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El antiteologismo

III

Lo que llamamos mundo humano no tiene otro creador inmediato que el hombre que lo produce al conquistar, paso a paso, sobre el mundo exterior y sobre su propia bestialidad, su libertad y su humana dignidad. Las conquista impulsado por una fuerza independiente de él, irresistible, y que es igualmente inherente a todos los seres vivos. Esta fuerza es la corriente universal de la vida, aquella que hemos llamado la causalidad universal, la naturaleza, y que se traduce en todos los seres vivos, plantas o animales, por la tendencia a realizar, cada cual por sí mismo, las condiciones vitales de su especie, es decir, la satisfacción de sus necesidades. Esa tendencia, manifestación esencial y suprema de la vida, constituye la base misma de lo que llamamos voluntad: fatal e irresistible en todos los animales, sin exceptuar al hombre más civilizado, instintiva, se podría casi decir, mecánica, en las organizaciones inferiores; más inteligente en las especies superiores, no llega a la plena concepción de sí misma más que en el hombre, gracias a su inteligencia -que lo eleva por encima de cada uno de sus movimientos instintivos y le permite comparar y criticar y ordenar sus propias necesidades- sólo él entre todos los animales de esta Tierra- posee una determinación reflexiva de sí mismo, una voluntad libre.

Bien entendido, esa libertad de la voluntad humana en presencia de la corriente universal de la vida o de esa causalidad absoluta, de la que cada querer particular no es por decirlo así más que un arroyo, no tiene otro sentido que el que le da la reflexión, en tanto que opuesta a la ejecución mecánica o al instinto. El hombre percibe y comprende las necesidades naturales que, al reflejarse en su cerebro, renacen en éste, por un procedimiento fisiológico reactivo, poco conocido aún, como una sucesión lógica de pensamientos propios, y esa comprensión, en medio de su dependencia absoluta de ningún modo interrumpida, le dá el sentimiento de la propia determinación, de la voluntad reflexiva espontánea y de la libertad. A menos de un suicidio, parcial o total, ningún hombre llegará jamás a liberarse de sus apetitos naturales, pero podrá regularlos y modificarlos, esforzándose por conformarlos cada vez más a lo que en las diferentes épocas de su desenvolvimiento intelectual y moral llamará lo justo y lo bello.

En el fondo, los puntos cardinales de la existencia humana más retirada y de la existencia animal menos despierta, son y quedarán siempre idénticos: nacer, desarrollarse y crecer, trabajar para comer y beber, después abrigarse y defenderse, mantener su existencia individual en el equilibrio social de su propia especie, amar, reproducirse, después morir ... A estos puntos se añade, para el hombre, sólo uno nuevo: pensar y conocer, facultad y necesidad que se encuentra sin duda en su grado inferior, pero ya muy sensible, en las especies de animales que por su organización son más próximas al hombre, porque parece que en la naturaleza no hay diferencias cualitativas absolutas, y que las diferencias de cualidad se reducen, siempre en último análisis, a diferencias de cantidad, pero que en el hombre sólo llegan a un grado de poder de tal manera imperativo y predominante, que a la larga transforman toda su vida. Como lo observó muy bien uno de los más grandes pensadores de nuestros días, Ludwig Feuerbach, el hombre hace todo lo que hacen los animales, sólo que debe hacerlo más y más humanamente. Esa es toda la diferencia, pero es enorme (1). Contiene toda la civilización con todas las maravillas de la industria, de la ciencia y de las artes; con todos los desenvolvimientos estéticos, religiosos, filosóficos, políticos, económicos y sociales de la humanidad, en una palabra todo el mundo de la historia. El hombre crea ese mundo histórico por el poder de una actividad que volvereis a encontrar en todos los seres vivos, que contituye el fondo mismo de toda vida orgánica, y que tiende a asimilarse y a transformar el mundo exterior según las necesidades de cada uno, actividad por consiguiente instintiva y fatal, anterior a todo pensamiento, pero que, iluminada por la razón del hombre y determinada por su voluntad reflexiva, se transforma en él y por él, en trabajo inteligente y libre.

Es únicamente por el pensamiento por lo que el hombre llega a la conciencia de su libertad en ese medio natural de que es producto; pero es sólo el trabajo que la realiza. Hemos observado que la actividad que constituye el trabajo, es decir, la obra tan lenta de la transformación de la superficie de nuestro globo por la fuerza física de cada ser vivo, conforme a las necesidades de cada uno, se encuentra más o menos desarrollada en todos los grados de la vida orgánica. Pero no comienza a constituir el trabajo propiamente humano más que cuando, dirigida por la inteligencia del hombre y por su voluntad reflexiva, sirve a la satisfacción, no sólo de las necesidades fijas y fatalmente circunscritas de la vida exclusivamente animal, sino aun de las del ser pensante, que conquista su humanidad afirmando y realizando su libertad en el mundo.

El cumplimiento de esta misión inmensa, infinita, no es sólo una obra de desenvolvimiento intelectual y moral, es al mismo tiempo una obra de emancipación material. El hombre no se hace realmente hombre, no conquista la posibilidad de su desenvolvimiento y de su perfeccionamiento interior más que a condición de haber roto, en una cierta medida al menos, las cadenas de esclavos que la naturaleza hace pesar sobre todos sus hijos. Esas cadenas son el hambre, las privaciones de toda suerte, el dolor, la influencia de los climas, de las estaciones y en general las mil condiciones de la vida animal que mantienen al ser humano en una dependencia casi absoluta frente al medio que le rodea; los peligros permanentes que le amenazan en forma de fenómenos naturales y le oprimen por todas partes: ese temor perpetuo que constituye el fondo de toda existencia animal y que domina al individuo natural y salvaje hasta el punto que no encuentra nada en sí que pueda resistirlo y combatirlo ... en una palabra, no falta ninguno de los elementos de la esclavitud más absoluta. El primer paso que el hombre da para emanciparse de esa esclavitud consiste, hemos dicho ya, en ese acto abstracto de la inteligencia que, al elevarse dentro de sí, por encima de las cosas que le rodean, le permite estudiar sus relaciones y sus leyes. Pero el segundo paso es un acto necesariamente material, determinado por la voluntad y dirigido por el conocimiento más o menos profundo del mundo exterior: es la aplicación de la fuerza muscular del hombre a la transformación de ese mundo según sus necesidades progresivas. Esa lucha del hombre, inteligente, trabajador, contra la madre naturaleza, no es una rebeldía contra ella, ni contra ninguna de sus leyes. No se sirve del conocimiento adquirido más que para fortificarse y premunirse solamente contra las invasiones brutales y contra las catástrofes accidentales, lo mismo que contra los fenómenos periódicos y regulares del mundo físico, y no es precisamente más que por el conocimiento y la observación más respetuosa de las leyes de la naturaleza, como se hace capaz de dominarla a su vez, de hacerla servir a sus designios y de poder transformar la superficie del globo en un ambiente más y más favorable a los desenvolvimientos de la humanidad.

Esta facultad de abstracción, fuente de todos nuestros conocimientos y de todas nuestras ideas, es, pues, también, como se ve, la única causa de todas las emancipaciones humanas. Pero el primer despertar de esa facultad que no es otra que la razón, no produce inmediatamente la libertad. Cuando comienza a obrar en el hombre, al desprenderse lentamente de las mantillas de su instintividad animal, se manifiesta primero, no bajo forma de una reflexión razonada que tiene conciencia y conocimiento de su actividad propia, sino bajo la de una reflexión imaginativa o de la sinrazón, y, como tal, no libera gradualmente al hombre de la esclavitud natural que le rodea en su cuna más que para arrojarlo de inmediato bajo el peso de una esclavitud mil veces más dura y más terrible aún: la de la religión.

Es la reflexión imaginativa del hombre la que transforma el culto natural, del que hemos encontrado los elementos y los rasgos en todos los animales, en culto humano, bajo la forma elemental del fetichismo. Hemos mostrado a los animales adorando instintivamente los grandes fenómenos de la naturaleza, que realmente ejercen en su existencia una influencia inmediata y poderosa, pero no hemos oído hablar nunca de animales que adoren un inofensivo trozo de madera, un trapo, un hueso o una piedra, mientras que encontramos ese culto en la religión primitiva de los salvajes y hasta en el catolicismo. ¿Cómo explicar esta anomalía en apariencia al menos tan extraña y que desde el punto de vista del buen sentido y del sentimiento de la realidad de las cosas, nos presenta al hombre muy inferior a los animales más modestos?

Este absurdo es el producto de la reflexión imaginativa del salvaje. No siente sólo la omnipotencia de la naturaleza como los otros animales, la hace objeto de su constante reflexión, la fija y la generaliza dándole un nombre cualquiera, hace de ella el centro a cuyo alrededor se agrupan todas sus imaginaciones infantiles. Incapaz de abarcar todavía con su pobre pensamiento el universo, el globo terrestre, el medio tan restringido en cuyo seno nació y vive, busca en todas partes dónde reside esa omnipotencia, cuyo sentimiento, en adelante reflexivo y fijado, le obsesiona, y por un juego, por una observación de su fantasía ignorante que nos sería difícil explicar hoy, lo asocia a ese trozo de madera, a ese trapo, a esa piedra ... esto es puro fetichismo, la más religiosa, es decir la más absurda de todas las religiones.

Después, y a menudo con el fetichismo, viene el culto de los brujos. Este es un culto, si no mucho más racional, al menos más natural y que nos sorprenderá menos que el puro fetichismo, porque estamos habituados a él, pues estamos rodeados hoy mismo de brujos. Los espiritistas, los medium, los clarividentes con sus magnetizadores, y hasta los sacerdotes de la iglesia católica romana y los de la iglesia oriental griega, que pretenden tener el poder de forzar al buen dios, con ayuda de algunas fórmulas misteriosas, a bajar sobre el agua o bien a transformarse en pan y en vino, todos esos forzadores de la divinidad sometida a sus encantamientos, ¿no son otros tantos brujos? Es verdad que su divinidad, surgida de un desenvolvimiento de varios millares de años, es mucho más complicada que la de la brujería primitiva, que no tiene ante todo por objeto más que la imaginación ya fijada, pero aun indeterminada de la omnipotencia, sin ningún atributo, sea intelectual, sea moral. La distinción del bien y del mal, de lo justo o de lo injusto, es desconocida aún; no se sabe lo que ama, lo que detesta, lo que quiere y lo que no quiere; no es ni buena ni mala, es sólo la omnipotencia. Por consiguiente, el carácter divino comienza ya a dibujarse; es egoísta y vanidoso, ama los cumplimientos, las genuflexiones, la humillación y la inmolación de los hombres, su adoración y sus sacrificios, y persigue y castiga cruelmente a los que no quieren someterse: a los rebeldes, a los orgullosos, a los impíos. Es, como se sabe, el fondo principal de la naturaleza divina en todos los dioses, antiguos y presentes, creados por la sinrazón humana. ¿Hubo alguna vez en el mundo un ser más atrozmente vanidoso, egoísta sanguinario que el Jehová de los judíos o el dios, padre de los cristianos?

En el culto de la brujería primitiva, la divinidad, o esa, omnipotencia indeterminada, aparecía primero inseparable de la persona del brujo: él mismo es dios como el fetiche. Pero a la larga, el rol de hombre sobrenatural, de hombre-dios, para un hombre real -sobre todo para un salvaje, que no tiene todavía ningún medio para substraerse a la curiosidad indiscreta de sus creyentes y permanece desde la mañana a la noche expuesto a sus investigaciones- se hace imposible. El buen sentido, el espíritu práctico de una población salvaje, que continúa desenvolviéndose paralelamente a su imaginación religiosa, acaba por demostrarle la imposibilidad de que un hombre accesible a todas las debilidades y enfermedades humanas sea un dios. El brujo permanece para ella un ser sobrenatural, pero sólo un instante, cuando está poseído. ¿Pero poseído por quién? Por la omnipotencia, por dios ... Por consiguiente la divinidad se encuentra ordinariamente fuera del brujo. ¿Dónde buscarla? El fetiche, el dios-cosa ha pasado; el brujo, el hombre-dios también. Todas esas transformaciones, en los tiempos primitivos, han podido ocupar siglos. El hombre salvaje ya avanzado, desarrollado y rico con la experiencia y la tradición de varios siglos, busca entonces la divinidad lejos de él, pero siempre en seres realmente existentes: en el sol, en la luna, en los astros. El pensamiento religioso comienza ya a abarcar el universo.

El hombre, hemos dicho, no ha podido llegar a ese punto más que después de una larga serie de siglos. Su facultad de abstracción, su razón, se ha desarrollado ya, fortificado, probado por el conocimiento práctico de las cosas que le rodean, y por la observación de sus relaciones o de su causalidad mutua; la repetición regular de ciertos fenómenos le ha dado la primera noción de algunas leyes naturales; comienza a inquietarse por el conjunto de los fenómenos y de sus causas; las busca. Al mismo tiempo, comienza a conocerse a sí mismo, y gracias siempre a esa potencia de abstracción que le permite elevarse en sí, por el pensamiento, por encima de sí, y de colocarse como objeto de su reflexión, comienza a separar su ser material y viviente de su ser pensante, su exterior de su interior, su cuerpo de su alma. Pero una vez adquirida y fijada por él esa distinción, la transporta natural, necesariamente a su dios, comienza a buscar el alma invisible de ese aparente universo. Es así cómo ha debido nacer el panteísmo religioso de los hindúes.

Debemos detenernos sobre este punto, porque es aquí donde comienza propiamente la religión en la plena acepción de esta palabra, y con ella la teología y la metafísica mismas. Hasta entonces la imaginación religiosa del hombre, obsesionada por la representación fija de la omnipotencia, ha procedido naturalmente, al buscar la fuente y la causa de esa potencia, por la vía de la investigación experimental, primero en los objetos más próximos, en los fetiches, después en los brujos, más tarde en los grandes fenómenos de la naturaleza, en fin en los astros, pero asociándola siempre a algún objeto real y visible por lejano que esté. Ahora supone la existencia de un dios espiritual, extra-mundano, invisible. Por otra parte, hasta aquí sus dioses han sido seres restringidos y particulares, entre muchos otros seres no divinos, no dotados de la omnipotencia, pero no menos realmente existentes. Ahora presenta por primera vez una divinidad universal: el ser de los seres, substancia y creador de todos esos seres restringidos y particulares, el alma universal de todo el universo, el gran todo. He aquí pues, el verdadero dios que comienza y con él la verdadera religión.

Debemos examinar ahora el procedimiento por el cual ha llegado el hombre a ese resultado, a fin de reconocer en su origen histórico mismo la verdadera naturaleza de la divinidad.

Toda la cuestión se reduce a ésta: ¿cómo nacen en el hombre la representación del universo y la idea de su unidad? Primero, comencemos por decirlo, la representación del universo por el animal no puede existir, porque no es un objeto que se dé inmediatamente por los sentidos, como todos los objetos reales, grandes o pequeños, que le rodean de cerca o de lejos -es un ser abstracto y que por consiguiente no puede existir más que por la facultad de abstracción-, es decir, sólo por el hombre. Examinemos, pues, cómo se forma en el hombre. El hombre se ve rodeado de objetos exteriores; él mismo, en tanto que cuerpo viviente, es uno para su propio pensamiento. Todos esos objetos que conoce sucesiva y lentamente, se encuentran entre sí en relaciones mutuas, regulares, que reconoce también más o menos; y sin embargo, a pesar de esas relaciones, que los avecinan sin unirlos ni confundirlos en uno sólo, esos objetos quedan fuera uno de otro. El mundo exterior no presenta, pues, en el hombre, nada más que una diversidad innumerable de objetos, de acciones y de relaciones separadas y distintas sin la menor apariencia de unidad, una yuxtaposición indefinida, no un conjunto. ¿De dónde procede el conjunto? Yace en el pensamiento del hombre. La inteligencia del hombre está dotada de esa facultad de abstracción que le permite, después que recorrió lentamente y examinó separadamente, uno después de otro, una cantidad de objetos, unirlos en un sólo y mismo pensamiento. Es, pues, el pensamiento del hombre el que crea la unidad y el que la transporta a la diversidad del mundo exterior.

Se desprende de ello que esa unidad es un ser no concreto y real, sino abstracto, producido únicamente por la facultad de abstracción del hombre. Decimos: facultad de abstracción, porque, para unir tantos objetos diferentes en una sola representación, nuestro pensamiento debe hacer abstracción de todo lo que constituye su diferencia, es decir, su existencia separada y real y no retener más que lo que tienen de común, de donde resulta que cuanto más objetos abarca una unidad pensada por nosotros, más se eleva, y más se ratifica lo que retiene en común y lo que constituye su determinación positiva, su contenido -más abstracto y desprovisto de realidad se vuelve-. La vida, con todas sus exhuberancias y magnificencias pasajeras está abajo, en la diversidad. La muerte, con su monotonía eterna y sublime, está arriba, en la unidad. Subid cada vez más arriba por ese mismo poder de abstracción, sobrepasad el mundo terrestre, abarcad en un mismo pensamiento el mundo solar, imaginaos esa sublime unidad, ¿qué os quedará para llenarla? El salvaje se habria visto confundido, para responder a esta cuestión. Pero nosotros responderemos por él: quedará la materia con lo que llamamos fuerza de abstracción, la materia móvil con sus diversos fenómenos, tales como la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo que son, como se prueba hoy, diferentes manifestaciones de una sola y misma cosa. Pero si por la potencia de esa facultad de abstracción que no se detiene ante ningún límite, subís aún más alto, por encima de vuestro sistema solar, y reunís en vuestro pensamiento, no sóIo esos millones de soles que vemos brillar en el firmamento, sino una infinidad aún de otros sistemas solares, que no vemos y que no veremos jamás, pero de los cuales suponemos la existencia, porque nuestro pensamiento, por la misma razón que no conoce límites a su acción de abstracción, rehusa creer que el universo, es decir la totalidad de todos los mundos existentes, pueda tener un límite o un fin, haciendo después abstracción, siempre por nuestro pensamiento, de la existencia particular de cada uno de esos mundos existentes. Si tratáis de representaros la unidad de ese universo infinito: ¿qué os quedará para determinarla y llenarla? Una sola palabra, una sola abstracción: el ser indeterminado, es decir la inmovilidad, el vacío, la nada absoluta: dios.

Dios es, pues, la abstracción absoluta, es el propio producto del pensamiento humano que, como potencia abstractiva, habiendo superado todos los seres conocidos, todos los mundos existentes y liberado por eso mismo de todo contenido real, llegado a no ser más que el mundo absoluto, se coloca ante sí mismo, sin reconocerse sin embargo, en esa sublime desnudez, como el ser único y supremo.

Se podría objetarnos que, después de haber afirmado nosotros mismos, en las páginas precedentes, la unidad real del universo, y después de haberla definido como la solidaridad o la causalidad universal y como la única omnipotencia que rige todas las cosas y que es sentida más o menos por todos los seres vivos, parece que queremos negarla ahora. Pero no la negamos de ningún modo, pretendemos sólo que entre esa real unidad universal y la unidad ideal buscada y creada abstractamente, por la metafísica tanto religiosa como filosófica, no hay nada de común. Hemos definido la primera como la suma indefinida de los seres o más bien como la suma de las transformaciones incesantes de todos los seres reales, o la de sus acciones y sus reacciones perpetuas que, al combinarse en un sólo movimiento, constituye, hemos dicho, lo que se llama la solidaridad o la causalidad universal, y hemos añadido que entendemos esa solidaridad no como una causa absoluta y primera, sino al contrario, como una resultante, siempre producida y reproducida por la acción simultánea de todas las causas particulares -acción que constituye precisamente, la causalidad universal- siempre creadora y siempre creada. Después de haberla determinado así, hemos creído poder decir, sin temor en lo sucesivo a ningún mal entendido, que esa causalidad universal crea los mundos, y aunque hayamos tenido cuidado de añadir que lo hace sin que pueda haber por su parte ningún pensamiento o voluntad interiores, ningún plan, ninguna premeditación o predeterminación posible, pues ella misma no tiene, fuera de su realización incesante, ninguna existencia ni anterior ni aislada, y no es nada más que una absoluta resultante -reconocemos ahora que esa expresión no es tan feliz ni tan exacta, y que a pesar de todas las explicaciones agregadas puede dar aún lugar a malentendidos-, tanto nos hemos habituado a asociar a esta palabra creación la idea de un creador consciente de sí mismo y separado de su obra. Habríamos debido decir que cada mundo, cada ser nace inconsciente e involuntariamente, se desarrolla, vive y muere transformándose en un ser nuevo en medio y bajo la influencia, omnipotente, absoluta, de la solidaridad universal, y añadiremos ahora, para precisar aún más nuestro pensamiento, que la unidad del universo no es más que la solidaridad y la infinidad absolutas de sus reales transformaciones, porque la transformación incesante de cada ser particular constituye la verdadera, la única realidad de cada uno, ya que todo el universo no es más que una historia sin límites, sin comienzo y sin fin.

Los detalles son infinitos. El hombre no podrá nunca conocer más que una parte infinitamente pequeña de ellos. Nuestro cielo estrellado, con su multitud de soles no forma más que un punto imperceptible en la inmensidad del espacio y aunque lo abarcáramos con la mirada, no sabríamos nunca casi nada de él. Por fuerza tenemos que contentarnos con conocer un poco nuestro sistema solar, del cual debemos presumir la perfecta armonía con el resto del universo; porque si esa armonía no existiera, o bien debería establecerse o bien nuestro mundo solar perecería. Conocemos ya muy bien este último desde el punto de vista de la alta mecánica y comenzamos a reconocerlo ya un poco desde el punto de vista físico, químico, hasta geológico. Nuestra ciencia irá difícilmente mucho más allá. Si queremos un conocimiento más concreto, deberemos atenernos a nuestro globo terrestre. Sabemos que ha nacido en el tiempo y presumimos que no sabemos en qué número de siglos será condenado a perecer, como nace y perece o más bien se transforma todo lo que es.

¿Cómo nuestro globo terrestre, primero materia ardiente y gaseosa, infinitamente más ligera que el aire, se ha condensado, se ha enfriado, se ha formado, por qué inmensa serie de evoluciones geológicas ha debido pasar antes de poder producir en su superficie toda esa infinita riqueza de la vida orgánica, desde la primera y más sencilla célula hasta el hombre? ¿Cómo se ha transformado y continúa transformándose en el mundo histórico y social del hombre? ¿Cuál es el fin hacia el cual marchamos, impulsados por esa ley suprema y fatal de transformación incesante?

He aquí las únicas cuestiones que nos son accesibles, las únicas que pueden y que deben ser realmente abarcadas, estudiadas en detalle y resueltas por el hombre. No formando, como lo hemos dicho ya, más que un punto imperceptible en la cuestión ilimitada e indefinible del universo, ofrecen sin embargo a nuestro espíritu un mundo realmente infinito, no en el sentido divino, es decir, en el sentido abstracto de esa palabra, no como el ser supremo, creado por abstracción religiosa; infinito, al contrario, por la riqueza de sus detalles que ninguna observación, ninguna ciencia podrán jamás agotar.

Y para conocer ese mundo, nuestro mundo infinito, la abstracción sola no basta. Nos conduciría de nuevo a dios, al ser supremo, a la nada. Aun aplicando esa facultad de abstracción, sin la cual no podríamos elevarnos nunca de un orden de cosas inferior a un orden de cosas superior, ni por consiguiente comprender la jerarquía natural de los seres, es preciso que nuestro espíritu se sumerja con respeto y amor en el estudio minucioso de los detalles y de lo infinitamente pequeño, sin lo cual no concebiremos nunca la realidad viviente de los seres. No es, pues, sino uniendo esas dos facultades, esas dos tendencias en apariencia tan contrarias, la abstracción y el análisis atento, escrupuloso y paciente de todos los detalles, como podríamos elevarnos a la concepción real de nuestro mundo, no exterior sino interiormente infinito y formarnos una idea un poco suficiente de nuestro universo -de nuestro globo terrestre- o, si quereis, de nuestro sistema solar. Es, pues, evidente que si nuestro sentimiento y nuestra imaginación pueden darnos una imagen, una representación necesariamente más o menos falsa de este mundo, si pueden, por una especie de adivinación intuitiva, hacernos presentir una sombra, una apariencia lejana de la verdad, no es sino la ciencia la que podrá darnos la verdad pura y entera.

¿Cuál es, pues, esa curiosidad imperiosa que lleva al hombre a reconocer el mundo que le rodea, a perseguir con una infatigable pasión los secretos de esa naturaleza de que es él mismo, sobre la Tierra, el último y el más completo resultado? ¿Esa curiosidad es un simple lujo, un agradable pasatiempo o bien una de las principales necesidades inherentes a su ser? No vacilamos en decir que de todas las necesidades que constituyen su propia naturaleza, esa es la más humana, y no se hace realmente hombre, no se distingue efectivamente de todos los animales de las otras especies más que por esa inextinguible sed de saber. Para realizarse en la plenitud de su ser, hemos dicho, el hombre debe reconocerse y no se reconocerá nunca realmente en tanto que no haya reconocido realmente la naturaleza que le rodea y de la cual es producto. A menos, pues, de renunciar a su humanidad, el hombre debe saber, debe penetrar con el pensamiento todo el mundo visible, y sin esperanza de poder llegar nunca hasta el fondo, profundizar siempre más la coordinación y las leyes, porque nuestra humanidad no existe más que a ese precio. Le es preciso reconocer todas las regiones inferiores, anteriores y contemporáneas a él; todas las evoluciones mecánicas, físicas, orgánicas, químicas, geológicas, en todos los grados de desenvolvimiento de la vida vegetal y animal, es decir, todas las causas y condiciones de su propio nacimiento y de su existencia, a fin de que pueda comprender su propia naturaleza y su misión sobre esta Tierra -su patria y su teatro único-, a fin de que este mundo de la ciega fatalidad pueda inaugurar el reino de la libertad.

Tal es la tarea del hombre: es inagotable, es infinita y muy suficiente para satisfacer los espíritus y los corazones más ambiciosos. Ser instantáneo e imperceptible en medio del océano sin orillas de la transformación universal, con una eternidad ignorada tras sí y una eternidad desconocida ante él, el hombre pensante, el hombre activo, el hombre consciente de su humana misión permanece altivo y en calma en el sentimiento de su libertad que conquista por sí, iluminando, ayudando, emancipando, rebelando en caso de necesidad el mundo a su alrededor. He ahí su consuelo, se recompensa y su único paraíso. Si le preguntas, después de eso, su íntimo pensamiento y su última palabra sobre la unidad real del universo, os dirá que es la eterna y la universal transformación, un movimiento sin comienzo, sin límite y sin fin. Es, pues, lo contrario absolutamente de toda providencia, la negación de dios.


Notas

(1) No se repetiría bastante esto a muchos partidarios del naturalismo o del materialismo moderno que, porque el hombre ha encontrado en nuestros días su parentesco con todas las especies animales y su descendencia inmediata y directa de la Tierra y porque ha renunciado a las absurdas y vanas ostentaciones de un espiritualismo que, bajo el pretexto de gratificarlo con una libertad absoluta, lo condenaba a una eterna esclavitud, se imaginan que eso les da derecho a renunciar a todo respeto humano. Se podría comparar a esas gentes con los lacayos que, al descubrir el origen plebeyo de un hombre que se les había impuesto por su dignidad natural, creen poder tratarlo como un igual, por la simple razón de que no comprenden otra dignidad que la que a sus ojos crea un nacimiento aristocrático. Otros son tan felices por haber descubierto el parentesco del hombre con el gorila, que quisieran conservarlo siempre en estado animal y rehúsan comprender que toda su misión histórica, toda su dignidad y toda su libertad consisten en alejarse de él.


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