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La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO DECIMOTERCERO

El militarismo


No se puede hablar de patria y patriotismo, sin tocar la espantosa llaga de la humanidad llamada militarismo.

Estudiando los orígenes de la humanidad y la marcha de su evolución, hemos visto que la casta guerrera fue una de las primeras que se constituyeron, afirmando su autoridad sobre los otros miembros del clan o de la tribu. Algo más adelante, la casta se dividió en jefes y guerreros, como el primer paso había dividido la tribu en guerreros y no guerreros; al principio, todos los miembros del clan debían ser guerreros cuando fuera necesario.

Ignoramos si la humanidad siguió regularmente esa marcha progresiva, es decir, si ha pasado sUcesivamente por los tres estados de caza, pesca y agricultura. Es indudable que la recolección de plantas o frutos silvestres, la caza o la pesca fué lo primero a que se dedicó. No es tan fácil averiguar si pasó de aquel estado al pastoral, y luego al agrícola tan seguidamente como se pasa de una asignatura a otra en bachillerato.

Más bien creemos que esas diferentes maneras de buscar el alimento se debieron de combinar según los recursos de la región. Habrá habido pueblos cazadores que continuaran viviendo principalmente de la caza, después de haber encontrado el medio de cultivar cualquier planta alimenticia, antes de tener animales domésticos.

Lo cierto es que la casta guerrera ha sabido conservar su preponderancia y gran parte del poder, hasta cuando ha tenido que compartirlo, y sigue siendo el más firme sostén de los que lo han ocupado.

Mientras fue casta cerrada, que se raclutaba en su propio seno, y hacía la guerra por su cuenta, la población padecía mucho con sus depredaciones, porque el hombre de armas no era corto para quitar al aldeano lo que le parecía. Pero pagado el diezmo, cuando no había tropas ni fortaleza cerca de él, el villano podía descansar algo; de todos modos, no estaba obligado a dedicar los mejores años de su vida a reforzar los batallones de sus explotadores.

Llegó, sin embargo, una época en que los señores empezaron a armar a los villanos de sus tierras, en casos urgentes. Atrajeron luego, con premios o estratagemas, a aquellos a quienes se quería alistar en los ejércitos reales, pero estaba reservado a la burguesía encargar por completo a sus esclavos la misión de defenderla. Ella es la que ha perfeccionado el sistema, obligando a los trabajadores a sacrificar cierta parte de su juventud en defensa de sus amos. Pero como había sido peligroso darles armas y decirles: Defiéndeme mientras disfruto, inventó la burguesía el culto de la patria.

Apoyada en esa mentira ha podido conseguir que los trabajadores sufrieran mucho tiempo sin discutir, esa contribución de sangre; apoyada en ese sofisma ha podido arrebatar a varias generaciones la porción más fuerte y sana de su juventud, enviarla a pudrirse moral y físicamente en los presidios llamados cuarteles, sin que nadie pensara en protestar, sin que se levantara una voz para preguntar con qué derecho se pedía a los individuos que se convirtieran, durante tres, cinco o siete años en autómatas, máquinas de matar y carne de cañón.

Sin embargo, hubo protestas; la deserción nació con la institución de los ejércitos permanentes, pero aquellos actos no solían ser razonados; el desertor no apelaba al estricto derecho individual, obedacía a repugnancias personales que no se analizaban siquiera.

Los protestas que se elevaban en la literatura contra la guerra y el militarismo, solían no ser más que explosiones de sentimiento, no apoyadas en deducciones lógicas basadas en la naturaleza humana y el derecho individual.

¡El ejército! ¡La patria! La burguesía y los escritores turiferarios suyos habían entonado tantas alabanzas en su honor, habían amontonado tanto sofisma, tanta mentira en su favor, habían conseguido adornarlos con tan bellas cualidades, que nadie se atrevía a poner en duda las cualidades susodichas; se aseguraba que el ejército era el depósito de todas las virtudes cívicas. No había novela donde no se encontrara el tipo del soldado viejo, modelo de lealtad y prObidad, adictos a su general, del cual había sido asistente, siguiéndole en todas las peripecias de su vida, ayudándole a vencer los lazos que le tendían enemigos invisibles, y por último, dando su vida para salvar la de sus amos, o salvando al huérfano, ocultándole y criándole para hacer de él un héroe y proporcionarle medios de recuperar la fortuna que le habían robado los enemigos de su familia.

Hay que ver cómo analizaban los poetas la bravura de los valientes soldados; el honor militar la abnegación, la fidelidad, la leatad, eran sus menores virtudes. Ha sido necesario que la burguesía cometiera la enorme torpeza de obligar a todos los individuos a pasar cierto tiempo en el servicio para que se viera que debajo de los brillantes oropeles con que literatos y poetas habían cubierto el ídolo, no había más que infamia y podredumbre.

Mientras los trabajadores fueron los únicos que sacrificaron su juventud y se embrutecieron en el cuartel, mientras el público no conoció del ejército más que su presentación escénica, el brillo del metal, el redoble de sus tambores, el oro de sus entorchados, el ondear de las banderas, el estrépito de las armas, toda la apoteosis con que se le rodea al mostrarlo al pueblo, literatos y poetas contribuyeron en sus obras a ampliar esa apoteosis, a rendir su tributo de mentiras a la glorificación del monstruo.

Pero en cuanto, establecido el servicio obligatorio, han tenido que estudiar de cerca la institución, cuando han tenido que doblegarse a la embrutecedora disciplina, cuando han tenido que soportar las voces y las groserías de los que llevan a galones, desapareció el respeto; han empezado a desenmascarar al infame, han soplado encima de las virtudes con que sus antecesores le habían adornado, y el soldado (sin excluir al oficial) ha empezado a presentarse al público con su verdadero aspecto: el de una bestia alcoholizada, el de una máquina inconsciente.

Hay que haber pasado por aquel infierno para comprender lo que ha de padecer en él un hombre de corazón, hay que haber gastado uniforme para comprender las bajezas e idiotismos que tapa.

En cuanto estés alistado, ya no eres un hombre, sino un autómata obligado a obedecer ciegamente al que manda. Tienes un fusil en la mano, pero has de sufrir sin rechistar las groserías del superior, que desahoga en ti su mal humor o los vapores del alcohol que ha absorbido. Un ademán o una palabra puedes pagarlo con la vida o con muchos años de libertad. Ya cuidarán de leerte la ordenanza, cuyo estribillo: pena de la vida, retumbará en tu cerebro cuantas veces surjan en tu cráneo instintos de rebelión.

Lo que más exaspera son las mil y una minucias del oficio, las nimiedades y chinchorrerías del reglamento. Y el superior que te tenga mala vo1untad o que, sin tenértela, sea una bestia inconsciente, tendrá cincuenta ocasiones al día para ponerte faltas, para hacerte sufrir todas las vejaciones con que SU brutalidad quiera molestarte. Al pasar revista, si el correaje no está muy limpio, o Un botón está mal cosido, o no te has puesto los tirantes, te armará un escándalo o te mandará al calabozo; te registrarán hasta más no poder, desabrochándote la ropa para examinar la interior.

Otros disgustos te producirán la manera de hacer la cama, que debe quedar cuadrada como una mesa de billar, según frase que oirás millares de veces en el cuartel; el colmo del arte será hacerte embetunar la suela de los zapatos de repuesto, colgados en la pared encima de la cabecera de la cama, exigiendo que las cabezas de los clavos aparezcan sin una mancha de betún.

¡Y las revistas! Son el cuento de nunca acabar. El sábado, revista de armas con las mismas observaciones y los epítetos de cochino, y otros piropos. Para variar, tendrás los registros, durante los cuales ha de enterarse el capitán de si tienes los pies y las manos limpias. Cada mes tendrás la visita sanitaria, en la cual examinarán los lugares más recónditos de tu persona. En el ejército no se pueden tener ciertas delicadezas; pronto las aplastarán con sus innobles pezuñas los que mandan en tí.

Dicen los secuaces de la burguesía que el ejército es la escuela de la igualdad; de la igualdad en el embrutecimiento, sí, pero no es esa la que deseamos.

Continúan las revistas, no me acuerdo si la del intendente es cada tres o seis meses. Cada año hay una inspección general.

Durante la quincena anterior, hay gran zafarrancho en el cuartel; se limpian los locales y las cocinas. Para distraerte, tendrás un día revista del sargento de semana; al otro día revista de oficial, luego revista de capitán, de comandante, de coronel; aquello no se acaba nunca.

En cada revista hay que colocar encima de la cama lo siguiente: primero un pañuelo, religiosamente conservado para esas ocasiones, que se extiende con gran esmero sobre la cama; encima hay que poner los cepillos, las alpargatas, el calzoncillo que tampoco suele usarse hasta ese día, una camisa arrollada de cierta manera y con sujeción a cierta longitud; la gorra de cuartel; la caja de grasa, la tiza, sus alfileteros con agujas, hilo y tijeras.

Para que todo se instale con regularidad, hay unos carteles en el dormitorio, que hay que consultar a cada momento para enterarse bien de la colocación de cada uno de esos objetos importantísimos, porque si se pone uno en el lugar que deba ocupar otro, te dirigirá terrible sarta de imprecaciones el jefe que se entere de la irregularidad; ¡qué horror! ¡qué abominación! poner la tiza en el sitio que corresponde a la grasa, ocasionaría la ruina de la patria si el general se enterase.

Esas revistas presididas por un general, sirven para poner de manifiesto el servilismo de los oficiales subalternos y algunos superiores. En cuanto llega el general, esos oficiales, tan arrogantes con el pobre pistolo, se achican y se colocan humildemente detrás del general que se yergue orgulloso, cuando no está hecho un carcamal. Furibundas miradas aterran al desdichado que da ocasión a una observación del jefe. A un soldado le falta una aguja; a otro se le ha olvidado que, habiendo acabado la quincena la víspera, se había de abrochar el capote a la izquierda y no a la derecha. El coronel tartamudea de furor, el comandante está rabiando, el capitán palidece espantado; el cabo es el único que no dice nada, porque demasiado sabe que todos sus superiores, de sargento para arriba, le echarán a él la culpa. Ya sabe lo que le espera; menos mal que también él podrá vengarse del delincuente.

Mientras no hay revista en perspectiva, no faltan otras distracciones; el sábado por la tarde, te pasearás por el patio del cuartel amontonando las piedras y guijarros que allí haya. Después de emplear una hora en tan agradable pasatiempo, vuelves a las cuadras. Durante toda la semana, las idas y venidas de los transeuntes dispersan otra vez las piedrecitas y el sábado se recogen otra vez. El oficio militar está plagado de esas ingeniosas diversiones.

Cuando llega la noche, y después de un día tan bien empleado, deseas conversar con tus colegas de presidio, verás que sus conversaciones son muy a propósito para ilustrarte y sugerirte grandes pensamientos. Allí en un grupo se destprnillan de risa; te acercas, creyendo que se derrocha el ingenio y oyes a un imbécil que suelta indecencias antiguas y sin gracia. Te separas de ellos asqueado y te acercas a otro grupo de animales que gozan recordando la última borrachera, o pensando en la primera que pillen cuando su familia les mande unos cuartos.

No les habléis más que de borracheras y crápula, porque no te entenderán. Nada existe para ellos más que esos goces. No nos asombremos de que después de tres años de cuartel, salgan de allí tantos individuos capaces de ser gendarmes o polizontes. El ejército es una escuela de desmoralización; no puede producir más que polizontes, holgazanes o borrachines. Pocos resisten a esos tres años de embrutecimiento, y aun esos pocos, conservan mucho tiempo vestigios de aquéllo.

La disciplina brutal y abyecta quebranta al hombre, le tritura el cerebro, le deforma el carácter, le destruye la voluntad. Es una horrible máquina de embrutecer a la cual se entrega un joven que podría experimentar el sentimiento de lo bello y lo verdadero, cuya energía podría desarrollarse en la lucha cotidiana, cuya inteligencia podría ensancharse bajo la presión del saber adquirido y la necesidad de saber más, pero la disciplina le echa encima una capa de plomo que le comprime el cerebro todos los días, y retrasa el ritmo de los latidos de su corazón. Después de haberlo molido tres años con los múltiples engranajes de su jerarquía, devuelve un harapo informe, cuando no lo devora completamente.

Hemos visto, burgueses feroces, que esa patria que queríais que defendiéramos no es más que la organización de vuestros privilegios; ese militarismo, al cual llamáis deber que todos tenemos que cumplir, se ha instituído para defenderos a vosotros todos, y cuyo peso dejáis caer sobre aquellos contra quienes se dirige y que además proporciona grados, honores y sueldos sobre aquellos de vosotros incapaces de desempeñar funciones más elevadas, grados y sueldos que sirven de cebo a las ambiciones malsanas de los que abandonan la clase de la cual salieron para convertirse en cómitres vuestros.

¿Qué nos importan esa patria, esas fronteras y esos deslindes arbitrarios de pueblos? Vuestra patria nos explota, vuestras fronteras nos ahogan, vuestras nacionalidades no nos interesan. Somos hombres, ciudadanos del universo; todos los hombres son hermanos nuestros; nuestros únicos enemigos son nuestros amos, los que nos explotan, nos impiden evolucionar libremente y desarrollarnos en la plenitud de nuestras fuerzas. No queremos serviros de juguetes, no queremos defender vuestros privilegios, no queremos dejarnos imponer la librea degradante de vuestro militarismo, el yugo embrutecedor de vuestra disciplina. No queremos inclinar la cerviz, queremos ser libres.

Y vosotros, infelices deetinados a padecer la ley militar, que leéis en los periódicos la relación de ias injusticias cometidas diariamente en nombre de la diciplina, que oís contar de cuando en cuando las infamias que sufren los que han sido bastante necios para dejarse alistar, ¿no haréis alguna reflexión sobre la vida que os espera en el cuartel? Vosotros, los que no habéis entrevisto hasta ahora la vida militar más que a traves del humo del incienso que queman los poetas, ¿no comprenderéis toda la doblez de esos escritores burgueses que han cantado en todos los tonos las virtudes militares? ¡Ah! ¡El honor del soldado! ¡Oh! ¡La dignidad guerrera! Infelices que por el brillo de la palabra Patria, ó por miedo al consejo de guerra, marchitáis los mejores años de vuestra juventud en esas escuelas de corrupción llamadas cuarteles, ya sabéis lo que os espera.

Si queréis pasar sin graves disgustos todo el tiempo de vuestro servicio, dejad dentro de la ropa de paisano todo instinto de dignidad personal; guardaos donde os quepa todo sentimiento de independencia; exigen las virtudes y el honor militar que no seáis más que máquinas de matar, bestias pasivas, porque si cometiérais la torpeza de conservar en el fondo del corazón, debajo de la librea, el menor germen de altivez, eso sería funesto.

Si un soldado borracho quiere insultaros y lleva galones en la manga, ocultad bien las crispaciones que a pesar vuestro, tuerzan los músculos; llevad militarmente a la visera la mano que queríais levantar para dar con ella en la cara al insolente: si abrís la boca para contestar al insulto o a la amenaza; no digáis más que Tiene usted razón, y mejor será callar; porque el ademán, la palabra, la menor señal de emoción pueden ser interpretados como una broma y valeros un castigo, por falta de respeto al superior. Sea cual fuere el insulto o el ultraje, tenéis que dominar la cólera: tenéis que permanecer insensibles, tranquilos, inertes, con los brazos tiesos y las piernas juntas. Así, así; ¿resistís impasibles la injuria? ¿No os movéis? así está bien; sois buenos soldados; eso es lo que exige la patria de sus defensores.

Preguntaréis:

¿Y si nos fuera imposible conservar la tranquilidad? ¿Si, a pesar nuestro, se nos sube la sangre a la cabeza?

Entonces no os queda más que un remedio: no pongáis los pies en ese presidio del cual saldríais envilecidos, embrutecidos y corrompidos. Si queréis seguir siendo hombres, no seáis soldados; si no sabéis digerir las humillaciones, no os pongáis el uniforme. Pero si habéis cometido la imprudencia de vestirlo y un día os veis en el caso de no poder contener la indignación... no insultéis ni peguéis a un superior ... matadlo; que el castigo no será mayor.

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