Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO CUARTO - Capítulo sextoLIBRO QUINTO - Capítulo primero.Biblioteca Virtual Antorcha

Los seis libros de la República
Jean Bodin

LIBRO CUARTO
CAPÍTULO SÉPTIMO
Si en las facciones civiles el príncipe debe unirse a una de las partes y si el súbdito debe ser obligado a seguir una u otra, son los medios de remediar las sediciones.


... Examinemos ahora si, cuando los súbditos están divididos en facciones y bandos y los jueces y magistrados toman también partido, el príncipe soberano debe unirse a una de las partes y si debe obligar al súbdito a seguir una u otra. Partamos del principio que las facciones y partidos son peligrosos y perniciosos en toda clase de República. Es necesario, pues, cuando se puede, prevenirlos con sabios consejos, y en caso de que no se haya previsto lo necesario antes que surjan, buscar los medios para curarlos o, cuando menos, para aliviar la enfermedad. No niego que las sediciones y facciones no produzcan, en ocasiones, algún bien, tales como una buena ordenanza o una hermosa reforma, que sin la sedición no se hubiera realizado. Sin embargo, la sedición no deja por eso de ser perniciosa, aunque de ella resulte accidental y casualmente algún bien ... Por la misma razón que los vicios y enfermedades son perniciosos para el alma y el cuerpo, las sediciones y guerras civiles son peligrosas y perjudiciales para los Estados y Repúblicas ...

Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son para los Estados populares y aristocráticos. Los monarcas pueden conservar su majestad y decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra en razón o exterminarla totalmente. En cambio, en el Estado popular, el pueblo dividido no tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y puedan mandar a los demás.

No llamo facción a un puñado de súbditos, sino a una buena parte de ellos ligados contra los otros; si solo se trata de un pequeño número, el soberano debe, para reducirlos, remitir el asunto a jueces no apasionados ... Si la sedición no se puede apaciguar por las vías de la justicia, el soberano debe emplear la fuerza para extinguirla, mediante el castigo de alguno de los más importantes, especialmente de los jefes de partido, sin aguardar a que ganen fuerza y no se les pueda hacer frente ... Si la facción se dirige directamente contra el Estado, o contra la vida del soberano, no cabe preguntar si este tomará partido, puesto que es formalmente atacado y no puede tolerar que se atente contra su persona o su Estado sin correr el peligro de que otros hagan lo mismo. El castigo es el que deberá ser diferente. Si los conjurados son pocos, dejará el castigo a sus jueces y oficiales procurando que sea expeditivo y se aplique antes que los demás sean descubiertos, con el fin de que la pena de unos pocos impida que los buenos súbditos abandonen su deber, al tiempo que disuada a quienes aún no se han decidido ... Mas si los conjurados son muchos y no se ha descubierto a todos, el príncipe prudente no debe permitir que se torture a los aprehendidos, aunque, por ser el más fuerte, no corra peligro al hacerlo; por cada uno que haga morir, se levantarán cien parientes y amigos ..., aparte que el príncipe debe evitar ser acusado de crueldad, tanto por los súbditos como por los extranjeros ...

Veamos ahora cómo se debe comportar el soberano con las facciones y conjuraciones que no van directamente contra él, ni contra su Estado, pero dividen a los señores, Estados, ciudades o provincias a él sometidos. Tales divisiones deben evitarse por todos los medios posibles, sin dejar de reparar en los detalles más insignificantes ..., ya que las sediciones y guerras civiles frecuentemente tienen su origen en motivos triviales ... Conviene, pues, antes que el fuego de la sedición se convierta en hoguera, echar sobre él agua fría o apagarlo del todo, es decir, apaciguarlo mediante dulces palabras y amonestaciones, o proceder mediante la fuerza ...

El príncipe, en la monarquía, y los señores, en la aristocracia, son y deben ser jueces soberanos y árbitros de los súbditos y, a menudo, basta con su poder absoluto y autoridad para apaciguar toda contienda. Pero en el Estado popular la soberanía reside en los propios facciosos, quienes consideran a los magistrados como sometidos a su poder. No queda otro remedio, entonces, que los más sabios intervengan y hábilmente se adapten al humor del pueblo para hacerle entrar en razón ... Conviene, pues, que el sabio magistrado, al ver al pueblo enfurecido, condescienda al principio COn sus exigencias, para poder, poco a poco, hacerle entrar en razón, porque resistir a una muchedumbre irritada es como querer oponerse a un torrente que cae desde muy alto. Mucho más peligroso es hacer uso de sus fuerzas frente a los súbditos cuando no se está muy seguro de la victoria, porque si el súbdito resulta vencedor, impondrá la ley al vencido. Aun cuando el príncipe no sea vencido, si no logra sus propósitos, será denigrado y dará ocasión a los demás súbditos para rebelarse y a los extranjeros para atacarlo. Todo esto es más de temer en los Estados populares ... Así como los animales salvajes nunca se domestican a golpes de estaca, sino con halagos, del mismo modo no se gana al pueblo agitado, bestia de mil cabezas y de las más salvajes, mediante la fuerza, sino con dulces tratos. Es preciso hacer ciertas concesiones al pueblo y, cuando la causa de la sedición es el hambre o la escasez, organizar algún reparto entre los más pobres, porque el vientre no escucha razones ... Lo dicho no significa, sin embargo ..., que se deban seguir las inclinaciones y pasiones de un pueblo insaciable e insensato, sino, por el contrario, es preciso tener las riendas de tal forma que no queden ni muy tirantes ni sueltas del todo ...

Si el príncipe soberano toma partido, dejará de Ser juez soberano para convertirse en jefe de partido y correrá riesgo de perder su vida, en especial cuando la causa de la sedición no es política. Así está ocurriendo en Europa desde hace cincuenta años, con motivo de las guerras de religión. Se ha visto cómo los reinos de Suecia, Escocia, Dinamarca, Inglaterra, los señores de las ligas y el Imperio de Alemania han cambiado de religión, sin que el Estado de cada República y monarquía se haya alterado. Cierto que en muchos lugares los cambios se han producido con gran violencia y efusión de sangre. Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la religión admitida y aceptada? No se olvide que el filósofo Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, Favorino que la cuartana era saludable y Carneades que es incomparablemente mejor ser malo que virtuoso y que, pese a tales opiniones, no les faltaron seguidores. Aristóteles decía que merece el rigor de las leyes quien pone en duda la existencia de un Dios soberano, lo que demostró, y que quien niega la blancura de la nieve es un insensato. También es cierto que todos los príncipes y reyes de Oriente y de Africa, prohíben rigurosamente que se dispute sobre la religión y la misma prohibición existe en España ... La ley de Dios manda expresamente escribirla por doquier y leerla sin cesar al pueblo, de cualquier sexo y edad, pero no dice que se dispute sobre ella ... La discusión solo tiene sentido respecto de lo verosímil, pero no respecto de lo necesario y divino ...

Los propios ateos convienen en que nada conserva más los Estados y Repúblicas que la religión, y que esta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto por los magistrados, del temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de las Repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues suma ratio est quae pro religione facit, como decía Papiniano. No trataré aquí de qué religión es la mejor, si bien es cierto que solo hay una religión, una verdad, una ley divina publicada por la palabra de Dios. El príncipe que está convencido de la verdadera religión y quiera convertir a sus súbditos, divididos en sectas y facciones, no debe, a mi juicio, emplear la fuerza. Cuanto más se violenta la voluntad de los hombres, tanto más se resiste. Si el príncipe abraza y obedece la verdadera religión de modo sincero y sin reservas, logrará que el corazón y la voluntad de los súbditos la acepten, sin violencia ni pena. Al obrar así, no solo evitará la agitación, el desorden y la guerra civil, sino que conducirá a los súbditos descarriados al puerto de salvación.

El gran Teodosio nos dio el ejemplo. Encontró el Imperio romano lleno de arrianos ..., pero, pese a ser su enemigo, no quiso forzarlos ni castigarlos, sino que les permitió continuar viviendo libremente ...; con todo, viviendo de acuerdo con su religión y educando en ella a sus hijos, logró disminuir el número de los arrianos en Europa ... El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa, observa tan bien como cualquier otro su religión, pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario, permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas: la judía, la romana, la griega y la mahometana, y envía limosna a los calógeros, es decir, a los buenos padres o monjes cristianos del monte Athos, para que rueguen por él ...

Cuando no se obra así, quienes se ven impedidos de profesar su religión y son asqueados por las otras, terminarán por hacerse ateos, como se ha visto muchas veces. Una vez que el temor de Dios desaparece, pisotearán las leyes y los magistrados y no habrá impiedad ni perversidad en la que no incurran, sin que ninguna ley humana pueda remediarlo. Por la misma razón que la tiranía más cruel es preferible a la anarquía, que no reconoce ni príncipe ni magistrado, la superstición mayor del mundo no es tan detestable como el ateísmo. Debe, pues, evitarse el mal mayor si es imposible establecer la verdadera religión ... En materia de sediciones y tumultos, nada hay más peligroso que la división de los súbditos en dos opiniones, sea por razón de Estado, sea por religión, sea por las leyes y costumbres. Por el contrario, si hay muchas opiniones, siempre habrá algunos que procuren la paz y concierten a los otros, quienes, de otro modo, no se avendrían jamás ...

Las sediciones y guerras civiles proceden de las mismas causas que producen los cambios de los Estados y Repúblicas: la denegación de justicia, la opresión de la plebe, la distribución desigual de penas y recompensas, la riqueza excesiva de unos pocos, la extrema pobreza de muchos, la excesiva ociosidad de los súbditos, la impunidad de los delitos. Quizá sea esta última la de mayor importancia y a la que se presta menor atención ... Los príncipes y magistrados que pretenden la gloria de ser misericordiosos, echan sobre sus cabezas la pena merecida por los culpables ... El castigo de los rebeldes constituye también un modo de prevenir las sediciones futuras ... Además de las causas de sedición ya citadas, hay otra que nace de la licencia que se otorga a los oradores, capaces de guiar los corazones y la voluntad del pueblo al fin que se proponen, porque nada hay que arrastre más los ánimos que la gracia del bien decir ... No digo esto como elogio de la elocuencia, sino para llamar la atención sobre su fuerza, empleada más frecuentemente para el mal que para el bien ...; para uno que emplee virtuosamente este arte, otros cincuenta abusan de él y, entre tantos, difícilmente se hallará un hombre de bien, porque seguir la verdad sería negar su profesión ... Se ha visto en armas toda Alemania y a cien mil hombres muertos en menos de un año, después que los predicadores sediciosos alzaron al pueblo contra la nobleza ...
Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO CUARTO - Capítulo sextoLIBRO QUINTO - Capítulo primero.Biblioteca Virtual Antorcha