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Capítulo III

Examen del tratado de Las Leyes, de Platón

Los mismos principios se encuentran en el tratado de Las Leyes compuesto posteriormente. Y así, me limitaré a hacer algunas observaciones sobre la constitución que en ellas propone Platón.

En el tratado de La República, Sócrates profundiza muy pocas cuestiones: la comunidad de mujeres y de hijos, el modo de aplicar este sistema, la propiedad de la organización del gobierno. Divide la masa de los ciudadanos en dos clases: los labradores, de una parte, y de otra, los guerreros, una fracción de los cuales forma una tercera clase, que delibera sobre los negocios del Estado y los dirige soberanamente. Sócrates se ha olvidado decir si los labradores y artesanos deben ser totalmente excluidos, y si tienen o no el derecho de poseer armas y de tomar parte en las expediciones militares; en cambio, cree que las mujeres deben acompañar a los guerreros al combate y recibir la misma educación que ellos. El resto del tratado lo forman varias digresiones y ciertas consideraciones sobre la educación de los guerreros.

En Las Leyes, por el contrario, apenas se encuentra otra cosa que disposiciones legislativas. Sócrates es, en este tratado, muy conciso en lo relativo a la constitución; mas, sin embargo, queriendo hacer la que propone aplicable a los Estados en general, vuelve paso por paso sobre su primer proyecto. Si se exceptúa la comunidad de mujeres y de bienes, en todo lo demás hay un perfecto parecido entre sus dos Repúblicas; educación, dispensa de trabajos pesados concedida a los guerreros, comidas en común, todo es igual. Sólo que en la segunda extiende las comidas en común a las mujeres y eleva de mil a cinco mil el número de los ciudadanos armados.

Sin duda alguna, los diálogos de Sócrates son eminentemente notables, y están llenos de elegancia, de originalidad y de imaginación; pero era difícil, quizá, que fuese todo en ellos igualmente preciso. Y así, no hay que engañarse, se necesitaría toda la campiña de Babilonia u otra llanura inmensa para esta multitud, que debe alimentar cinco mil ociosos salidos de su seno, sin contar aquella otra multitud de mujeres y de servidores de toda especie. Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, pero no deben tocarse los límites de lo imposible.

Sócrates afirma que en materia de legislación no deben perderse nunca de vista dos cosas: el suelo y los hombres. Pudo añadir también los Estados vecinos, a no ser que niegue al Estado toda existencia política exterior. En casos de guerra es preciso que la fuerza militar esté organizada, no sólo para defender al país, sino también para luchar en el exterior. Aun admitiendo que la vida del Estado y la de los individuos no sea habitualmente la guerrera, siempre es necesario hacerse temible a los enemigos no sólo cuando invaden el suelo, sino también cuando lo han evacuado.

En cuanto a los límites asignables a la propiedad, podría exigirse que fuesen otros que los que señala Sócrates, y, sobre todo, que fuesen más precisos y más claros. La propiedad, dice, debe ser la bastante para satisfacer las necesidades de una vida sobria, queriendo decir con esto lo que se entiende ordinariamente por una existencia cómoda, expresión que tiene, ciertamente, un sentido más amplio. Una vida sobria puede ser muy penosa; sobria y liberal hubiera sido una definición mucho mejor. Si una de estas dos condiciones falta, se cae en el lujo o en el sufrimiento. El empleo de la propiedad no permite otras cualidades; no podrían referirse a ella la dulzura ni el valor, pero sí podrían referirse la moderación y la liberalidad, que son necesariamente las virtudes que se pueden mostrar al hacer uso de la fortuna.

También es un gran error, cuando se llega hasta dividir los bienes en partes iguales, no establecer nada sobre el número de los ciudadanos y el dejarles que procreen sin limitación alguna, abandonando al azar que el número de las uniones estériles compense el de los nacimientos, cualquiera que él sea, so pretexto de que en el estado actual de las cosas este equilibrio parece establecerse naturalmente. Está muy distante de ser exacto este cálculo. En nuestras ciudades nadie se queda desnudo, porque las propiedades se dividen entre los hijos, cualquiera que sea su número. Admitiendo, por lo contrario, que sean indivisas, todos los hijos, salvo un número igual al de éstas, sean pocos o muchos, se quedarían sin poseer nada. Lo más prudente sería limitar la población y no la propiedad, determinando un máximum del cual no se pudiera pasar, fijar el que habría de tenerse en cuenta a la par de la proporción eventual de los hijos que mueren y la esterilidad de los matrimonios. Dejándolo al azar, como hacen en los más de los Estados, sería una causa inevitable de miseria en la República de Sócrates y la miseria engendra las discordias civiles y los crímenes. Al intento de prevenir estos males, uno de los legisladores más antiguos, Fidón de Corinto, quería que el número de familias y de ciudadanos fuese inmutable, aun cuando los lotes primitivos hubiesen sido desiguales. En Las Leyes, precisamente, sucede lo contrario. Más adelante diremos nuestra opinión sobre este punto. Tampoco se determina, en el tratado de Las Leyes, la diferencia entre gobernantes y gobernados. Sócrates se limita a decir que la relación entre unos y otros será la misma que entre la urdimbre y la trama, hechas ambas de distintas lanas. Por otra parte, puesto que permite el acrecentamiento de bienes muebles hasta el quíntuplo, ¿por qué no deja también alguna amplitud respecto de los bienes raíces? Es preciso tener también en cuenta si acaso que la separación de las habitaciones es un falso principio en punto a la economía doméstica. Sócrates no da a sus ciudadanos menos de dos habitaciones completamente aisladas; y es ciertamente muy difícil sostener constantemente dos casas.

En su conjunto, el sistema político de Sócrates ni es una democracia ni una oligarquía; es el gobierno intermedio que se llama República, puesto que se compone de todos los ciudadanos que empuñan las armas. Si pretende que esta constitución es la más común, la existente en la mayor parte de los Estados actuales, quizá tiene razón; pero está en un error si cree que es la que más se aproxima a la constitución perfecta. Muchos preferirían sin dudar la de Lacedemonia o cualquiera otra un poco más aristocrática. Algunos autores pretenden que la constitución perfecta debe reunir los elementos de todas las demás, y en este concepto alaban la de Lacedemonia, en la cual se encuentran combinados los tres elementos: la oligarquía, la monarquía y la democracia; representadas: la primera, por los reyes; la segunda, por el senado, y la tercera, por los éforos, que proceden siempre de las filas del pueblo. Es verdad que otros ven en los éforos el elemento tiránico, y encuentran el elemento democrático en las comidas públicas y en el orden y disciplina constante de la ciudad.

En el tratado de Las Leyes se pretende que es preciso que la constitución perfecta sea un compuesto de demagogia y de tiranía, dos formas de gobierno que hay derecho para negar completamente o para considerarlas como las peores de todas. Hay, pues, razón para admitir una combinación más amplia, y la mejor constitución será aquella que reúna los más diversos elementos. El sistema de Sócrates no tiene nada de monárquico; sólo es oligárquico y democrático, o más bien tiene una tendencia pronunciada hacia la oligarquía, como lo prueba el modo de instituir los magistrados. Dejar que la suerte escoja entre los candidatos elegidos tanto pertenece a la oligarquía como a la democracia; pero imponer a los ricos la obligación de presentarse en las asambleas y de nombrar en ellas las autoridades y ejercer todas las funciones políticas, eximiendo a los demás ciudadanos de estos deberes, es una institución oligárquica. También prueba lo mismo el llamar a ocupar el poder principalmente a los ricos y reservar las más altas funciones a los que figuran en los puestos más elevados del censo. La elección de su senado tiene también un carácter oligárquico. Todos los ciudadanos, sin excepción, están obligados a votar, pero han de escoger los magistrados en la primera clase del censo, nombrar en seguida un número igual de la segunda clase y luego otros tantos de la tercera. Con la diferencia de que los ciudadanos de la tercera y cuarta clase son libres de votar o no votar, y en las elecciones del cuarto censo y de la cuarta clase el voto no es obligatorio sino para los ciudadanos de las dos primeras. En fin, Sócrates quiere que se repartan todos los elegidos en número igual para cada clase de censo. Este sistema dará lugar necesariamente al predominio de los ciudadanos que pagan más, pues que muchos de los que son pobres se abstendrán de votar, porque no se les puede obligar a ello.

No es esta, por tanto, una constitución en la que se combinen el elemento monárquico y el democrático, y basta con lo dicho para convencerse de ello, y aún resultará más claro cuando más tarde tratemos de esta especie particular de constitución. Aquí sólo añadiré que tiene peligros el escoger los magistrados en una lista de candidatos elegidos. Basta entonces que algunos ciudadanos, aunque sean pocos, quieran concertarse para que puedan constantemente disponer de las elecciones.

Termino aquí mis observaciones sobre el sistema desenvuelto en el tratado de Las Leyes.

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