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La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO NOVENO

El derecho a castigar y los sabios


Admite hoy la ciencia sin discusión que el hombre es juguete de multitud de fuerzas, cuya presión padece, y que no existe el libre albedrío; el medio, la herencia, la educación, las influencias climatológicas y atmosféricas actúan sucesivamente sobre el hombre, tropezando, combinándose, pero ejerciendo una acción efectiva sobre su cerebro y haciéndolo girar a su impulso, como gira la peonza, obedeciendo a los dedos del jugador.

Según su herencia, su educación y el medio en que vive, más o menos dócil será el individuo a las incitaciones de ciertas fuerzas, más o menos refractario a otras, pero no es menos cierto que su personalidad no es más que el producto de esas fuerzas.

Después de haber hecho constar esto, ciertos sabios, cuyo jefe es César Lombroso, han querido establecer la existencia de un tipo criminal. Se han dedicado a buscar las anomalías que podían caracterizar el tipo susodicho, y después de haber argumentado acerca de ese tipo, deducen la represión enérgica, la cárcel perpetua, etc. Reconocen los sabios que obra el hombre movido por causas exteriores, que no es responsable de sus actos, y de ello infieren ... la represión.

Ocasión tendremos de explicar esa contradicción; examinemos, por lo pronto, las principales anomalías señaladas por los criminalistas, como características de criminalidad:

Heridas antíguas.
Anomalías de la piel.
Anomalías de las orejas o la nariz.
Tatuaje.

Otras hay que no nos parecen tener más relación que las expresadas con la mentalidad del individuo, pero nuestra ignorancia en anatomía, no nos permite discutirlas a fondo. Contentémonos con las enumeradas.

Heridas: es evidente que un individuo que tiene señales de heridas antiguas tiene que ser un criminal de siete suelas, sobre todo si las ha recibido en un accidente del trabajo o arriesgando la vida para salvar a un semejante. Hasta ahora habíamos creído que la criminalidad consistía más bien en dar golpes que en recibirlos. Parece que la ciencia entiende lo contrario; el criminal es el que se deja herir. ¡Inclinémonos, hermanos!

Respecto a las anomalías de la nariz y las orejas, en balde hemos tratado de consignar la relación que pudieran tener con el cerebro; no hemos dado con ella. Pero hay más; Lombroso declara que muchos casos, que cita como anomalías, se dan en gente honrada, de modo que las anomalías tenderán a convertirse en generalidad. Siempre habíamos creído que la anomalía era un caso que se salía de lo general. La ciencia en Lombroso tiende a demostrar lo contrario. Triste su consecuencia, que prueba sobre todo, que las personas que toman una manía y se confinan en nn rincón de la ciencia, acaban por perder la noción exacta del conjunto de las cosas y no tienen más que un objeto: reducirlo todo a la porción de estudios a la cual se han dedicado.

Tener una oreja o la nariz mal formada, sobretodo la nariz, es cosa muy desagrable, especialmente si la conformación defectuosa toca en los límites de lo ridículo. No es nada bonito tener en la cara manchas de color de vino, y suele ser tan desagradable para el que las tiene, como para el que las ve, pero a nosotros nos parecía que bastante desgracia era llevarlas, sin que además le conviertan al paciente en criminal.

Pero ya que Lombroso lo afirma, llevando su teoría hasta las últimas consecuencias, podemos solicitar que los comadrones den muerte a todos los niños que nazcan con la nariz torcida o una oreja mal formada. Indudablemente, toda mancha pigmentaria ha de ser indicio. de la más negra perversidad. Por ejemplo yo, que si no recuerdo mal, tengo una mancha de esas no sé dónde, soy anarquista, lo cual consideran algunos como un indicio de criminalidad, de modo que estoy destinado a ser un criminal vulgar. ¡Que me maten! ¡Que me maten! La teoría predice que he de perecer en el patíbulo.

Aplicando la doctrina a todos los que se encuentren en algún caso de esos, pocos superviVlentes quedarían, pero resultaría una humanidad física y moralmente. ¡No hay que retroceder nunca ante las consecuencias de una teoría fundada en la observación, como la anterior!

Respecto a los tatuajes, no los hemos considerado nunca como indicio de una estética muy elevada, nada de eso; son un residuo de atavismo, que impele a ciertos hombres a realzar su natural hermosura con adornos grabados en la piel, como lo harían nuestros antepasados en la edad de piedra. El mismo atavis,o impulsa a muchas mujeres a mandarse perforar las orejas para colgar de ellas pedazos de metal o guijarros relucientes, exactamente como los botocudos del Brasil, o ciertos pueblos de Australia o Africa se agujerean los labios, los cartílagos de la nariz o los lóbulos de las orejas para colgar argollas de madera o de metal, lo cual, a su parecer, les da singular hermosura.

Considerábamos algo primitivos esos procedimientos, pero no habíamos encontrado en tal práctica síntomas de ferocidad, pero puesto que Lombroso nos da nuevas enseñanzas, esperamos que la humanidad se deshaga, no sólo de los que tengan tatuajes, sino también de las que se mandan perforar las orejas o se tiñen el pelo.

También ha tratado Lombroso de determinar un tipo de criminal político, apoyándose en datos no menos fantásticos, pero nos llevaría muy lejos seguirle por ese camino; contentémonos con la crítica del criminalismo propiamente dicho.

Algunos sabios más ilustrados no han tardado en exponer la crítica de las teorías harto caprichosas de la escuela criminalista y han demostrado victoriosamente la escasa consistencia de los supuestos caracteres criminales que querían declararse dominio exclusivo de aquellos a quienes se quería poner ese rótulo.

El doctor Manouvrier, por ejemplo, en su curso de antropología criminal, ha refutado admirablemente las teorías de Lombroso y de la escuela criminalista acerca de los supuestos criminales natos. Despues de haber demostrado la falsedad de las observaciones en las cuales se basaban el sabio italiano y sus imitadores para llegar a crear el tipo criminal, tomando por objeto de observaciones individuos deformados ya por la vida carcelaria o una existencia anormal, evidenciaba Manouvrier que los individuos pueden tener tales o cuales aptitudes que los hagan tender a tales o cuales actos, pero que por la conformación de su cerebro o de su esqueleto no están destinados fatalmente a verificar esos actos y a convertirse en criminales. Semejante género de aptitudes lo mismo puede impeler, según las circunstancias, al individuo a un acto honroso que a un acto criminal.

Por ejemplo: una musculatura fuerte puede hacer, en un momento de furor, de un hombre vigoroso un estrangulador, pero también puede convertirse en el guardia que detenga al criminal; instintos violentos, el desdén del peligro, la indiferencia para dar o recibir la muerte, son vicios del criminal unas veces, y otras las virtudes qué se exigen al soldado; un espíritu inclinado al engaño, insinuante, cauteloso, pueden crear al que sólo piensa en armar hurtos y estafas, pero también son cualidades requeridas para ser un gran polizonte, o un excelente juez de instrucción.

Arrastrado por la verdad de su argumentación, no vacilaría el profesor en reconocer que suele ser muy difícil distingir el supuesto criminal del supuesto hombre honrado; quo muchos individuos que andan sueltos deberían estar en la cárcel, y recíprocamente.

Y después de haber reconocido, con los demás sabios,que el hombre no es más que el juguete de todas las circunstancias según cuya resultante obra a cada momento; despues de haber negado el libre albedrío, despues de haber reconocido que la justicia no es más que una entidad y en realidad la venganza ejercida por la sociedad que sustituye al individuo perjudicado, el profesor se para en el camino, después de haber enunciado bases que se acercan a lo que anhelan los anarquistas, deduce que la penalidad no es bastante fuerte y aun hay que aumentarla. Verdad es que se atrinchera en la conservación social; los actos llamados criminales, dice, quebrantan la sociedad, y ésta tiene derecho a defenderse, sUstituyendo a la venganza individual, hiriendo a quienes la molestan con una pena bastante fuerte para quitarle las ganas de reincidir.

¿De dónde procede esa contradicción flagrante entre miras tan amplias y deducciones tan ruines, puesto que demandan la conservación de aquellas cuyo absurdo demostraron las premisas? ¡Ay! De esas contradicciones no tienen la culpa los autores, depende esencialmente de la imperfección humana.

El hombre no es universal; el sabio que se ha éntregado apasionadamente al estudio, llega a prodigios de sagacidad en el surco de la ciencia que ha estudiado. De deducción en deducción llega a resolver los más arduos problemas que forman parte del dominio que se propuso cultivar, pero como no ha podido estudiar a un tiempo todas las ciencias, todos lOS fenómenos sociales, tiene que quedarse rezagado respecto a los progresos de otras ciencias; así es que cuando quiere aplicar los descubrimientos admirables que ha hecho a los demás conceptos humanos suele aplicarlos indebidamente y saca deducciones erróneas de una verdad que ha demostrado.

En efecto, si los antropólogos que han estudiado al hombre, lo han analizado y han llegado a conocer su verdadera naturaleza, hubieran estudiado con tan buen éxito la sociólogía, y hubieran pasado por el tamiz del razonamiento todas las instituciones sociales que nos rigen, indudablemente habrían sacado deducciones diferentes.

Puesto que han admitido que el hombre obra movido por impulso de influencias exteriores, deben averiguar cuáles son esas causas; estudiando el hombre llamado criminal y sus actos, el estudio de la naturaleza de esto debe imponerse forzosamente a su espíritu y hacerles investigar por qué son antagónicos con las leyes de la sociedad. Ahí se combinan las influencias del medio, las preocupaciones de la educación, la ignorancia relativa de las cuestiones científicas que no han estudiado, para dictarles (sin que ellos se den cuenta) conclusiones tan favorables al orden de cosas existentes, que, aun reconociendo que es malo, aun solicitando mejorar para los desheredados, no conciben nada mejor que la autoridad. Acostumbrados a no moverse más que con el yugo al pescuezo, y hostigados por el látigo del poder, los más independientes quisieran verse libres de ellos, pero no quieren comprender que la humanidad adelante sin andadores, sin calabozos y sin cadenas.

Si investigamos cuales son los crímenes más antisociales, los más sancionados en el código y los más frecuentes, no tardaremos en ver que, aparte de algunos crímenes pasionales, muy raros, y respecto a los cuales suelen andar acordes jueces y médicos para más indulgencia, los ataques a la propiedad dan el mayor contingente de crímenes y delitos. Entonces se plantea el problema que sólo pueden resolver quienes hayan estudiado bien la sociedad en su naturaleza y efectos. ¿Es justa la propiedad? ¿Puede defenderse una organización que ocasiona tantos crímenes? Si ese régimen lleva consigo tantos actos que son una reacción ineluctable, tiene que ser bien ilógico, han de lesionar muchos intereses, y el pacto social, lejos de haber sido consentido unánime y libremente, ha de estar bien desnaturalizado por la arbitrariedad y la opresión. Eso nos hemos propuesto demostrar en esta obra, y reconocido el vicio fundamental de la organización social, evidenciamos que para destruir los criminales, hay que destruir el estado social que los engendra.

Haced que en la sociedad cada individuo esté seguro de satisfacer todas sus necesidades; que nada ponga trabas a su libre avolución; que en la organización social no haya instituciones de que pueda servirse para sujetar a sus semejantes, y veréis desaparecer los crímenes; si quedaran algunas naturalezas aisladas bastante corrompidas y bastardeadas para cometer algunos de esos crímenes que na tienen más causa que la locura, esos individuos pertenecerían a la ciencia y no al verdugo, ese asesino pagado por la sociedad capitalista y autoritaria.

¿Decís que hacéis la guerra a los ladrones y asesinos? ¿Y qué son el ladrón y el asesino? Diréis que son individuos que quieren vivir sin hacer nada a costa de la sociedad. Pues echad una ojeada a vuestra sociedad y veréis que hormiguean en ella los ladrones y los asesinos, y que en lugar de castigarlos, están hechas las leyes para protegerlos. Lejos de castigar la pereza, presenta como ideal y recompensa el placer de no hacer nada a quienes puedan llegar, por cualesquiera medios, a vivir bien sin producir.

Castigáis como ladrón al desdichado que, careciendo de trabajo se expone al presidio para robar el pan que ha de matarle el hambre, pero os quitáis el sombrero delante del acaparador millonario que, con auxilio de sus capitales, se apodera en el mercado de los objetos necesarios para el consumo general, con objeto de revenderlos con una ganancia del cincuenta por ciento; os agrupáis sumisos y humildes en las antesalas del banquero que con una jugada de bolsa arruina a unos cuantos centenares de familias para enriquecerse con sus despojos.

Castigáis al criminal, que para satisfacer sus aficiones a la holganza y a la crápula, ha asesinado a una víctima cualquiera, pero ¿quién le ha inculcado esas aficiones, más que la misma sociedad? Castigáis al que lo hace en pequeño, pero armáis ejércitos para enviarlos allende los mares a hacerlo en grande contra pueblos incapaces de defenderse. A los explotadores que matan, no a uno ni diez individuos, sino que gastan generaciones enteras, quebrantándolas con el trabajo, mermándoles diariamente el salario, llevándolas a la miseria más sórdida, les reserváis vuestras simpatías, y en caso necesario ponéis en sus manos todas las fuerzas de la sociedad. Y la ley, cuyos celosos guardianes sois, cuando los explotados, hartos de sufrir, levantan la cabeza y reclaman un poco más de pan, algo menos de trabajo, la convertís en humilde servidora de los privilegiados, contra las reclamaciones intempestivas de los harapientos.

Castigáis al imbécil que se deja coger en vuestras redes, pero al que sea bastante listo para romper las mallas, le dejáis en paz. Encarceláis al que roba una msnzana al pasar por un huerto, pero ponéis a las órdenes del propietario todas las rueaas de vuestro procedimiento, para permitirle robar al pobre diablo qne le dabe cincuenta pesetas los muebles que le habían costado cuatrocientas o quinientas, y representan las economías de una parte de su existencia.

Vuestra justicia tiene sobrados rigores para el ladrón desharrapado, pero protege a los que roban a una clase o nación entera. Todas vuestras instituciones existen para garantizar a los poseedores la libre posesión de lo que han quitado a los desposeídos.

Lo que más nos subleva son las formas hipócritas que se emplean para que consideremos como cosa sagrada todas esas payasadas con que rodean los burgueses sus siniestras comedias, y que no tienen valor para declarar francamente.

Mejor dicho, todavía nos subleva más la actitud de todos esos saltimbanquis que, so color de atacar al régimen existente, lo atacan en los hombres que aplican los textos, en la manera de aplicarlos, pero respetan su esencia propia, de modo que se crea que hay muchas maneras de aplicar la ley y que alguna de ellas puede ser buena; que entre los hombres que pueden escalar el poder podrá haberlos bastante honrados o de miras amplias, hombres que encuentren esa manera buena de aplicar la ley a gusto de todos.

Verdaderamente, no sabemos qué admirar más: si la pillería de los que nos cuentan esas vaciedades, o la candidez de quienes siguen respetando esa representación teatral, cuyo peso soportan. Difícil es comprender como, entre esa muchedumbre innumerable de individuos que han pasado por el tamiz de la justicia, no ha habido uno siquiera, bastante libre de preocupaciones para levantar las faldas de alguno de aquellos que le habrán castigado, para demostrar al público que todos esos trabajos sirven para disfrazar hombres sujetos a las mismas debildades y errores que el resto de la humanidad, sin contar los crímenes inspirados por sus intereses de casta.

Para nosotros los anarquistas que atacamos a la autoridad, la legalidad es una de esas formas hipócritas que debemos atacar más para arrancarle todos los oropeles con que oculta las vergüenzas y las palinodias de los que nos gobiernan.

Demasiado se han respetado esas bufonadas; demasiado han creído los pueblos que esas institunes emanaban de una esencia superior que, haciiéndolas flotar de una esfera etérea, los dejaba cernerse por encima de las pasiones humanas; demasiado se ha creído en la existencia de hombres especiales, de una pasta particular, encargados de distribuir aquí abajo a cada uno, según su mérito y sus obras, aquella justicia ideal que cada cual mira desde un punto de vista, según el lugar que venga, y que ellos han codificado, inspirándose en las ideas más añejas y atrasadas, para proteger la explotación y esclavizamiento de los débiles por los que han sabido crear e imponer su dominio.

Ya es hora de romper con esos absurdos y de atacar con franqueza las instituciones nocivas cuyo objeto es amenguar la personalidad humana; el hombre libre no admite la pretensión de que haya individuos que se arroguen el derecho de juzgar y condenar a otros individuos. La idea de justicia, como la practican las instituciones actuales, cayó con la de divinidad; una arrastró a otra. La idea de Dios, inspirando a los magistrados el veredicto que hayan de pronunciar, podría hacer aceptar la infabilidad de la justicia de los hombres cuando las masas estaban atrasadas para creer en una existencia ultra-terrestre, en una entidad cualquiera, existente fuera del mando material, ocupado en cuanto pasa en nuestro planeta y regulador de las acciones de todos los individuos que en él habitan.

Pero destruída la creencia en Dios, desapareciendo la fe en lo sobrenatural, cuando no persiste más que la personalidad humana con todos sus defectos y pasiones, esa inviolabilidad y ese carácter supremo que son la esencia de la Divinidad, con los cuales se había revestido la magistratura para sostenerse por encima de la sociedad, deben desaparecer también para dejar que los ojos abiertos sean lo que realmente ocultaban aquellas caretas: la opresión y la explotación de una clase por otra, el fraude y la violencia elevados a la altura de un principio y transformados en instituciones sociales.

La ciencia nos ha ayudado a levantar el velo, nos ha proporcionado las armas que han contribuído a desnudar al coloso; es tarde ya para que pueda retroceder eficazmente y tratar de reconstituir en nombre de la Entidad Sociedad, lo que destruyó con la Entidad Divinidad. Es necesario que los sabios lleguen a eliminar completamente de sí mismos la educación burguesa recibida, y estudien los fenómenos sociales con la misma ansia y el mismo desinterés que aplicaron a los estudios de un conocimiento especial. Cuando ya no estén influídos por consideraciones o preocupaciones extrañas a la ciencia, no pedirán la condena de los criminales, sino la destrucción de un estado social en cuyo seno, por su organización viciosa, puede haber individuos tenidos por honrados y otros llamados criminales.

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