Índice de Federalismo, socialismo y antiteologismo de Miguel BakuninCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El antiteologismo

II

Así pues, la antigüedad y la universalidad de la creencia en dios, serían, contra toda ciencia y contra toda lógica, las pruebas irrecusables de la existencia de dios. ¿Y por qué? Hasta el siglo de Copérnico y de Galileo, todo el mundo, menos los pitagóricos quizá, creyó que el sol giraba alrededor de la Tierra: ¿era esa creencia una prueba de la verdad de esa suposición? Desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestros días existió siempre y en todas partes la explotación del trabajo forzado de las masas obreras esclavas o asalariadas por algun minoría conquistadora: ¿se desprende de eso que la explotación del trabajo ajeno por parásitos no es una iniquidad, una explotación o un robo? He ahí dos ejemplos que prueban que la argumentación de nuestros deístas modernos no vale nada.

Nada es, en efecto, tan universal ni tan antiguo como el absurdo, y, al contrario, es la verdad la que es relativamente mucho más joven pues ha sido siempre el resultado, el producto, nunca el comienzo, de la historia; porque el hombre, por su origen, primo, si no descendiente directo del gorila, ha partido de la noche profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica muy naturalmente todas sus divagaciones pasadas y nos consuela en parte de sus errores presentes. Toda la historia del hombre no es otra cosa que su alejamiento progresivo de la pura animalidad por la creación de su humanidad. Se deduce de esto que la antigüedad de una idea, lejos de probar algo en favor de ella, debe, al contrario, hacérnosla sospechosa. En cuanto a la universalidad de un error, no prueba más que una cosa: la identidad de la naturaleza humana en todos los tiempos y en todos los climas. y puesto que todos los pueblos en todas las épocas han creído y creen en dios, sin dejarnos imponer por ese hecho, sin duda incontestable, pero que no podría prevalecer en nuestro espíritu ni contra la lógica, ni contra la ciencia, ¿debemos concluir simplemente que la idea divina, sin duda salida de nosotros mismos, es un error necesario en el desenvolvimiento de la humanidad y preguntarnos cómo y por qué nació y por qué para la inmensa mayoría de la especie humana es necesaria aún hoy?

En tanto que no podamos darnos cuenta del modo cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural o divino, y cómo debió producirse necesariamente en el desenvolvimiento natural del espíritu humano y de la humana sociedad por la historia, podremos estar científicamente convencidos de lo absurdo de esa idea, pero no podremos destruirla nunca en la opinión del mundo, porque sin ese conocimiento no podríamos atacarla nunca en las profundidades mismas del ser humano, donde echó raíces, y condenados a una lucha estéril y sin fin, deberemos contentarnos con combatirla sólo en la superficie, en sus mil manifestaciones, cuyo absurdo, apenas abatido por los golpes del buen sentido, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva y no menos insensata, porque, en tanto que las raíces de la creencia en dios queden intactas, producirá siempre retoños nuevos. Es así como en ciertas regiones de la sociedad civilizada actual, el espiritismo tiende a instalarse hoy sobre las ruinas del cristianismo.

Lo más indispensable es darnos cuenta por nosotros mismos, pues podremos decirnos ateos, pero en tanto que no hayamos comprendido la génesis histórica natural, de la idea de dios en la humana sociedad, nos dejaremos dominar siempre más o menos por los clamores de esa conciencia universal de que no habremos comprendido el secreto, es decir la razón natural; y vista la debilidad natural del individuo contra el medio social que le rodea, corremos siempre el riesgo de volver a caer tarde o temprano en la esclavitud del absurdo religioso. Los ejemplos de estas tristes conversiones son frecuentes en la sociedad actual.

Estamos convencidos más que nunca, señores, de la urgente necesidad actual de resolver completamente la siguiente cuestión:

Formando el hombre con la naturaleza un solo ser y no constituyendo más que el producto material de una cantidad indefinida de causas exclusivamente materiales, ¿cómo esta dualidad, la suposición de dos mundos opuestos, uno espiritual, el otro material, uno divino, otro por completo natural, ha podido nacer, establecerse y arraigar tan profundamente en la conciencia humana?

Estamos de tal modo persuadidos que de la solución de este asunto depende nuestra emancipación definitiva y completa de las cadenas de toda religión, que os pedimos permiso para exponer nuestras ideas sobre eso.

Podrá parecer extraño a muchas personas que en un escrito político y socialista tratemos cuestiones de metafísica y de teología. Pero es que, según nuestra convicción más íntima, estas cuestiones no se pueden separar de las del socialismo y de la política. El mundo reaccionario, impulsado por una lógica invencible, se vuelve más y más religioso. Sostiene al Papa en Roma, persigue las ciencias naturales en Rusia, pone en todos los países sus iniquidades militares y civiles, políticas y sociales bajo la protección del buen dios, a quien protege poderosamente a su vez, en las iglesias y en las escuelas, con ayuda de una ciencia hipócritamente religiosa, servil, complaciente, pesadamente doctrinaria, y por todos los medios de que el Estado dispone. El reino de dios en el Cielo se traduce por el reino franco o disimulado del knut sobre la Tierra y por la explotación en regla del trabajo de las masas sumisas. Tal es hoy el ideal religioso, social, político y absolutamente lógico del partido de la reacción en Europa. Al contrario y por razón inversa, la revolución debe ser atea: la experiencia histórica y la lógica han probado al mismo tiempo que basta un sólo amo en el Cielo para crear millares de esclavos en la Tierra.

En fin, el socialismo, por su objeto mismo, que es la realización del bienestar y de todos los destinos humanos aquí abajo, al margen de toda compensación celeste, ¿no es la realización y por consiguiente la negación de toda religión que, desde el momento que sus aspiraciones se encuentren realizadas, no tendrá ninguna razón de ser?

Al exponer nuestras ideas sobre los orígenes de la religión, nos proponemos ser lo más breves y sobrios que sea posible.

Sin querer profundizar en las especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del ser, creemos poder establecer como un axioma la proposición siguiente: Todo lo que es, los seres que constituyen el conjunto indefinido del universo, todas las cosas existentes en el mundo, cualquiera que sea su naturaleza, por parte, desde el punto de vista de la cantidad y de la calidad, grandes, medianas e infinitamente pequeñas, cercanas o inmensamente alejadas, ejercen sin quererlo y sin poder saberlo, unas sobre otras y cada una sobre todas, sea inmediatamente o por transición, una acción y una reacción perpetuas que, al combinarse en un sólo movimiento, constituye lo que llamamos la solidaridad, la vida y la causalidad universales. Llamad a esa solidaridad dios, lo absoluto si os divierte eso, poco nos importa, siempre que no deis a ese dios otro sentido que el que acabamos de precisar: el de la combinación universal, natural, necesaria, pero de ningún modo predeterminada ni prevista, de una infinidad de acciones y de reacciones particulares. Esa solidaridad siempre móvil y activa, esa vida universal puede muy bien ser para nosotros racionalmente supuesta, pero nunca realmente abarcada, aun por la imaginación, y menos todavía reconocida. Porque no podemos reconocer más que lo que nos es manifestado por nuestros sentidos y éstos no podrán abarcar nunca más que una parte infinitamente pequeña del universo. Claro está, nosotros aceptamos esa solidaridad, no como una causa absoluta y primera, sino, al contrario, como una resultante (1), producida y reproducida siempre por la acción simultánea de todas las causas particulares, acción que constituye, precisamente, la causalidad universal. Habiéndola determinado así, podemos decir ahora, sin temor a producir por eso un malentendido, que la vida universal crea los mundos. Ella es la que ha determinado la configuración geológica, climatológica y geográfica de nuestra Tierra y la que, después de haber cubierto su superficie con todos los esplendores de la vida orgánica, continúa creando aún el mundo humano: la sociedad con todos sus desenvolvimientos pasados, presentes y futuros.

Se comprende ahora que en la creación así entendida no pueda hablarse ni de ideas anteriores, ni de leyes preordenadas, preconcebidas. En el mundo real, todos los hechos, producidos por un concurso de influencias y de condiciones sin fin, vienen primero, después viene con el hombre pensante la conciencia de esos hechos y el conocimiento más o menos detallado y perfecto de la materia de que son producto; y cuando en un orden de hechos cualquiera, observamos que la misma manera o el mismo procedimiento se repiten a menudo o casi siempre, llamamos a esa repetición una ley de la naturaleza.

Por la palabra naturaleza no entendemos una idea mística, panteísta o substancial cualquiera, sino simplemente la suma de los seres, de los hechos y de los procesos reales que producen estos últimos. Es evidente que en la naturaleza definida así -gracias, sin duda, al concurso de las mismas condiciones e influencias y quizá, también, gracias a las tendencias tomadas por la ola de perpetua creación-, tendencias que, a fuerza de haber sido repetidas muy a menudo se han hecho constantes, es evidente, decimos, que en ciertos órdenes determinados de hechos, las mismas leyes se reproducen siempre y no es más que a causa de esa constancia de los procesos de la naturaleza, por lo que el espíritu humano ha podido constatar y reconocer lo que llamamos las leyes mecánicas, físicas, químicas y fisiológicas; es por ella cómo se explica también la casi constante repetición de los géneros, de las especies y de las variedades, tanto vegetales como animales, en las cuales se ha desarrollado hasta aquí la vida orgánica sobre la Tierra. Esa constancia y esa repetición no son absolutas. Dejan siempre un amplio campo a lo que llamamos impropiamente anomalías y excepciones, manera de hablar muy injusta, porque los hechos a los que se refiere prueban sólo que esas reglas generales reconocidas por nosotros como leyes naturales, y que no son más que abstracciones desprendidas de nuestro espíritu, del desenvolvimiento real de las cosas, no están en estado de abarcar, de agotar, de explicar toda la indefinida riqueza de ese desenvolvimiento. Por lo demás, como lo demostró bien Darwin, al combinarse con mucha frecuencia entre sí esas pretendidas anomalías, y al fijarse por eso mismo más, creando por decirlo así nuevos procedimientos habituales, nuevas maneras de reproducirse y de ser en la naturaleza, constituyen precisamente el camino por el cual la vida orgánica da nacimiento a nuevas variedades y especies. Es así cómo, después de haber comenzado por una simple célula apenas organizada y de haberla hecho pasar por todas las transformaciones de la organización vegetal, primero, y más tarde animal, hizo de ella un hombre.

¿Será el hombre el último y el más completo producto orgánico sobre la Tierra? ¿Quién podrá responder y jurar que dentro de algunas decenas o centenas de siglos no pueda derivarse de la más alta variedad de la especie humana una especie de seres superiores al hombre y que tendrían la misma relación con él que tiene hoy el hombre con el gorila? En todo caso, que nuestra vanidad se reasegure. Los procesos de la naturaleza son muy lentos y nada denota, en el estado actual de la humanidad, la probabilidad de que vaya a dar nacimiento a una especie superior. Por lo demás, siempre la naturaleza, ¿no continua inmediatamente su obra de creación perpetua en los desenvolvimientos históricos del mundo humano? No es culpa suya si hemos separado en nuestro espíritu ese mundo, la humana sociedad, de lo que llamamos exclusivamente el mundo natural.

La razón de esta separación está en la naturaleza misma de nuestro espíritu, que separa esencialmente al hombre de los animales y de todas las demás especies. Debemos reconocer, por consiguiente, que el hombre no es el único animal inteligente sobre la Tierra. Lejos de eso, la psicología comparada nos demuestra que no hay animal que esté desprovisto de inteligencia y que cuanto más una especie se aproxima a la especie humana, por su organización y sobre todo por el desenvolvimiento de su cerebro, más se eleva también su inteligencia. Pero sólo en el hombre llega al punto de poder ser llamada facultad de pensar, es decir, de combinar las representaciones de los objetos tanto exteriores como interiores que nos son dados por nuestros sentidos, de formar grupos, luego de comparar y de combinar de nuevo esos grupos diferentes, que no son ya seres reales, objetos de nuestros sentidos, sino nociones formadas en nosotros por el primer ejercicio de esa facultad que llamamos juicio, retenidas por nuestra memoria y cuya combinación posterior por esa misma facultad constituye lo que llamamos las ideas, para deducir, luego, consecuencias o aplicaciones lógicamente necesarias. Volvemos por desgracia a encontrar, bastante a menudo, hombres que no han llegado aún al pleno ejercicio de esa facultad, pero no hemos visto nunca ni oído hablar de ningún individuo de especie inferior que la haya ejercido jamás, a menos que se nos quiera citar el ejemplo del asno de Balaam o de otros animales recomendados a nuestra fe y a nuestro respeto por una religión cualquiera. Podemos, pues, decir, sin temor a ser refutados, que de todos los animales de la Tierra sólo el hombre piensa.

Sólo él está dotado de ese poder de abstracción, fortificado y desarrollado sin duda en la especie por el ejercicio de los siglos, que al elevarlo sucesivamente en sí por sobre todos los objetos que le rodean, por encima de todo lo que se llama el mundo exterior y aún por encima de él mismo, como individuo, le permite concebir, crear la idea de la totalidad de los seres, del universo, del infinito o del absoluto, idea completamente abstracta y vacía de todo contenido si se quiere; pero, no obstante, omnipotente y causa de todas las conquistas posteriores del hombre, porque sólo ella lo arranca a las pretendidas beatitudes y a la estúpida inocencia del paraíso animal, para lanzarlo en los triunfos y en los tormentos infinitos de un desenvolvimiento sin límites ...

Gracias a esa facultad de abstracción, al elevarse el hombre por encima de la presión inmediata, que no deja nunca de ejercer sobre cada individuo los objetos exteriores, puede compararlos unos con otros, observar sus relaciones. He ahí el comienzo del análisis y de la ciencia experimental. Gracias a esa misma facultad se desdobla y, al separarse de sí mismo en sí mismo, se eleva por encima de sus movimientos propios, de sus instintos y de sus diferentes apetitos, en tanto que pasajeros y particulares, lo que le da la posibilidad de compararlos entre sí, como compara los objetos y los movimientos exteriores, y de tomar partido por los unos contra los otros, según el ideal (social) que se ha formado en él, he ahí el despertar de la conciencia y de lo que llamamos voluntad.

¿Posee el hombre realmente una voluntad libre? Sí y no, según como se entienda. Si por voluntad libre se quiere significar libre arbitrio, es decir la facultad presumida del individuo humano de determinarse espontáneamente a sí mismo, independientemente de toda influencia exterior; si, como lo han hecho todas las religiones y todas las metafísicas, por esa pretendida voluntad libre se quiere arrancar el hombre a la corriente de la causalidad universal que determina la existencia de todas las cosas y que hace a cada uno dependiente de todos los demás, no podremos menos que rechazarla como una insensatez, porque nada puede existir fuera de esa causalidad.

La acción y la reacción incesante del todo sobre cada punto y de cada punto sobre el todo, constituyen, hemos dicho, la vida, la ley genérica y suprema y la totalidad de los mundos que es siempre y al mismo tiempo productora y producto; eternamente activa, omnipotente, esa universal solidaridad, esa causalidad mutua, que en lo sucesivo llamaremos naturaleza, ha creado, hemos dicho, entre una cantidad innumerable de otros muchos, nuestra Tierra con toda la escala de sus seres desde el mineral hasta el hombre. Los reproduce siempre, los desarrolla, los alimenta, los conserva; después, cuando llega su término y con frecuencia mucho antes de que haya llegado, los destruye o, más bien, los transforma en seres nuevos. Es pues, la omnipotencia, contra la cual no hay independencia ni autonomía posibles, el ser supremo que abarca y penetra con su acción irresistible toda la existencia de los seres; y entre los seres vivientes, no hay uno solo que no lleve en sí, sin duda, más o menos desarrollado, el sentimiento o la sensación de esa influencia suprema y de esa dependencia absoluta. Y bien, esa sensación y ese sentimiento constituyen el fondo mismo de toda religión.

La religión, como se ve, así como todas las cosas humanas, tiene su primera fuente en la vida animal. Es imposible decir que ningún animal, exceptuando el hombre, tenga una religión; porque la religión más simple supone ya un cierto grado de reflexión, al cual ningún animal, omitido el hombre, se ha elevado jamás. Pero es por completo imposible negar que en la existencia de todos los animales, sin exceptuar ninguno, se encuentran todos los elementos, por decirlo así materiales, constitutivos de la religión, sin duda menos el aspecto ideal, aquel que debe destruirla tarde o temprano: el pensamiento. En efecto, ¿cuál es la esencia real de toda religión? Es precisamente ese sentimiento de la absoluta dependencia del individuo, pasajero, frente a la eterna y omnipotente naturaleza.

Nos es difícil observar ese sentimiento y analizarlo en todas las manifestaciones en los animales de especies inferiores; sin embargo podemos decir que el instinto de conservación, que se encuentra hasta en las organizaciones relativamente más pobres, sin duda en un grado menor que en las organizaciones superiores, no es más que una especie de sabiduría rutinaria que se forma en cada uno bajo la influencia de ese sentimiento, que no es otro, hemos dicho, que el sentimiento religioso. En los animales dotados de una organización más completa y que se aproximan más al hombre, se manifiesta de una manera mucho más sensible para nosotros, en el miedo instintivo y el pánico, por ejemplo, que se apodera de ellos algunas veces al aproximarse alguna gran catástrofe natural tales como un temblor de tierra, un incendio de bosques o una fuerte tempestad. Y en general se puede decir que el miedo es uno de los sentimientos predominantes en la vida animal. Todos los animales que viven en libertad son feroces, lo que prueba que viven en un miedo instintivo, incesante, que tienen siempre el sentimiento del peligro, es decir de una influencia omnipotente que los persigue, los penetra y los domina siempre en todas partes. Este temor, el temor de dios, dirían los teólogos, es el comienzo de la sabiduría, es decir, de la religión. Pero en los animales no se convierte en religión, porque les falta ese poder de reflexión que fija el sentimiento, determina el objeto y lo transforma en conciencia, en pensamiento. Se ha tenido, pues, razón al pretender que el hombre es religioso por naturaleza como todos los animales, pero él sólo, sobre la Tierra, tiene la conciencia de su religión.

La religión, se ha dicho, es el primer despertar de la razón; sí, pero bajo la forma de la sinrazón. La religión hemos observado hace un momento, comienza por el temor. Y en efecto, el hombre, al despertar a los primeros resplandores de su sol interior, que llamamos conciencia de sí mismo, y al salir lentamente, paso a paso, de ese semisol magnético, de esa existencia por completo instintiva que llevaba cuando se encontraba aún en estado de pura inocencia, es decir animal: habiendo nacido por otra parte como todo animal, en el temor a ese mundo exterior, que le produce y le alimenta, es verdad, pero que al mismo tiempo le oprime, le aplasta y amenaza con devorarlo de inmediato-, el hombre ha debido tener necesariamente por primer objeto de su naciente reflexión, ese temor mismo. Se puede presumir que en el hombre primitivo, al despertar su inteligencia, ese instintivo terror debió ser más fuerte que en los animales de todas las demás especies; primero porque nace mucho menos armado que los demás y su infancia dura más tiempo, y además porque esa misma reflexión, apenas abierta y sin llegar aún a un grado suficiente de madurez y de fuerza para reconocer y para utilizar los objetos exteriores, ha debido arrancar al hombre de la unión, el acuerdo, la armonía instintiva, en las cuales, como primo del gorila debió encontrarse en el resto de la naturaleza antes que el pensamiento hubiese despertado; así la reflexión lo aisló en medio de esa naturaleza que, al hacérsele tan extraña, debió aparecérsele a través del prisma de la imaginación, emitida y ensanchada por el efecto mismo de esa reflexión inicial, como una sombría y misteriosa potencia infinitamente más hostil y más amenazadora de lo que es en realidad.

Nos es excesivamente difícil, sino imposible, damos una cuenta exacta de las primeras sensaciones e imaginaciones religiosas del salvaje. En sus detalles han debido ser sin duda tan diversas como lo han sido las propias naturalezas de los pueblos primitivos que las han experimentado, tanto como los climas, la naturaleza de los lugares y todas las demás circunstancias y determinaciones exteriores, en cuyo medio se desarrollaron. Pero como después de todo eran sensaciones e imaginaciones humanas, han debido, a pesar de esa gran diversidad de detalles, resumirse en algunos simples puntos idénticos, de un carácter general y que nosotros vamos a tratar de fijar. Cualquiera que sea la procedencia de los diferentes grupos humanos y de la separación de las razas humanas sobre el globo; que todos los hombres no hayan tenido nunca más que un solo Adán-gorila o primo de gorila por antepasado, o que hayan salido de varios; que la naturaleza haya formado en diferentes puntos y en diferentes épocas, independientemente unos de otros, la facultad que constituye propiamente y que crea la humanidad de todos los hombres: la reflexión, el poder de abstracción, la razón, el pensamiento, en una palabra, la facultad de formar las ideas son -lo mismo que las leyes que determinan la manifestación de esa facultad, en todo tiempo y en todos los lugares, idénticas en todas partes y siempre las mismas, de manera que ningún desenvolvimiento humano podría hacerse contrariamente a esas leyes. Esto nos da el derecho a pensar que las fases principales observadas en el primer desenvolvimiento religioso de un solo pueblo han debido reproducirse en el de las demás poblaciones de la Tierra.

A juzgar por los relatos unánimes de los viajeros que, desde el siglo pasado, han visitado las islas de Oceanía, como de los que en nuestros días han penetrado en el interior de Africa, el fetichismo debe ser la primera religión, la de todos los pueblos salvajes que se han alejado menos del estado natural. Pero el fetichismo no es otra cosa que la religión del miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de dependencia absoluta, mezclada al terror instintivo que hallamos en el fondo de toda vida animal y que, como lo hemos dicho ya, constituye la relación religiosa de los individuos hasta de las especies más inferiores, con la omnipotencia de la naturaleza. ¿Quién no conoce la influencia que ejercen y la impresión que producen sobre todos los seres vivos, sin exceptuar las plantas, los grandes fenómenos regulares de la naturaleza tales como el nacimiento y la puesta del sol, el claro de luna, la repetición de las estaciones, la sucesión del frío y del calor, la acción particular y constante del océano, las montañas, el desierto, o bien las catástrofes naturales, como las tempestades, los eclipses, los temblores de tierra, lo mismo que las relaciones tan variadas y mutuamente destructivas de las especies animales entre sí y con las especies vegetales? Todo eso constituye para cada animal un conjunto de condiciones de existencia, un carácter, una naturaleza; y estaríamos tentados casi a decir un culto particular, porque en todos los animales, en todos los seres vivos, volveréis a encontrar una especie de adoración de la naturaleza, mezclada al temor y la alegría, a la esperanza y a la inquietud, y que en tanto que sentimiento, se parece a la religión humana. No faltan allí ni la invocación ni la oración misma. Considerad al perro amansado implorando una caricia, una mirada de su amo, ¿no es la imagen del hombre de rodillas ante su dios? Ese perro, con la imaginación y aun con un comienzo de reflexión que ha desarrollado en él la experiencia, ¿no transporta a su amo la omnipotencia natural que le obsesiona, como el hombre creyente la transporta a su dios? ¿Cuál es, pues, la diferencia entre el sentimiento religioso del hombre y el del perro? No es siquiera la reflexión, es el grado de reflexión, o bien la capacidad de fijarlo y de concebirlo como un pensamiento abstracto, de generalizarlo al nombrarlo, pues la palabra humana tiene esto de particular, que, incapaz de nombrar las cosas reales que obran inmediatamente en nuestros sentidos, no expresa más que la noción o la generalidad abstracta; y como la palabra y el pensamiento son formas distintas, pero inseparables, de un solo y mismo acto de la humana reflexión, esta última, al fijar el objeto del terror y de la adoración a animales o del primer culto natural del hombre, lo universaliza, lo transforma en ser abstracto y trata de designarlo con un nombre. El objeto real adorado por tal o cual individuo permanece siempre éste: esa piedra, ese trozo de madera, no otro, pero desde el momento en que lo nombró con la palabra, el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones, aparece. Es así como comienza el primer despertar del pensamiento, manifestado por la palabra, el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones.

Gracias a esa facultad de abstracción, hemos dicho, el hombre, nacido en la naturaleza, producido por ella, se crea en medio y en las condiciones mismas de esa naturaleza, una segunda existencia, conforme a su ideal, y progresiva como él.

Todo lo que vive, agregaremos, para explicarnos mejor, tiende a realizarse en la plenitud de su ser. El hombre, ser que vive y piensa a la vez, para realizarse debe conocerse primero. Esa es la causa del inmenso retraso que observamos en su desenvolvimiento y que hace que, para llegar al estado actual de la sociedad, en los países más civilizados -estado aún tan poco conforme al ideal a que tendemos hoy- le ha sido preciso emplear varios centenares de siglos ... Se diría que, en la investigación de sí mismo, a través de todas sus peregrinaciones fisiológicas e históricas, el hombre ha debido agotar todas las torpezas y desgracias posibles antes de haber podido realizar lo poco de razón y de justicia que reina hoy en el mundo.

El último término, el fin supremo de todo desenvolvimiento humano, es la libertad. J. J. Rousseau y sus discípulos se equivocaron al buscarla en los comienzos de la historia, cuando el hombre, privado de toda conciencia de sí, y por consiguiente incapaz de formar ninguna especie de contrato, sufría plenamente el yugo de esa fatalidad de la vida natural, a la cual se encuentran sometidos todos los animales, y de la cual el hombre no pudo emanciparse, en un cierto sentido, más que por el uso consecutivo de su razón, que, desarrollándose con mucha lentitud, es verdad, a través de la historia, reconoció poco a poco las leyes que rigen el mundo exterior lo mismo que las que son inherentes a nuestra propia naturaleza, se las apropió por decirlo así, transformándolas en ideas, e hizo que, aun continuando obedeciendo esas leyes, el hombre no obedeciese más que a sus propios pensamientos. Frente a la naturaleza está para el hombre, la única dignidad y toda la libertad posible. No habrá nunca otra; porque las leyes naturales son inmutables, fatales: son la base misma de toda su existencia y constituyen nuestro ser, de manera que nadie podría rebelarse contra ellas sin llegar absolutamente al absurdo y sin suicidarse seguramente. Pero al reconocerlas y al apropiárselas por el espíritu, el hombre se eleva por encima de la obsesión inmediata del mundo exterior, después se convierte en creador a su vez, no obedeciendo en lo sucesivo más que a sus propias ideas, lo transforma según sus propias necesidades progresivas inspirándole, en cierto modo, la imagen de su humanidad.


Notas

(1) Como todo individuo humano no es más que la resultante en todas las causas que han presidido su nacimiento, combinadas con todas las condiciones de su desenvolvimiento posterior.

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