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La sociedad futura

Jean Grave

Los holgazanes


Esa supresión de la autoridad trae consigo esta objeción, hecha también por cierto número de nuestros compañeros de talleres:

¿Y los holgazanes? Si en vuestra sociedad cada uno puede consumir sin verse obligado a producir, nadie querrá trabajar. Si cada cual puede tomar cuanto guste, la miseria será más grande que ahora y el trabajo resultará más penoso todavía para quienes trabajen.

No ignoramos que el hombre no puede transformarse de la noche a la mañana y convertirse, como al conjuro de una varita de virtudes, en un ángel, de una bestia feroz que era la víspera. Se nos hace tan a menudo esta objeción, que nos seria imposible olvidarla. Pero harto hemos probado en los primeros capítulos de esta obra que, para realizar el ideal que ápetecemos, pensamos que el hombre habrá conseguido antes cierto grado de desarrollo, el cual es preciso tener en cuenta, sin que necesitemos insistir más en ello ahora. Para formarse idea de las relaciones en la sociedad futura, es menester hacerse cargo de las transformaciones acaecidas para entonces, y no seguir colocándose siempre en el punto de vista de la sociedad actual.

Hoy se considera deshonroso el trabajo. La meta puesta a los esfuerzos del individuo consiste en llegar a tener una posición que le permita vivir sin hacer nada (productivo, por lo menos). El trabajador se doblega bajo la pesadumbre de un trabajo que le aniquila, doce, trece y catorce horas seguidas, a menudo en las condiciones más antihigiénicas, hasta en tareas repugnantes; y eso para conseguir un salario irrisorio, que apenas si le permite no reventar de hambre. Nada hay, pues, más lógico como el que los individuos estén disgustados de trabajar. Sólo nos asombra una cosa: que, en vista de la ociosidad y del lujo de los ricos, no se hayan disgustado aún más los trabajadores de consumir sus fuerzas en un trabajo sin término y no se tumben a la bartola con más frecuencia.

Pero cuando, según hemos visto, en la sociedad futura se haya hecho dedicarse al trabajo productivo a toda esa multitud de asalariados que hoy se emplean en hacer funcionar la organización gubernamental y capitalista que nos aplasta entre sus múltiples engranajes (asalariados que sólo trabajan para evitar a nuestros explotadores un esfuerzo muscular o para proporcionarles mayores goces), quedará reducida asi la parte de esfuerzos que a cada uno se le exige hoy.

Por otra parte, cuando una mejor distribución del trabajo haya disminuido todavía más ese esfuerzo, cuando la difusión de la maquinaria haya aumentado la producción, reduciendo también las horas de trabajo; cuando se saneen los talleres, acomodándolos en los locales que ya existan y que fácilmente puedan adaptarse a su nuevo destino, con más lugar y más aire; por último, cuando en los trabajos penosos o repugnantes se haya sustituido el trabajo de los hombres por el de las máquinas, y por efecto de todas estas mejoras inmediatas se transforme el trabajo en un ejercicio saludable, parécenos que las causas productoras de la holganza quedarán ya sumamente aminoradas.

Y, sobre todo, cuando se transforme el ideal humano, siendo tan deshonroso entonces el vivir a lo parásito como honroso es ahora.

No podrá objetársenos que todo esto son sueños: son hechos positivos. Todos los economistas convienen en que en la actualidad, con una mejor distribución del trabajo, serian muy suficientes las ocho horas de jornada pedidas por los socialistas; algunos hablan hasta de seis, cinco y aun cuatro horas diarias. Pues bien, en ese mejor empleo de fuerzas a que se refieren, nada se dice de suprimir la domesticidad, los destinos necesarios para que marchen bien su explotación y su autoridad, nada se dice de acabar con esos cargos exigidos por un lujo idiota que empieza a hacer reir; ya se ve la reducción que pudiera conseguirse.

Pero cuando hablamos nosotros de disminuir las horas de trabajo, entiéndase bien que sólo nos referimos al trabajo que el hombre haga por necesidad y no por afición, para producir los objetos estrictamente indispensables para Atender a las apremiantes necesidades de la existencia. Dos, tres, cuatro horas podrán bastar, pero, en los trabajos que se hagan por gusto, por afán de inquirir, en este orden de cosas, ¿contará acaso el hombre las horas que en ellos pase?

Con frecuencia, en la sociedad actual, muchos individuos, después de estar ocho o diez horas en un taller o en una oficina ocupados en tareas que les repugnan, se privan un poco del descanso para dedicárse a qúehaceres que les agradan: lectura, música, dibujo, pintura o escultura, y aun a oficios manuales. Y esto tiende a difundirse tanto, que las herramientas de aficionado adquieren en nuestros días upa extensión cada vez más grande. El hombre estará fatigado a las seis horas de un trabajo que le repugne; pero trabajará diez y siete horas sin cansarse y sin advertirlo, si puede dedicarse a ocupaciones que le agraden y sobre todo variarlas y cambiarlas antes de que para él se conviertan en una fatiga.

El hombre, sea quien fuere, tiene una fuerza de actividad que necesita consumir de una manera o de otra. Desde el momento en que ya no se vea obligado a perder las fuerzas en un trabajo que desgasta y ni siquiera le asegura los medios de satisfacer sus primeras necesidades, será para él una felicidad hacer uso de todas sus facultades para producir todos cuantos caprichos se le pongan en la cabeza.

¿Acaso quienes se dedican a los trabajos intelectuales no necesitan hacer movimiento? ¿Acaso no recomienda hoy la higiene intercalar el trabajo manual con las tareas intelectuales? La esgrima, el pugilato (box), el juego de pelota con los pies (futbol), tan recomendados hoy, ¿no lo son para rehacer un poco de musculatura a esa burguesía que se ahoga en su propia grasa?

En estas condiciones, ¿qué interés tendrían los individuos en negarse al trabajo, sobre todo cuando sepan que sólo tendrán que contar con sus propios esfuerzos para proporcionarse lo que necesiten, y no tengan ya en su mano ningún medio de doblegar a nadie bajo el yugo de su autoridad para obligar a que produzcan para ellos?

Pero admitamos sin reparo (y de seguro sucederá así) que al principio haya individuos desprovistos de sentido moral para abusar del espíritu de solidarídad, bastante envilecidos para huir del trabajo. En todo caso, no podrán ser sino una minoría, puesto que si quienes hicieran la revolución se batiesen por no trabajar más, no se detendrían en tan buen camino: de ahí a hacer trabajar a los demás, sólo hay un paso. Por consiguiente, su primera obra sería la de estatuir una autoridad. Estarían más cerca de vosotros que de nosotros.

Pero entonces, ya no se habría hecho una revolución social sino una guerra de esclavizamiento en que los fuertes subyugarían a los débiles, los vencedores explotarían a los vencidos; no debemos ocuparnos de esto y proseguiremes nuestra argumentación.

Si quedaba hecha la revolución social, según la comprendemos nosotros, seria porque la mayor parte de los individuos comprendieran los beneficios de la solidaridad, del auxilio mútuo, y los peligros del parasitismo; esas personas obrarían de modo que se impidiese la repetición de los abusos que acababan de destruir y los holgazanes quedarian en minoria. Más adelante veremos que las relaciones sociales no se rigen por lo excepcional.

El trabajador, con la tripa vacia y sin disfrutar de los goces que él crea, soporta el estar con el espinazo doblado para engordar a una táifa de parásitos de toda clase de pelajes y cataduras; casi todos lo encuentran hasta naturalisimo. Y en una sociedad donde estarian mejoradas las condiciones del trabajo hasta el punto de hacerlo atractivo, en que su duración estaría limitada por la voluntad del mismo individuo, en que todos estarian seguros de la satisfacción integra de sus necesidades sin más condición que la de trabajar para producir lo que les hiciese falta, ¿era de temer que los individuos, atacados de pronto por una pereza nunca vista, en ninguna época, se negasen a producir para si propios y prefiriesen morir de inanición o reanudar las guerras para esclavizarse unos a otros? ¡Esto es insensato!

Con pretexto de que algunos individuos bastante corrompidos por el actual estado de cosas podrian negarse a trabajar, se quisiera que como unos doctrinos nos diésemos amos para obligarles al trabajo. ¿No seria más provechoso dejarles con su pereza, que crear una organización que no podria obligarles a trabajar (la sociedad actual así lo prueba), pero en cambio se podria volver contra los trabajadores?

Acordémonos de la fábula del hortelano que acude a su señor para que le cace la liebre que comió algunas hojas de berza, y cuánto hubo de pesarle. Nosotros creemos ser más prácticos y demostraremos que no se necesitan guardias civiles ni jueces para educar a los llamados holgazanes {si existen realmente) del calibre de los que nos ponen como ejemplo para objetarnos.

Aparte de todo, a nuestro parecer, no hay verdaderos holgazanes en el sentido estricto de la palabra. Sólo hay individuos cuyas facultades no han logrado desarrollarse libremente, a quienes la organización de la sociedad les ha impedido hallar la dirección normal de sus actividades, y a los cuales el no poder entrar o el haber comenzado a salir de una clase legal les ha precipitado a una aituación falsa, que ha concluido por desmoralizarlos y gangrenarlos.

Si se calcula el inmenso cúmulo de esfuerzos que necesita hacer para vivir el holgazán que no tiene capital que explotar, se verá que la energía muscular y cerebral que consume en marchas y contramarchas es a veces superior a la que utilizaría en una ocupación regular.

Para que un compañero le convide a almorzar le hará una multitud de trabajos, los cuales a menudo valdrán más que el importe de la bazofia conseguida por ese medio; por dos pesetas ¡cuántos servicios se ingeniará para prestar! Por una copa de ajenjo cruzaría París de extremo a extremo. Estos hombres gastan inútilmente sus fuerzas, estamos conformes; pero, en último término, el hecho es que las gastan. Organizad una sociedad donde los individuos puedan elegir ocupaciones, y veréis a los más holgazanes llegar a ser útiles.

Entregados a si mismos estos hombres en una sociedad donde la regla común sea el trabajo, bien pronto se avergonzarían de su posición equívoca en medio de los laboriosos. Si no queremos que la fuerza obligue a los holgazanes a trabajar, tampoco pedimos que se les trate con respeto y que todas las mañanas, al despertar, se les ponga delante para que escojan lo que más pudiera lisonjear sus apetitos.

Si en la sociedad actual se toleran gran número de parásitos, consiste en que las costumbres y la organización de ella les conceden un puesto especial en la misma; pero, aun así, mucho se comienza a apartarse de ellos. El alcahuete sólo se jacta de sus funciones entre la gente de su calaña que los necesita; la inmensa mayoría de la población evita todo contacto con ellos. El verdugo, que es un funcionario público, en todos los tiempos ha sido señalado con el dedo. Si otras muchas funciones no han caído aún tan abajo, van perdiendo cada vez más su prestigio: sólo ciertas momias del pasado las glorifican todavía; la mayor parte de sus secuaces exponen ya en su defensa las circunstancias atenuantes de las necesidades sociales.

Imaginamos que en la sociedad futura acontecerá lo mismo respecto a quienes quieran vivír como parásitos. Los trabajadores podrían por compasión dejarse roer en parte por los holgazanes, dejando entrever el asco que les inspirase esta posición inferior. El holgazán, antes de aceptar una situación semejante, trataría de hacerse útil en una multitud de cosas accesorias que a veces repugnarían a otros; diariamente vemos ocurrir esto a nuestra vista. Y engranados así entre los grupos productores, los más refractarios al trabajo encontrarían el medio de hacerse útiles.

También se ha hablado de los orientales, de los habitantes de ciertas islas o comarcas de los trópicos, personas cuya molicie es proverbial y para quienes la pereza constituye un verdadero culto. Pero en esos países, la pereza está en razón directa de lo cálido del clima; y, ademas, las facilidades para la vida son allí tan grandes, que nada obliga a los indígenas a violentar su naturaleza. Basta alargar la mano para ganar que comer; un puñado de dátiles, de arroz o de mijo son suficientes para alimentar a un hombre un dia entero; los vestidos se encuentran hechos en las hojas de los árboles; las personas de gustos más refinados se toman un poco más de molestia aplastando a golpes determinadas cortezas, pero todo esto no exige gran esfuerzo, si bien se mira.

Por haber querido amoldarlas a nuestro género de vida, los europeos han diezmado a poblaciones que antes eran modelos de fuerza y de elegancia, y vivian en las mejores condiciones de holgura y de felicidad. La libre asimilación de nuestros conocimientos, la adaptación lenta, hubieran podido hacerlas progresar; la violencia y la autoridad las han diezmado o hecho retroceder.

Proponerse obligar por la fuerza bruta a los recalcitrantes al trabajo, sería hacerles sublevarse contra la sociedad. Entonces tratarían de proporcionarse por medio de la astucia o de la fuerza (el robo y el asesinato de la sociedad actual) lo que se les niegue de buena voluntad. ¿Habría, pues, que crear un cuerpo de polizontes para impedirles tomar lo que se les negara, otro cuerpo de jueces para condenarlos, otro cuerpo de carceleros para su custodia? Eso sería llegar poco a poco a reconstituir la sociedad actual, con los mecanismos más eficaces para la arbitrariedad y la expoliación. ¿Acaso los servicios que las tales instituciones prestan en la sociedad actual no son suficientes para quitarnos las ganas de pedir que se restableciesen en la sociedad futura?

Para no dar de comer a cierto número de holgazanes, los autoritarios no dan con otro remedio sino crear otra categoria de holgazanes, con la circunstancia agravante de que la condición de estos últimos sería legal e inamovible, eternizando una situación deplorable. Así tendriamos que mantener a dos clases de holgazanes: los que viviesen a expensas y a disgusto de la sociedad, y los que ella misma crease con el pretexto de no alimentar a ninguno. Con esta espada de Damocles más, suspendida eternamente sobre nuestras cabezas: una fuerza pública creada y armada para obligar a los individuos a hacer lo que no les plazca, y que siempre podría volverse contra aquellos que la hubieran establecido.

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