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CAPÍTULO QUINTO

DE ALGUNOS OTROS IMPUESTOS

1.Además de los impuestos directos sobre el ingreso y de los que se imponen sobre los artículos de consumo, los sistemas financieros de la mayor parte de los países comprenden una diversidad de impuestos que no pueden incluirse en ninguna de esas dos clases. Los sistemas fiscales de la Europa moderna conservan aún muchos de estos impuestos, si bien no tan numerosos ni tan variados como los de los gobiernos semibárbaros, a quienes no ha alcanzado aún la influencia europea. Es algunos de éstos casi no hay ningún incidente de la vida que no se haya aprovechado como motivo de exacción fiscal; apenas hay un acto que no forme parte de la rutina diaria que pueda ser realizado sin obtener el correspondiente permiso de algún agente del gobierno, que sólo lo concede mediante el pago de una cantidad, sobre todo si el acto en cuestión precisa la ayuda o la garantía especial de la autoridad pública. En este tratado limitaremos nuestra atención a aquellos impuestos que existían hasta hace poco, y existen todavía, en países considerados como civilizados.

En casi todas las naciones se obtienen ingresos considerables de los impuestos sobre los contratos. Estos se imponen de diversas maneras. Un expediente consiste en gravar el instrumento legal que sirve como comprobante del contrato y que es, por lo general, la prueba legalmente admisible. En Inglaterra casi ningún contrato es válido a menos que se haya extendido sobre papel sellado, que ha pagado un impuesto al gobierno; y hasta hace muy poco, cuando el contrato se refería a la propiedad de algo, el impuesto era en proporción mucho más gravoso para las pequeñas que para las grandes trasacciones, lo que también es cierto de algunos otros impuestos. También existen los derechos de timbre sobre los documentos legales de recibo y sobre las escrituras dando por terminado un compromiso. No siempre se recaudan los impuestos sobre los contratos por medio de timbres. Así sucedía, por ejemplo, en los impuestos sobre las ventas realizadas en pública subasta, que anuló Sir Robert Peel. Los impuestos sobre los traspasos de propiedad territorial, en Francia, son otro ejemplo; en Inglaterra hay derechos de timbre. En algunos países no son válidos los contratos si no se registran, y se aprovecha el registro para imponer una contribución.

De los impuestos sobre contratos los más importantes son los que se relacionan con la transferencia de la propiedad, principalmente compras y ventas. Los impuestos sobre la venta de mercancías de consumo no son otra cosa que impuestos sobre esas mercancías. Si sólo afectan a determinadas mercancías hacen subir el precio de las mismas y es el consumidor el que los paga. Si se intentara gravar con un impuesto todas las compras y las ventas, lo cual, por muy absurdo que parezca, se hizo en España durante varios siglos, el impuesto, si se podía forzar su cumplimiento, equivaldría a un impuesto sobre todas las mercancías y no afectaría a los precios; si se recaudara de los vendedores, sería un impuesto sobre las ganancias; si de los compradores, un impuesto sobre el consumo; y ninguna de esas clases podría hacer recaer el impuesto sobre la otra. Si se limitara a una forma de venta, por ejemplo, la subasta, disuadiría a la gente de recurrir a ella, y si es muy fuerte el impuesto impide que se practique en absoluto, salvo en casos de emergencia; en cuyo caso como el vendedor necesita vender, pero el comprador no necesita comprar, el impuesto recae sobre el vendedor, y este era el reproche más importante que se hacía al impuesto sobre las ventas en subasta pública: casi siempre recaía sobre una persona necesitada y precisamente cuando más necesitada estaba.

En la mayor parte de los países están expuestos a la misma objeción los impuestos sobre compraventa de tierras. En los viejos países pocas veces se desprende la gente de las tierras que posee, si no es obligada por las circunstancias y bajo el imperio de una necesidad urgente; el vendedor, por tanto, tiene que tomar lo que puede conseguir, mientras que el comprador, cuya finalidad es invertir su dinero, hace sus cálculos basándose en el interés que puede obtener por él en otros empleos y no comprará si el gobierno grava la transacción con un impuesto (1). Se ha objetado que este argumento no podría aplicarse si se sometieran al mismo impuesto todas las formas de inversión permanente del dinero, tales como la compra de fondos públicos, acciones de compañías anónimas, hipotecas y otras análogas. Pero aun así, si fuera el comprador el que pagara el impuesto, éste equivaldría a un gravamen sobre el interés; si fuera lo bastante elevado para tener alguna importancia, perturbaría la relación existente entre interés y ganancia, y la perturbación se corregiría por sí misma por un alza del tipo de interés y una baja del precio de la tierra y de todos los valores. Me parece, por consiguiente, que es el vendedor el que soportará, por lo general, estos impuestos, excepto en circunstancias especiales.

Son censurables todos los impuestos que crean obstáculos a la venta de la tierra o de otros elementos de producción. Esas ventas tienden de manera natural a hacer que la propiedad saa más productiva. El vendedor, tanto si actúa bajo el impulso de la necesidad como por su propio gusto, se halla probablemente incapacitado, por falta de medios o por alguna otra causa para hacer el uso más ventajoso de su propiedad con finalidades productivas, mientras que, por otro lado, el comprador, que por lo general no está necesitado de dinero y con frecuencia se halla inclinado a mejorar su propiedad y dispone de los medios precisos para ello, es el que puede ofrecer el precio más alto por la misma. Por consiguiente, todos los impuestos y todas las dificultades y gastos que se unan a dichos contratos son dicididamente perjudiciales; sobre todo en el caso de la tierra, de la que depende la subsistencia, que es la base de toda riquéza y de cuyo mejoramiento, por consiguiente, tanto depende. Nunca serán excesivas las facilidades que se den para permitir que la tierra pase a las manos de quien la puede hacer producir más o para que se agregue o se subdivida en la forma más conducente a ese mismo fin. Si las propiedades son demasiado grandes, la venta debe ser libre, para que puedan subdividirse; si demasiado pequeñas, para que puedan reunirse. Deberían absolirse todos los impuestos que gravan el traspaso de la propiedad de la tierra; pero, como quiera que los terratenientes no tienen ningún derecho a que se les releve de cualquier impuesto con que el Estado haya gravado hasta ahora el importe de sus rentas, lo que actualmente producen esos impuestos de transferencia debería distribuirse sobre la tierra en general bajo la forma de un impuesto sobre la misma.

Algunos de estos impuestos sobre los contratos son muy perniciosos, ya que equivalen a imponer un castigo sobre las transacciones que el legislador debería alentar. Tal sucede con los derechos de timbre de los contratos de arrendamiento, que en un país de grandes propiedades son una condición esencial para una buena agricultura; y también con los impuestos sobre seguros, que crean un obstáculo a la prudencia y la previsión.

2. Muy parecidos a los impuestos sobre contratos son los que gravan las comunicaciones. El principal de éstos es el de los servicios postales, al que pueden añadirse los impuestos sobre anuncios y sobre periódicos, que son impuestos sobre comunicación de informaciones.

La forma usual de recaudar un impuesto sobre el transporte de cartas es haciendo que el gobierno sea el único autorizado para realizarlo y exigiendo un precio de monopolio por el servicio. Cuando este precio es tan moderado como en este país, en el que el precio uniforme es de un penique, que escasamente excede, si es que excede algo, a los que cargaría cualquier compañía privada en régimen de la más libre competencia, casi no puede considerarse como un impuesto, sino más bien la ganancia de un negocio; si algún exceso hay sobre la ganancia ordinaria del capital es el resultado de la economía de gastos que se obtiene por el hecho de ser una sola empresa la que realiza el servicio en todo el país, en lugar de ser varias que compitieran entre sí. Por otra parte, siendo éste uno de los negocios que pueden y deben conducirse sobre reglas fijas, es uno de los pocos apropiados para que los realice el gobierno. Por ello el servicio postal es en la actualidad una de las mejores fuentes de ingresos del erario público. Pero un franqueo que exceda con mucho a lo que se pagaría por ese mismo servicio en un sistema de libre competencia, no es un impuesto deseable. El servicio grava sobre todo a las cartas de negocios y aumenta los gastos de las relaciones mercantiles entre lugares alejados. Sería como una tentativa de recaudar grandes ingresos para el erario mediante fuertes portazgos, que obstaculizaran todas las operaciones mediante las cuales se llevan los géneros de un lugar a otro, y desalentara la producción de mercancías en un lugar para consumirlas en otros; y que no sólo es de por sí una forma de economizar trabajo, sino que es una condición necesaria para casi todos los perfeccionamientos de la producción y uno de los más vigorosos estimulantes de la actividad y de la civilización.

El impuesto sobre los anuncios no estaba tampoco libre de la misma objeción, ya que cualquiera que sea el grado de utilidad que los anuncios tengan para los negocios, facilitando el contrato entre el productor o el comerciante y el consumidor, si el impuesto es lo bastante alto para que constituya un obstáculo serio al anuncio, prolonga en ese mismo grado el período durante el cual los géneros permanecen sin venderse y el capital se halla inmovilizado.

Un impuesto sobre los periódicos es censurable no tanto teniendo en cuenta aquellos sobre los cuales recae, como aquellos a los que no afecta, esto es, a los que impide leerlos. Para la generalidad de quienes los compran, los periódicos son un lujo como otro cualquiera y como tal está justificado aquel gran sector de la comunidad que ha aprendido a leer pero que casi no ha recibido ninguna otra instrucción, los periódicos son la fuente de que deriva casi toda la información de carácter general que poseen y casi la única forma de entrar en contacto con las ideas y los temas corrientes entre la humanidad; y es más fácil excitar el interés por la lectura de periódicos que por la de libros u otras fuentes más recónditas de instrucción. Los periódicos contribuyen tan poco, en forma directa, a que se produzcan ideas útiles, que muchas personas desprecian sin razón la importancia que tienen para diseminarlas. Contribuyen a corregir muchos prejuicios y supersticiones, y a mantener el hábito de discusión y de interés por la cosa pública, cuya falta es una de las causas del estancamiento intelectual que se encuentra, por lo general, en las clases media y baja, si no en todas las clases, de aquellos países en los cuales no existen periódicos importantes e interesantes. Los impuestos que hacen menos accesible esta clase de información, que es al mismo tiempo un excitante para el ejercicio mental de esa clase del público que más necesita, ser llevada a una región de ideas e intereses qbe rebasen su limitado horizonte, no deben existir (como de hecho no existen hoy en este país).

3. Al enumerar los impuestos perjudiciales, debe asignarse un lugar bien conspicuo a los impuestos relacionados con la aplicación de las leyes, mediante los cuales el Estado obtiene ingresos de las diversas operaciones que entraña la actuación de los tribunales. Como todos los gastos innecesarios que van unidos a los procesos legales, suponen un impuesto sobre la obtención de justicia y equivalen, por lo tanto, a un premio a la injusticia. Aunque en este país han desaparecido ya esos impuestos como fuente de ingresos para el erario, existen todavía bajo la forma de derechos de tribunal, para sufragar los gastos de los tribunales de justicia, basándose, a lo que parece, en la idea de que debe hacerse que soporten los gastos que ocasiona la administración de justicia aquellos a quienes ésta beneficia. Bentham ha mostrado con trazos vigorosos lo absurdo de esta doctrina. Como Bentham observa, aquellos que se ven obligados a recurrir a la ley son los que menos se benefician por la ley y su administración. Si se han visto obligados a recurrir a un tribunal de justicia para hacer valer sus derechos o para mantenerlos contra sus infractores, es porque la protección que la ley les ha acordado no ha sido completa y eficaz, en tanto que el resto del público ha gozado, contra la injusticia, de la inmunidad que le conceden la ley y los tribunales, sin el inconveniente de tener que recurrir a ellos.

4. Además de los impuestos generales del Estado, existen en todos o casi todos los países impuestos locales para sufragar aquellos gastos públicos que se ha creído mejor poner bajo el control o la dirección de una autoridad local. Algunos de esos gastos se hacen con fines que interesan sólo o principalmente a una localidad determinada, como la pavimentación, la limpieza Y el alumbrado de las calles, o como la construcción y la reparación de caminos y puentes, que pueden tener importancia para la gente de todo el país, pero sólo en tanto ellos o los géneros que les interesen, pasen por esos puentes o esos caminos. Del mismo modo, en otros casos, los gastos son de tal naturaleza que bajo el punto de vista nacional son tan importantes como cualesquíera otros, pero se sufragan localmente porque se estima que es más probable que se administren bien por organismos locales, como sucede en Inglaterra con los subsidios para los pobres y el sostenimiento de las cárceles, y en algunos países con las escuelas. El decidir a qué fines públicos se adapta mejor la administración local y cuáles son los que deben mantenerse bajo el control inmediato del gobierno central o bajo un sistema mixto de administración local y vigilancia centralizada no es una cuestión de economía política, sino de administración. No obstante, es un principio importante que estando las contribuciones impuestas por una autoridad local menos sujetas a la publicidad y a la discusión que los actos del gobierno, aquéllas deben ser siempre especiales, esto es, que deben establecerse para algún servicio definido y no exceder del gasto en que en realidad se incurre al efectuar el servicio. Limitadas así, es de desear, siempre que sea practicable, que la carga recaiga sobre aquellos a los cuales se hace el servicio: por ejemplo, que los gastos en caminos y en puentes, deben sufragarse por medio de un derecho de peaje sobre los pasajeros y las mercancías que se transportan, dividiendo así el costo entre los que los usan por placer o conveniencia y los consumidores de los géneros que gracias a ellos pueden transportarse con menos gastos. No obstante, cuando los derechos han reembolsado todo el gasto, intereses incluídos, el camino o el puente deben abrirse a la circulación, para que los puedan usar, sin tener que pagar nada, aquellos a los cuales no les interesarían a menos que pudieran utilizarlos gratuitamente, tomándose medidas para hacer las reparaciones necesarias para mantenerlos en buen estado con fondos del Estado o por una tasa recaudada de las localidades que más se benefician de su existencia.

En Inglaterra casi todos los impuestos locales son directos (las principales excepciones son los derechos sobre el carbón de la ciudad de Londres y otros análogos), aunque la mayor parte de los impuestos para fines generales son indirectos. Por el contrario, en Francia, Austria y otros países donde el Estado emplea con mucha mayor amplitud los impuestos directos, los gastos locales de las ciudades se sufragan sobre todo con impuestos sobre mercancías que se recaudan al entrar éstas en las poblaciones. Estos impuestos indirectos son mucho más censurables en las ciudades que en la frontera, porque las cosas que el campo suministra a las ciudades son principalmente los artículos de primera necesidad y las materias primas para las manufacturas, mientras que la mayor parte de lo que un país importa de los demás se compone, por lo general, de artículos de lujo. Esos impuestos sobre el consumo de las ciudades no pueden producir grandes ingresos sin que opriman con cierto rigor a las clases trabajadoras de las mismas, a menos que sus salarios suban en proporción, en cuyo caso el impuesto recae en gran parte sobre los consumidores de los artículos que se producen en la ciudad, ya residan en ésta o en el campo, ya que el capital no permanecerá en las ciudades si las ganancias caen por bajo de su proporción ordinaria por comparación con las de los distritos rurales.




Notas

(1) Lo que se dice en el texto precisa modificarse en el caso de países en los cuales la propiedad de la tierra está muy dividida. Como estas pequeñas propiedades no tienen Un carácter importante, ni constituyen, por lo general, un objeto de afección local, se desprenden de ellas fácilmente en cuanto les ofrecen algo más de lo que costaron, con intención de comprar en alguna otra parte; y es tan grande el deseo de adquirir tierra aunque sea en condiciones desventajosas que no le afecta gran cosa el hecho de tener que pagar un impuesto elevado.

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