Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO DÉCIMO PRIMERO

EL ARTE Y EL ESPÍRITU NACIONAL

SUMARIO

Lo personal en la pintura.- Leonardo y Miguel Angel.- Concepción de la vida e impulso plástico.- Los rasgos comunes de una época y su influencia sobre el arte.- Alberto Durero y la Reforma.- Lo alemán en el arte de Alberto Durero.- Influencias extranjeras.- Rembrandt y la ciudadanía nacional.- El artista como víctima de la incomprensión nacional.- Goya y el espíritu de la revolución.- El ideal artístico de los privilegiados.- El rococó y la revolución.- David y los gestos romanos de la gran revolución.- La soberanía del burgués.- Daumier contra el régimen del vientre.- La justicia y el militarismo reflejados en el arte de Daumier.- El despertar del trabajo.- El problema del trabajo en el arte moderno.- Millet y Meunier.- El artista en lucha contra el orden social.- Tendencia artística e idiosincrasia nacional.- Lo humano en el arte.- Poder de la imaginación.




Hemos tratado con alguna extensión la historia del desarrollo de la arquitectura, porque en ella es donde más claramente se ve el proceso de transición de las formas estilísticas y la influencia del ambiente social en la obra de arte; pero seria un error suponer que en la otras artes la manera nacional del artista tiene decisiva importancia sobre el carácter de su obra. Lo personal ocupa siempre el primer puesto en la obra de arte y le da su nota especial. Dos artistas, nacidos en una misma localidad y en una misma época y expuestos del mismo modo a las influencias de su ambiente social, reaccionan de modo fundamentalmente diverso a las impresiones que reciban y que influyen más o menos intensamente en su producción.

Miguel Angel y Leonardo de Vinci eran florentinos, ambos vivieron en una misma época, ambos estuvieron imbuidos del espiritu de su tiempo y, sin embargo, no sólo se diferencian como el día y la noche, en sus cualidades puramente humanas, sino que la labor de cada uno de ellos pertenece a un mundo distinto, y el abismo que los separa no puede franquearlo siquiera la más atrevida fantasía nacional.

En el arte de Leonardo hay algo que recuerda el encanto de las sirenas, algo que nos llama como un suave eco desde una inmensa profundidad. La enigmática sonrisa de sus figuras de mujer procede de un mundo íntimo que se aleja de lo temporal y destila en el alma un deseo ardiente; impresiona plácidamente, al modo de un juego ensoñador de los sentidos que nunca será verdad. Y como un sueño son también aquellos raros paisajes que nada tienen en sí de terreno. Las vaporosas formas arrebatan la vista y despiertan armonías de sobrehumana belleza y profundidad soñadora. Recuérdense los paisajes de la Virgen de las rocas, el San Juan o Monna Lisa. Como ondinas son todas las figuras a las que Leonardo da vida; ni siquiera sus madonas respiran hálito alguno de tradición cristiana. Todo está rodeado del hechizo de la más delicada sensualidad, que suscita hondas vibraciones en el alma y en el que parece percibirse el suave sonido de las esferas celestes. Toda la producción de Leonardo se halla penetrada de ese rasgo excepcional, y se reproduce con inagotable variedad. Es éste el rasgo que deslumbró tanto a sus contemporáneos y a la posteridad, como las noticias que se refieren a un lejano país de hadas que ningún mortal ha pisado aún. Siempre y por doquiera campea aquel mirar semivelado que asciende de profundidades enigmáticas y hace pensar en una visión de otro mundo.

¡Cuán distinta es la manera de Miguel Angel, poderoso creador de figuras gigantescas, en las que incorporó la tortura de su propia existencia! También él es un gigante que quiere escalar el cielo y siente constantemente el espíritu de la gravedad o pesantez que se lo impide; es una víctima del destino, en cuya alma sombría rugen fuerzas sobrehumanas; no queda satisfecho de sus obras y, a pesar de ello, no puede resistir al impulso que le domina de crear incesantemente. En sus representaciones demoníacas se agita el atormentado aislamiento y el peso sordo oprimido por estremecimientos de eternidad. Muchas de sus figuras causan la impresión de una pesadilla, por ejemplo el Jeremías de la capilla Sixtina, las Sibilas y las gigantescas figuras del testero y de la bóveda, o también las grandes obras en piedra de la capilla de los Médicis en Florencia. Ya represente el Día, la Noche, la Mañana o la Tarde, sobre todo ello gravita el peso de los milenios y se refleja el alma atormentada del artista. Hasta Leda, en su unión con el cisne, presenta el mismo aspecto de plúmbea gravidez que cierra el paso a todo sentimiento sensual. En otras figuras se adivina la excitación del alma dominada por la ira, como en la colosal estatua de Moisés, en cuyo cuerpo gigantesco todos los músculos están en tensión y en cuya frente se vislumbra la tempestad. El mismo espíritu anima al Cristo del Juicio Final y a la turba de gigantes desnudos que llena el fondo.

Lo que aquí aparece es la diversidad en el modo de concebir el mundo. En Leonardo de Vinci el humanismo, que no era el espíritu de una nación, sino de una época, llegó a su apogeo y a la vez a su más amplia expresión; mientras que en la obra de Miguel Angel el humanismo ha sido superado y cede el puesto al impulso interior hacia lo sobrehumano; el artista llama para ello a las escondidas puertas de todos los cielos y de todos los infiernos, en alas del entusiasmo por la rebeldía y el fanático anhelo por un derecho que ha de volver a ser derecho del hombre. El hombre que se rebela contra el emperador y el Papa, el que en los diálogos de Giannotti defiende el derecho de dar muerte al tirano porque el tirano no es un hombre, sino una fiera en figura humana, vive también en su obra.

Lo que aparece en primer término en la obra de un gran artista, que sabe incorporar a su plástica los problemas espirituales de su época, no es lo fortuito de su nacionalidad, sino lo profundamente humano de todos los tiempos, que nos enseña a comprender el lenguaje de todos los pueblos. Al lado de esto desempeñan insignificante papel las circunstancias del ambiente local, a pesar de las excelentes indicaciones que puedan suministrar para el juicio crítico de la obra de arte en el terreno técnico e histórico. Por lo demás, los rasgos puramente locales en la obra de arte no imprimen a ésta carácter alguno nacional, ya que en cada nación, y sobre todo en las de mayor importancia, hay un sinfín de influencias locales que, en abigarrada mezcla, actúan pacíficamente unas al lado de otras, pero jamás han podido encerrarse en el estrecho marco de un ficticio concepto de nación.

Lo que Leonardo, por ejemplo, quiso expresar en su Monna Lisa, fueron las múltiples emociones del alma del hombre, aquel secreto flujo y reflujo de los sentimientos más intimos. En su obra persiguió las más leves vibraciones del sentimiento y para ello tuvo la mejor ayuda precisamente en la mujer, a la que, por así decirlo, había descubierto para el arte. La enigmática mirada de Monna Lisa refleja todos los extremos del sentimiento humano: la amable claridad y la obscuridad demoníaca, el apacible candor y la astucia sutil, la indiferente pureza y la fascinadora sensualidad. Es la mismísima alma del artista reflejada en el cuadro; también él, cual otro Fausto, recorre todos los obscuros senderos, acuciado por su impulso hacia el conocimiento y apenado por no poder llegar hasta el último límite. Esto es precisamente lo que da su grandeza a la obra de arte: la profunda supervivencia de la tragedia que atormenta el alma del hombre. En la obra de Miguel Angel obsérvase también que toda ella tiende a expresar el sentimiento de su espíritu: Y siempre hubo un cuadro de la propia angustia que marcó en mi frente una triste señal. Y en esta sentidísisima revelación del interior del hombre y del artista, no se percibe un hálito siquiera de sentimiento nacional. ¡Qué pequeña y fútil es toda afectada jactancia nacional frente a esta humanidad combativa que tiende a lo sobrehumano!

En el arte sucede lo que en la historia, que los supuestos rasgos nacionales pasan a último término ante las corrientes generales de la época, a las que no escapa ningún pueblo. Así, sin la Reforma y sus innumerables ramificaciones, casi no podríamos formarnos idea de la obra de Alberto Durero. Sólo fijando claramente la vista en la borrasca y en la actividad de aquella época de fermentación, en la qué tanto elemento nuevo y viejo se mezclaba en confuso torbellino, se comprenden las raras combinaciones que observamos en la producción de Durero. Citamos a Durero precisamente porque muy a menudo y sin fundamento se le ha llamado el más alemán de todos los pintores alemanes. Tal denominación no dice nada. Dése, en buena hora, el calificativo de alemán al profundo sentimiento del maestro en las delicadas emociones y en las irradiaciones espirituales de su país natal; pero con esto no se expresa en manera alguna la verdadera esencia del arte de Durero. Con razón dice Lafargue:

El lado alemán de sus producciones es la limitación de sus facultades. En toda obra de arte el rasgo nacional o racial es a la vez el distintivo de su debilidad. Lo que llamamos alemán no es, según toda probabilidad, más que la forma de una cultura menos antigua (1).

En el arte de Durero palpita aquel raro país de ensueño que forjó en su alma la contemplación de los alrededores de su lugar natal, poblado de aquellas creaciones de su fantasía que, nacidas en el paisaje, respiran el aliento de su tierra y sienten sobre sí su cielo crepuscular. Obras como Jerónimo en su retiro, la Huida a Egipto, San Antonio o El caballero, la muerte y el diablo y otras muchas, están iluminadas con la rara claridad de la tierra natal, que tan grande consuelo infunde al espíritu. Pero en el mismo artista, en cuya alma se refleja todo el encanto de su tierra nórdica, vive también el anhelo seductor, el mudo ritmo de las llanuras soleadas que habían recorrido sus pies y que su arte ha hecho fructificar. Esta influencia, este grito del Sur lejano, es precisamente lo que se revela de modo expresivo en las obras del maestro. Al afirmar Scheffler que en un pintor como Durero están soberanamente bien combinados el gótico y el griego, expresa el mismo sentimiento, aunque en otras palabras. Durero incorporó en sí todo el ímpetu plasmador del Renacimiento italiano y saturó con él todas las fibras de su ser. En muchas de sus creaciones se ve claramente la influencia de maestros italianos como Verocchio, Leonardo, Mantegna, Bellini, Rafael, Pollajuolo y otros varios. Así, por no citar más que un ejemplo, la estatua ecuestre de Colleoni, debida a Verocchio, inspiró poderosamente a Durero, del cual se puede suponer con toda seguridad que sin esa influencia no hubiera ejecutado obras como San Jorge y El caballero, la muerte y el diablo. Ejercieron asimismo innegable influencia en el arte de Durero el paisaje renacentista italiano y la preferencia por la forma desnuda del cuerpo humano, una de las tipicas características del Renacimiento.

Durero embebió la extranjero absorbiéndolo por todos sus poros hasta que lo convirtió en una parte de sí mismo. Así, en sus obras mezcló lo encrespado y lo crepuscular de las tierras norteñas con las claras y alegres impresiones meridionales, que purificaron y aclararon su exuberante fantasía y dieron a su arte aquella tendencia a la grande. Ni siquiera lo profundamente humano de sus creaciones, que se ve especialmente en sus figuras de Cristo, es una revelación de su alma alemana, sino una manifestación de los esfuerzos espirituales de su época. Aquí se nos presenta el humanista Durero profundizando en todos los sentimientos humanos. Revélase también la manera profundamente humana del arte de Durero en el conocido autorretrato que se guarda en la Pinacoteca de Munich: un pacifico soñador con ojos escrutadores y cuya mirada tiende más bien hacia dentro. El que lo contempla siente cómo detrás de aquella frente los grandes problemas de la época pugnan por tomar forma; pero la profunda gravedad que irradia del rostro nos dice que aquella frente no descifrará todos los enigmas, e involuntariamente se piensa en la mujer alada de la Melancolía del maestro, que mira a una enigmática lejanía sobre la que se esparce misteriosamente la claridad del cometa y de la aurora boreal.

Si de hecho existiese algo así como un arte nacional, no se comprendería que hubiese existido un genio como Rembrandt y con él una legión de artistas análogos. Porque no hay que olvidar que el sentimiento nacional de sus contemporáneos no tuvo sino burla y desprecio para la producción del más grande artista que jamás diera Holanda al mundo. Sus favorecedores tuvieron tan escasa comprensión de la grandeza de Rembrandt, que le dejaron tranquilamente languidecer en la miseria y ni aun de su muerte tuvieron la menor noticia. Hasta mucho tiempo después de su fallecimiento, y aun muy lentamente, no ascendió Rembrandt a la categoría de los inmortales; y hoy se le tiene en su país como un símbolo del espíritu nacional.

El pueblo holandés, que en un tiempo había luchado desesperadamente para librar al país del yugo del despotismo español, quedó vencedor en esa lucha. En todas las capas del pueblo penetró un nuevo espíritu que condujo al pequeño pais a un insospechado florecimiento. Todo fue agitación y movimiento en las ciudades, en todas partes se advertía una verdadera exuberancia de energía vital. En los cuadros de Franz Hals se ven aún huellas de aquella altivez que se embriagaba con la propia fuerza; pero este fogoso espíritu detuvo su marcha a medida que prevaleció en la burguesía el anhelo por la vida ordenada, la cual se fue afirmando con el creciente desarrollo del comercio y de la colocación de capitales. Así se desarrolló paulatinamente aquella situación de cómoda preeminencia que no miraba sino por sus intereses materiales y pretendía ajustar a normas fijas toda la vida social.

Para Rembrandt este orden de cosas nacional burgués fue como la maldición de su existencia. Mientras procuró -como lo hizo al principio- complacer buenamente al público halagándole el gusto, lo pasó bastante bien; pero tan pronto como se reveló el artista, se acabó la popularidad del maestro y resaltó cada vez más claramente la infranqueable sima que había entre él y la nación. Esta oposición halla en sus obras una expresión del todo consciente y llevada hasta el extremo de una rudeza mordaz. El artista fue tenido por rebelde contra su época y trazó rigurosamente los limites entre su arte y el filisteismo nacional de su país. Recuérdese, por ejemplo, aquel Sansón del Kaiser Friedrich, Museum de Berlín, que amenaza a su padre político levantando el puño, o también aquel Moisés furioso, de Dresde, que en un arrebato de cólera bace añicos las Tablas de la Ley; y entonces se siente que es el propio Rembrandt el que quiebra las tablas del orden burgués, en el que iba a estrellarse su vida.

Pero ni siquiera en sus posteriores creaciones adopta Rembrandt la actitud de intérprete del sentimiento nacional, siendo así que el genio del artista había llegado ya entonces a su plena madurez y hacia tiempo que no desahogaba su bilis contra los perfumados burgueses; al contrario, el abismo que separaba el arte de Rembrandt de la ausencia de gusto artístico de su país era cada vez más ancho y más profundo, hasta que por fin instaló su vivienda en el centro del barrio judío de Amsterdam, donde los judíos expulsados de España y Portugal le descubrieron un mundo nuevo que se distinguía enormemente de la monotonía gris en que había vivido. Allí olvidó poco a poco el ambiente holandés y se entregó a todos los ensueños llenos de color del Oriente, y fue experiencia sentida profundamente en su alma lo que antes había sido presentimiento y había ensayado de varias maneras. Así vino a ser el gran mago de la pintura, que espiritualizaba todo lo corporal y revelaba el escondido paisaje del alma. Y precisamente por eso fue el introductor de un nuevo arte no sujeto a traba nacional alguna y que por lo mismo ha sido una revelación para los hombres de una época posterior.

Este arte se halla también animado de una tendencia social. Recuérdese el Cristo de la Hoja de los cien florines, aquel Salvador de los despreciados y los rechazados, de los mendigos andrajosos, de los leprosos y los lisiados que, en medio de sus sufrimientos, anhelan la redención. Rembrandt, en los últimos años de su vida, tuvo también constantemente por compañeras a mendigos, bebedores y vagabundos, porque él también buscaba en la embriaguez el olvido, a fin de hacer llevadera su mísera existencia. A este propósito recordemos los últimos autorretratos, en uno de las cuales aparece un rostro desfigurado por los efectos del aguardiente y marcada con el sello de la miseria psíquica, quizá la más tremenda acusación que jamás artista alguno haya perpetuado en el lienzo contra la nación.

Todo arte grande está a cubierto de la limitación nacional y precisamente nos subyuga porque roza las más acultas fibras de nuestra humanidad y revela la gran unidad del alma del hombre. Si estudiamos detenidamente las creaciones de Francisco de Goya, que irradian el fuego propio de las latitudes meridionales, veremos que, tras las formas externas del ambiente de su país, soñaba el alma del artista, y había ideas y problemas que trataba de resolver en su cerebro, y que no afectaban sólo a España sino a su época. Porque todo arte datado de fuerza vital valoriza el sedimento espiritual de su época, el cual tiende por sentimiento a la expresión. Y en esto consiste aquello puramente humano que supera el ambiente extraño y nos conduce a la tierra natal.

No es necesario ser español para apreciar en toda su grandeza el arte de Goya. En sus obras resuena el rumor de una nueva era que, con férreas sandalias, pasa por encima de un mundo que se derrumba, y este rumor afecta a toda la existente como el ocaso de las dioses. Sus retratos de la familia real española y de todas las personalidades que forman el mundo cortesano, son crueles representaciones de una inexorable ansia de verdad que no hace concesiones de ninguna clase y que despoja de todos los oropeles de la mayéstático a la realeza por la gracia de Dios. Allí sólo se expresa lo humano, lo demasiado humano. La frase nietzscheana: A menudo es el fango lo que se sienta en el trono, y frecuentemente el trono descansa sabre el fango, tiene aquí plena realización en sus dos aspectos.

Y lo que decimos de las pinturas de Goya se puede decir, en mayor escala, de sus aguafuertes. En ellos el sentimiento de rebeldía del maestro toma formas demoníacas. Sus Desastres de la guerra son lo más horroroso que haya podido decirse de la guerra. En aquellas espeluznantes representacianes no hay un destello de sentimiento heraico, ningún entusiasmo patriótico tan propio del carácter nacional, ninguna gloria para los grandes directores de batallas; la bestia humana es la única que allí campea, en todas las fases del desarrallo de su sanguinario instinto. Un revolucionario, en el más avanzado significado de esta palabra, nos habla en un idioma que entienden todos los pueblos y arranca a la mentira patriótica el último pingajo del cadáver ya en descomposición; un hombre verdaderamente grande expane su juicio sobre el asesinato arganizado de los pueblos. El espíritu demoledor de Goya no se detiene ante ninguna santidad. Con desprecio y escarnio, acompañados de ira y furor, rompe las vallas de las antiguas tradiciones y de los principios venerados. Escribe su Mane, thecel, phares sobre las puertas de la vieja sociedad y hace frente a los prohombres del Estado y de la Iglesia con la misma inflexibilidad que a la masa caótica de los convencionalismos y prejuicios heredados por sus contemporáneos. Al sentirse en España los primeros chispazos de la Revolución francesa, se regocijó el maestro ante la nueva era que iba a inaugurarse pero pronto se desvanecieron sus esperanzas, y cuando Fernando VII sustituyó en el trono de España al hermano de Napoleón, la más negra reacción levantó osada la cabeza y burló todas las ilusiones que se había forjado el pueblo sobre una futura era de libertad. La Inquisición recobró sus antiguos derechos; los jóvenes retoños murieron ahogados por las emanaciones pestilentes de un despotismo sanguinario y todo el país se vió envuelto en densas tinieblas. También se desvaneció el sueño de Goya. Sordo y lleno de furioso desprecio contra la humanidad, vivió completamente retirado del mundo en una finca de su propiedad cerca de Madrid, solo, con las quimeras de su endiablada fantasía, que le hacian más amarga aún la existencia. Siniestras visiones de un hosco mundo de espectros, rodeado del delirio de todos los horrores, comparado con lo cual el infierno de Dante es un estado de inocencia y agradable sosiego. Hasta que finalmente el anciano artista, no sintiéndose en su mismo retiro a cubierto de la malignidad del déspota, a quien el pueblo daba el apodo de tigre, achacoso y enfermo, tuvo que emigrar a Francia, donde la muerte le cerró los cansados ojos.

En vano proclaman los entusiastas defensores de la teoria de el arte por el arte que éste carece de época, pues la historia del arte de todos los tiempos registra innumerables ejemplos que demuestran cuán irresistiblemente hallan su debida expresión en el arte las corrientes espirituales y sociales de cada momento histórico. Compárense las obras de la pintura rococó en Francia con las creaciones de Jacques-Louis David, y se comprenderá, a simple vista, que en el breve espacio de tiempo que medió entre ambos, se desarrolló una etapa de la historia universal, de formidables dimensiones.

La frase aguda de la Pompadour: Tras de nosotros, el diluvio, estaba escrita, aunque con caracteres invisibles, sobre las puertas de la vieja sociedad que no representaba ya sino un mundo de engañosa apariencia, tan quebradizo como sus delicadas porcelanas y sus muebles de patas combadas, muebles que más parecían construidos para halagar la vista que para su utilización práctica. Esa vieja sociedad habla un lenguaje elegante y escogido; en su ceremonial mundano impera la más fascinadora cortesía; pero ya no tiene siquiera idea de los gestos heroicos de los personajes de Corneille, ni de la mesura y dignidad de los de Racine; para sus mantenedores sólo tiene atractivo lo íntimo, lo lindo; tienen verdadera pasión por el drama pastoril y por la aventura galante, cuyos límites suelen franquear, y como el cuerpo no es capaz de seguir el vértigo de los sentidos, se acude al auxilio de los medios artificiales para activar la sensación erótica. En ese mundo teatral todo aparece adornado, afeminado, superfluo; todo arrulla, sonríe; todo se mece, danza, atrae, suspira enamorado, huele a almizcle y afeites, y ninguno de sus personajes se detiene a pensar un instante que, fuera de allí, todo un pueblo perece en la más espantosa miseria. Y si de vez en cuando algún sordo rugido viene a interrumpir la suave felicidad del eterno festín, reina por un momento el desconcierto y el azoramiento, para, poco después, con gracioso desahogo, reanudar la algazara y el bullicio. Cerrarse a toda realidad de la vida exterior, no ver lo que ella es en sí, fue la consigna de aquella sociedad a la que Mozart en su Fígaro supo ofrecer sonido y ritmo de modo tan encantador.

El Embarque con rumbo a la isla Citerea de Watteau pudo servir de símbolo de aquella época. Una sociedad de hombres enamorados estilo rococó, en medio de un risueño paisaje frente a una mansa corriente, aguardando la barquilla que les ha de conducir a las soñadoras llanuras de los bienaventurados. No se sabe de dolor ni sufrimiento, en ese paraíso no penetra jamás una desapacible brisa fresca, y la vida entera parece envuelta en una atmósfera de perfumes y delicias - fiel retrato de aquella sociedad galante que vivía como en un jardín de amor y había tapiado todos los puntos para que ningún intruso perturbase la dicha. Lo que inspiró a Watteau tuvo una ejecución más fina y acabada en las producciones de Lancret, Bouche, Fragonard y otros. En ellas no figura nada grande, solemne, severo, que pueda mover al espectador a reflexiones serias e inquietantes. La vida está bajo el signo de Venus, y por lo mismo no ha de respirar sino lo erótico. No es la ingenua y casi indiferente desnudez de los tiempos pasados lo que brinda al artista ocasión para expresar todas las actitudes del cuerpo humano, ni tampoco la tosca sensualidad que se destaca tan brutalmente en las creaciones de Rubens. Aquí aparece otra cosa muy distinta: un suave estremecimiento recorre los cuerpos de mujer, que a menudo aun no han llegado del todo a la eclosión, como las figuras femeninas de Boucher. Una especie de lascivo estremecimiento atraviesa esa carne desnuda que, entre placeres privados, languidece jubilosa en pos del amor secreto. Está bajo la encantadora sensación de esa Arcadia, libre de toda preocupación, en cuyo tranquilo firmamento jamás aparece una nubecilla de dolor; casi demasiado bello para ser verdad, y se tiene la impresión de asistir a una alegre representación escénica, en la que muy pronto bajará el telón.

Pero el idilio pastoril había de tener un fin inopinado. Excesivamente elevado era el precio a que había que comprar las alegrias de una exigua y privilegiada minoría de holgazanes, y al mismo tiempo eran atroces el dolor y el sufrimiento que oprimían a millones de pobres mortales, cuyo último estertor de agonía resonaba, sin ser oído, entre la embriaguez de los festines amorosos. La catástrofe no fue repentina: desde la muerte de Luis XV se repetían con regularidad las manifestaciones de protesta de los campesinos hambrientos; pero como esas perturbaciones, por regla general, estaban circunscritas a pequeñas comarcas, era relativamente fácil al gobierno sofocarlas, a pesar de lo cual se repetían una y otra vez, y siempre con encono creciente. Los síntomas existían ciertamente, pero eran muy pocos los que querían hacerles caso y menos aún los que tenían el valor de interpretarlos rectamente. Hasta que al fin se levantó un temporal que penetró con salvaje aullido en los salones de la vieja sociedad, cuyas techumbres se derrumbaron con estrépito. Sobre la isla de Citerea rugió una tempestad furiosa; las llamas prendieron en los añosos árboles, y por las apacibles avenidas, bajo cuya sombra sólo se habían oído hasta entonces el arrullo y las caricias del amor, resonó el trueno anunciando el comienzo de una nueva era. Se derrumbaron los fuertes muros que con tanta seguridad habían cerrado al mundo exterior las deliciosas llanuras de los bienaventurados de esta tierra, y las masas sublevadas, los desgraciados y esclavizados de incontables años, discurrieron por los tranquilos parques de un paraíso perdido. Nadie les había compadecido y tampoco ellos sentían ahora compasión, y con los puños cerrados y los afilados dientes crearon su propio derecho.

El apacible ensueño había terminado, la última ilusión se había desvanecido como irisada pompa de jabón. El gran ocaso de los dioses era un hecho y anunciaba el final de las embriagadoras fiestas y las galantes escenas pastoriles. El mundo ya no olería a perfumes y afeites, sino a sudor y sangre, pólvora y plomo. De un rebaño de súbditos andrajosos se formó una nación que se levantó en armas contra el mundo entero. Ya no eran hombres estilo rococó los que pisaban el escenario del mundo y se lanzaban al combate a los acordes de la Marsellesa para afianzar las conquistas de la Revolución. Había surgido una idea nueva: la idea de la patria; las masas amotinadas habían tomado por sí mismas el bautismo de sangre y fue para ellas como un lazo de unión que agrupó todas las fuerzas al servicio de la Revolución y contra sus enemigos. Porque en aquella época, patriotismo era sinónimo de confesión revolucionaria. Del que había sido súbdito surgió un ciudadano que sintió que también a él le correspondía una parte de la responsabilidad común en la historia de su país. Ya no hubo más aislamiento respecto del resto del mundo y desaparecieron los soñadores.

Este nuevo estado de cosas llevó también el arte por otros derroteros y fue a la vez creador de un nuevo estilo, que tuvo su más genuino representante en Jacques-Louis David. Entusiasta y fanático portavoz de la democracia en el sentido de Rousseau, era uno de los que habían derribado la realeza y declarado la guerra a muerte a la vieja sociedad. Verdadero puritano en política, se sentía atraído hacia Robespierre creyendo, como éste, que es posible hacer practicar la virtud por medio del terror. Ya sus primeras obras, Juramento de los Horacios, Bruto y La muerte de Sócrates, revelan toda la aspereza de su carácter inflexible. ¡Qué gran distancia hay entre estas producciones y las de Boucher o Fragonard! Son manifestaciones de dos mundos rudamente opuestos entre sí y que no tienen punto alguno de contacto. Muther describió muy objetivamente esta oposición, al decir sobre David:

Mostró a una nueva generación puritana, que ya no podla emplear el arte fútil del rococó, el hombre, el héroe que sucumbe por una idea, por la patria. Dió a este hombre una fuerte musculatura, como al luchador que se lanza a la arena, y armonizó también los colores y el lenguaje de las líneas con el heroísmo de la época. Lo que en tiempos del rococó había sido halagüeño y vaporoso en David es duro y metálico. Lo que en la línea había sido danza y arqueo caprichoso, es en él severa disciplina. A la irregularidad, al adorno afectado y a las insulsas bagatelas, sucede lo rectilíneo, el continente rígido del soldado en el campo de maniobras, el movimiento de las tropas, el desfile (2).

Pocos artistas hay en cuya producción se confundan tan maravillosamente el hombre y la obra, como David. Su personalidad es toda de una pieza y radica por completo en los acontecimientos de la época. Esto prueba también sus relaciones con Napoleón. Cómo comprendió a éste lo muestran los cuadros que presentan al general Bonaparte, sobre todo el conocido retrato en que el conductor de batallas, con su pequeño y recortado semblante y su tranquila conciencia, mira arrogante a la lejanía, seguro de que no errará el camino. A David, el jacobino y tribuno de la plebe en 1793 y que había esperado de la dictadura el establecimiento de la sociedad ideal, le debió de parecer una necesidad la dictadura de la espada del primer cónsul, más tarde emperador. Con los Borbones, a los que odiaba a muerte, no había estado nunca unido por vínculo alguno, porque los tenía por sostenes manifiestos del antiguo régimen; a Napoleón, empero, le unía una afinidad de temperamento que superaba todas las oposiciones externas. David no podía obrar de otro modo. El hombre histórico imprimió el sello a su individualidad y mostró al artista el camino que debía seguir. Conocida es la historia de Mademoiselle de Noailles, que aconsejó al artista que ensayase su arte en la figura de Cristo. Terminado el cuadro, el Salvador apareció como un Catón inexorable, dispuesto siempre a fulminar contra el mundo su despiadado Caeterum censeo. Al expresar la dama su asombro ante esa concepción de Cristo, replicó brúscamente el artista: Tiempo hace que sé que del cristianismo no hay que esperar inspiración alguna. Para él, ciertamente, no había nada que esperar del cristianismo, porque era hombre que no perdonaba. Sus figuras ideales eran Leónidas, Catón, Bruto, los espartanos y los romanos -tales como él los veía en su imaginación-. En aquella época todo lo romano había adquirido popularidad: se adoptaban nombres romanos, era muy común llamarse Romain, y los hombres de la Convención emulaban entre sí por seguir las huellas de los legisladores del Senado romano. Sus discursos tenían corte romano y ellos, en su continente, imitaban el aire de severa dignidad que imponía la toga, inaccesible a toda consideración humana. Algunos tomaban su papel en serio, como Saint-Just, Robespierre y Couthon; los demás les seguían, porque era la moda.

Tiene importancia simbólica el hecho de que los creadores de la moderna nación, ya en el acto de su nacimiento, se obstinasen en vestir a su ídolo la librea de un pueblo extranjero y en aplicarle las formas de expresión de épocas remotas. La grandeza de la nación, tal como se la representaban los hombres de la Gran Revolución, en realidad no era sino la omnipotencia del nuevo Estado que empezaba a estirar sus férreos miembros para introducir una nueva época en la historia de Europa; porque la Gran Revolución no fue un episodio de la historia de Francia, sino un acontecimiento de importancia europea, que atrajo a su causa a todos los miembros del mismo círculo cultural. El arte de David fue como la proclama del heraldo de aquella era naciente, cuya grandeza histórica encarnó totalmente sin que pudiese vencer sus defectos y sus debilidades. En este sentido no sólo fue David el creador de un nuevo estilo y de nuevos conceptos estéticos que dieron plena expresión a las austeras formas de la época revolucionaria, sino que su obra, además, considerada puramente desde el punto de vista sociológico, es de significación imperecedera.

Mucho han cambiado desde entonces las cosas. Sucediéronse unos a otros, en abigarrada serie, períodos de reacción y de revolución, que influyeron en el desarrollo espiritual y social de los pueblos europeos. Situaciones hubo que parecían logradas para siempre y, sin embargo, se perdieron en aquellas interminables luchas de la época; pero hubo un hecho que ninguna reacción fue capaz de hacer retroceder, a saber: la Revolución, por primera vez en la historia, había puesto en movimiento permanente a las masas y les había infundido el convencimiento de que con la lucha conquistarían sus derechos. Primero fueron los ideales del radicalismo político los que pusieron a las masas en ebullición; luego vinieron las grandes ideas del socialismo, que obraron eficazmente sobre el pensar y el sentir de la humanidad y dieron un significado más profundo y extensivo al concepto de la revolución. Entonces adquirió vida propia una nueva capa social: la clase del pueblo trabajador, que arrogantemente desperezó sus miembros y tomó parte en la cosa publica; y nadie se atrevió a desposeerla de lo que había ganado, desde que poco a poco se fue convenciendo de que el trabajo de sus manos daba vida a la sociedad. Este movimiento de las masas es uno de los fenómenos característicos de la historia moderna, que necesariamente había de hallar su expresión en el arte y en la literatura. La gran reacción que se propagó por toda Europa a raíz de la caída de Napoleón, pudo, por breve tiempo, desplazar de la superficie ese movimiento; pero no logró borrar de la memoria de los pueblos el recuerdo de la heroica etapa de la Revolución. El huracán revolucionario había revuelto demasiado a la sociedad; la Revolución francesa había ligado a los pueblos de Europa con un lazo que ningún gobierno podía ya romper. Todos los sucesos revolucionarios ocurridos en Europa hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, fueron fecundados por sus ideas, que pusieron en movimiento a las masas. Estos esfuerzos se ven admirablemente representados en el cuadro La Libertad en las barricadas, de Delacroix; sentimos rugir la pasión en un arrebato de jubilo; la masa entra en acción, lucha, muere, cae en éxtasis invadida por la embriaguez del momento, que refleja el recóndito y callado anhelo de muchos siglos. Y esta nota social no desaparece ya del arte de nuestro tiempo.

Hasta el año 1848 libró el cuarto Estado las batallas de la burguesía en lucha contra los ultimos baluartes del antiguo régimen; pero la sangrienta tragedia de junio mató todas las ilusiones que se habían formado sobre la armonía de las clases en la sociedad y mostró con claridad espantosa el profundo abismo que se había abierto entre los nuevos amos y la clase obrera que iba despertando de su letargo. Hasta los más ciegos pudieron ver claramente que, por los caminos que seguían los nuevos hombres de Estado, no podía marchar el pueblo trabajador. En los años que siguieron a la Gran Revolución se fue formando paulatinamente un nuevo tipo social: el burgués, repugnante aborto de aquel conglomerado ciudadano que había tomado parte en el asalto de la Bastilla y desencadenado la revolución; pero sus hijos y sus nietos ya no participaban de aquel turbulento espíritu; nada odiaban tan sinceramente como la revuelta y el fermento de edición. El burgués amaba el orden que le permitía ocuparse con regularidad de sus negocios; su corazón latía al compás de su bolsa y a ésta sacrificaba sin ningún miramiento todo sentimiento social, por hondo que fuese. Con la repugnante avidez del advenedizo, procura someterlo todo a su dominio y medirlo todo con su propio rasero; hombre de escasa mentalidad, plebeyo y grosero en su trato y modales, confortable y satisfecho de sí mismo, es el verdadero retrato del filisteo; pero está pronto a cometer cualquier infamia si se cree amenazado en su propiedad.

Luis Felipe era el genuino representante de esa clase social, tipo que se hallaba incluso fielmente reproducido en su físico; cara adiposa de banquero, con doble papada y mirada de hombre solapado, en la que parecian espiar la disimulada astucia y el machucho sentido del negocio. Después de las ardientes jornadas de julio de 1880, hubo 219 diputados burgueses que lograron engatusar a los franceses para que eligieran rey a aquel noble vástago de la casa de Orleáns. Llamáronle rey burgués y por cierto que no hubo jamás testa coronada que llevara con mayor justicia su título que Luis Felipe. El gobierno de este hombre fue uno de los más vergonzosos que Francia haya sufrido. La famosa palabra del ministro Guizot: ¡enriqueceos!, quedó grabada en el cuerpo de aquel lamentable sistema que tantas amarguras había de causar al pueblo en los dieciocho años de su vigencia.

Con Honoré Daumier surgió un temible e implacable enemigo de aquel desdichado régimen. Daumier fue un gran ingenio que supo inmortalizar sus dibujos, calculados según las exigencias de la actualidad. Fue verdaderamente inagotable en su tarea de atacar al régimen imperante y a sus más altos representantes; espiaba sus debilidades y las fustigaba con mortífero escarnio. Asestaba a la persona del rey los más acerados dardos de su diabólico ingenio: le representaba en todas las situaciones imaginables: como arlequín, como funámbulo, como tramposo agiotista y hasta como vulgar criminal. Luis Felipe no tenía en su persona nada de mayestático; no se le podía, pues, quitar lo que no había poseído nunca; pero Daumier le pintaba en todo su deplorable exceso de corporeidad, como el típico símbolo de la sociedad aburguesada, con el sombrero de copa a modo de corona burguesa, el paraguas debajo del brazo -personificación del Rey de los vientres, para quien el espíritu no es sino peso muerto, la imagen primigenia del voraz filisteo que marcha siempre embarazado con su insignificante vulgaridad.

La cárcel no doblegó a Daumier, y cuando el gobierno de los vientres puso en vigor la célebre ley de septiembre de 1835, mediante la cual se prohibía toda caricatura política y se suprimía prácticamente toda libertad de prensa, entonces el artista la tomó con los burgueses, haciéndolos objeto de su escarnio infernal. Los desnuda expresamente ante los ojos del espectador y pone al descubierto los pliegues más recónditos de su lúgubre alma filistea. Vemos al burgués en la calle, en el teatro, en sus paseos por el borque, en el cabaret, junto a las caras esposas, en el baño, en la alcoba y aprendemos a conocer, por todos lados, su vida carente en absoluto de espiritualidad. Daumier trazó así con su lápiz inexorable una galería de tipos que pertenecen a lo más imperecedero que ha realizado el arte hasta aquí. Inimitables son sus representaciones de Robert-Macaire, el símbolo finísimo de los estafadores y los pícaros, que se esfuerza siempre por convertir en moneda contante la limitación espiritual del prójimo y, junto con su amigo Bartram, procede inescrupulosamente a desplumarlo. Un conocido actor parisiense había llevado, en un melodrama, este tipo a la escena; Daumier se apropió de la excelente idea, que le dió magnífico resultado. Su lápiz histórico dibuja a las mil maravillas su época como si fuese la de Robert-Macaire. El finísimo ladrón, firmemente persuadido de que la necedad de sus bravos contemporáneos no reconoce limites, se introduce con la mayor sangre fría en todos los terrenos de la actividad humana y hace los respectivos papeles con la magistral perfección del catador que sabe lo que ofrece a los hombres. Son casi inacabables las variaciones de este embaucador que Daumier supo presentar.

Ningún artista estuvo tan compenetrado con su ambiente social como Daumier. Aunque no hubiese pronunciado su conocida frase: je suis de mon temps (soy de mi época), lo sabríamos. Basta una ojeada a su obra para persuadirse de que él es verdaderamente hijo de su tiempo. ¡Exacto! De su tiempo y no solamente de su pueblo o de su nación, puesto que su arte salvó las fronteras de Francia; su obra es propiedad cultural de todo el mundo. Daumier tomó el pulso a su época, conoció sus más ligeras oscilaciones y vió, ante todo, su profunda bajeza. Miró con los penetrantes ojos del artista, a los que nada escapaba; por eso supo ver con más agudeza que la mayoría de sus contemporáneos, aunque estaban del mismo lado de las barricadas. Así reconoció ya la completa vacuidad y nulidad de las asambleas legislativas, cuando el parlamentarismo estaba aún en su floración primaveral. Contémplense las diversas figuras que nos enseñan los dientes en el dibujo El vientre legislativo. Jamás se ha desenmascarado a los llamados representantes del pueblo y a los hombres de gobierno de manera tan despiadada. Aquí, sobre la forma exterior, sale elocuentemente lo interior. Una sociedad de nulidades espirituales son esos contemporáneos de frentes deprimidas, con pujos de nobleza, autosatisfechos, llenos de rencillas y de grosería brutal; todo ello representado de la manera más elocuente, de modo que nada mejor se podía decir acerca del capítulo representación del pueblo. Y después las deliciosas figuras de sus representantes representados, de 1848-49, de comicidad irresistible y cruel realismo, en las que se muestra elocuentemente la impotencia y falta de espiritualidad del sistema parlamentario como lo podía hacer la mejor pluma.

Daumier fue ardiente partidario de la libertad hasta el momento de su muerte. Por consiguiente, sentía que la libertad no puede encerrarse en el estrecho marco de una Constitución; qee, si no puede respirar, se asfixia, en cuanto las sutilezas de abogados y legisladores operan sobre ella. ¡Qué sentencia más expresiva la del dibujo ¡La Constitución hipnotiza a la libertad! Y aquel otro dibujo, en el que la Constitución pone un vestido nuevo a la libertad y le hace esta recomendación: ¡No te lo cambies mucho! ¡Ah, todavía no ha llegado el tiempo, ni llegará, en que -como opina Georg Büchner en la Muerte de Dantón- la forma estatal sea como una veste transparente, ajustada al cuerpo del pueblo, de modo que a través de ella se adviertan las oleadas de la sangre en las venas, la tensión de los músculos, las vibraciones de los nervios. Incluso la mejor Constitución estatal es siempre para la libertad como una camisa de fuerza. Y es más: los cortadores de la tela de las Constituciones en todos los países dejaron tan poca para la libertad que apenas se le podría hacer un camisón de dormir algo decente.

Después la magnífica lámina: La Constitución en la mesa de operaciones. Una mujer yace anestesiada sobre una mesa; alrededor suyo están los médicos vestidos de blanco y escuchando las explicaciones del profesor. Siniestras caricaturas, estos cirujanos políticos, fealdad repelente y abyecta. Se advierte con tristeza lo que significa dejar confiadamente la libertad conquistada en manos de semejantes operadores. ¿Apareció también en la sala de operaciones el fantasma de Robert-Macaire? ¡Cuan moderno parece este dibujo! Como si hubiese sido hecho para aplicarlo a Brüning y a la Constitución de Weimar. Si, todo es moderno en Daumier, a quien la fe del carbonero en el poder maravilloso de la Constitución no le engañó ni en la muerte. Daumier pudo, de un modo absolutamente análogo a Bakunin, haber sentido lo que éste, cuando decía: ... No creo en las Constituciones ni en las leyes; la Constitución mejor no me satisfaría. Necesitamos otra cosa: ímpetu y vida y un mundo nuevo, libre y sin leyes (3).

Y como Daumier había elegido a los hombres de los cuerpos legislativos para hacerlos objeto de sus sátiras furibundas, combatió también sus órganos ejecutivos con toda la pasión de su temperamento meridional. La justicia burguesa no era para él otra cosa que la meretriz de aquella sociedad de vientres a la que aborrecía tan profundamente. He aquí cómo nos muestra a sus representantes: vivas encarnaciones de la hipocresía disfrazada, de la maldad infame; asesinos del espíritu, que piensan con artículos y párrafos de la ley, y cuyos sentimientos se han embotado por la opresión de la rutina judicial y por la nulidad del espíritu. Esa litografía es también hoy actual, ya que respecto de ella nada ha cambiado y la justicia es aún la venganza organizada de las castas privilegiadas que utilizan el derecho, violentándolo en su servicio.

El arte de Paumier expone el espíritu de las cosas y cada soporte individual de las diversas instituciones le sirve nuevamente para dar expresión a ese espíritu. Así ataca también a la guerra y al amigo de ella, el militarismo. No es lo externo lo que le repugna, las inmediatas causas que conducen a la guerra; su vista ahonda más y nos muestra esa atadura cruel que encadena al hombre actual con el pasado, aparentemente muerto, para despertarlo a nueva vida en una hora nefasta. Daumier sabía también que el militarismo no estaba sólo en los ejércitos permanentes. Al contrario, comprendió claramente que se trataba de un estado especial del espíritu que, una vez formado artificiosamente, convierte a los hombres en autómatas inanimados, que ejecutan a ciegas las órdenes, sin parar mientes en las consecuencias de sus actos. Esta paralización de la conciencia y de la reflexión individual, que suprime en el hombre todo control moral, toda conciencia de responsabilidad, es la primera condición de todo militarismo, sin distinción de banderas ni de uniformes. Ciertamente, Daumier expresó esto en sus litografías; pero fue más allá todavía y saltó por sobre toda estrechez nacional; trató a la guerra y al militarismo como insanos resultados de un sistema, cuyas condiciones de vida fundamentales actúan de idéntico modo en todos los países. Habla aquí un artista en el cual el hombre había vencido al ciudadano del Estado, y que estimaba a la humanidad en su conjunto mucho más que el resultado artificial de la nación y el concepto completamente mudable de la patria, a pesar de que él amaba a la suya de todo corazón. Esta universalidad de comprensión es lo que eleva su arte por encima del término medio de lo corriente y le da su imperecedera grandeza.

Lo que Daumier comenzó a mostrar como dibujante y pintor, siguió existiendo y se perfeccionó continuamente. En los períodos más negros, después de las guerras napoleónicas, hasta el estallido de la revolución de Julio, casi se habían perdido las relaciones del arte con los fenómenos inmediatos de la vida social. Daumier las restableció, se convirtió en heraldo de un arte por el que hablaban el pensar y el sentir del pueblo. Mediante el desarrollo del movimiento obrero moderno en Europa, se fomentaron poderosamente esas tendencias artísticas. Una época nueva proyectaba su sombra al exterior. El trabajo, que durante largo tiempo había sido menospreciado y cuyos representantes habían sido considerados como despreciables ilotas, recibió nueva estimación. Las masas obreras se dieron cuenta de que su actividad creadora es el fundamento de toda existencia social. El espíritu del socialismo se desarrollaba y en todos los países ponía los cimientos espirituales de la Sociedad del futuro. El pueblo, que debía trabajar y sudar fatigosamente, que construía palacios y horadaba con túneles las entrañas de la tierra para arrancar a ésta sus tesoros; el pueblo, que cada día servía la mesa para sus amos, mientras arrastraba sus días en la pobreza y la miseria, fue madurando poco a poco para comprender las nuevas ideas y quebrar las cadenas que le aherrojaban.

Ya la revolución de 1848 había demostrado cuán hondamente se había afirmado este espíritu. Ebrio de esperanzas y lleno de promesas resonó después el grito de la Internacional por todos los países, para soldar a los desheredados de la sociedad en una gran asociación internacional de trabajadores. El sudor de los pobres no engordaría ya a los parásitos; la tierra debía ser otra vez una patria para todos los hombres y el fruto del trabajo debía nutrir a todos. Ya no querían migajas de la mesa de los ricos, sino justicia, y pan y libertad para todos. El trabajo no había de ser la Cenicienta de la sociedad, el pobre Lázaro que iba de puerta en puerta de los ricos mostrándoles su miseria para mover a compasión sus corazones. Una gigantesca vibración sacudió al mundo de los condenados. El ideal de un futuro mejor había despertado sus almas aletargadas y las había colmado de entusiasmo. Ahora las manos se tendían por encima de las fronteras de los Estados; se dieron cuenta de que la misma necesidad consumía su vida y que idéntica esperanza ardía en sus pechos. Así crearon la gran asociación del trabajo militante, de donde había de surgir una nueva sociedad.

El mismo espíritu se apoderó también del arte. Prueba de ello es la solución del realismo. El artista no está ya obligado a representar solamente lo bello, que tomaba a un mundo extraño y que frecuentemente era sólo una mentira almibarada. Así apareció en el lienzo el mundo del trabajo, hombres con ropas harapientas y rostros curtidos en los que han cavado sus surcos las arrugas. Y se descubrió con asombro que incluso ese mundo encerraba una secreta belleza que no había sido vista antes.

Francois Millet fue uno de los primeros anunciadores del nuevo Evangelio del trabajo creador. Aunque por su modo de ser no era apolítico, conoció sin embargo la significación social del trabajo en su más hondo sentido. Labriego él mismo, era también en su corazón un hombre del terruño; así, amaba la tierra, amaba todo lo que llevaba sus señales y el olor de los campos recién arados. Los labriegos de Millet no son figuras de fantasía. En su arte no hay lugar para la alegría bucólicorromántica, en la cual la fuerza de la imaginación debe reemplazar a la realidad de la vida. Lo que él presentó fue la realidad escueta y sin afeites: el hombre de la gleba, que rinde testimonio de su íntima esencia de manera más llana que elocuente. Millet pintó sus manos nudosas y encallecidas, sus encorvadas espaldas, su rostro descarnado y quemado por la intemperie, todo ello en íntima relación con la tierra que riega y fertiliza con su sudor. No son los labriegos que conocemos en las escenas aldeanas de Auerbach, que suelen darnos la impresión de que se les acaba de peinar y rizar y vestir con sus trajes domingueros para llevarlos de visita; no, los campesinos de Millet lo son de verdad. Y, sin embargo, se cierne sobre toda su producción el aire de una solemnidad silenciosa, que no puede producirse artificialmente, sino que surge del mismo asunto. Es el poderoso hálito de la tierra, que suena al unísono con el ritmo eterno del trabajo y que origina en el alma del espectador ese sacudimiento que le hace comprensible la íntima sinfonía de todos los seres. Cuadros como las Espigadoras y el Hombre del pico, la Pastora o el Angelus impresionan hondamente por la sencilla grandeza de su expresión.

El nuevo arte no careció de enemigos. Como tampoco careció de ellos Gustav Courbet, el amigo de Proudhon, el partidario de toda la revolución, como él se llamaba, por haberse atrevido a profanar el principio de la belleza llevando al lienzo, como nuevos valores, a los proletarios, en un lenguaje artístico que no podía apoyarse ya en el ejemplo de un pasado muerto, sino que tomaba sus asuntos e inspiración de la vida moderna, la cual zumbaba por doquier en torno del artista. Cuadros como Los Picapedreros, el Entierro en Ornans, el Hombre de la pipa, cuyas cualidades artísticas no se cansa uno de admirar, merecieron la mofa de los académicos, que los consideraron como producciones de un gusto detestablemente estragado. Y, sin embargo, el realismo de Courbet no fue más que un ensayo para ver al mundo y a los hombres bajo otra luz; así tocó cosas que nadie había visto antes. Lo muestran también sus espléndidos paisajes con su palpable fertilidad y su plenitud de vida, que parecen entonar un himno al principio de la fecundidad.

La íntima belleza que encierra el mundo del trabajo, la reconoció también Constantin Meunier, que era un entusiasta admirador de las antiguas formas de belleza. No obstante, entre las humeantes chimeneas, los pozos de mina y los altos hornos del Borinage sintió las rápidas pulsaciones de ese reino acerado que respira con férreos pulmones y mueve los pujantes músculos al compás de las máquinas. También él sabía que pertenecía a su tiempo, en el cual debía arraigar su arte. Su pasión por las formas de la antigüedad se mezcló con las impresiones que el artista había recibido en el corazón de las industrias belgas. De este modo creó aquellas ricas figuras del trabajo, penetradas de un anhelo hacia un mundo nuevo y que, a pesar de la mezquindad de su dura existencia presente, nos miran victoriosas. ¡Qué fuerza la de esas figuras, que clavan el pico en las entrañas de la tierra, rodeadas de mágica luz; que doman el acero fundido, que avanzan sobre el campo oscuro sembrando las feraces semillas o llevan pesadas cargas sobre los hombros! Son exploradores esforzados de una nueva edad, heraldos de una nueva existencia, a la que ningún poder de la tierra podrá poner diques. Hay algo de grandiosidad antigua en esas figuras que con paso firme salen al encuentro del alba de un tiempo nuevo. Poderoso es también el reino ciclópeo en que se mueven y templan sus ansias.

En todos los países surgieron los anunciadores e intérpretes de este nuevo arte, en cuyas obras vivía y trataba de expresarse la necesidad de la época. En sus creaciones se refleja la íntima discordia y descomposición de nuestro orden social, su doblez moral, su despiadado egoísmo, su falta de verdadera humanidad, la absoluta corrosión moral de una época que ha hecho de Mamón el señor y dueño del mundo. Y no obstante hay otra cosa que vive en esas obras: el himno rugiente del trabajo que se extiende por el universo y el ardor febril de las conmociones revolucionarias del pueblo, el inquietante anhelo hacia una sociedad nueva de verdadera libertad y justicia. Ante nuestra vista se presenta una larga serie de nombres, artistas de todas las tierras civilizadas que, mediante los invisibles vinculos de su experiencia vital íntima, están ligados -cada uno a su manera- en la elaboración de esa nueva forma social. Charles de Grouxand y A. Th. Steinlen, León Frédéric y Antoine Wiertz, Segantini y Luce, Charles Hermanns y E. Laermans, Félicien Rops y Vicent van Gogh, G. F. Walts y Kathe Kollwitz, Franz Masereel, Heinrich Zille, Georg Grosz, y otros numerosisimos, todos ellos vinculados a los grandes fenómenos sociales de la época y cuyo arte no tiene relación propia con sus respectivas procedencias nacionales.

Y eso no se aplica solamente a los artistas, en cuyas obras se advierte más o menos claramente expresada la preocupación por la cuestión social, sino a los artistas en general. Cada artista es, en definitiva, un miembro de una gran unidad cultural, la cual, según sus designios personales, determina sus creaciones, en las que la nacionalidad representa un papel del todo subordinado. También en el arte se advierten los fenómenos generales que se notan en todos los demás sectores de la producción humana; también aquí la mutua fecundación dentro del mismo circulo cultural, de la que la nación es sólo una parte, representa un papel decisivo. A este propósito recordamos unas palabras de Anselm Feuerbach que, ciertamente, fue hombre de ideas nada revolucionarias:

Han dado en presentarme preferentemente como artista alemán. Protesto solemnemente contra esta denominación, puesto que lo que soy lo debo en parte a mí mismo y en parte a los franceses de 1848 y a los antiguos maestros italianos.

Por lo demás, es muy significativo que este artista tan preferentemente alemán fue por completo menospreciado en Alemania hasta el punto de negársele su capacidad como pintor. La nación, como tal, no crea ningún artista, puesto que carece de las condiciones previas para hacer que una obra de arte sea justa o digna. La voz de la sangre no ha sido capaz hasta hoy de descubrir los rasgos de parentesco en las obras de arte, pues de lo contrario no seria tan grande el número de artistas absolutamente desconocidos, burlados y difamados por los contemporáneos de su propia nación.

Téngase presente la poderosa influencia que ejercen las diversas corrientes estéticas sobre las producciones de los artistas, sin que la respectiva nacionalidad de éstos pueda sustraerlos a esa influencia. Las diferentes corrientes artísticas brotan, no de la nación, sino de la época y de las condiciones sociales. El clasicismo y el romanticismo, el expresionismo y el impresionismo, el cubismo y el futurismo son fenómenos del tiempo, sobre los que ninguna influencia tiene la nación. A primera vista se reconoce el parentesco entre artistas, no de la misma nación sino de la misma dirección artística; y, por el contrario, entre dos artistas de la misma nación, de los cuales el uno sigue el clasicismo y otro el cubismo o el futurismo, no hay -por lo que al arte se refiere- punto alguno de contacto. Esto ocurre con toda manifestación artística y con la literatura. Entre Zola y los secuaces del naturalismo en otros países existe un parentesco innegable; pero entre Zola y de l'Isle-Adam o de Nerval, aunque son todos franceses; entre Huysmans y Maeterlinck, aunque los dos son belgas; entre Poe y Mark Twain, aunque ambos son norteamericanos, se abre todo un abismo. Toda disquisición acerca del germen o quintaesencia nacional, sobre lo que suponen basadas las obras de arte, carece de fundamento y no pasa de ser más que la manifestación de un deseo.

No, el arte no es nacional, como tampoco lo es la ciencia o cualquier otro sector de nuestra vida espiritual y material. Es indudable que el clima y el ambiente influyen en cierto modo sobre el estado anímico del hombre y por consiguiente sobre el artista; pero eso ocurre con frecuencia en el mismo país y dentro de la misma nación. Que ninguna ley nacional puede derivarse de ello lo demuestra el hecho de que los pueblos nórdicos, que emigraron hacia el Sur y se establecieron allí, como los normandos en Sicilia o los godos en España, no sólo olvidaron en el nuevo país su idioma, sino que se adaptaron al nuevo ambiente incluso en su vida emotiva. Los modelos artísticos nacionales, si fueran posibles, convertirían todo arte en una tediosa imitación y le privarían de lo que constituye su fuerza primordial: la inspiración interior. Lo que se ha dado en llamar nacional es, por regla general, la obstinación por aferrarse al pasado, mero dominio de la tradición. Lo tradicional puede ser también bello y excitar la creación artística; pero no debe convertirse en norte de vida y paralizar lo nuevo con el peso de su pasado muerto. Dondequiera que se pretenda despertar lo pasado a nueva vida, como acontece hoy de modo tan grotesco en Alemania, la vida quedará desolada y sin espíritu, y será mera caricatura de lo que fue. No hay, pues, ningún puente que lleve de nuevo hacia el pasado. Como el hombre adulto, a pesar de sus vehemente deseos, no puede retroceder a los años de su infancia y debe completar su ciclo, tampoco un pueblo puede traer a nueva existencia su pasado. Toda producción cultural tiene carácter universalista, y mucho más en el arte. No fue otro que Hans Heinz Ewers, que gozó después del favor de Adolf Hitler, el que expresó verdaderamente este hecho cuando dijo:

Un mundo entero separa a los hombres cultos de Alemania de sus connacionales con los que se cruza diariamente en la calle; una nonada, empero, un simple canalillo de agua, los separa de los hombres cultos de América. Heine se dió cuenta de esto y se lo echó en cara a los de Frandort. Edgar Allan Poe lo dijo con mayor claridad aún. ¡Pero la mayor parte de los artistas y eruditos y hombres cultos de todos los pueblos entendieron esto tan mal que hasta nuestros dlas se interpreta torcidamente la hermosa Odi profanum de Horacio. El artista que quiere crear para su pueblo se esfuerza en algo imposible y descuida así frecuentemente algo practicable y todavía más elevado: crear para todo el mundo. Por encima de los alemanes, de los británicos y de los franceses hay una nación más alta: la nación cultural; crear para ella, es lo único digno del artista (4).

El arte y la cultura están por encima de la nación. Como ningún verdadero artista crea para un pueblo determinado, así tampoco el arte, en cuanto arte, se deja extender en el lecho de Procusto de la nación. Por el contrario, contribuirá como el mejor intérprete de la vida social a la preparación necesaria para una cultura social más elevada, que vencerá al Estado y a la nación y abrirá a la humanidad las puertas de una nueva sociedad, meta de su ferviente anhelo.


Notas

(1) Juan Lafargue, Great Masters, Nueva York, 1906.

(2) Richard Muther, Geschichte der Malerei, V. III, pág. 128. (Leipzig, 1909).

(3) Marcel Herwegh, Briefe von und an Georg Herwegh: Brief Bakunins an Herwegh aus dem Jahre 1848. (Munich, 1898).

(4) Hans Heinz Ewers, Edgar Allan Poe, pág. 39. Berlfn y Lelpzig. 1905.

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