes a la orilla de una fuente que se hallaba cerca de allí, en el bosque. En tanto que estaba yo en ese paraje, llegó una india (nos encontrábamos entonces cerca del territorio ocupado por la nación de los Creeks); ella llevaba de la mano a una niñita de cinco a seis años, perteneciente a la raza blanca, que supuse sería la hija del pionero. Una negra las seguía. Destacaba en el traje de la india una especie de lujo bárbaro: tenía anillos de metal suspendidos de sus narices y de sus orejas; sus cabellos, adornados de cuentas de vidrio, caían libremente sobre sus hombros, y vi que ella no era una esposa, porque llevaba todavía el collar de mariscos que las vírgenes tienen costumbre de depositar en el lecho nupcial; la negra estaba revestida de un traje europeo casi hecho girones.

Fueron a sentarse las tres a orillas dé la fuente, y la joven salvaje, tomando a la niña en sus brazos, le prodigaba caricias que se hubiera creído dictadas por el corazón de una madre. Por su parte, la negra trataba por mil inocentes artificios de atraer la atención de la pequeña criolla. Ésta mostraba en sus menores movimientos un sentimiento de superioridad que contrastaba extrañamente con su debilidad y con su edad. Se habría dicho que tenía una especie de condescendencia al recibir los cuidados de sus compañeras.

En cuclillas delante de su ama, espiando cada uno de sus deseos, la negra parecía igualmente presa de un cariño casi maternal y de un temor servil, en tanto que se percibía hasta en las efusiones de ternura de la mujer salvaje un aspecto libre, orgulloso y casi feroz.

Yo me había acercado y contemplaba en silencio el espectáculo. Mi curiosidad desagradó sin duda a la india, puesto que se levantó bruscamente, empujó a la niña lejos de sí con una especie de rudeza y, después de haberme lanzado una mirada irritada, se internó en el bosque.

A menudo me fue dado ver reunidos en los mismos lugares a individuos pertenecientes a las tres razas humanas que pueblan la América del Norte. Ya había reconocido en mil efectos diversos la preponderancia ejercida por los blancos; pero había, en el cuadro que acabo de describir, algo particularmente conmovedor: un lazo de afecto reuniendo aquí a los oprimidos con los opresores, y la naturaleza, esforzándose en acercarlos, volvía más visible aún el espacio inmenso que habían puesto entre ellos los prejuicios y las leyes.




Estado actual y porvenir de las tribus indias que habitan el territorio poseido po la Unión

Desaparición gradual de las razas indígenas - Cómo se opera - Miserias que acompañan a las emigraciones forzadas de los indios - Los salvajes de la América del Norte no tenían sino dos medios de escapar a la destrucción: la guerra o la civilización - No pueden ya hacer la guerra - Por qué no quieren civilizarse cuando podrían hacerlo y no pueden ya cuando llegan a quererlo - Ejemplo de los Creeks y de los Cherokees - Política de los Estados particulares hacía esos indios - Política del gobierno federal.

Todas las tribus indias que habitaban antiguamente el territorio de la Nueva Inglaterra, los Narragansetts, los Mohicanos y los Pecots, no viven ya sino en el recuerdo de los hombres; los Lenapes que recibieron a Penn, hace ciento cincuenta años en las orillas del Delaware, han desaparecido hoy día. He encontrado a los últimos de los Iroqueses: pedían limosna. Todas las naciones que acabo de nombrar se extendían antaño hasta las orillas del mar. Ahora hay que andar más de cien leguas en el interior del continente para encontrar a un indio. Esos salvajes no solamente han retrocedido, han sido destruidos (2). A medida que los indígenas se alejan y mueren, en su lugar vive y crece sin cesar un pueblo inmenso. No se había visto nunca entre las naciones un desarrollo tan prodigioso, ni una destrucción tan rápida.

En cuanto a la manera de operar esa destrucción, es fácil indicarla.

Cuando los indios habitaban solos el desierto de donde se les destierra actualmente, sus necesidades eran pequeñas en número. Fabricaban personalmente sus armas, el agua de los ríos era su única bebida y tenían por vestido los despojos de los animales cuya carne les servía de alimento.

Los europeos introdujeron entre los indígenas de la América del Norte las armas de fuego, el hierro y el aguardiente; les enseñaron a reemplazar por nuestros tejidos los vestidos bárbaros con que su simplicidad se había contentado hasta entonces. Al contraer nuevos gustos, los indígenas no aprendieron el arte de satisfacerlos, y les fue preciso recurrir a la industria de los blancos. A cambio de esos bienes que él mismo no sabía crear, el salvaje no podía ofrecer nada más que las ricas pieles que sus bosques encerraban aún. Desde ese momento, la caza no solamente debió proveer a sus necesidades; sino también a las pasiones frívolas de Europa. No persiguió ya a las bestias feroces solamente para alimentarse, sino a fin de procurarse los únicos objetos de cambio que podía ofrecernos (3).

En tanto que las necesidades de los indígenas aumentaban así, sus recursos no cesaban de disminuir.

Desde el día en que un establecimiento europeo se forma en los alrededores del territorio ocupado por los indios, la caza se siente alarmada (4). Millares de salvajes, errantes en las selvas, sin habitación fija, no la espantaban; pero, al instante en que los ruidos continuos de la industria europea no dejan oír en algún paraje, comienzan las bestias a huir y a retirarse hacia el Oeste, donde su instinto les enseña que encontrarán desiertos todavía sin límites. Los rebaños de bisontes se retiran sin cesar, dicen los señores Cass y Clark en su informe al Congreso, 4 de febrero de 1829; hace algunos años, se acercaban todavía al pie de los Alléghanys; dentro de algunos años, será tal vez difícil ver a alguno en las llanuras inmensas que se extienden a lo largo de las montañas Rocallosas. Se me ha asegurado que ese efecto de la proximidad de los blancos se dejaba a menudo sentir a doscientas leguas de su frontera. Su influencia se ejerce así sobre tribus cuyo nombre apenas conocen, que sufren los males de la usurpación, largo tiempo antes de conocer a sus autores (5).

Bien pronto, audaces aventureros penetran en las comarcas indias; se adelantan a quince o veinte leguas de la extrema frontera de los blancos, y van a construir la morada del hombre civilizado en medio mismo de la barbarie. Les es fácil hacerlo: los límites del territorio de un pueblo cazador están mal fijados. Ese territorio, por otra parte, pertenece a la nación entera; no es precisamente propiedad de nadie y el interés individual no defiende, pues, ninguna parte en concreto.

Algunas familias europeas, que ocupan puntos muy avanzados, acaban de rechazar sin posibilidad de retorno a los animales salvajes de todo el lugar intermedio que se extiende entre ellos. Los indios, que habían vivido hasta entonces en una especie de abundancia, encuentran difícilmente con qué subsistir y más difícilmente todavía cómo procurarse los objetos de cambio de que tienen necesidad. Hacer huir a sus piezas de caza, es como volver estériles los campos de nuestros cultivadores. Pronto, los medios de existencia les faltan casi por completo. Se encuentra a esos infortunados rondando como lobos hambrientos en medio de sus bosques desiertos. El amor instintivo a la patria les ata al suelo que los vio nacer (6), y no hallan ya en él sino la miseria y la muerte. Se deciden al fin; parten y, siguiendo de lejos en su huída al alce, al búfalo y al castor, dejan a esos animales el cuidado de escoger su nueva patria.

No son, pues, propiamente hablando, los europeos quienes rechazan a los indígenas de Norteamérica, es el hambre: feliz distinción que había escapado a los antiguos casuistas, que los doctores modernos han descubierto.

No puede uno figurarse los males horribles que acompañan a esas emigraciones forzadas. En el momento en que los indios han dejado sus campos paternos, ya estaban agotados y consumidos. La comarca donde van a fijar su morada está ocupada por pueblos que no ven sino con recelo a los recién llegados. Tras ellos está el hambre, ante ellos la guerra, por doquier la miseria. A fin de escapar a tantos enemigos, se dividen. Cada uno trata de aislarse para encontrar furtivamente los medios de sostener su existencia y vive en la inmensidad de los desiertos, como el proscrito en el seno de las sociedades civilizadas. El lazo social, hace tiempo debilitado, se rompe. Ya no había para ellos patria, y bien pronto no habrá pueblo tampoco; apenas si quedarán familias; el nombre común se pierde, la lengua se olvida, las huellas del origen desaparecen y la nación ha dejado de existir. Vive apenas en el recuerdo de los anticuarios norteamericanos, y no es conocida más que por algunos eruditos de Europa.

No quisiera que el lector creyese que exagero aquí el color de mis cuadros. He visto con mis propios ojos varias de las miserias que acabo de describir y contemplé males que sería imposible trazar.

A fines del año de 1831, me encontraba yo en la orilla izquierda del Misisipí, en un lugar llamado por los europeos Menfis. Mientras estaba en ese lugar, llegó un tropel numeroso de Chotaws (los franceses de Luisiana los llaman Chactas); esos salvajes dejaban su país y trataban de pasar a la orilla derecha del Misisipí, donde esperaban encontrar un asilo que el gobierno norteamericano les prometió. Con el rigor del invierno, el frío azotaba ese año con desacostumbrada violencia; la nieve había endurecido la tierra, y el río arrastraba enormes bloques. Los indios conducían consigo a sus familias; llevaban tras de ellos heridos, enfermos, niños que acababan de nacer y ancianos que iban a morir. No tenían ni tiendas ni carros, sino solamente algunas provisiones y armas. Los vi embarcarse para atravesar el gran río, y ese espectáculo solemne no se apartará jamás de mi memoria. No se oía entre esa multitud hacinada ni sollozos ni quejas; guardaban silencio. Sus desgracias eran antiguas y las sentían irremediables. Los indios habían ya entrado todos en el barco que debía conducirlos; pero sus perros permanecían todavía en la ribera. Cuando los animales vieron al fin que iban a alejarse para siempre, lanzaron a un tiempo horribles aullidos y, arrojándose a las aguas heladas del Misisipí, siguieron a sus amos a nado.

La desposesión de los indios se opera a menudo en nuestros días de una manera regular y, por decirlo así, absolutamente legal.

Cuando la población europea comienza a aproximarse al desierto ocupado por una nación salvaje, el gobierno de los Estados Unidos envía corrientemente a esta última una embajada solemne; los blancos reúnen a los indios en una gran llanura y, después de haber comido y bebido con ellos, les dicen:

¿Qué hacéis vosotros en el país de vuestros padres? Bien pronto deberéis desenterrar sus huesos para poder vivir en él. ¿Por qué la comarca que habitáis vale más que otra? ¿No hay acaso bosques, pantanos y praderas sino aquí donde estáis, y no podréis vivir sino bajo vuestro sol? Más allá de esas montañas que veis en el horizonte, más allá de ese lago que bordea al oeste vuestro territorio, se encuentran vastas comarcas donde las bestias salvajes se ven aún en abundancia; vendednos vuestras tierras, e id a vivir felices a esos lugares.

Después de haberles dirigido ese discurso, muestran a los ojos de los indios armas de fuego, vestidos de lana, barricas de aguardiente, collares de vidrio, brazaletes de estaño, arracadas y espejos (7). Si, a la vista de todas esas riquezas vacilan aún, se les insinúa que no podrían rehusar el consentimiento que se les pide, y que bien pronto el gobierno mismo será impotente para garantizarles el goce de sus derechos. ¿Qué hacer? Semiconvencidos, semiobligados, los indios se alejan; van a habitar nuevos desiertos donde los blancos no los dejarán ni diez años en paz. Así es como los norteamericanos adquieren a un precio ínfimo provincias enteras, que los más ricos soberanos de Europa no podrían pagar (8).

Acabo de describir grandes males, y añado que me parecen irremediables. Creo que la raza india de la América del Norte está condenada a perecer, y no puedo menos que pensar que el día en que los europeos se hayan establecido en la orilla del Océano Pacífico, habrá dejado de existir (9).

Los indios de la América del Norte no tenían sino dos caminos de salvación: la guerra o la civilización; en otros términos, les era necesario destruir a los europeos o convertirse en sus iguales.

En el nacimiento de las colonias, les hubiera sido posible, uniendo sus fuerzas, librarse del pequeño número de extranjeros que venían a abordar las riberas del continente (10). Más de una vez intentaron hacerlo, y estuvieron a punto de lograrlo. Hoy día, la desproporción de los recursos es demasiado grande para que puedan soñar en semejante empresa. Surgen, sin embargo, todavía, entre las naciones indias, hombres de genio que prevén la suerte final reservada a las poblaciones salvajes, y tratan de unir a todas las tribus en un odio común hacia los europeos; pero sus esfuerzos son impotentes. Los poblados vecinos de los blancos están ya demasiado debilitados para ofrecer una resistencia eficaz; los otros, entregándose a esa despreocupación pueril del mañana que caracteriza a la naturaleza salvaje, esperan que el peligro se presente para ocuparse de él; los unos no pueden, los otros no quieren actuar.

Es fácil prever que los indios no querrán nunca civilizarse, o que lo intentarán demasiado tarde, cuando lleguen a desearlo.

La civilización es el resultado de un largo trabajo social que se opera en un mismo lugar, y que las diferentes generaciones se legan unas a otras al sucederse. Los pueblos entre los cuales la civilización logra más difícilmente establecer su imperio son los pueblos cazadores. Las tribus de pastores cambian de lugares, pero siguen siempre en sus migraciones un orden regular, y vuelven sin cesar sobre sus pasos; la morada de los cazadores varía como la de los animales mismos que persiguen.

Varias veces se han hecho penetrar las luces entre los indios, dejándoles sus costUmbres vagabundas; los jesuitas lo habían intentado en el Canadá y los puritanos en la Nueva Inglaterra (11). Ni unos ni otros hicieron nada duradero. La civilización nacía bajo la choza e iba a morir en los bosques. La gran falta de esos legisladores de los indios era el no comprender que para lograr civilizar a un pueblo, es necesario ante todo obtener que se fije, y no podría hacerlo sin cultivar el suelo. Se trataba, pues, primero de hacer a los indios cultivadores.

No solamente los indios no tienen ese preliminar indispensable de la civilización, sino que les es muy difícil adquirirlo.

Los hombres que se han dedicado una vez a la vida ociosa y aventurera de los cazadores, sienten un disgusto casi insuperable por los trabajos constantes y regulares que exige el cultivo. Se puede dar uno cuenta de ello en el seno mismo de nuestras sociedades; pero esto es más visible aún en los pueblos para los cuales los hábitos de caza se han vuelto costumbres nacionales.

Independientemente de esta causa general, hay otra no menos poderosa y que no se encuentra sino entre los indios. La he indicado ya y creo deber insistir en ella.

Los indígenas de la América del Norte no solamente consideran el trabajo como un mal, sino como un deshonor, y su orgullo lucha contra la civilización casi tan obstinadamente como su pereza (12).

No hay indígena por miserable que sea, que, bajo su choza de cortezas, no mantenga una soberbia idea de su valor individual; considera las atenciones de la industria como ocupaciones envilecedoras; compara al cultivador con el buey que traza un surco, y en cada una de nuestras artes no percibe sino trabajos de esclavos. No es que no haya concebido una idea muy alta del poder de los blancos y de la grandeza de su inteligencia; pero, si admira el resultado de nuestros esfuerzos, desprecia los medios que nos los hacen obtener y, a la vez que sufre nuestro ascendiente, se cree superior a nosotros. La caza y la guerra le parecen los únicos cuidados dignos de un hombre (13). El indio, en medio de la miseria de sus bosques, alimenta, pues, las mismas ideas, las mismas opiniones que el noble de la Edad Media en su castillo fortificado, y no le falta, para acabar de parecérsele, sino el llegar a ser conquistador. Así, ¡cosa singular! es en las selvas del Nuevo Mundo y no entre los europeos que pueblan sus orillas, donde se vuelven a hallar actualmente los antiguos prejuicios de Europa.

He tratado más de una vez, en el curso de esta obra, de hacer comprender la influencia prodigiosa que me parece ejercer el estado social sobre las leyes y las costumbres de los hombres. Que se me permita añadir a este respecto una sola palabra.

Cuando percibo la semejanza que existe entre las instituciones políticas de nuestros padres, los germanos, y las de las tribus errantes de América del Norte, entre las costumbres descritas por Tácito y aquellas de que pude a veces ser testigo, no puedo dejar de pensar que la misma causa ha producido, en los dos hemisferios, los mismos efectos y, en medio de la diversidad aparente de las cosas humanas, no es imposible descubrir un pequeño número de hechos generadores de los que se deducen todos los demás. En todo lo que llamamos instituciones germanas, me veo tentado a no ver más que hábitos de bárbaros y opiniones de salvajes en lo que llamamos ideas feudales.

Cualesquiera que sean los vicios y los prejuicios que impiden a los indios de la América del Norte llegar a ser cultivadores y civilizados, alguna vez la necesidad los obliga a ello.

Varias naciones considerables del Sur, entre otras las de los Cherokees y de los Creeks (14), se han encontrado como envueltas por los europeos, que, desembarcando a orillas del Océano, descendiendo el Ohio y remontando el Misisipí, llegaban a la vez en torno de ellas. No se las rechazó en varios lugares, como a las tribus del Norte, sino que se las concentró poco a poco en límites demasiado reducidos, como los cazadores hacen primero el cerco de un matorral antes de penetrar simultáneamente en el interior. Los indios, colocados entonces entre la civilización y la muerte, se vieron reducidos a vivir vergonzosamente de su trabajo como los blancos; se volvieron, pues, cultivadores y, sin dejar enteramente ni sus hábitos ni sus costumbres, sacrificaron de ellas lo que era absolutamente necesario a su existencia.

Los Cherokees fueron más lejos: crearon una lengua escrita, establecieron una forma bastante estable de gobierno y, como todo marcha con paso precipitado en el Nuevo Mundo, tuvieron un periódico (15) antes de tener todos vestidos.

Lo que ha favorecido singularmente el desarrollo rápido de los hábitos europeos entre esos indios, ha sido la presencia de los mestizos (16). Participando de las luces de su padre, sin abandonar enteramente las costumbres salvajes de su raza materna, el mestizo forma el lazo natural entre la civilización y la barbarie. Por todas las partes en que se multiplicaron los mestizos, vióse a los salvajes modificar poco a poco su estado social y cambiar sus costumbres (17).

El éxito de los Cherokees prueba, pues, que los indios tienen la facultad de civilizarse, pero no prueba de ningún modo que puedan lograrlo.

Esa dificultad que encuentran los indios en someterse a la civilización nace de una causa general a la que es casi imposible sustraerse.

Si se echa una atenta mirada sobre la historia, se descubre que, en general, los pueblos bárbaros se han elevado poco a poco por sí mismos, y por sus propios esfuerzos, hasta la civilización.

Cuando fueron a beber la luz en una nación extranjera, ocuparon entonces frente a ella el rango de vencedores, y no la posición de vencidos.

Cuando el pueblo conquistado es ilustrado y el pueblo conquistador semisalvaje, como en la invasión del Imperio romano por las naciones del Norte, o en la de China por los Mongoles, el poder que la victoria asegura al bárbaro basta para mantenerlo al nivel del hombre civilizado y permitirle marchar como su igual, hasta que llegue a ser su émulo. El uno tiene en su favor la fuerza, el otro la inteligencia. El primero admira las ciencias y las artes de los vencidos, el segundo envidia el poder de los vencedores. Los bárbaros acaban por introducir al hombre civilizado en sus palacios, y el hombre civilizado les abre a su vez sus escuelas. Pero, cuando aquel que posee la fuerza material disfruta al mismo tiempo de la preponderancia intelectual, es raro que el vencido se civilice; se retira o es destruido.

Así es como puede decirse, de una manera general, que los salvajes van a buscar la luz con las armas en la mano, pero que no la reciben.

Si las tribus indias que habitan ahora el centro del continente pudieran encontrar en ellas mismas bastante energía para tratar de civilizarse, lo lograrían tal vez. Superiores entonces a las naciones bárbaras que las rodeaban, adquirían poco a poco fuerza y experiencia y, cuando los europeos aparecieran al fin en sus fronteras, estarían en situación si no de mantener su independencia, por lo menos de reconocer sus derechos al suelo e incorporarse a los vencedores. Pero la desgracia de los indios es la de entrar en contacto con el pueblo más civilizado, y añadiré que más ávido del globo, cuando se hallan todavía en estado semi bárbaro, encontrando en sus instructores amos y recibiendo a la vez la opresión y la luz.

Viviendo en el seno de la libertad de los bosques, el indio de América del Norte era miserable; pero no se sentía inferior a nadie. Desde el momento en que quiere penetrar en la jerarquía social de los blancos, no podría ocupar en ella sino el último rango, porque entra ignorante y pobre en una sociedad donde reinan la ciencia y la riqueza. Después de haber llevado una vida agitada, llena de males y de peligros, pero al mismo tiempo plena de emociones y de grandeza (18), le es necesario someterse a una existencia monótona, oscura y degradada. Ganar por medio de penosos trabajos, y en medio de la ignominia, el pan que debe alimentarle, tal es a sus ojos el único resultado de la civilización que le alaban.

Y ese resultado mismo, no está siempre seguro de obtenerlo.

Cuando los indios intentan imitar a sus vecinos europeos y cultivar como ellos la tierra, se encuentran al punto expuestos a los efectos de una competencia muy funesta. El blanco es dueño de los secretos de la agricultura. El indio realiza ensayos groseros en un arte que ignora. El uno hace crecer sin dificultad grandes mieses, el otro no le arranca frutos a la tierra sino con mil esfuerzos.

El europeo está colocado en medio de una población cuyas necesidades conoce y comparte.

El salvaje está aislado en medio de un pueblo enemigo cuyas costumbres no conoce completamente, ni tampoco su lengua ni sus leyes, de los cuales, sin embargo, no podrían prescindir. Solamente cambiando sus productos por los de los blancos es como puede lograr el bienestar, porque sus compatriotas no le son más que débil ayuda.

Así, pues, cuando el indio quiere vender los frutos de su trabajo, no encuentra siempre el comprador que el cultivador europeo halla sin dificultad, y no puede producir sino a grandes gastos lo que el otro suministra a bajo precio.

El indio no se ha sustraído a los males a que están expuestas las naciones bárbaras sino para someterse a las mayores misérias de los pueblos civilizados, y encuentra casi tantas dificultades para vivir en el seno de nuestra abundancia como en medio de sus selvas.

En él, sin embargo, los hábitos dé la vida errante no están todavía destruidos. Las tradiciones no han perdido su imperio; el gusto de la caza no se ha extinguido. La alegría salvaje que experimentó antaño en el fondo de los bosques, se pinta entonces con más vivos colores en su imaginación turbada. Las privaciones que soportó le parecen, al contrario, menos espantosas y los peligros que allí encontraba menos grandes. La independencia de que disfrutaba entre sus iguales contrasta con la posición servil que ocupa en una sociedad civilizada.

Por otra parte, la soledad en la que vivió durante tan largo tiempo libre, está todavía cerca de él. Algunas horas de marcha pueden devolvérsela. Por el campo semirroturado, del que apenas saca para alimentarse, sus vecinos blancos le ofrecen un precio que le parece elevado. Tal vez ese dinero le permitiría vivir feliz y tranquilo lejos de ellos. Sin embargo, abandona el arado, vuelve a tomar sus armas y retorna para siempre al desierto (19).

Se puede juzgar sobre la verdad de este triste cuadro, por lo que ocurre entre los Creeks y los Cherokees, que he citado.

Esos indios, en lo poco que han hecho; mostraron seguramente tanto genio natural como los pueblos de Europa en sus más vastas empresas; pero las naciones, como los hombres, tienen necesidad de tiempo para aprender, cualesquiera que sean su inteligencia y sus esfuerzos.

Mientras que los salvajes trabajaban por civilizarse, los europeos continuaban envolviéndolos por todas partes y estrechándolos cada vez más. Actualmente, las dos razas se han encontrado por fin y se tocan ya. El indio ha llegado a ser superior a su padre el salvaje, pero es muy inferior a su vecino blanco. Con ayuda de sus recursos y de sus luces, los europeos no han tardado en apropiarse de la mayor parte de las ventajas que la posesión del suelo podía ofrecer a los indígenas. Se han establecido en medio de ellos, se han apoderado de la tierra o la han comprado a poco precio, y los han arruinado por una competencia que estos últimos no podían en manera alguna sostener. Aislados en su propio país, los indios no han formado ya sino una pequeña colonia de extranjeros incómodos en medio de un pueblo numeroso y dominador (20).

Washington había dicho, en uno de los mensajes al Congreso: Somos más ilustrados y más poderosos que las naciones indias. Está nuestro honor en tratarlas con bondad y aun con generosidad.

Esa noble y virtuosa política no fue seguida.

A la avidez de los colonos se une de ordinario la tiranía del gobierno. Aunque los Cherokees y los Creeks se hayan establecido en el suelo que habitaban antes de la llegada de los europeos, a pesar de que los norteamericanos hayan tratado con ellos como con naciones extranjeras, los Estados en medio de los cuales se encuentran no han querido reconocerles como pueblos independientes y emprendieron la tarea de someter a esos hombres, apenas salidos de las selvas, a sus magistrados, a sus costumbres y a sus leyes (21). La miseria había empujado a esos indios infortunados hacia la civilización; la opresión los rechaza hoy día hacia la barbarie. Muchos de ellos, dejando sus campos semirroturados, vuelven a adquirir el hábito de la vida salvaje.

Si se presta atención a las medidas tiránicas adoptadas por los legisladores de los Estados del Sur, a la conducta de sus gobernadores y a los actos de sus tribunales, se convencerá uno fácilmente de que la expulsión completa de los indios es la meta final a donde tienden simultáneamente todos sus esfuerzos. Los norteamericanos de esta parte de la Unión ven con envidia las tierras que poseen los indígenas (22); sienten que estos últimos no han perdido todavía por completo las tradiciones de la vida salvaje y, antes de que la civilización los haya adherido sólidamente al suelo, quieren reducirlos a la desesperación y obligarlos a alejarse.

Oprimidos por los Estados particulares, los Creeks y los Cherokees se dirigieron al gobierno central. Éste no es insensible a sus males, quisiera sinceramente salvar los restos de los indígenas y asegurarles la libre posesión del territorio que él mismo les garantizó (23); pero, cuando trata de ejecutar este designio, los Estados particulares le oponen una resistencia formidable, y entonces se resuelve sin pena a dejar perecer algunas tribus salvajes, ya semidestruidas, para no poner la Unión norteamericana en peligro.

Impotente para proteger a los indios, el gobierno federal quisiera por lo menos dulcificar su suerte. Con ese fin, emprendió la tarea de transportarlos por su cuenta a otros lugares.

Entre los 33° y 37° de latitud norte, se extiende una vasta comarca que tomó el nombre de Arkansas del río principal que la riega. Linda por un lado con las fronteras de México, del otro con las orillas del Misisipí. Una multitud de riachuelos y de arroyos la surcan por todas partes, su clima es dulce y su suelo fértil. No se encuentran allí sino algunas hordas errantes en estado salvaje. A la parte de ese país que más se avecina a México, y a una distancia grande de los establecimientos norteamericanos, es adonde el gobierno de la Unión quiere transportar los restos de las poblaciones indígenas del Sur.

A fines del año de 1831, se nos ha asegurado que 10 000 indios habían sido obligados ya a descender a las orillas del Arkansas; mientras otros llegaban cada día. Pero el Congreso no pudo crear todavía una voluntad unánime entre aquellos cuya suerte quiere reglamentar: los unos consienten con alegría en alejarse del foco de la tiranía; los más ilustrados rehusan abandonar sus mieses nacientes y sus nuevas moradas; piensan que si la obra de la civilización llega a interrumpirse, no se volverá a recuperar jamás; temen que los hábitos sedentarios, apenas contraídos, se pierdan sin remedio entre países aún salvajes y en donde nada está preparado para la subsistencia de un pueblo cultivador; saben que encontrarán en esos nuevos desiertos hordas enemigas y, para resistirlas, no tienen ya la energía de la barbarie, sin haber adquirido todavía las fuerzas de la civilización. Los indios descubren por otra parte, sin dificultad, todo lo que hay de provisional en el establecimiento que se les propone. ¿Quién les asegurará que podrán al fin reposar en paz en su nuevo asilo? Los Estados Unidos se comprometen a mantenerlps allí; pero el territorio que ocupan actualmente les había sido garantizado antes con los juramentos más solemnes (24). Hoy día el gobierno norteamericano no les quita, es verdad, sus tierras, pero las deja invadir. Dentro de pocos años, sin duda, la misma población blanca que se apiña ahora en torno de ellos estará de nuevo tras de sus pasos en las soledades de Arkansas; volverán a hallar entonces los mismos males sin los mismos remedios; y, llegando a faltarles la tierra tarde o temprano, les será necesario resignarse a morir.

Hay menos avidez y violencia en la manera de obrar de la Unión respecto a los indios que en la política seguida por los Estados; pero los dos gobiernos carecen igualmente de buena fe.

Los Estados, extendiendo lo que ellos llaman el beneficio de sus leyes sobre los indios, cuentan con que éstos prefieran mejor alejarse que someterse a ellas; y el gobierno central, al prometer a esos desafortunados un asilo permanente en el Oeste, no ignora que no puede garantizárselo (25).

Así, los Estados, por su tiranía, obligan a los salvajes a huir y la Unión, con sus promesas y con ayuda de sus recursos, hace esa huída fácil. Son medidas diferentes que tienden hacia la misma finalidad (26).

Por la voluntad de nuestro Padre celestial que gobierna el universo, decían los Cherokees en su petición al Congreso (27), la raza de los hombres rojos de América se ha trocado pequeña; la raza blanca se ha vuelto grande y renombrada.

Cuando vuestros antepasados llegaron a nuestras playas, el hombre rojo era fuerte y, aunque fuese ignorante y salvaje, los recibió con bondad y les permitió posar sus plantas fatigadas sobre la tierra seca. Nuestros padres y los vuestros se dieron la mano en señal de amistad, y vivieron en paz.

Todo lo que pidió el hombre blanco para satisfacer sus necesidades, el indio se apresuró a concedérselo. El indio era entonces el amo, y el hombre blanco el suplicante. Hoy día, la escena ha cambiado; la fuerza del hombre rojo se ha convertido en debilidad. A medida que sus vecinos crecían en número, su poder disminuía cada vez más; y ahora, de tantas tribus poderosas que cubrían la superficie de lo que llamáis los Estados Unidos, apenas quedan algunas que el desastre universal ha perdonado. Las tribus del Norte, tan renombradas antaño entre nosotros por su poderío, han desaparecido ya casi. Tal ha sido el destino del hombre rojo de Norteamérica.

Vednos aquí a los últimos de nuestra raza, ¿nos será necesario morir también?

Desde tiempo inmemorial, nuestro Padre común, que está en el Cielo, ha dado a nuestros antepasados la tierra que ocupamos; nuestros antepasados nos la transmitieron como su herencia. La hemos conservado con respeto, porque contiene sus cenizas. Esta herencia, ¿la hemos cedido o perdido alguna vez? Permitidnos preguntaros humildemente qué mejor derecho puede tener un pueblo a un país que el derecho de herencia y la posesión inmemorial? Nosotros sabemos que el Estado de Georgia y el Presidente de los Estados Unidos pretenden sostener hoy día que nosotros hemos perdido ese derecho. Pero esto nos parece un alegato gratuito. ¿En qué época lo hemos perdido? ¿Qué crimen hemos cometido que pueda privarnos de nuestra patria? ¿Se nos reprocha el haber combatido bajo las banderas del rey de la Gran Bretaña cuando la guerra de independencia? Si ese es el crimen de que se habla, ¿por qué, en el primer tratado que siguió a esa guerra, no declarásteis vosotros que habíamos perdido la propiedad de nuestras tierras. ¿Por qué no insertásteis entonces en ese tratado un artículo así concebido: Los Estados Unidos quieren conceder la paz a la nación de los Cherokees; pero para castigarlos por haber tomado parte en la guerra, se declara que no se les considerará ya sino como arrendatarios del suelo, y que estarán obligados a alejarse cuando los Estados vecinos pidan que así lo hagan? Ése era el momento de hablar así; pero a nadie se le ocurrió entonces pensarlo, y nunca habrían consentido nuestros padres un tratado cuyo resultado habría sido privarles de sus derechos más sagrados y arrebatarles su país.

Tal es el lenguaje de los indios. Lo que dicen es verdad; lo que prevén me parece inevitable.

Por donde se observe el destino de los indios de la América del Norte, no se ven sino males irremediables; si permanecen salvajes, se los empuja delante de sí mismos; si quieren civilizarse, el contacto de hombres más civilizados que ellos los entrega a la opresión y a la miseria. Si continúan errantes de desierto en desierto perecen; si emprenden la tarea de establecerse en el suelo, perecen también. No pueden ilustrarse sino con ayuda de los europeos, y el acercamiento de éstos los deprava y los impulsa hacia la barbarie. En tanto que se les deja en sus soledades, rehusan cambiar sus costumbres, y no es tiempo ya, cuando se ven al fin costreñidos de llevarlo a cabo.

Los españoles azuzan a sus perros contra los indios como contra bestias feroces: toman al Nuevo Mundo como una ciudad conquistada por asalto, sin discernimiento y sin piedad; pero no pueden destruirlo todo, porque el furor tiene un término. El resto de las poblaciones indias escapadas de la carnicería, acaba por mezclarse con sus vencedores y adoptar su religión y sus costumbres (28).

La conducta de los norteamericanos de los Estados Unidos respecto a los indígenas respira, al contrario, el más puro amor a las formas y a la legalidad. En tanto que los indios permanecen en estado salvaje, los norteamericanos no se mezclan de ningún modo en sus asuntos y los tratan como pueblos independientes; no se permite ocupar sus tierras sin haberlas adquirido debidamente por medio de un contrato; y, si por azar una nación india no puede vivir ya en su territorio, la toman fraternalmente de la mano, y la conducen ellos mismos a morir fuera del país de sus padres.

Los españoles, con ayuda de monstruosidades sin ejemplo, cubriéndose de una vergüenza imborrable, no pudieron lograr exterminar la raza india, ni siquiera impedirle compartir sus derechos; los americanos de los Estados Unidos han alcanzado ese doble resultado con una maravillosa facilidad, tranquilamente, legalmente, filantrópicamente, sin derramar sangre, sin violar uno solo de los grandes principios de la moral (29) a los ojos del mundo. No se podría destruir a los hombres respetando mejor las leyes de la Humanidad.




Notas

(1) El indlgena de América del Norte conserva sus opiniones y hasta el menor detalle de sus hábitos con una inflexibilidad que no tiene ejemplo en la historia. Desde hace más de doscientos años que las tribus errantes de la América del Norte tienen relaciones diarias con la raza blanca, no la han imitado ni en una idea ni en un uso. Los hombres de Europa han ejercido, sin embargo, una gran influencia sobre los salvajes. Hicieron el carácter indio más desordenado, pero no lo volvieron más europeo.

Encontrándome, en el verano de 1831, detrás del lago Michigan, en un lugar llamado Green-Bay, que sirve de extrema frontera a los Estados Unidos del lado de los indios del Noroeste, trabé conocimiento con un oficial norteamericano, el mayor H..., quien un día, después de haberme hablado mucho de la inflexibilidad del carácter indio, me contó el hecho siguiente: Conocí en otro tiempo, me dijo, a un joven indio que había sido educado en un colegio de la Nueva Inglaterra. Habla obtenido muchos éxitos y tomado todo el aspecto exterior de un hombre civilizado. Cuando la guerra estalló entre nosotros y los ingleses en 1810, volví a ver a ese joven; servía entonces en nuestro ejército, a la cabeza de los guerreros de su tribu. Los norteamericanos no habían admitido a los indios en sus filas sino a condición de que se abstuvieran del horrible uso de arrancar la cabellera a los vencidos. La noche de la batalla de ... vino a sentarse cerca del fuego de nuestro vivaque; le pregunté lo que le había sucedido en la jornada; me lo contó y, animándose gradualmente al recuerdo de sus proezas, acabó por entreabrir su traje diciéndome: ¡No me delate, pero mire! Vi en efecto, añadió el mayor H..., entre su cuerpo y su camisa, la cabellera de un inglés todavía chorreando sangre.

(2) En los trece Estados originarios, no quedan ya sino 6373 indios. (Véase Documentos legislativos, 20 congreso, núm. 117, pág. 20).

(3) Clark y Cass, en su informe al congreso el 4 de febrero de 1829, pág. 23, decían:

Está ya lejano de nosotros el tiempo en que los indios podían procurarse los objetos necesarios a su alimento y a su vestido sin recurrir a la industria de los hombres civilizados. Allende el Misisipí, en las regiones donde se encuentran todavía inmensos rebaños de búfalos, habitan tribus indias que siguen a esos animales salvajes en sus migraciones; los indios de que hablamos encuentran todavía el medio de vivir conformándose a los usos de sus padres; pero los búfalos retroceden sin cesar. No se les puede dar ahora alcance sino con rifles y trampas a los animales salvajes de especie más pequeña, tales como el oso, el gamo, el castor, el ratón almizclero que proporCionan particularmente a los indios lo que es necesario para el sostenimiento de la vida.

Principalmente en el noroeste, los indios están obligados a dedicarse a trabajos excesivos para alimentar a su familia. A menudo el cazador consagra varios días seguidos a perseguir las piezas sin resultado. Durante ese tiempo, es preciso que su familia se alimente de cortezas y raíces, o que perezca. Así, hay muchos que mueren de hambre cada invierno.

Los indios no quieren vivir como los europeos: sin embargo, no pueden prescindir de los europeos, ni vivir enteramente como sus padres. Se juzgará de ello con este solo hecho, cuyos informes tomo de una fuente oficial. Unos hombres pertenecientes a una tribu india de las orillas del lago Superior hablan matado a un europeo; el gobierno norteamericano prohibió traficar con la tribu de que formaban parte los culpables, hasta que éstos hubiesen sido entregados: lo que se realizó.

(4) Hace cinco años, dice Volney en su Cuadro de los Estados Unidos, pág. 370, yendo de Vincennes a Kaskaskias, territorio comprendido actualmente en el Estado de Illinois, entonces enteramente salvaje (1797), no se atravesaban las praderas sin ver rebaños de cuatrocientos a quinientos búfalos: hoy día no queda ni uno; pasaron el Misisipí a nado, importunados por los cazadores y sobre todo por los cencerros de las vacas de la región.

(5) Se puede uno convencer de la verdad de lo que afirmo consultando el cuadro general de las tribus indígenas contenidas en los límites reclamados por los Estados Unidos. (Documentos legislativos, 20 congreso, núm. 117, págs. 90-105). Se verá que las tribus de Norteamérica decrecen rápidamente, aunque los europeos estén todavía bastante alejados de ellas.

(6) Los indios, dicen Clark y Cass en su informe al Congreso, pág. 15, están adheridos a su pais por el mismo sentimiento de afecto que nos liga al nuestro; y, además, unen a la idea de enajenar las tierras que el Gran Espíritu diera a sus antepasados, ciertas ideas supersticiosas que ejercen gran poder sobre las tribus que no han cedido todavía nada o que solamente han cedido una pequeña porción de su territorio a los europeos. Nosotros no vendemos el lugar donde reposan las cenizas de nuestros padres, tal es la primera respuesta que dan siempre a quienes les proponen comprarles sus campos.

(7) Véase, en los Documentos legislativos del congreso, documento 117, el relato de lo que sucede en esas circunstancias. Este relato curioso se encuentra en el informe ya citado, hecho por Clark y Lewis Cass, al Congreso, el 4 de febrero de 1829. Cass es actualmente secretario de la guerra.

Cuando los indios llegan al lugar donde el tratado debe verificarse, dicen Clark y Cass, están pobres y casi desnudos. Allí, ven y examinan un gran número de objetos preciosos para ellos, que los mercaderes norteamericanos han tenido cuidado de llevar. Las mujeres y los niños, que desean que se provea a sus necesidades, comienzan entonces a atormentar a los hombres con mil peticiones importunas, y emplean toda su influencia sobre estos últimos para que la venta de las tierras tenga lugar. La imprevisión de los indios es habitual e invencible. Proveer a sus necesidades inmediatas y satisfacer sus deseos presentes es la pasión irresistible del salvaje: la esperanza de ventajas futuras no obra sino débilmente sobre él; olvida fácilmente el pasado y no se ocupa del porvenir. Se pedirla en vano a los indios la cesión de una parte de su territorio, si no se estuviera en estado de satisfacer inmediatamente sus necesidades. Cuando se considera con imparcialidad la situación en la que esos desdichados se encuentran, no se sorprende uno del ardor que ponen en obtener algunos alivios a sus males.

(8) El 19 de mayo de 1830, Mr. Ed. Everett afirmaba ante la cámara de representantes que los norteamericanos hablan adquirido por tratado, al este y al oeste del Misisipl, 230 000 000 de acres de tierra.

En 1808, los Osages cedieron 48 000 000 de acres por una renta de 1 000 dólares.

En 1818, los Quapaws cedieron 20.000,000 de acres por 4,000 dólares. Se hablan reservado un territorio de 1 000 000 de acres para cazar en él. Habla sido solemnemente jurado que se respetaría; pero no tardó en ser invadido como los demás.

A fin de apropiarnos de las tierras desiertas cuya propiedad reclaman los indios, decía Bell, relator del Comité de asuntos indios en el Congreso, el 24 de febrero de 1830, hemos adoptado el uso de pagar a las tribus indias lo que vale su país de caza (hunting ground) después de que las piezas de Caza han huido o han sido exterminadas. Es más ventajoso y ciertamente más conforme a las reglas de la justicia y más humano obrar así, que apoderarse a mano armada del territorio de los salvajes.

El uso de comprar a los indios su titulo de propiedad no es, pues, otra cosa que un nuevo modo de adquisición en el que la humanidad y el interés (humanity and expediency) han substituido a la violencia, y que debe igualmente hacernos dueños de las tierras que reclamamos en virtud del descubrimiento, y que nos asegura por otra parte el derecho que tienen las naciones civilizadas a establecerse en el territorio ocupado por las tribus salvajes.

Hasta este día, varias causas no han dejado disminuir a los ojos de los indios el valor del suelo que ocupan, y en seguida las mismas causas les han inclinado a vendérnoslo sin dificultad. El uso de comprar a los salvajes su derecho de ocupante (right of occupancy) no ha podido pues retardar nunca, de modo perceptible, la prosperidad de los Estados Unidos." (Documentos legislativos, 21 congreso, núm. 227, pág. 6.).

(9) Esta opinión nos ha parecido, por lo demás, ser la de la mayor parte de los hombres de Estado norteamericanos.

Si se juzga del porvenir por el pasado, decía Cass al congreso, se debe prever una disminución progresiva en el número de los indios, y esperar la extinción final de su raza. Para que este acontecimiento no tuviese lugar, sería necesario que nuestras fronteras no dejaran de extenderse, y que los salvajes se fijasen más allá, o bien que se operara un cambio completo en nuestras relaciones con ellos; lo que seria poco razonable esperar.

(10) Véase, entre otras, la guerra emprendida por los Vampanoags, y las demás tribus confederadas, bajo la dirección de Métacom, en 1675, contra los colonos de la Nueva Inglaterra, y la que los ingleses tuvieron que sostener en 1622 en Virginia.

(11) Véanse los diferentes historiadores de la Nueva Inglaterra. Véase también la Historia de la Nueva Francia, por Charlevoix, y las Cartas edificantes.

(12) En todas las tribus, dice Volney en su Cuadro de los Estados Unidos, página 423, existe aún una generación de viejos guerreros que, al ver manejar el azadón, no dejan de lamentar la degeneración de las costumbres antiguas, que pretenden que los salvajes no deben su decadencia sino a esas innovaciones y que, para recobrar su gloria y su poder, les bastarla volver a sus costumbres primitivas.

(13) Se encuentra en un documento oficial la pintura siguiente:

Hasta que un joven se haya visto en lucha con el enemigo y pueda jactarse de algunas proezas, no tienen para él ninguna consideración: se le mira poco más o meños como a una mujer.

En sus grandes danzas de guerra, los guerreros van uno tras otro a golpear el poste, como le llaman, y cuentan sus hazañas; en esta ocasión, su auditorio está compuesto de los padres, amigos y compañeros del narrador. La impresión profunda que producen sobre ellos sus palabras aparece de manifiesto en el silencio con el cual lo escuchan, y se exterioriza ruidosamente por los aplausos que acompañan el fin de sus relatos. El joven que no tiene nada que contar en semejantes reuniones se considera muy desdichado y hay ejemplos de jóvenes guerreros, cuyas pasiones habían sido así excitadas, que se alejaron de repente de la danza y, partiendo solos, fueron a buscar trofeos que pudiesen mostrar y aventuras de las que les fuese permitido glorificarse.

(14) Esas naciones, se encuentran actualmente englobadas en los Estados de Georgia, de Tennessee, de Alabama y de Misisipi.

Había antiguamente en el Sur (se ven todavía sus restos) cuatro grandes naciones: los Chotaws, los Chickasas, los Creeks y los Cherokees.

Los restos de esas cuatro naciones estaban formados aún, en 1830, por 75 000 individuos aproximadamente. Se cuenta que se encuentran actualmente, en el territorio ocupado o reclamado por la Unión angloamericana, alrededor de 300 000 indios. (Véase Proceedings of the lndian Board in the City New York). Los documentos oficiales proporcionados en el Congreso hacen subir ese número a 313 130. El lector deseoso de conocer el nombre y la fuerza de todas las tribus que habitan el territorio angloamericano, deberá consultar los documentos que acabo de indicar. (Documentos legislativos, 20 congreso, núm. 117, págs. 90-105).

(15) Llevé a Francia uno o dos ejemplares de esta singular publicación.

(16) Véase, en el Informe del comité de asuntos indios, 21 congreso, número 227, pág. 23, de lo que hace que los mestizos se hayan multiplicado entre los Cherokees; la causa principal se remonta a la guerra de la Independencia. Muchos angloamericanos de la Georgia, habiendo tomado el partido de Inglaterra, fueron obligados a retirarse entre los indios y allí se casaron.

(17) Desgraciadamente, los mestizos han sido menos numerosos, ejerciendo una influencia menor en la América del Norte que en otra parte cualquiera.

Dos grandes naciones de Europa han poblado esa porción del continente norteamericano: los franceses y los ingleses.

Los primeros no tardaron en contraer uniones con las hijas de los indigenas; pero la desgracia quiso que encontraran una secreta afinidad entre el carácter indio y el suyo.

En lugar de dar a los bárbaros el gusto y los hábitos de la vida civilizada, fueron ellos quienes con mucha frecuencia se adhirieron con pasión a la vida salvaje: se volvieron los huéspedes más peligrosos de los desiertos y conquistaron la amistad del indio, exagerando sus vicios y sus virtudes.

De Sénonville, gobernador del Canadá, escribía a Luis XIV en 1685:

Se ha creído por largo tiempo que era necesario acercar a los salvajes a nosotros para afrancesarlos. Debe uno reconocer que se estaba en un error. Quienes se acercaban a nosotros no se han vuelto franceses, y los franceses que se acercaron a ellos se volvieron salvajes. Adoptan el vestir de ellos y viven como ellos. (Historia de la Nueva Francia, por Chadevoix, t. II, página 345).

El inglés, al contrario, permaneciendo obstinadamente adherido a las opiniones, usos y a los menores hábitos de sus padres, siguió siendo en medio de las soledades norteamericanas lo que era en el seno de las ciudades de Europa; no ha querido establecer ningún contacto con salvajes que despreciaba, y evitó con cuidado mezclar su sangre con la de los bárbaros.

Así, en tanto que el francés no ejercia ninguna influencia saludable sobre los indios, el inglés les era siempre extranjero.

(18) Hay en la vida aventurera de los pueblos cazadores, no sé qué atractivo irresistible que se apodera del corazón del hombre y lo arrastra a despecho de su razón y de la experiencia. Puede uno convencerse de esta verdad leyendo las Memorias de Tanner.

Tanner es un europeo que fue arrebatado a la edad de seis años por los indios, y que permaneció treinta en los bosques con ellos. Es imposible nada más espantoso que las miserias que describe. Nos muestra tribus sin jefes, familias sin naciones, hombres aislados, restos mutilados de tribus poderosas, errando al azar en medio de los hielos y entre las soledades desoladas del Canadá. El hambre y el frio los persiguen; cada día la vida parece pronta a escapárseles. Entre ellos las costumbres han perdido su imperio y las tradiciones carecen de fuerza. Los hombres se vuelven cada vez más bárbaros. Tanner comparte todos esos males; conoce su origen europeo; no se ve retenido a la fuerza lejos de los blancos; viene al contrario cada año a traficar con ellos, recorre sus moradas, ve su bienestar económico; sabe que el día que él quiera volver al seno de la vida civilizada, podrá fácilmente disfrutaria, y permanece treinta años en los desiertos. Cuando regresa al fin en medio de una sociedad civilizada, confiesa que la existencia cuyas miserias ha descrito, tienen para él encantos secretos que no sabría definir. Regresa a ella después de haberla dejado y no se separa de tantos males sino con mil nostalgias; y, cuando al fin ha fijado su habitación en medio de los blancos, varios de sus hijos rehusañ ir a compartir con él su tranquilidad y bienestar.

Yo mismo encontré a Tanner a la entrada del lago Superior. Me pareció semejarse mucho más todavía a un salvaje que a un hombre civilizado.

No se encuentra en la obra de Tanner ni orden ni buen gusto; pero el autor hace en ella, sin darse cuenta, una pintura vivida de los prejuicios, de las pasiones, de los vicios y sobre todo de las miserias de aquellos entre los cuales ha vivido.

El Vizconde Ernesto de Blosseville, autor de una excelente obra sobre las colonias penales de Inglaterra, ha traducido las Memorias de Tanner. De Blosseville añadió a su traducción unas notas de gran interés que permitirán al lector comparar los hechos contados por Tanner con los relatados ya por un gran número de observadores antiguos y modernos.

Todos los que deseen conocer el estado actual y prever el destino futuro de las razas indias de América del Norte, deben consultar la obra de Blosseville.

(19) Esta influencia destructiva que ejercen los pueblos muy civilizados sobre los que lo son menos, se observa entre los mismos europeos.

Unos franceses habían fundado, hace cerca de un siglo, en medio del desierto, la ciudad de Vincennes en el Wabash. Allí vivieron en la abundancia hasta la llegada de los emigrantes norteamericanos. Éstos comenzaron en seguida a arruinar a los antiguos habitantes por medio de la competencia; les compraron en seguida sus tierras a vil precio. En el momento en que M. de Volney -de quien tomo estos datos-, atravesó Virginia, el número de los franceses estaba reducido a un centenar de individuos, de los que la mayor parte se disponían a pasar a Luisiana y al Canadá. Esos franceses eran hombres honrados, pero sin luces y sin industria y habian contraido una parte de los hábitos salvajes. Los norteamericanos, que eran tal vez inferiores desde el punto de vista moral, tenían sobre ellos una inmensa superioridad inte!ectual: eran industriosos, instruidos, ricos y habituados a gobernarse a sí mismos.

Yo mismo vi en el Canadá, donde la diferencia intelectual entre ambas razas está mucho menos acentuáda; al inglés, amo del comercio y de la industria en el país canadiense, extenderse por todas partes y estrechar al francés dentro de limites demasiado reducidos.

Del mismo modo, en Luisiana, casi toda la actividad comercial e industrial se encuentra en manos de los angloamericanos.

Algo más sorprendente aún se encuentra en la provincia de Texas. El Estado de Texas forma parte, como se sabe, de México, y le sirve de frontera del lado de los Estados Unidos. Desde hace algunos años, los angloamericanos penetran individualmente en esa provincia aún mal poblada, compran las tierras, se apoderan de la industria y sustituyen rápidamente a la población originaria. Se puede prever que si México no se apresura a detener este movimiento, Texas no tardará en escapar de sus manos.

Si algunas diferencias, en la civilización europea, comparativamente poco sensibles, acarrean semejantes resultados, es fácil de comprender lo que ocurrirá cuando la civilización más perfeccionada de Europa entre en contacto con la barbarie india.

(20) Véase, en los documentos legislativos, 21 congreso, núm. 89, los excesos de todo género cometidos por la población blanca en el territorio de los indios. Unas veces los angloamericanos se establecen en una parte del territorio, como si la tierra faltara en otro lugar, y es necesario que las tropas del Congreso vayan a expulsarios; otras les arrebatan los ganados, queman sus casas, cortan los frutos de los indígenas o ejercen violencias sobre sus personas.

Resulta de todos estos documentos la prueba de que los indígenas son cada día víctimas del abuso de la fuerza. La Unión mantiene habitualmente entre los indios a un agente encargado de representarla; el informe del agente de los Cherokees se encuentra entre los documentos que cito: el lenguaje de ese funcionario es casi siempre favorable a los salvajes.

La intrusión de los blancos en el territorio de los Cherokees, dice, pág. 12, causará la ruina de los que lo habitan, que llevan en él una existencia pobre e inofensiva.

Más lejos se ve que el Estado de Georgia, queriendo estrechar los límites de los Cherokees, procede a un amojonamientO y el agente federal hace observar que el deslinde, no habiendo sido hecho sino por los blancos, y no contradictoriamente, no tiene ningún valor.

(21) En 1829, el Estado de Alabama divide el territorio de los Creeks en condados y somete a la población india a magistrados europeos.

En 1830, el Estado de Misisipí asimiló los Choctaws y los Chickasas a los blancos, y declaró que aquellos de entre ellos que tomaran el título de jefes serían castigados con 1 000 dólares de multa y un año de prisión.

Cuando el Estado de Misisipí, extendió así sus leyes sobre los indios Chactas que habitan en sus límites, éstos se reunieron; su jefe les dio a conocer cuál era la pretensión de los blancos y les leyó algunas de las leyes a que quería sometérseles. Los salvajes declararon de común acuerdo que valía más internarse de nuevo en los desiertos. (Mississipi papers).

(22) Los georgianos, que se sienten tan disgustados por la vecindad de los indios, ocupan un territorio que no cuenta más de siete habitantes por milla cuadrada. En Francia, hay sesenta y dos individuos en el mismo espacio.

(23) En 1818, el Congreso ordenó que el territorio de Arkansas fuera visitado por comisarios norteamericanos, acompañados de una diputación de Creeks, de Choctaws y de Chickasas. Esa expedición era mandada por los señores Kennerly, Mc Coy, Wash Hood y John Bell. Véanse los diferentes informes de los comisarios y su diario, en los documentos del Congreso, núm. 87, House of Representatives.

(24) Se encuentra en el tratado hecho con los Creeks, en 1790, esta cláusula:

Los Estados Unidos garantizan solemnemente a la nación de los Creeks todas las tierras que posee en el territorio de la Unión.

El Tratado firmado en julio de 1791 con los Cherokees contiene lo siguiente:

Los Estados Unidos garantizan solemnemente a la nación de los Cherokees todas las tierras que ésta no ha cedido precedentemente, Si sucediera que un ciudadano de los Estados Unidos, o cualquier individuo no indio, llegase a establecerse en el territorio de los Cherokees, los Estados Unidos declaran que retiran a ese ciudadano su protección, y que lo entregan a la nación de los Cherokes para castigarlos como le parezca bien. (Artículo VIII).

(25) Lo que impide que se les prometa de la manera más formal. Véase la carta del Presidente dirigida a los Creeks el 23 de marzo de 1829 (Proceedings of the Indian Board in the City of New York, pág. 5):

Más allá del gran río (el Misisipí), vuestro Padre, dice, ha preparado, para recibiros, una vasta región. Allí, vuestros hermanos los blancos no irán a perturbaros; no tendrán ningún derecho sobre vuestras tierras; podréis vivir allí, vosotros y vuestros hijos, en medio de la paz y de la abundancia, tan largo tiempo como la hierba crezca y que los arroyos corran; ellas os pertenecerán para siempre.

En una carta escrita a los Cherokes por el secretario del departamento de la guerra, el 18 de abril de 1829, este funcionario les declara que no deben vanagloriarse de conservar el disfrute del territorio que ocupan en ese momento, sino que les da la misma seguridad positiva para el tiempo en que se encuentren del otro lado del Misisipi (en la misma obra, pág. 6); ¡como si el poder que le falta ahora no debiera faltarle del mismo modo entonces!

(26) Para formarse una idea exacta de la política seguida por los Estados particulares y por la Unión frente a los indios, es preciso consultar:

1) las leyes de los Estados particulares relativas a los indios (esta colección se encuentra en los Documentos legislativos, 21 congreso, núm. 319;
2) las leyes de la Unión relativas al mismo objeto, y en particular, la del 30 de marzo de 1802 (esas leyes se encuentran en la obra de M. Story, intitulada: Laws of the United States);
3) en fin, para conocer cuál es el estado actual de las relaciones de la Unión con todas las tribus indias, véase el informe hecho por M. Cass, secretario de Estado de la guerra, el 29 de noviembre de 1823.

(27) El 19 de noviembre de 1829. Fragmento traducido literalmente.

(28) No hay que hacer honor, por lo demás, de este resultado a los españoles. Si las tribus indias no hubiesen estado ya fijadas al suelo por la agricultura en el momento de la llegada de los europeos, habrían sido destruidas sin duda en la América del Sur como en la América del Norte.

(29) Véase entre otros el informe hecho por M. Bell en nombre del comité de asuntos indios, el 20 de febrero de 1830, en el cual se establece, pág. 5, por razones muy lógicas y donde se prueba muy doctamente que:

The fundamental principie, that the indians had no right by virtue of their ancient possession either of soil, or sovereignty, has never been abandoned expressly or by implication.

Es decir, que los indios, en virtud de su antigua posesión, no han adquirido ningún derecho de propiedad ni de soberania, principio fundamental que no ha sido nunca abandonado, ni expresa ni tácitamente.

Al leer este informe, redactado por otra parte por una mano hábil, se sorprende uno de la facilidad y la destreza con las que, desde las primeras palabras, el autor se desembaraza de los argumentos fundados en el derecho natural y en la razón, que llama principios abstractos y teóricos. Mientras más pienso en ello, más veo que la única diferencia que existe entre el hombre civilizado y el que no lo es, respecto a la justicia, es ésta: el uno regatea a la justicia derechos que el otro se complace en violar.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del capítulo noveno de la segunda parte del LIBRO PRIMEROSegunda parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha