Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO

DE LA DEUDA NACIONAL

1. Hemos de examinar ahora la cuestión de hasta qué punto es justo o conveniente procurarse dinero para los fines de gobierno no estableciendo impuestos de la importancia que se precise, sino tomando una parte del capital del país bajo la forma de un empréstito y cargando los ingresos públicos sólo con los intereses. No es preciso detenerse en el problema de hacer frente a las necesidades temporales del gobierno reuniendo el dinero preciso, por ejemplo, por medio de bonos de tesorería, que se han de pagar en un año o dos a lo sumo, con el producto de los impuestos. Este es un medio muy conveniente y cuando el gobierno no posee reservas es con frecuencia necesario para recurrir a él al presentarse gastos imprevistos o cuando fallan temporalmente las fuentes ordinarias de ingresos. Lo que tenemos que discutir es la conveniencia de contraer una deuda nacional de carácter permanente; el sufragar los gastos de una guerra o de otra clase cualquiera de dificultades, por medio de empréstitos, que se han de amortizar poco a poco o que no se amortizarán nunca.

Ya hemos tratado de esta cuestión en el Libro Primero (Recuérdese que nosotros solamente estamos reproduciendo el LIBRO QUINTO de esta obra, o sea, de Principios de economía política, Nota de Chantal López y Omar Cortés). Vimos que si el capital que se toma prestado se sustrae de los fondos empleados en la producción o que estaban destinados a emplearse en ella, el apartarlos de esa finalidad equivale a tomar el importe en cuestión de los salarios de las clases trabajadoras. En este caso el tomar el dinero prestado no es un sustitutivo para la recaudación de los fondos en este mismo año. Un gobierno que toma dinero prestado lo que hace en realidad es recaudarlo en ese mismo año y lo hace mediante un impuesto que recae exclusivamente sobre las clases trabajadoras, lo que es aún peor que si se hubiera recaudado ese dinero por medio de un impuesto directo sobre dichas clases, pues en ese caso la transacción y los males que la acompañan cesarían con el apuro, mientras que, por la manera tortuosa que se ha adoptado, lo que se quita a los trabajadores, lo gana no el Estado, sino los patrones que emplean a esos trabajadores, quedando el Estado cargado además con la deuda y con los intereses de la misma a perpetuidad. Puede decirse que en tales circunstancias el sistema de empréstitos públicos es el peor de todos los que, en el estado actual de civilización, se hallan aún incluídos en el catálogo de los expedientes financieros.

No obstante, hemos observado que en determinadas circunstancias los empréstitos no acarrean esas consecuencias tan perniciosas, a saber: primero, cuando lo que se toma prestado es capital extranjero, el excedente de la acumulación general del mundo; y segundo, cuando se trata de capital que no se habría ahorrado si no se hubiera ofrecido esta forma de empleo, o que, si se hubiera ahorrado, se habría malgastado en empresas improductivas o se habría enviado al extranjero a invertirse. Cuando el progreso de la acumulación ha reducido las utilidades al límite final o incluso al mínimo práctico, esto es, al punto en que cesa la acumulación de capital, o si se sigue acumulando es para enviarlo al extranjero, el gobierno puede interceptar cada año esas nuevas acumulaciones sin afectar el empleo o los salarios de las clases trabajadoras del país y aun tal vez de ningún otro país. Por consiguiente, hasta ese punto pueden llevarse los empréstitos sin que se hallen expuestos a la condenación absoluta y perentoria que merecen cuando pasan de este límite. Lo que se necesita es un índice que permita determinar si, en un número dado de años, como, por ejemplo, con ocasión de la última gran guerra (1793-1815), se ha excedido o no este límite.

Este índice existe y es a la vez seguro y obvio. ¿Es que por efecto de las operaciones crediticias del gobierno, aumentó el tipo de interés? Si sólo hizo que encontrara empleo un capital que de otra manera no se hubiera acumulado, que, de haberse acumulado, no se hubiera empleado en el país, esto implica que el capital que el gobierno tomó y gastó no hubiera podido encontrar empleo al tipo de interés existente. Mientras los empréstitos no hacen más que absorber este excedente, impiden cualquier tendencia a bajar del tipo de interés, pero no pueden ocasionar un alza del mismo. Cuando hacen que suba el tipo de interés, como lo hicieron y en grado muy elevado durante la guerra con Francia, es una prueba positiva de que el gobierno hace la competencia a los empleos ordinarios del capital en el país para obtener ese dinero, y que, al conseguirlo, se lleva fondos que hubieran encontrado empleo productivo en el país. Por consiguiente, se han de atribuir a esos empréstitos todos los males económicos que se derivaron del exceso del tipo de interés sobre lo que era antes y lo que ha sido después. Si se objeta que el interés subió porque subieron las ganancias, contesto que esto no debilita mi argumento, sino que lo refuerza. Si los empréstitos del gobierno produjeron el alza de las ganancias por efecto de la gran cantidad de capital que aquellos absorbieron, ¿por qué medios puede haber producido ese efecto si no es rebajando los salarios del trabajo? Tal vez se diga que lo que mantuvo las ganancias altas durante la guerra no fue la gran cantidad de capital nacional que los empréstitos absorbieron, sino el rápido progreso del adelanto industrial. Esto, hasta cierto punto, fue una realidad, y no cabe duda que contribuyó a aliviar las penalidades de las clases trabajadoras e hizo que el sistema financiero que se empleó fuera menos pernicioso, pero no que fuera menos contrario a los principios. Esos mismos adelantos industriales creaban la posibilidad de emplear mayores capitales, y el gobierno, llevándose una buena parte de las acumulaciones anuales, no impidió ni mucho menos que el capital existiera en último término (pues empezó a existir con gran rapidez d6spués de la guerra), pero sí impidió que existiera en aquel momento y, mientras duró la guerra, sustrajo otro tanto que pudo distribuirse entre los trabajadores productivos. Si el gobierno se hubiera abstenido de recoger ese capital por medio de empréstitos dejando que llegara a los obreros, y se hubiera procurado los fondos que necesitaba por medio de un impuesto directo sobre las clases trabajadoras, habría producido (en todos los respectos salvo por lo que se refiere al gasto e inconvenientes de la recaudación) exactamente los mismos efectos que en realidad produjo, excepto que ahora no tendríamos la deuda. La conducta que siguió fue, por consiguiente, peor aún que el más malo de los procedimientos entre los cuales podía elegir para procurarse los fondos en ese mismo año; y la única excusa o justificación que puede invocar (en la medida en que sea defendible), es la urgente necesidad, la imposibilidad de procurarse una suma anual tan enorme por medio de impuestos, sin recurrir a ciertas formas tan odiosas o de tan fácil evasión, que habría sido prácticamente imposible imponerlos.

Cuando los empréstitos públicos se limitan al excedente del capital nacional o aquellas acumulaciones que no hubieran tenido lugar si no rebosa, no se hallan al menos expuestos a esta grave censura; no ocasionan privaciones a nadie y pueden incluso beneficiar a la clase trabajadora mientras se gasta su importe, empleando en la compra directa de trabajo de soldados, marineros, etc., fondos que de otra manera quizás se hubieran marchado fuera del país. Por consiguiente, en este caso la cuestión se reduce a elegir entre un gran sacrificio hecho de una vez y otro más pequeño pero prolongado indefinidamente. Y sobre este punto parece natural pensar que la prudencia de una nación dictará a ésta la misma conducta que la prudencia de un individuo aconsejaría a éste: someterse a tantas privaciones inmediatas como sea posible soportar con facilidad, y sólo cuando ya no puede aumentar la carga sin correr el riesgo de pasar verdaderas privaciones, procurarse el resto hipotecando sus ingresos futuros. Hacer que los recursos actuales basten para las necesidades del presente es una excelente máxima; ya traerá el futuro sus propias necesidades que habrá que satisfacer. Por otra parte, se ha de tener en cuenta que en un país cuya riqueza va en aumento, es razonable suponer que los gastos necesarios del gobierno no aumentan en la misma proporción que el capital o la población; por consiguiente, cualquier carga se siente menos cada día; y puesto que esos gastos extraordinarios de gobierno en los cuales se cree conveniente incurrir benefician más bien a las generaciones futuras, no es injusto que sea la posteridad la que pague una parte del precio, si presentara graves inconvenientes hacer que se sufragara la totalidad del gasto mediante los esfuerzos y los sacrificios de la generación que incurrió primero en ellos.

2. Cuando, prudente o imprudentemente, un país se ha cargado con una deuda, ¿es conveniente dar los pasos necesarios para extinguirla? En principio es imposible no pronunciarse por la afirmativa. Cierto que cuando los acreedores forman parte de la misma comunidad, el pago de los intereses no es una pérdida para la nación, sino que se reduce a una mera transferencia. No obstante, siendo obligatoria esta transferencia, es un mal grave y el procurarse por cualquier sistema de impuestos el excedente de fondos necesarios para pagar esos intereses ocasiona tantos gastos, vejaciones y perturbaciones en la industria, como asimismo otros males además del simple pago del dinero que el gobierno necesita, que merece la pena hacer todos los esfuerzos posibles por prescindir de la necesidad de recurrir a tales impuestos. Si merecía la pena hacer cualquier sacrificio para evitar contraer la deuda, igualmente lo merece más tarde el extinguirla.

Hay dos modos de saldar una deuda nacional: de una sola vez, por medio de una contribución general, o poco a poco con el excedente de los ingresos públicos. El primero sería sin comparación posible el mejor, si fuera practicable; y lo sería si se pudiera hacer con rectitud sin gravar más que la propiedad. Si ésta soportara todo el peso del interés de la deuda, obtendría una gran ventaja para sí misma pagándola de una vez, ya que esto no sería sino entregar al acreedor la suma principal, cuyos intereses anuales le obligaba la ley a pagar; y sería equivalente a lo que hace el terrateniente que vende una parte de sus propiedades para librar todo el resto de la hipoteca que las grava. Pero en realidad no es la propiedad la que paga todo el interés de la deuda, ni sería justo que así fuera. Algunos afirman que puede hacerlo, alegando que la generación existente sólo está obligada a pagar las deudas de sus antecesores con el activo que recibió de ellos, y no con el producto de su propia actividad. Pero ¿es que sólo los que han heredado propiedades han recibido algo de las generaciones que les precedieron? ¿Es que todo aquello que diferencia a la tierra tal cual es en la actualidad, con todos sus adelantos, sus caminos y canales, sus ciudades y sus manufacturas, de la tierra sobre la cual empezó a marchar el primer ser humano, no beneficia a nadie más que a quienes se llaman los propietarios del suelo? ¿Es que el capital acumulado por el trabajo y la abstinencia de todas las generaciones pasadas no beneficia a nadie más que a los que han heredado la propiedad legal de una parte del mismo? ¿Es que no hemos heredado una masa de conocimientos adquiridos, tanto científicos como empíricos, y cuyas ganancias son la riqueza común de todos? Aquellos que han heredado la propiedad de determinados bienes tienen, además de las ventajas comunes, una herencia separada, y es justo que se tenga en cuenta esta diferencia al planear los impuestos. Corresponde al sistema general fiscal del país tener muy en cuenta este principio, y he indicado ya cómo en mi opinión una forma de tenerlo en cuenta sería establecer un fuerte impuesto sobre los legados y las herencias. Fíjese directa y abiertamente lo que la propiedad está obligada a dar al Estado y éste a la propiedad, y regúlense las instituciones del Estado con arreglo a esas obligaciones mutuas. Cualquiera que sea la contribución de la propiedad que se estime adecuada a los gastos generales del Estado, en esa misma proporción y no en otra mayor, debe contribuir aquélla a pagar el interés de la deuda nacional o a saldarla.

No obstante, esto, si se admite resulta fatal para cualquier proyecto que se imagine para extinguir la deuda por un impuesto general sobre la comunidad. Las personas que tuvieran bienes podrían pagar la parte que les correspondiera sacrificando una parte de su propiedad, y continuarían teniendo los mismos ingresos líquidos que antes; pero si se exigiera a aquellos que no disponen de reservas acumuladas, sino sólo de ingresos, entregar por medio de un solo pago el equivalente a la carga anual que les imponen los impuestos destinados a pagar los intereses de la deuda, sólo podrían hacerlo contrayendo alguna deuda privada igual a la parte que les correspondiese en la deuda nacional; y es casi seguro que, en la mayoría de los casos, por efecto de la insuficiencia de la garantía que pudieran ofrecer, el interés que tendrían que pagar sería mucho más elevado que el que ahora paga el Estado. Además, una deuda colectiva pagada por medio de impuestos tiene, sobre la misma deuda repartida entre los individuos, la inmensa ventaja de que equivale en realidad a un seguro mutuo entre los contribuyentes. Si disminuye la fortuna de un contribuyente, disminuye el impuesto que le corresponde; si se arruina, cesa por completo, y su participación en la deuda se transfiere íntegra a los miembros solventes de la colectividad. Si pesara sobre él en privado como una obligación personal, aun cuando se quedara sin un centavo no por ello dejaría de seguir estando obligado.

Cuando el Estado posee bienes, en tierras o de otra clase, que no haya fuertes razones de utilidad pública para que continúen a su disposición, deben emplearse estos bienes, hasta donde alcancen, para extinguir la deuda. Cualquier ganancia accidental o llovida del cielo debe dedicarse, como es natural, a este mismo fin. Fuera de esto, la única manera justa y practicable de extinguir o reducir una deuda nacional es por medio del excedente de los ingresos públicos.

3. Creo que no admite duda alguna la conveniencia, per se, de mantener un excedente para este fin. Sin duda, algunas veces oímos decir que es preferible dejar que ese dinero fructifique en los bolsillos de la gente. Esto es hasta cierto punto un buen argumento contra el establecimiento de impuestos innecesarios para gastarlos con fines improductivos, pero no contra la finalidad de saldar una deuda nacional. Pues ¿qué quiere decirse con la palabra fructificar? Si algo significa, quiere decir empleo productivo; y como argumento contra los impuestos hemos de entender que afirma que si el importe de esos impuestos se dejara en poder de la gente, ésta lo ahorraría y lo convertiría en capital. En realidad, es probable que ahorrara una parte, pero es en extremo improbable que ahorrara la totalidad; mientras que si lo entrega en pago de un impuesto, y éste se emplea en saldar una deuda, se ahorra la totalidad y se hace que sea productivo. Para el tenedor de fondos que recibe el pago es ya capital, no renta, y lo hará fructificar para que continúe suministrándole un ingreso. Por lo tanto la objeción es no sólo infundada, sino que demuestra lo contrario de lo que pretende; es mucho más seguro que el importe del impuesto fructificará si no se deja en los bolsillos de la gente.

No obstante, no en todos los casos es conveniente recurrir a un excedente de las rentas públicas para extinguir una deuda. La ventaja que se obtendría saldando la deuda nacional de la Gran Bretaña, por ejemplo, es que nos permitiría libramos de la peor mitad de los impuestos que sobre nosotros pesan. Pero de esa mitad peor, algunas partes serán peores aún que el resto, y el librarse de ellas sería una ganancia mayor proporcionalmente que el verse libres del resto. Si el renunciar a un excedente de las rentas públicas nos permitiera pasarnos sin un impuesto, deberíamos considerar el más malo de todos nuestros impuestos como precisamente el que se mantiene con el fin definido de suprimir otros impuestos que no son en realidad tan malos como éste. Yo creo que un país cuya riqueza va en aumento, cuyo creciente dividendo le permite librarse de tiempo en tiempo de la parte más molesta de sus impuestos, debe aprovechar el aumento de sus ingresos públicos para librarse de algunos de ellos más bien que para liquidar su deuda, mientras subsistan impuestos de carácter censurable. Por ello, sostengo que en el estado en que se encuentra actualmente Inglaterra (1848), es una buena política de gobierno, siempre que se produzca un excedente de carácter al parecer permanente, aprovecharlo para suprimir impuestos siempre que éstos se seleccionen con cuidado. Incluso cuando no queda ya ningún impuesto que no sea apropiado para formar parte de un sistema fiscal permanente, es prudente continuar la misma política con reducciones experimentales de aquellos impuestos, hasta que se descubra el punto al cual puede procurarse un determinado importe de ingresos públicos con la menor presión sobre los contribuyentes. Después de esto, creo que cualquier excedente que se obtenga por el mayor rendimiento de los impuestos no debe ya condonarse, sino que debe aplicarse a liquidar la deuda. Eventualmente pudiera convenir dedicar todo el producto de ciertos impuestos a este fin, ya que habría más seguridad de que se persistiría en la liquidación de la deuda si el fondo a ello destinado se mantenía aparte y no se mezclaba con los ingresos generales del Estado. Los derechos de sucesión serían especialmente apropiados al efecto, ya que los impuestos que se pagan con capital, como éstos, se emplearían mejor en reembolsar capital que en sufragar gastos corrientes. Si se hiciera esta aplicación separada, cualquier excedente que se produjera después por el mayor rendimiento de otros impuestos y por el ahorro de intereses en las sucesivas porciones de deuda amortizada, podría formar la base para una disminución gradual de los impuestos.

Se ha afirmado que es conveniente que exista alguna deuda nacional y que es casi indispensable a la parte más pobre o inexperimentada de la comunidad como un medio de invertir sus ahorros. Es innegable su conveniencia a este respecto; pero (además de que el progreso de la industria ofrece cada día otras formas de inversión casi tan seguras y libres de molestias, tales como las acciones o las obligaciones de las grandes compañías públicas) la única superioridad efectiva de una inversión en fondos públicos consiste en la garantía nacional, y ésta podría ofrecerse por medios distintos de una deuda pública que supone impuestos obligatorios. Un medio que respondería al fin que se persigue sería un banco nacional de depósito y descuento con ramificaciones en todo el país, el cual podría recibir cualquier dinero que se le confiara y convertirlo en fondos a una tasa fija de interés o conceder un interés sobre el saldo flotante, como hacen los bancos de sociedades anónimas, siendo, como es natural, el interés concedido más bajo que aquel al cual pueden obtener dinero los particulares, en proporción a la mayor seguridad de una inversión de carácter oficial; y los gastos de la institución se sufragarían con la diferencia entre el interés que pagara el banco y el que obtendría prestando sus depósitos sobre garantías mercantiles, territoriales o de otra clase. Ni en principio, ni a mi modo de ver en la práctica, pueden hacerse objeciones insuperables a una institución de esta naturaleza, como un medio de facilitar la misma forma conveniente de inversión que ahora ofrecen los fondos públicos. Se constituiría así el Estado en una gran compañía de seguros que aseguraría a aquella parte de la comunidad que vive del interés que le producen sus bienes, contra el riesgo de perderlos por la bancarrota de aquellos a los cuales se verían obligados a confiarlos a falta de una institución como la que indicamos.

Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha