Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO DÉCIMO

ARQUITECTURA Y NACIONALIDAD

SUMARIO

Arte y nacionalidad.- La obra de arte y la concepción del Universo.- La personalidad del artista.- Estilos y formas sociales.- Arbitrariedad en la designación de los estilos.- Arquitectura y comunidad.- Necesidad y estética.- Influencia del material de construcción en el estilo.- Transición entre Egipto y Babilonia.- Del templo griego al estilo helénico.- Combinación de formas etruscas y griegas.- La construcción abovedada.- Transición al estilo eclesiástico cristiano.- Construcción central y cesarismo.- El estilo bizantino.- La invasión de los bárbaros y el estilo romántico.- Transición al gótico.- El gótico como creación social.- El Renacimiento.- Las formas espaciales.- Miguel Angel y el tránsito al barroco.- El absolutismo y la génesis del barroco.- El estilo jesuítico.- Ocaso del antiguo régimen y el arte de1 rococó.- El mundo capitalista y el caos de los estilos.- La fábrica.- El almacén.




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Pero ¿y el arte?, se preguntará. ¿Acaso no había en el arte el alma especial de cada pueblo? Las diferencias que aparecen en el arte de los diversos pueblos, ¿no son el resultado de la idiosincrasia nacional de los mismos? ¿No hay en toda obra de arte un algo que sólo puede sentirse nacionalmente y que el miembro de otro pueblo o el individuo de una raza extraña no comprenden nunca, porque carecen del órgano especial para su comprensión emotiva? - He aquí algunas cuestiones con que se tropieza a menudo al tratar de explicar la esencia del arte nacional.

Reconstituyamos, ante todo, mentalmente, el modo como surge una obra de arte, prescindiendo de raza y nación: al mirar, por ejemplo, un paisaje, lo que a nuestros ojos se ofrece puede producir en nosotros diversos efectos. Puede incitamos a abarcar una por una las cosas visibles y a separarlas luego unas de otras para mantener fijas sus propiedades especiales y descubrir las relaciones que tienen con el mundo que las rodea. Con esta representación puramente mental, quizá un naturalista se acercará primero a las cosas para llegar luego a consideraciones puramente científicas que capta y elabora en su espíritu. Podemos, también, considerar el mismo paisaje desde el punto de vista sentimental, admirando la pompa y gala de sus colores, sus vibraciones y tonos, sin preocuparnos en absoluto de la manera especial como está dispuesto materialmente. En este caso percibimos lo que llega a nuestra vista de un modo puramente estético, y si la naturaleza nos ha dotado de la facultad de reproducir lo visto, aparece entonces la obra de arte. Cierto es que las impresiones que recibimos no son siempre separables unas de otras tan netamente como aquí lo hemos hecho; pero cuanto más profundidad se logra en la percepción de lo puramente sentimental, y con mayor intensidad se expresa en la obra de arte, tanto más merece ésta el nombre de tal. Precisamente por esto el arte no es una mera imitación de la naturaleza. El artista no se limita a reproducir lo visto, sino que lo anima, le da hálito secreto de vida, que es lo único capaz de despertar esa emoción propia del sentimiento artístico; en una palabra, y como bellamente ha dicho Dehmel, el artista pone alma en el todo.

Que el artista puede poner su arte al servicio de una determinada concepción del mundo y ejercer influencia a favor de ella, es una verdad tan palmaria que no necesita demostrarse. Y en este terreno poco importa desde luego que se trate de una concepción de naturaleza religiosa, puramente estética o social. Podrá alguna vez también inspirar al artista y tener influencia en su creación una idea nacional -sea cual fuere el sentido que se dé a la frase-. Pero la obra de arte no es jamás el resultado de un sentimiento nacional innato, con significación decisiva en sus cualidades estéticas. Las concepciones son inculcadas en el hombre y proceden de fuera; el modo de reaccionar ante ellas depende de su personalidad; es un resultado de su disposición individual, nunca el efecto de una peculiaridad nacional especial. El carácter distintivo del artista se manifiesta en su estilo, el cual da a cada una de sus obras una nota especial que se manifiesta en todo lo que produce.

Sin embargo, el artista no vive fuera del espacio ni del tiempo; es también un hombre como el más insignificante de sus contemporáneos. Su yo no es una forma abstracta, sino una entidad viviente, en la que se refleja cada una de las modalidades de su ser social y produce sus acciones y reacciones. El también está ligado a los demás por mil lazos distintos; participa en sus penas y alegrías; sus esfuerzos, deseos y esperanzas hallan eco también en su corazón. Como ente social está dotado del mismo instinto de sociabilidad; en su persona se refleja el mundo exterior en que vive y obra, y que necesariamente halla también expresión en sus creaciones. Ahora bien: cómo se manifiesta esta expresión, de qué singular manera reacciona el alma del artista a las impresiones que recibe de su ambiente, son cosas de las que deciden, en fin de cuentas, su propio temperamento, la disposición especial de su carácter, en una palabra, su personalidad.

La arquitectura, cuyas varias formas de estilo están siempre de acuerdo con las diversas épocas, pero nunca con una nación o raza determinada, nos demuestra en qué alto grado es el arte la suprema manifestación de una colectividad cultural existente y, por el contrario, en qué reducida escala ha de considerarse como resultado de supuestas cualidades raciales o de complejos de sensibilidad nacional. Siempre que en la vida de los pueblos de Europa ocurrió algún desplazamiento de las formas sociales y de sus premisas morales o materiales, se observó en el arte, en general, y en la arquitectura, en particular, la aparición de nuevas formas estilísticas que fueron fiel expresión de las nuevas tendencias. Estas metamorfosis del impulso plasmativo artístico no se riñeron nunca a un país o a una nación, como tampoco sufrieron tal restricción los cambios sociales que les dieron origen. Difundiéronse más bien por toda la esfera cultural de Europa, a la que pertenecemos, y en cuyo seno habían nacido. El arcaico, el gótico, el renacentista -por no mencionar sino las formas estilísticas más conocidas- no sólo incorporan peculiares tendencias en el arte, sino que a la vez han de reputarse como formas expresivas de la estructura social y de las adquisiciones intelectuales de determinadas épocas.

Cuanto más claramente comprendió el pensador la sima que se abrió entre los estilos arcaicos, con sus formas clásicas, y el mundo cristiano surgido más tarde, con su propio impulso plasmativo, tanto mayor fue su estímulo para investigar las causas estéticas de ese contraste. Empezó por establecer la comparación entre las formas artísticas de una y otra época; pero lo que le estimuló directamente fue el redescubrimiento de las formas arcaicas. En este trabajo de compulsa, apenas se tuvieron en cuenta los profundos procesos evolutivos que habían servido de principio y fundamento a ambas formas sociales y a sus realizaciones espirituales. Tales comparaciones conducen siempre a determinados juicios de valor y fijan ciertos límites que han de servir de jalones concretos al pensamiento abstracto. Un juicio de valor supone siempre, sin embargo, un concepto teológico. Así, al establecer comparación entre varias clases de estilo, se las juzga de conformidad con el grado en que un estilo especial responde, o no, a determinada hipótesis. De este modo Lessing, Goethe, Schiller, Winckelmann y sus numerosos sucesores llegaron a lógicas consecuencias en la teoría artística. Se tenía simplemente por objetivo del arte la representación de lo bello, y como el ideal de belleza de los griegos les pareció a nuestros clásicos el más perfecto, tuvo para ellos una importancia absoluta, y fue en su concepto una belleza tal que cualquier otra forma de estilo se les figuró tosca e imperfecta. Así, siguiendo las huellas de lo arcaico, se llegó ciertamente a valiosos descubrimientos, pero el fondo de la cuestión quedó intacto.

El concepto de lo bello es un concepto muy discutido; no sólo tiene especial importancia para pueblos de zonas y círculos culturales distintos, sino que, además, como ideal de belleza de un mismo pueblo o de una misma colectividad cultural -si es que hay alguna que merezca este nombre-, está constantemente expuesto a grandes fluctuaciones. Lo que hoy parece una manía detestable, al día siguiente obtiene los honores de un nuevo concepto de belleza; opinamos, pues, que en el arte no hay objetivo alguno determinado, sino sólo caminos por los cuales halla expresión adecuada el impulso plástico del hombre. Investigar en qué formas se manifiesta este anhelo, es ciertamente una tarea llena de encanto y atractivo, pero no pasa de esto; para la supuesta finalidad del arte no nos da punto alguno de apoyo, puesto que aun en este terreno la finalidad tiene sólo importancia relativa, jamás absoluta. Este pensamiento lo expresó Scheffler con estas bellas palabras:

Así como no hay mortal alguno que posea individualmente toda la verdad, porque ésta mas bien está repartida entre todos, así también el arte, como un todo, no es patrimonio de un pueblo ni de una determinada época. Tomados en su conjunto, los estilos son el arte (1).

Como en la ciencia natural la llamada teoría catastrófica hace tiempo que ha sido superada, así ocurrió también en la historia del arte. Ningún estilo ha surgido repentinamente de sí mismo y sin puntos de contacto con estilos anteriores. Todo historiador del arte está hoy fácilmente en condiciones de exponer de manera clara cómo se ha desarrollado una forma estilística gradualmente de otras, y ello de la misma manera que las formas distintas de la vida social. Eso no impide ciertamente que la disputa de opiniones sobre los diversos géneros de estilo asuma a menudo formas muy agudas. Así se ha vuelto a adquirir recientemente el hábito de celebrar el gótico como símbolo del espíritu germánico, y de exponer su belleza singular como superior a la del arte arcaico y al del Renacimiento. Y en realidad, si se compara un templo griego con una catedral gótica, destácase inmediatamente una fuerte diferencia entre ambos; pero sería una monstruosidad concluir de ahí que esa divergencia en la forma estilística depende de la raza o de la nacionalidad. Si el gótico fuese realmente el resultado de determinadas disposiciones raciales o de un especial impulso plástico nacional, sería difícil comprender por qué hombres como Lessing, Goethe, Schiller, Winckelmánn, etc., a quienes se tiene por los más preclaros representantes del arte alemán, se manifestaron incondicionalmente en favor del arte clásico de los antiguos. Goethe, que en sus años mozos sintió una gran atracción por el gótico, como se ve en sus consideraciones sobre la catedral de Estrasburgo, más tarde se inclinó decididamente al ideal de belleza arcaico y no tuvo vacilación alguna en manifestar su menosprecio por lo gótico. ¿Acaso no es esto una prueba convincente de que todas las teorías que quieren conceptuar el sentimiento artístico en general, y en particular la actividad creadora del artista, como manifestaciones de la raza o del genio nacional, se apoyan en vanas fantasías que nada tienen de común con las realidades de la vida?

Las teorías de arte y estilo son en general un asunto de importancia singular. Tienen la ventaja de hacernos ver más claramente ciertas diferencias de la creación artística; pero su lado flaco consiste en que todas parten de suposiciones que responden a la concepción arbitraria de sus fundadores. En efecto, al querer subrayar la preferencia que se siente por un determinado estilo, surgen no pocas veces oposiciones de naturaleza puramente abstracta que, si tienen poder para hacer resaltar ciertas particularidades, como es su objetivo, en cambio sirven de poco para el esclarecimiento del verdadero problema. Ya las denominaciones que se han dado a los diversos estilos, fueron escogidas, las más de las veces, de modo arbitrario y muy rara vez responden a una noción claramente perfilada. Así, la palabra Renacimiento no expresa en manera alguna el concepto que hoy le asociamos, puesto que la cultura de aquella época se representa más bien como un renacer de lo arcaico, mientras que en realidad fue una completa subversión de todos los conceptos tradicionales y de las ideas sociales, lo que, como era natural, repercutió en el arte. A la sociedad medioeval, con sus innumerables trabas religiosas y sociales, su mística y su ansia del más allá, sucedió un nuevo orden de cosas poderosamente fomentado por los grandes descubrimientos de la época y por la rápida transformación de todas las relaciones económicas. No fue, pues, el Renacimiento, en manera alguna, una repetición de las formas de vida arcaicas, sino un vigoroso desencadenamiento de impulsos juveniles en todas las esferas de la vida. Y no pudo ser un renacer de lo arcaico porque no consiguió abolir arbitrariamente las tradiciones del cristianismo, que contaban quince siglos de existencia, y a las cuales estaba íntimamente unido en su desarrollo.

Más arbitraria aún es la denominación gótico, que se da al arte del medioevo cristiano, vocablo que, como es sabido, nada tiene de común con el pueblo de los godos. Vasari, de quien hemos tomado esta denominación, quiso sencillamente expresar con ella la oposición al arte del Renacimiento, y sus violentas invectivas contra los fundamentos del gótico dan claramente a entender que había querido asociar a esta expresión el concepto de tosco, grosero y bárbaro. No menos impropias son las calificaciones de barroco y rococó, sobre cuyo significado originario nada se sabe todavía de fijo. Estas voces no recibieron hasta más tarde un sentido más o menos determinado, el cual se apartó casi siempre de su primitiva significación. De todos modos, la gran mayoría de los modernos psicólogos de los estilos hace tiempo que están convencidos de que no hay forma alguna estilística vinculada a un determinado pueblo o nación. Scheffler -que sostiene el principio de que el espíritu gótico, en todos sus grados, creó las formas de la inquietud y el sufrimiento, y el griego, por el contrario, las del sosiego y felicidad, opina que ambas formas de estilo -la griega y la gótica- aparecen en todos los pueblos y en las más distintas épocas, y ha clasificado el concepto del gótico en prehistórico y egipcio, indio y barroco, antiguo y moderno, lejano y próximo, No podemos aceptar las explicaciones generales de Scheffler, porque adolecen de las mismas insuficiencias que las demás teorías estilísticas, a saber: de la arbitrariedad de suposiciones no demostradas e indemostrables. Su afirmación de que se ha de considerar el estilo griego como el elemento femenino y el gótico como el elemento masculino del arte es, en el mejor de los casos, una ingeniosa construcción ideológica. En un punto, sin embargo, tiene Scheffler completa razón, a saber: la noción que nosotros asociamos comúnmente al concepto del gótico no se ciñe meramente al medioevo cristiano, si bien fue quizá en aquella época cuando alcanzó su expresión más acabada y perfecta. Hay indudablemente mucho del gótico en el arte de los antiguos egipcios y asiríos, y hasta algunos templos indios nos dan la impresión del sentimiento demoníaco, de la ilimitada gestación de las formas y del poderoso impulso hacia lo alto, cosas, todas, propias del gótico. Análogo rasgo cabe reconocer en varias construcciones modernas destinadas a fábricas y almacenes, a tal extremo que casi podría hablarse de un gótico de la industria.

Por lo demás, Nietzsche desarrolló un pensamiento análogo cuando intentó fijar en el mismo arte griego dos corrientes diversas que, en una o en otra forma, salen al paso en todos los períodos: la una -Nietzsehe la llama apolinea- se le antoja una expresión de fuerzas puramente plasmativas que están iluminadas por la consagración de la bella apariencia, y con su moderación y su filosófico reposo obran en nosotros como un sueño. La otra corriente, que Nietzsche denomina dionisíaca, está rodeada de mil misterios y de obscuros presentimientos, semejante toda ella a un estado de embriaguez que arrastra en su ascenso al sujeto hasta aniquilarlo en un total olvido de sí mismo. Nietzsche no observa este rasgo únicamente en la civilización griega. También en Alemania, en la Edad Media -dice-, multitudes cada vez más numerosas, daban vueltas bajo el soplo de esta misma potencia dionisíaca, cantando y danzando de unos lugares a otros: en estas danzas de la noche de San Juan y de San Vito reconocemos los coros báquicos de los griegos, cuyos orígenes se pierden a través del Asia Menor hasta Babilonia y hasta las orgiásticas Seceas. Nietzsche expresó esta oposición con palabras magníficas:

Hasta aquí hemos considerado el espíritu apolíneo y su contrario, el espíritu dionisíaco, como fuerzas artísticas que surgen de la naturaleza misma, sin la mediación del artista humano; fuerzas en virtud de las cuales los instintos de arte de la naturaleza se sosiegan en un principio y directamente: por un lado, como el mundo de imágenes del ensueño cuya perfección no depende en modo álguno de la valía intelectual o de la cultura artística del individuo; por otro lado, como una realidad llena de embriaguez que se preocupa a su vez del individuo, pero que más bien procura su aniquilación y su disolución liberadora en un sentimiento místico de unidad (2).

Poco importa, en substancia, que nos queramos servir de los antiguos conceptos clásico o romántico, o que, en vez de éstos, prefiramos designar aquella polaridad de los estilos, por todos sentida, con los calificativos de realista e idealista, o bien impresionista y expresionista, o que demos la preferencia a la expresión de Worringer, que habla del arte de abstracción del norte, y su opuesto, el arte del sentimiento interior de los griegos, o a la de Nietzsche, que habla de una expresión sensitiva apolínea y otra dionisíaca en el arte. Pero lo que Nietzsche reconoció muy bien es el hecho de que aquella discutida oposición que él intentó encerrar en los conceptos de apolíneo y dionisíaco, no ha de entenderse en absoluto como problema existente entre el norte y el sur, o como una oposición entre razas y naciones, sino que más bien se ha de considerar como un dualismo interior de la naturaleza humana, que se observa en todos los pueblos y agrupaciones étnicas.

Lo que se ha de evitar sobre todo es generalizar las manifestaciones aisladas que se registran en la historia de un pueblo o de una edad y construir sobre ellas el carácter general del pueblo o de la época de referencia. Los griegos eran, indudablemente, un pueblo optimista y amigo de los goces de la vida; pero sería una insensatez suponer que estaba oculta para ellos la tragedia interior del vivir y que el hombre griego no sabía una palabra de dolores psíquicos ni de tormentosas conmociones del alma. También andan descaminados ciertos psicólogos de la cultura y teorizantes en materia de estilos, que nos pintan la Edad Media como una era de agonía del alma y de instinto primitivo demoníaco, en la que el hombre estaba tan embargado por el horror a la muerte y el sombrío problema del próximo castigo o de la recompensa que era incapaz de apreciar los aspectos amenos y apacibles de la vida. Nada de esto; también conoció la Edad Media las alegrías del vivir, también tuvo sus regocijadas fiestas y sintió el impulso de la grosera sensualidad, como se ve a menudo y con bastante claridad en su arte. Recuérdense si no las esculturas ultrarrealistas de gran número de construcciones de aquella época, tanto eclesiásticas como civiles, y se verá que son elocuentes testimonios de lo que decimos. Cada época ha tenido su locura, sus epidemias morales, sus noches de San Juan y sus danzas de San Vito, y la Edad Media cristiana no es una excepción a esta regla. Pero lo que sucede con frecuencia es que nos preocupamos demasiado de las vesanias de los demás, y rara vez, o nunca, de las propias. Y, sin embargo, nuestra época nos da precisamente una lección objetiva que no es fácil que escape a la recta comprensión.

El dolor y el gozo son los puntos extremos del sentimiento humano y se encuentran en todos los tiempos y en todas las latitudes. Son los dos polos en torno a los cuales gira nuestra vida psíquica e imprimen alternativamente su sello en nuestro ser fisico. Y así como un individuo no podría permanecer indefinidamente en un estado de profundo sufrimiento moral o en un sentimiento de beatitud extática, tampoco, y aún mucho menos, puede estancarse todo un pueblo y toda una época. La mayor parte de la vida del hombre discurre entre el sufrimiento y la alegría. El dolor y el placer son comparables a los mellizos; a pesar de las diferencias que pueda haber entre ambos, no nos podemos representar separadamente al uno sin el otro. Lo mismo sucede con la expresión creadora de esos sentimientos en el arte. Así como todo hombre es capaz de sentir la alegría y el dolor, así también hallamos en el arte de cada pueblo una participación de ambos conjuntos sentimentales, que se substituyen y complementan alternativamente. Ambos, junto con sus mil y mil gradaciones de color, matices y transformaciones, nos suministran el concepto del arte como un todo. Esto lo reconoció y vió con gran claridad Scheffler al decir:

Para la ciencia del arte, el ideal consiste en acercarse lo más posible a aquel punto imaginario fuera del mecanismo terrestre con que soñó Arquímedes. No puede haber para ella reparos ni limitaciones de ningún género; la vida, el arte, han de constituir para ella un inmenso todo, y cada fragmento de historia del arte ha de ser como un capítulo de una historia universal del arte. Ni aun el mismo punto de vista patriótico tiene valor alguno. El milagro de haber tomado parte todas las razas, pueblos e individuos en la vida eterna de la forma artística es demasiado grande para que pueda caber en los estrechos limites del nacionalismo; hay que abandonar, pues, el punto de vista nacional; o sea, el investigador científico no ha de participar jamás del querer instintivamente tendencioso de su nación y mucho menos ha de seguir su pequeño querer personal, el impulso de su naturaleza y acuñarlos con argumentos aparentemente objetivos.

Mientras nuestros conocimientos se ciñeron a las formas estilísticas de los pueblos europeos y de sus más próximos parientes, fue cosa relativamente fácil pasar la vista, como sobre un conjunto, por las bellas artes, y sobre todo por la arquitectura, y establecer determinadas divisiones; pero con la ampliación de nuestros conocimientos, la cosa ha cambiado mucho. Desde luego, no es posible fijar en la actualidad las íntimas relaciones de las varias formas estilísticas en la arquitectura de los pueblos antiguos, sobre todo si no pertenecen al ciclo cultural europeo, por más que en este terreno se han logrado ya algunos resultados importantes. Numerosos miembros intercalares de las formaciones tectónicas que existieron en otro tiempo seguramente, desaparecieron en el transcurso de los siglos sin dejar huella, porque el material de que estaban construídos no pudo resistir la acción del tiempo y porque hubo influencias de otro género que favorecieron el proceso destructivo. Lentamente se ha ido introduciendo en la ciencia la costumbre de no hablar de un arte egipcio, asirio o persa como esencialmente distintos, si bien en las conversaciones de la vida ordinaria y en el lenguaje docente no siempre se observa esta costumbre. Ahondando más en la historia de Grecia, se llegó al conocimiento de que también los helenos tuvieron su edades antigua, media, moderna y contemporánea, y esto se nos hizo patente sobre todo por el desarrollo de la arquitectura desde los tiempos prehoméricos hasta la aparición y la decadencia del llamado helenismo. El estilo es donde mejor se manifiesta el contenido cultural de una época, porque en cierto modo refleja un compendio de todas sus tendencias sociales. Pero lo que en él resalta, sobre todo en este caso, es la influencia fecundante que viene del exterior y a menudo da ocasión a nuevas formas estilísticas. Esta mutua fecundación corre como un hilo rojo a través de la historia de todos los pueblos y constituye una de las leyes fundamentales del desarrollo cultural.

En la arquitectura cabe observar esto mejor que en cualquier otro terreno artístico, porque la arquitectura es, entre todas las artes, la más social, puesto que en ella se revela constantemente la voluntad de una colectividad. En la arquitectura se halla el objetivo finalista íntimamente incorporado a lo estético. No fue el capricho del artista el que creó una pirámide, un templo griego o una catedral gótica, sino una fe generalmente sentida, una idea común, que hicieron surgir aquella obra por la mano del artista. Entre los egipcios, el culto a los muertos indujo a la construcción de las llamadas mastabas y las pirámides. Y la pirámide misma no es otra cosa que un gigantesco monumento funerario cuya forma exterior reproduce a la vez el carácter social de una determinada época, asi como el templo de los griegos sólo podía surgir en un pueblo que se agitaba constantemente al aire libre y no se dejaba recluir en locales cerrados. En cambio, la catedral cristiana habia de contener a toda una comunidad, y este propósito fue la base de su construcción y, a pesar de todos los cambios operados en su forma exterior, siguió siéndolo.

Se ha dado a la arquitectura el nombre de arte de los acordes, y realmente lo es en mucha mayor escala que otra cualquiera de las artes; pero lo es únicamente por el hecho de dar tan marcada expresión al espiritu de la colectividad y de crear una armonía o acorde total en que desaparece toda emoción personal. Scheffler describió ingeniosamente este efecto de la obra de arte arquitectónica y demostró que en ella se revela al espectador la fuerza de una idea universal. Y esta impresión es tan vigorosa porque no transmite al hombre una emoción que indique las relaciones íntimas entre la obra y su creador, aun en los casos en que éste sea conocido. Al contemplar un cuadro, por ejemplo, fórmase espontáneamente en el espectador un íntimo contacto entre la obra y él maestro que le dió vida; se siente en cierto modo cómo la personalidad del artista se desprende del cuadro, y se percibe la vibración de su alma. Pero en la obra de arte arquitectónica, el autor no es sino un nombre; ninguna voluntad individual le habla allí; en ella se acumula la voluntad de una colectividad, que atrae siempre, como fuerza primaria anónima. De esto dedujo Scheffler que el arquitecto no es sino un educando que aprende los conocimientos hallados por la voluntad de la época, el órgano pensante de ideas técnicas fecundas. Es más bien dirigido que director (3).

Pero el anhelo íntimo y la voluntad de una colectividad, que se revelan en sus máximas religiosas, en sus costumbres y en sus concepciones sociales, no evolucionan repentinamente, sino paso a paso, aun cuando el cambio se opere a través de acontecimientos catastróficos. Ni siquiera las revoluciones pueden crear nada nuevo por sí mismas; no hacen más que liberar las fuerzas ocultas que se habían ido formando lentamente en el seno del antiguo organismo, hasta que, no pudiendo resistir por más tiempo la presión exterior, se abren camino violentamente. Igual fenómeno cabe observar en el desarrollo de las diversas clases de estilo en el arte en general, y en particular en la arquitectura. Tampoco aquí dejan de ocurrir transformaciones revolucionarias; tampoco aquí faltan apariciones, súbitas al parecer, de nuevas formas estilísticas. Pero si se ahonda en las cosas, se ve claramente que a esas subversiones las precedieron siempre períodos de un lento desarrollo, sin los cuales jamás sé hubiese podido constituir nada nuevo. Toda nueva forma se desarrolló orgánicamente de otra ya existente y por regla general contiene por largo tiempo señales evidentes de su origen.

Si mediante una yuxtaposición se comparan entre sí dos estilos completamente distintos, por ejemplo el griego y el gótico, se notará sin duda todo un mundo de cosas sin punto alguno de contacto; pero si se investiga la lenta formación de los diversos estilos teniendo en cuenta los elementos intercalares y los estilos de transición, no podrá menos de reconocerse también aquí un paulatino madurar de las varias formas y figuras. Este desarrollo, como sucede en todo, no está libre de períodos de paralización y de avances violentos, que no pueden perturbar nunca por largo tiempo la euritmia del proceso total. Por lo demás, esto es muy natural, ya que el arte no es sino una de las muchas exteriorizaciones de la forma cultural, que se manifiesta a su manera. Por lo mismo figuran también aquí las varias etapas del desarrollo estilístico, de mayor o menor duración, según que la corriente de los asuntos sociales se deslice mansamente o se hinche de repente y salga de madre anegando las orillas. Lo que no cabe nunca desconocer es la sucesión del desarrollo; toda forma produce otra forma; nada sale de sí mismo; todo fluye, todo se mueve.

La cuestión del estilo no estriba simplemente en la concepción del artista, sino que depende también, en gran parte, del material de que el artista dispone. Todo material, ya sea madera, barro o piedra, exige elaboración particular y produce sus propios efectos, que el artista conoce muy bien y tiene en cuenta en su labor. Por esto se ha hablado, no sin razón, del alma o del espíritu de los materiales. Hay historiadores del arte a quienes la influencia preponderante de los materiales en la génesis del estilo les parece tan importante que Naumann pudo afirmar que el estilo gótico debió en primer lugar su formación al blando y flexible asperón, o piedra arenisca, de la Isla de Francia, que fue donde el gótico tomó por primera vez formas visibles. Esta afirmación es quizá exagerada por su exclusividad, pero no se puede negar que tiene cierto fundamento de verdad. Recuérdese si no la arquitectura de los antiguos egipcios y el origen de las pirámides. Para ellas fueron inevitables dos premisas: el material pétreo y la vastedad de la llanura; sólo en ésta podían realizarse aquellas construcciones. Recuérdense asi mismo los monumentos de los babilonios y los asirios, para los cuales, por falta de madera y de piedra, se recurrió casi exclusivamente a la elaboración de ladrillos desecados o cocidos. La construcción a base de ladrillos condujo a una serie de formas estilísticas especiales; sólo así pudo nacer el arco de medio punto y sucesivamente la llamada bóveda esférica o simplemente la cúpula.

Es verdad que las grandes obras arquitectónicas de la antigüedad no se construyeron de golpe, sino en el decurso de un largo desarrollo cultural en que tomaron parte, tanto en Egipto como en Babilonia, pueblos de las más diversas procedencias. En una sugestiva e instructiva obra del egiptólogo Henrich Schafer se expone muy objetivamente el paulatino devenir de la arquitectura entre los pueblos del valle del Nilo (4). Explica cómo de la construcción de las chozas de barro, ladrillo, madera y cañas, fue desarrollándose sucesivamente la construcción en piedra, y cómo sus inventores procuraron ante todo imitar en la piedra las antiguas formas estilísticas. De las sepulturas más antiguas, que a causa de la forma de cofre fueron llamadas luego por los árabes mastabas, esto es, bancos de descanso, surgieron paulatinamente las pirámides; pues se pasó a amontonar unos sobre otros aquellos cofres de piedra. Las famosas pirámides de Sakkarah y las llamadas pirámides aplanadas de Dashur nos muestran aún hoy distintas etapas que, finalmente, bajo la IV dinastía, condujeron a las maravillosas construcciones de Gizeh.

Nos muestra asimismo Schafer en qué gran escala sirvió de modelo a los pueblos vecinos la grandiosa arquitectura de los pueblos del valle del Nilo, transmitiéndoles el arte de la construcción de mampostería y también el de la construcción de sillería. Que ya en tiempos muy primitivos existieron relaciones culturales entre el Egipto y la población prehistórica de la que después fue Grecia, no hay actualmente investigador de alguna nota que lo ponga en duda; además los resultados de las excavaciones practicadas en Creta por Evans y otros acusan claramente la existencia de relaciones con Asia y Egipto. También aparece cada vez más probable que las columnas específicamente egipcias de las construcciones de Deier-el Bahri y Beni Hassan ejercieron alguna influencia en las creaciones de los griegos. Pero donde aparecen con mayor claridad las relaciones del Egipto con los numerosos pueblos del Asia Menor y especialmente con el primitivo territorio civilizado que bañan el Eufrates y el Tigris, es en las exploraciones de nuestros días; y aunque no estamos, por ahora, en condiciones de afirmar en detalle las varias acciones y reacciones de esta relación, sin embargo no van descaminados los que suponen que tuvo lugar una mutua fecundación que, partiendo de pueblos de distintas razas, no podía dejar de influir en el desarrollo de cada una de las formas estilísticas. Sería del todo incomprensible que dos focos de civilización tan poderosos como Egipto y Babilonia, desarrollados casi a un mismo tiempo y en la más cercana vecindad, no hubiesen mantenido relación alguna entre sí. Estas recíprocas influencias probablemente debieron de existir ya cuando no se podía pensar aún en la soberanía de los Faraones en el valle del Nilo ni en el imperio de lós reyes babilonios y asirios a orillas del Eufrates y del Tigris. Hasta cabe suponer con bastante fundamento que la gran fusión de razas y pueblos, que tuvo lugar en tan gran escala en aquellos territorios, fue una de las más importantes causas del desenvolvimiento de ambas culturas.

Igual que eu la arquitectura egipcia, en la babilónica y asiria se puede observar un sucesivo desarrollo de las formas estilísticas, el cual fue originado y fomentado quizás por la invasión de nuevos pueblos. Mientras fueron simplemente tribus nómadas que no disponían de cultura alguna que mereciese este nombre, se vieron rápidamente absorbidas por la cultura más vieja; pero al ser invadido el imperio por pueblos de superior cultura, observóse, una vez terminados los conflictos de carácter militar, una penetración de formas de arte que se fusionaron paulatinamente con las ya existentes y condujeron a la creación de otras nuevas. Por desgracia, el material de construcción de que disponían los pueblos de las orillas del Eufrates y del Tigris no era capaz de oponer al curso de los siglos una resistencia análoga a la de las construcciones pétreas de Egipto; por lo cual no es fácil obtener de sus ruinas un cuadro de conjunto de esa cultura desaparecida hace ya tantos siglos. Con todo, se ve claramente la intensidad con que obraron las invasiones persas en el desarrollo del antiguo estilo de construcción. Comparando las ruinas de los antiguos palacios reales de Jorsabad y las de Persépolis, la diferencia salta inmediatamente a la vista. Los medos y los persas que, como es sabido, no eran pueblos semitas como los babilonios y asirios, trajeron de su país natal el estilo de las construcciones en madera, al que dieron nuevos medios de expresión bajo otras condiciones y con el visible influjo de las formas asirias. Las esbeltas columnas del palacio de Jerjes en Persépolis, con sus fantásticos capiteles, testimonian sobre este nuevo desarrollo. Estas construcciones no tienen seguramente las enormes dimensiones de íos gigantescos palacios de Jorsabad, pero son notables por una más bella configuración y especialmente por una mayor armonía en las formas externas y en la estructura interior. En las antiguas construcciones de Susa, que son afines a los palacios de Persépolis, se nota ya la influencia griega.

Mientras que las íntimas relaciones entre la arquitectura de los egipcios y la de los pueblos del Asia Menor, en sus particularidades, nos son aún del todo desconocidas, en Europa el sucesivo desarrollo de los diversos estilos de construcción nos ofrece un cuadro bien claro y definido. Es cierto que en este terreno los primeros principios están aún velados, puesto que los templos griegos más antiguos que conocemos tienen ya un grado de perfección muy elevado; pero las excavaciones de Tirinto y Micenas, en el Asia Menor, y las de Knosos y Festos en Creta, han demostrado claramente que hasta allí llegaron las sugerencias de Levante y de Egipto. Esto se ve especialmente en gran número de objetos ornamentales de Creta; por ejemplo, los símbolos de la fecundidad, que recuerdan el árbol de la vida de los asirios. También en Micenas se han podido comprobar análogas relaciones.

En el templo griego vemos por primera vez una obra de arte dotada de una unidad compacta. El interior y el exterior ofrecen una inalterada armonía; la construcción toda obedece a una ley natural de la que resultan espontáneamente todas las formas. Sobre un tócalo de tres gradas se levantan las columnas y paredes de la cella que rodean al santuario cuadrangular y sostienen la techumbre en forma de albardilla. El triunfo más importante de la arquitectura griega fue la armónica proporción de las cornisas y su unión con el techo horizontal del pórtico y con el remate de la fachada. La ornamentación exterior e interior forma en cierto modo un conjunto con toda la construcción: las obras, tanto escultóricas como pictóricas, ocupan exactamente el sitio que les corresponde respecto del conjunto, avalorándolas definitivamente las proporciones del local. Toda la construcción impresiona favorablemente el ánimo por la acertada combinación de las formas matemáticas y por la sensación de armonía musical. Con todo y ser el templo griego notablemente típico, su estructura permite una infinidad de variaciones, de suerte que no se perjudica en absoluto la intervención creadora del artista, el cual no necesita repetirse nunca. La forma misma de las columnas, con su gran diversidad y sobre todo con la gran abundancia de capiteles que suministran los estilos dórico, jónico y corinto, proporciona constantemente nuevas impresiones. La íntima trabazón de la obra arquitectónica griega causa en realidad un efecto tan avasallador que se comprende muy bien por qué los posteriores defensores del arte clásico no se decidieron por otro ideal de belleza.

La última forma de estilo que Grecia produjo, el llamado estilo helénico, que se desarrolló principalmente en Asia Menor y Egipto, es el lazo de unión con el estilo romano. El templo romano es una fusión de formas griegas y etruscas; en él se combina la construcción de arquitrabes y columnas con la construcción del arco y el muro que los etruscos trajeron de Asia. Esta nueva clase de estilo condujo a toda una serie de creaciones, de las cuales derivaron a su vez gran número de formas estilísticas posteriores. Así, de la llamada bóveda cilíndrica o de medio cañón, por tener la forma de un medio cilindro hueco, surgió más tarde la bóveda con aristas, que se forma al cortarse en ángulo recto dos de estos medios cilindros y fundirse entre sí. La forma espacial resultante desempeñó un importante papel en el desarrollo de la arquitectura del templo cristiano.

Los romanos, prácticos en todas sus cosas, no se contentaron con emplear únicamente para sus construcciones religiosas las formas estilísticas heredadas de los etruscos y de los griegos, sino que las aplicaron también a gran número de construcciones que tenían objetivos puramente civiles. De este modo nació una de las más importantes formas arquitectónicas: la basílica. La basílica, en sus principios, fue un gran local rectangular, cubierto, situado en el centro de la ciudad, del que se servían los comerciantes y los empleados municipales para sus reuniones y consultas, pero que ya primitivamente había servido como lugar de conciliación para pleitos y litigios. El espacio central estaba limitado longitudinalmente, a ambos lados, por dos series de columnas que, a derec;ha e izquierda, daban origen a dos estrechas naves laterales, sobre las que muy frecuentemente se levantaba una galería. Es cosa a todas luces evidente que los arquitectos cristianos posteriores tomaron de la antigua basilica las formas más importantes para la disposición interior de sus templos.

El empleo de la bóveda cilíndrica para cubrir espacios condujo lógicamente desde la bóveda con aristas y pasando por varios tipos intermedios a la creación de la cúpula, que en el Panteón de Roma llegó a su forma más acabada. El Panteón es la construcción de planta circular más perfecta. Su destino como monumento a la familia imperial Julia da claramente a entender que al construirlo no se pensó en que había de servir para lugar de reuniones o asambleas de alguna colectividad, sino simplemente como un espacio cercado en torno a la estatua del César. La impresión que causa la vista del interior es realmente deliciosa. La cúpula que envía una luz cenital uniforme al local, no ofrece punto de concentración a la vista y el espectador se siente como si fuese suavemente elevado. La influencia oriental se hace notar más intensamente en el Panteón que en ninguna otra de las construcciones romanas de bóveda.

Mientras en un tiempo se creyó que los edificios abovedados de los arsácidas y los sasánidas en Persia eran de influencia romana, modernamente prevalece cada vez más la opinión de que esta influenCia se dejó sentir en dirección opuesta, esto es, que las construcciones abovedadas de Roma son de origen oriental. En su obra Architektonische Raumlehre, mantiene Ebe el punto de vista de que tales construcciones se han de conceptuar más bien como continuación de los principios mesopotámicos que luego sirvieron de punto de partida tanto al arte bizantino cristiano como al islámico. En general, se sabe hoy con bastante certeza que al desarrollo del estilo bizantino, que apareció con la propagación del cristianismo, cooperaron intensamente influencias persas, sirias y aun egipcias. Es verdad que no han llegado hasta nosotros las obras primitivas de la arquitectura bizantina; pero en las construcciones de períodos posteriores es tan evidente la influencia oriental que hubo una serie de notables críticos de los estilos que sostuvieron que el arte bizantino tuvo su cuna en las costas jónicas del Asia Menor, ya que allí convergían, como los rayos en un espejo ustorio, las influencias de las diversas clases de estilos, ofreciendo constantemente nuevas inspiraciones al artista. Lo cierto es que precisamente en aquella parte del Oriente florecieron notables maestros de la arquitectura bizantina, entre otros Antonio de Tralles e Isidoro de Mileto, constructores ambos de la famosa iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, que se tiene por la creación más perfecta de la arquitectura bizantina.

La construcción eclesiástica bizantina representa, en substancia, la fusión de dos tipos espaciales que -considerados en el terreno de la estética pura- parece como que evitan encontrarse, pero que poco a poco se han incorporado formando una unidad: la planta oblonga de la basílica cristiana y la estructura cupular central. Semejante combinación dió ancho campo al impulso creador del arquitecto y condujo a los más variados resultados en materia de estilos. De hecho, el arte bizantino ejerció notable influencia en toda Europa y en los países del septentrión, y durante siglos tuvo el dominio de la creación artística. Elocuente testimonio de esto son el sinnúmero de construcciones de la alta Edad Media, en Constantinopla, Italia, Grecia, Palestina, Siria, Armenia, etc. Desde el siglo X hasta el XI, tuvo el estilo bizantino un nuevo florecimiento, y en los países de la Iglesia católico-griega se ha mantenido hasta nuestros días. La arquitectura de los pueblos musulmanes se remonta también al estilo bizantino, como se ve por sus primeras construcciones, las mezquitas de Jerusalén y de Damasco, que son bizantinas puras y han sido ejecutadas por arquitectos bizantinos. Ahora bien: es muy dudoso que se pueda dar la denominación de estilo islámico al ulterior desarrollo de la arquitectura musulmana, como hacen muchos, puesto que esta unificación sólo existiría si la religión musulmana hubiese establecido y señalado la organización interior que había de tener la mezquita, como había hecho la religión cristiana al establecer la disposición del espacio en sus templos; pero sucedió lo contrario, y así se observa un sinnúmero de formas diversas en la arquitectura islámica. El islamismo, que en su carrera triunfal avanzó por el Oriente hasta las orillas del Ganges, y por todo el Occidente hasta las riberas del Ebro, conoció los estilos de todos los pueblos y razas y a todos dió cabida a su manera; así vemos en la arquitectura islámica elementos persas, semitas, egipcios, indios, bizantinos y arcaicos que prevalecieron de varios modos y más tarde reaparecieron en la arquitectura del Occidente cristiano.

Fuera de la construcción oblonga de la basílica cristiana, se formó sucesivamente una nueva forma estilística que imprimió su sello en la arquitectura europea desde el siglo X al XIII. Nos referimos al estilo arquitectónico románico, que en sus principios se remonta al estilo romano de la decadencia, y que alcanzó su última perfección en los países septentrionales. El vocablo románico, como designación de una determinada forma estilística, es tan poco adecuado como las denominaciones gótico o renacentista. Los arqueólogos franceses fueron quienes, en los albores del siglo XVIII, pusieron ese nombre en circulación para calificar la unidad interna de una forma estilística que hasta entonces, en varios países, se había llamado lombardá, renana o normanda, etc. Por lo demás, la supuesta unificación dejó mucho que desear, y los inventores del nuevo vocablo no tuvieron presentes más que algunas manifestaciones aisladas del romano arcaico, como el arco de medio punto con las columnas, las cuales tenían escasa importancia para el conjunto. También en la arquitectura llamada románica se observa una serie de influencias estilísticas que, en algunas regiones, le imprimen sello característico, como sucede, por ejemplo, en las construcciones románicas de Sicilia, de la época de la dominación normanda, dirigidas por arquitectos sarracenos y en las que se ven rasgos inconfundibles de la arquitectura islámica. Lo mismo puede decirse de los templos románicos del Norte de Italia, en los que resalta la influencia bizantina de tal manera que con razón se habla de un estilo románico-bizantino.

Entre los pueblos de los paises nórdicos, el estilo románico llegó a una perfección singular. Esas poblaciones, después de sufrir las prolongadas invasiones de los bárbaros, fueron fecundadas por la acción civilizadora de los romanos, que las estimuló a creaciones superiores. Para ellas el Cristianismo, que entre los romanos estaba ya en su período de descomposición, tuvo especial importancia, puesto que contribuyó a afirmar su espíritu de solidaridad, que había recibido duros golpes con el tumulto de las grandes migraciones y de las interminables luchas. Desarrollaron, pues, según su propio entender, los principios fundamentales de la arquitectura cristiana que habian recibido del Mediodía y, aunque en sus obras hay mucho de torpe y desmañado, revelan sin embargo una sana originalidad prometedora de grandes resultados.

El rasgo esencial de la arquitectura románica consiste en haber desterrado la forma de la basílica hipóstila de techumbre plana, substituyéndola por la construcción oblonga abovedada, de la cual se van eliminando cada vez más las columnas hasta reducirlas a un simple motivo ornamental. Con la basílica abovedada en arista, se desarrolla sucesivamente una nueva forma espacial que revela un marcado impulso de elevación, y cuanto más prospera este desarrollo, tanto más destaca ese rasgo caracteristico: los arcos son cada vez más empinados y la armazón más esbelta; la torre viene a ser un elemento esencial de la obra arquitectónica, con la cual forma cada vez más una sola pieza, y en el exterior le imprime un carácter distintivo. Este proceso de evolución termina definitivamente al culminar en el estilo gótico. Ya no se podía ir más allá en aquella dirección; el gótico fue, en realidad, la última consecuencia, el total agotamiento de aquel principio de la construcción vertical que en esta última fase de su desarrollo se arranca de la tierra, casi a viva fuerza, y tiende con ímpetu violento a lo alto. Es la piedra convertida en éxtasis, que ve ante sí abierto el cielo y procura desprenderse de todo vínculo terreno.

Y sin embargo, sería un error querer ver en el gótico simplemente la manifestación de un sentimiento puramente religioso, puesto que en aquella misma época fue el resultado de una determinada forma de la vida social, y un elevado símbolo de la misma. El gótico fue como el sedimento artístico de una civilización que representaba en cierto modo una especie de síntesis de la inspiración personal y de la mutua cooperación. El erudito inglés Willis, en un apéndice a la obra History of the lnductive Sciences de Whewell, hace la siguiente observación acerca de esta forma del estilo arquitectónico cristiano:

Surgió una nueva construcción decorativa que ni impugnaba ni destruía la construcción mecánica, sino que más bien la apoyaba y le comunicaba armonía. Cada uno de sus miembros, cada modillón, era un sostén de la carga, y con la multiplicidad de los apoyos, que se ayudaban mutuamente, y la consiguiente distribución del peso, la vista quedaba satisfecha respecto de la solidez de la fábrica a pesar del aspecto particularmente desmedrado de cada una de las partes.

Gustav Landauer, que en su excelente ensayo Die Revolution tomó la cita precedente del magnífico libro El apoyo mutuo de Kropotkin, le añadió una fina observación:

El hombre de ciencia no pretendió sino describir el verdadero carácter del estilo arquitectónico cristiano; pero como acertó en lo justo y en el verdadero contenido de este estilo, y como la arquitectura de aquella remota época era a la vez un compendio y un símbolo de la sociedad, en sus palabras dió, sin querer, un perfecto retrato de aquella sociedad: libertad y sujeción; pluralidad de apoyos que se auxilian mutuamente.

Esto es exacto, tan exacto que no es posible Íormarse idea clara y distinta de la arquitectura gótica sin ahondar en las formas especiales de la sociedad medioeval, cuya abundante variedad tiene su fiel expresión en la obra arquitectónica gótica. Y como quiera que aquella sociedad, con sus innumerables asociaciones, hermandades juradas, gremios, comunidades, etc., no conoció el principio del centralismo y, según su carácter, fue federalista, la catedral gótica no es una construcción central, sino una construcción articulada, en la que cada parte respira su propia vida y a pesar de esto está unida orgánicamente al todo. Según esto, la construcción gótica viene a ser el símbolo pétreo de una forma social articulada federativamente y en la que hasta la más insignificante parte tiene su valor y contribuye a la conservación del todo. Sólo podía emanar de una exuberante y polifásica vida social, en la que cada componente tendía, consciente o inconscientemente a un fin común. La catedral misma era una creación colectiva en cuya realización habían tomado parte, con alegría de espíritu, todas las clases y todos los miembros de la colectividad. Unicamente con una cooperación unánime de todas las fuerzas de la comunidad, y apoyada en un espíritu solidario, podía realizarse la construcción gótica y convertirse en la grandiosa personificación de aquella colectividad que le daba el alma. Apareció un espíritu que de su mismo interior construyó su morada y obedeció más a su impulso creador que a las leyes de la estética, hasta que sucesivamente produjo una belleza propia y dió a las partes integrantes aquella armonía que corresponde mejor a su más íntima esencia.

Se ha dicho muchas veces que el gótico era la más genuina manifestación de la manera de ser y del temperamento alemanes, mientras que en realidad no personificó más que el modo de ser y el temperamento de una especial época cultural que se remontaba hasta el siglo X y que del XI al XV se propagó por toda Europa. Aquella época, cuya conexión íntima suscita aún hoy la admiración del investigador, no fue hija de los esfuerzos peculiares de un determinado pueblo, sino más bien el resultado de una producción colectiva, la viva expresión de todas las corrientes espirituales y sociales que formaban a la sazón el alma de la humanidad europea y la estimulaban a participar en la creación artística. Por desgracia este período es el más desconocido por la mayoría de los historiógrafos, influídos por las modernas ideas estatales. En cada país hay unos pocos que forman honrosa excepción en la materia y a éstos hemos de agradecer, principalmente, el que por lo menos una minoría haya estimulado a la opinión al estudio de aquel incomprendido período. Que el gótico no es hijo de un pueblo especial o de una raza determinada, lo explica también Georg Dehio en su grandiosa obra sobre el arte alemán, en la que dice:

No cabe duda de que fueron los franceses los primeros en reducir a un sistema lógico los elementos de la construcción gótica, y los primeros también en reconocer su valor como expresión de la armonía gótica, del sentimiento mundial gótico, o como quiera llamársele, y por cierto que con ello realizaron una obra del mayor alcance en la historia. Pero seria un error excederse y declarar esta armonía y este sentimiento mundial propiedad del espíritu francés en sentido exclusivo y hacerlos derivar de cualidades especiales hereditarias de la raza. La raza, considerada en si misma, es un principio de explicación muy discutible tratándose de manifestaciones limitadas a una misma época; pues ¿cuánto más lo será tratándose de un pueblo de sangre mezclada? De los eleméntos étnicos componentes del pueblo francés, ¿cuál fue el que dió su expresión al gótico? ¿El galo, el latino o el germano? Basta plantear la cuestión para oomprender que es imposible resolverla. El gótico no se explica por la tradición de la sangre; es la sintesis artística de una civilización creada en común y vivida por los hombres del Norte en una fase de desarrollo temporalmente limitada. Es un producto esporádico de la ciudadanía mundial en la alta Edad Media, nacida de la idea de la familia étnica romanogermánica. Este es el verdadero creador del estilo gótico (5).

Fue entre las tribus francas de la Ista de Francia y de la Picardía donde el gótico tuvo, por primera vez, su expresión de mayor pureza, después de haber superado gloriosamente las formas intermedias. De allí se propagó sucesivamente por toda Europa, tomando en cada país una forma distinta. A menudo aparece alguna diversidad dentro del mismo país y alguna vez aun dentro de una misma localidad, descubriéndose de este modo las múltiples influencias de la época. Si el gótico, en Italia, no llegó a la suprema perfección que obtuvo en algunas regiones de Alemania, no hay que atribuirlo en manera alguna a la diferencia de raza o de nacionalidad, puesto que en ello desempeñaron papel decisivo, sobre todo, las influencias del pasado, que en Italia obraban de otra manera que en Alemania. De Italia no habían sido nunca totalmente desterradas las tradiciones de lo arcáico, y ni siquiera la enconada oposición de la Iglesia contra la tradición pagana había sido capaz de cambiar tal estado de cosas. Por doquiera se notaba constantemente la réminiscencia de lo arcaico y, naturalmente, el desarrollo del estilo gótico no pudo substraerse a tales influencias. Análogo fenómeno cabe observar también en muchas regiones de Francia; donde el principio fundamental del estilo románico no fue superado del todo en la construcción gótica. En Inglaterra, en cambio, el principio de la construcción vertical ascendió hasta el llamado estilo perpendicular, que representa una forma especial del gótico. Fenómenos como éstos se observan con frecuencia en las diversas fases de desarrollo de cada uno de los grandes periodos estilísticos.

Con la disolución de la sociedad medioeval y de la antigua cultura de las ciudades, el arte gótico bajó poco a poco a la tumba. El incipiente Renacimiento fue el comienzo de un nuevo capitulo de la historia de los pueblos europeos y necesariamente condujo también a un nuevo desarrollo estilístico en el arte. Tampoco el Renacimiento ha de considerarse asunto puramente artístico. Todo gran periodo de transformaciones estilísticas no es sino el reflejo de cambios sociales y sólo por medio de éstos acertamos a comprenderlo. El Renacimiento fue un acontecimiento cultural de alcance europeo, a cuyas repercusiones no logró escapar pueblo alguno, y si se quiere medir exactamente la influencia que ejercía en la estructura cultural de Europa, hay que hacerle obrar sobre sí mismo como un todo. Porque lo que se suele designar como Renacimiento francés, italiano o alemán, o los nombres que se dan en las obras de los historiadores, como Humanismo, Reforma o Racionalismo, son sólo partes de un todo que sólo podemos comprender en su conjunto por la íntima relación de todos sus resultados parciales. Así considerado, fue el Renacimiento el comienzo de una enorme subversión en todos los terrenos de la vida particular y social, y condujo a una nueva estructuración de todas las formas culturales de Europa. Las primitivas normas y los primitivos conceptos habían perdido su punto de apoyo; las teorías y las hipótesis mejor ensambladas se conmovieron, arremolinándose lo antiguo y lo nuevo en un abigarrado caos hasta que se formaron nuevos elementos de la existencia social de este trastorno y confusión.

Que un acontecimiento histórico de tan grande trascendencia había de producir también en el arte una profunda subversión de todas las formas de estilo tradicionales, no necesita ulterior explicación. En realidad el Renacimiento condujo a una renovación de las antiguas concepciones y teorías estilísticas, y donde más claramente se destacó este hecho fue en la arquitectura. Y sin embargo, no se puede aún hablar en este terreno de una franca ruptura con el pasado. El Renacimiento es, sin duda, el punto de partida de una nueva concepción de la vida y de la forma artística, pero las relaciones con el pasado aparecen visiblemente. También aquí encajan unas formas con otras y lo nuevo se articula orgánicamente con lo viejo.

La gran época del arte renacentista -observa Gustav Ebe-, que, comenzando en Italia, se extiende primero a los países del Occidente de Europa y alcanza finalmente las proporciones de estilo mundial, se considera comúnmente como un retorno a las tradiciones artísticas arcaicorromanas, y esta apreciación es tanto más justa cuanto que el Renacimiento, por lo menos en su forma más genuinamente italiana, toma de fuente romana todo su aparato estilístico: sin embargo, aparte del tratamiento formal que se exterioriza en una ruda oposición al gótico, se observa un constante progreso en el perfeccionamiento de los tipos especiales, y este progreso se funda en las conquistas hechas durante la Edad Media en los dominios del arte. En este particular de la disposición especial, no aparece divorcio alguno respecto de los tipos precedentes, sino más bien un ulterior y lógico desarrollo, adaptado a las ideas y exigencias de la época, mediante una transformación que se comprendería sin necesidad de recurrir a una terminología arcaizante (6).

La exactitud de esta observación es obvia. En la disposición artística espacial, la arquitectura renacentista, a pesar de los contrastes estilísticos que la separan de las formas de estilo medioevales, no representa más que un nuevo factor. Las formas externas cambian y se adaptan a las nuevas necesidades y corrientes espirituales. El hombre, al desviar del cielo su escrutadora mirada, ve de nuevo ante sí la tierra y se adhiere fuertemente a lo terreno. La obra arquitectónica pierde el carácter vertical que había alcanzado su última perfección en el gótico y no podía dar más de si. El impulso hacia lo alto es sustituído nuevamente por el sosegado reposo en la tierra; el trazo horizontal viene a ser la señal distintiva de la nueva obra arquitectónica. Esta ya no se yergue por impulsos internos en dirección al cielo, sino que se configura plásticamente desde fuera según determinados principios y nuevas condiciones artísticas. La proporción viene a ser la medida de todas las cosas y asigna a cada una de las partes su puesto fijo, inmutable. La disposición espacial está claramente planeada y se apoya en determinados principios constructivos. La obra arquitectónica remata a menudo en una pesada cornisa y por medio de cornisas se separan también unos de otros los pisos, con lo cual se acentúa aún más el carácter horizontal del conjunto. En los palacios del Renacimiento italiano resalta de un modo especial este rasgo; hasta la columna vuelve a estar en vigor, apareciendo con pleno atractivo sobre todo en Italia, en los patios rodeados de galerías y de pórticos.

En las construcciones eclesiásticas aparece de nuevo, con carácter dominante, la planta circular, que había sido totalmente desterrada por el estilo gótico. Casi siempre la construcción circular del centro se cubre con una cúpula, con la que se acentúa más vigorosamente el carácter cerrado de la construcción. La vinculación con los modelos bizantinos es palmaria y tan feliz que arquitectos como Brunelleschi, Bramante y, sobre todo, Miguel Angel, no por tener en cuenta los modelos bizantinos dejaron de obtener nuevos efectos de incomparable peso y maciza solidez. Es cierto que por necesidades prácticas la planta circular y la rectangular tenían que ir íntimamente unidas en muchos casos; pero precisamente los ensayos que se hicieron para acoplarlas dieron origen, especialmente en el Renacimiento posterior, a numerosas y originalísimas formas de estilo. La planta de la iglesia de San Pedro de Roma, debida a Miguel Angel, es una notable manifestación de este nuevo estilo, por no decir su última expresión. Bramante, encargado de la ejecución de la catedral, en su plano había rodeado la cúpula principal de cuatro pequeñas construcciones cupulares que tenían, sin embargo, vida propia y cada una de por sí representaba un todo compacto; pero a la muerte de Bramante continuó Miguel Angel la obra y modificó el plan quitando su existencia aislada a las cuatro pequeñas cúpulas y sometiéndolas casi a viva fuerza a la soberanía de la principal. De este modo se despojó a cada una de las partes de su independencia, articulándolas en una unidad central que acabó así con toda la vida propia que hubieran tenido. Miguel Angel desarrolló este sistema hasta su última expresión, pero a la vez abrió a la arquitectura perspectivas completamente nuevas y la espiritualizó de tal manera que hizo imperecedera su obra.

La corriente del Renacimiento, que había liquidado todas las normas tradicionales, y que, sobre todo en las últimas fases de su desarrollo, iba adquiriendo un grave escepticismo que tendía a paralizar todo elevado esfuerzo, hubiera quedado obstruída indefectiblemente de no habérsele infundido un profundo anhelo que la impulsó hacia nuevas soluciones. Nadie sintió este impulso tan hondamente como el gran florentino que supo reflejar en sus atormentadas figuras la lucha interior de su espíritu. A un temperamento luchador como el de Miguel Angel, tampoco le podía satisfacer la fastuosa exterioridad, puesto que él aspiraba a la espiritualización del arte y llamaba para ello a algunas puertas sombrías que aún no se habían abierto a nadie. Este rasgo se hace también resueltamente visible en su producción tectónica. Su obra es un ser viviente y respira toda la pasión del alma humana, toda la misteriosa búsqueda, la rebelde terquedad y sobre todo aquel arranque titánico hacia lo sobrehumano que es tan característico de la obra del maestro y le impele más allá de los horizontes del Renacimiento.

La cultura social del Renacimiento fue principalmente originaria de Italia, pero como halló el terreno moral y socialmente preparado en Europa, tuvo viva resonancia en todos los países y se desarrolló formando un estilo en el que se reflejaba la cultura social de una época determinada. Sus dimensiones son demasiado vastas para que puedan encerrarse dentro del estrecho marco de los conceptos nacionales. Así como el gótico no tuvo nunca en Italia el aspecto que tomó en Alemania, porque allí las tradiciones de lo arcaico le impulsaron por derroteros especiales, así tampoco pudo jamás el arte del Renacimiento superar del todo en Alemania la tradición viva del gótico, y lo mismo puede decirse del Renacimiento en Inglaterra, Francia o España: en todas partes las tradiciones del pasado influyeron sobre el desarrollo de la forma estilística. Pero estas particularidades y desviaciones no hicieron mella en el cuadro total; al contrario, fueron ellas las que crearon ese conjunto y caracterizaron la afinidad de los esfuerzos que brotaban en todas partes de unas mismas fuentes. No fue la peculiaridad de la raza ni la singularidad del sentimiento nacional lo que dió vida al arte del Renacimiento; fue la gran convulsión social que conmovió a la Europa entera y que estimuló en todas partes el desarrollo de nuevas formas estilísticas y una nueva concepción del arte en general.

Del arte del Renacimiento se desarrolló lógicamente el barroco, que fijó el estilo artístico del siglo XVII. En varios países, especialmente en Alemania, ese estilo barroco prevalece hasta muy entrado el siglo XVIII. Tampoco esta vez encontramos ruptura alguna de importancia con el pasado, cuyo lugar viene súbitamente a ocupar una tendencia nueva; antes al contrario, asistimos a una formación gradual, que cristaliza lentamente, de las formas estilísticas del Renacimiento, y vemos que, como todo estilo, sufre las influencias de las transformaciones sociales ocurridas en la vida de los pueblos europeos. Del embrollado caos del período renacentista se formó paulatinamente el gran Estado europeo vestido con la librea de la monarquía absoluta. En los países más importantes se desarrollaron o afirmaron poderosas dinastías después de vencer la oposición y resistencia de las ciudades y de los nobles vasallos y pequeños señores. Habíase formado un nuevo poder que incluso ejerció dominio sobre la Iglesia, haciendo que le sirviese para sus fines. Con la ayuda de sus ejércitos y de su maquinaria administrativa burocrática, logró la monarquía que abandonasen el campo todas las fuerzas enemigas y suprimió violentamente los antiguos derechos y libertades de los municipios. La persona del rey vino a ser la encarnación viviente del poder soberano absoluto, y la Corte el centro de toda la vida pública. El Estado acapara o fiscaliza todas las funciones de la sociedad e imprime su sello a todos los asuntos sociales. La legislación, la jurisprudencia, toda la administración pública pasan a ser monopolio de la realeza; la sociedad es totalmente absorbida por el Estado. Esta transformación de la vida social conduce el sentir y el querer de los súbditos por determinados derroteros, que el Estado impone; parece como si la única razón de ser de todo lo que existe se redujese a sentir a los fines de la monarquía. Es la era del llamado Rey Sol, cuyo ungido representante pudo pronunciar aquellas célebres palabras: el Estado soy yo.

En una situación social de esta naturaleza, donde toda actuación pública tenía su norma especial y en la que todo, hasta lo más insignificante, estaba regulado y ordenado desde las alturas del poder, apenas le quedaba al arte posibilidad alguna para la libre creación. Sus representantes estaban al servicio del autócrata y su misión se reducia casi exclusivamente a publicar la gloria de la realeza por la gracia de Dios. Como el esplendor de las catedrales y de las solemnidades religiosas rodeaba a la Iglesia con una resplandeciente aureola, así también el fausto y pompa de los palacios y las Cortes regias formaban el nimbo de la monarquía y daban a su poder un aspecto místico. De este modo se levantaron las grandes construcciones arquitectónicas del absolutismo: el Louvre de París, el palacio y parque de Versalles, el Escorial de Madrid, el Zwinger o Palacio real de Dresde, etc., y como cada déspota de campanario quería tener su Versalles, el nuevo estilo se propagó a todos los países. Sólo teniendo en cuenta esta gran transformación social que sufrió Europa se puede concebir la aparición del barroco. La denominación misma de barroco, derivada de la voz portuguesa baroccoz, que significa una sarta de perlas irregulares achaflanadas, carece en sí misma de importancia, y en un principio se le aplicó en tono de burla mordaz.

En realidad, el barroco representa una nueva forma de estilo con su origen en el arte del Renacimiento, pero con raíces en una nueva concepción del arte. En rudísima oposición al gótico, y siguiendo las huellas de los antiguos, el Renacimiento había proclamado la armonía como la más genuina, por no decir la única expresión de la belleza. El barroco creó otro criterio valorativo estético, substituyendo la armonía por la potencia. En esta concepción se revela claramente la influencia de la transformación social acaecida en Europa. El concepto de poder de la monarquía absoluta embargó totalmente el espíritu de la época: el poder fue belleza, fue la expresión de un nuevo sentimiento artístico que poco a poco se puso, a viva fuerza, al servicio de la Corona. La majestad del monarca lo iluminaba todo con su brillo y sometía a su dominio toda iniciativa de la vida social. Y esta aureola de gloria del poder absoluto e ilimitado con que la realeza supo nimbarse, en la era de su mayor esplendor, se manifestó también en la arquitectura de la época y proclamó ruidosamente su omnipotencia. La excelsa grandeza del Estado absolutista, que no toleraba nada que pudiese equipararse en algún sentido a la persona del soberano, y que imprimía en todas las cosas el sello de su voluntad, dió a todo el arte del barroco aquel pronunciado carácter áulico-representativo que tanto se destaca en todo el siglo XVII. Así como el jesuitismo se había impuesto la misión de inculcar la idea del poder de la Iglesia, así los fautores del absolutismo se empeñaron en espiritualizar el violento carácter de la monarquía y hacer olvidar su verdadero origen. Así adquirió la realeza ese aspecto de gracia divina de lo sobrenatural, que tiene expresión hasta en las obras arquitectónicas. En realidad, la obra arquitectónica barroca embarga el ánimo del espectador no pocas veces con la fuerza interior de una revelación mística, y le llena el alma de respetuoso temor.

Por iguales derroteros marcha la construcción eclesiástica y da valor supremo a la omnipotencia del principio del poder absoluto. Bajo la influencia del jesuitismo, que encarnaba históricamente la contrarreforma organizada, desarrollóse el llamado estilo jesuítico. Planteáronse nuevos y trascendentales problemas sobre la disposición espacial, y por su complejidad influyeron seriamente sobre los fieles, obligando con fuerza irresistible a las almas a someterse al yugo de su omnipotente y universal influjo. La casa de Dios se convierte en fastuosa sala lujosamente decorada, dando a menudo la sensación de una emoción pasional que necesariamente había de producir el éxtasis. El tabernáculo parece rodeado de una oleada de místicos nubarrones y destellos. La construcción exterior y el decorado interior son dos factores que conspiran para inculcar en el hombre el sentimiento de la omnipotencia de una voluntad suprema que pasa triunfante por encima de todo vínculo que le pueda sujetar a la tierra.

El estilo barroco degenera en rococó. La fría majestad y la rígida solemnidad del ceremonial áulico, andando el tiempo se vuelven pesadas y se impone la adopción de formas más cálidas e íntimas. El llamado estilo Regencia tiene en cuenta esta necesidad y con él comienza una nueva expresión estilística, de la cual surge sucesivamente el rococó, que llega a su apogeo bajo el reinado de Luis XV. A lo inaccesible y mayestático, que rechazaba con su rígida actitud toda intimidad, sucede el deleite de lo gracioso y placentero, que va tras ligeras figuras de fantasía e intrigas amorosas y no se ve abrumado por carga representativa alguna. De este modo aparece una nueva forma de estilo que se manifiesta, sobre todo, en la instalación de los interiores. El muro pierde su carácter tosco y se convierte en un marco flexible, cuyos recuadros se llenan con volutas, motivos florales y otros recursos de ornamentación animada. Las paredes forman un conjunto decorativo con el techo, el cual se adorna con graciosos trabajos de estuco. Los colores pierden su dureza diluyéndose en tonos delicados. Los grandes espejos de las habitaciones sustituyen a las paredes como superficies corpóreas mediante la apariencia incorpórea e inasequible del cristal azogado.

La delicada porcelana ejerce un singular atractivo. Su elegancia no dejó de influir en todo el desarrollo del rococó. Hasta de los muebles desaparecen las formas pesadas, desmañadas, adaptándose a la disposición interior del local. Hombres y cosas se hallan poseídos de una especie de prurito que responde a un refinamiento del sensualismo y obra a modo de secreto flúido sobre los nervios hipersensibles de las capas superiores de la sociedad. El nuevo estilo responde plenamente al estado psíquico de las castas privilegiadas; nótase en aquellos círculos una profunda alteración de las íntimas manifestaciones de la vida y halla en el arte del rococó su más palpable sedimento.

El principio fundamental del poder, al cual la monarquía, en la época de su creciente desarrollo, había sabido dar un significado metafísico, perdió cada vez más su carácter y subsistió únicamente en los círculos de los favoritos y usufructuarios del poder, atentos a los resultados prácticos que obtenían. Empezóse a tomar como objeto de diversión el engreimiento ansioso de gloria y la ceremoniosa pompa de la época, cuya supuesta grandeza ya no imponía respeto a nadie. Todo lo que antes era capaz de producir la impresión de lo mayestático y de la engreída inaccesibilidad, ahora no hacía más que el efecto de una insulsa parodia y daba a la mordacidad de los intelectuales involuntaria ocasión para poner a prueba la agudeza de su ingenio. La realeza era ya un cadáver embalsamado que no aguardaba sino el sepelio. Al identificar Luis XIV su persona con el Estado dió su más orgullosa expresión a la monarquía absoluta, a saber: el rey lo es todo; el pueblo, nada. Pero al dar más tarde la Dubarry a su regio amante, en un momento de burda familiaridad, el titulo de La France, hizo la más feroz burla que podía hacerse de la realeza por la gracia de Dios. La monarquía estaba ya madura para derrumbarse, y esto no se hizo aguardar mucho tiempo. En medio de las borrascas de la Revolución, la frágil cultura del rococó cayó hecha añicos junto con la antigua sociedad que la había engendrado. Entre atormentadas convulsiones y violentas sacudidas, se formaba otra sociedad, aparecía una nueva generación que dirigía su vista a nuevos horizontes.

Lo que aquella generación esperaba y anhelaba con impaciencia no ha sido nunca una realidad, y las palabras libertad, igualdad, fraternidad no fueron sino reminiscencias de un ensueño. La sociedad burguesa, que había aceptado la herencia del antiguo régimen, pudo, es verdad, dar vida, como por arte de encantamiento, a las formas abstractas de la nación moderna; pero no logró formar una verdadera colectividad que arraigase en la necesidad común y tuviese su apoyo y sostén en los principios fundamentales de la justicia social. La nueva organización económica, que elevó a la categoría de principio la lucha de todos contra todos, no podía producir más que aquel frío egoísmo que caracteriza al mundo capitalista, que marcha sobre cadáveres. Esta sociedad no era capaz de crear vínculos sociales que uniesen a hombres y pueblos; no hizo sino ensanchar la sima de los contrastes, haciéndola más infranqueable, y lógicamente condujo a la guerra mundial y al ingente caos de nuestros días.

Por esto la arquitectura no podía formarse nuevas perspectivas; fomentó, pues, el juego de los contrastes y condujo a esa singular carencia de estilo que tan acertadamente se ha llamado caos estilístico. Véanse sino la disposición y el aspecto de nuestras modernas ciudades industriales, la desconsoladora incomodidad de las barracas de alquiler, las extravagantes fachadas con su gallardía trasnochada, que convierten las calles en una especie de sombrío pasadizo y dan la impresión de que se han citado allí todas las extravagancias del gusto de la época. Una sociedad que ha perdido todo sentido natural de la solidaridad entre los hombres y que ha permitido que el individuo se hunda en el caos de la masa no podía dar otros resultados. Pero si hoy se va introduciendo un nuevo estilo en la construcción de los edificios públicos y en las viviendas modernas, es debido al constante anhelo que reina en los espíritus por una nueva comunidad, que es la que ha de emancipar a los hombres de la esclavitud y del vacio de su actual existencia y la que ha de dar a su vida un objetivo y un contenido totalmente nuevos.

La época actual, con su industrialismo llevado al extremo, con sus fábricas, almacenes y cuarteles, con su incurable disgregación social y el caos estilístico resultante de todo esto en la arquitectura, es también, en fin de cuentas, una prueba más de la poca importancia que tiene en el fondo la conciencia nacional. Son la época y sus condiciones materiales, morales y espirituales las que tienen su propia expresión aquí por doquiera y las que últimamente determinan también las manifestaciones del arte.


Notas

(1) Karl Scheffler, Der Geist der Gotik, pág. 14. Leipzig, 1921.

(2) Nietzsche, El origen de la tragedia.

(3) Karl Schemer, Der Architeckt, pág. 10. Francfort a. M. 1907.

(4) Heinrich Schafer, Die Leistung der ägyptischen Kunst, Leipzig, 1929.

(5) Georg Dehio, Geschichte der deutschen Kunst, t. I, pág. 215.

(6) Gustav Ebe, Architektonische Raumiehre, t. II, pág. 1. (Dresde, 1900).

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