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La sociedad futura

Jean Grave

Los servicios públicos


Para justificar la necesidad de un sistema de reparto en la sociedad futura, empléase este argumento: que es imposible producir lo suficiente para que, en cuanto triunfe la revolución, pueda cada uno tomar para su consumo los productos que necesite.

No hace falta perder el tiempo en largos trabajos de investigación estadística para dar un mentís a ese temor.

Parécémos haber enumerado, en el capítulo tercero de esta obra, hartas causas de despilfarros en la sociedad actual y demostrado de sobra que la miseria de los trabajadores sólo es producto del exceso de abundancia, para que nos baste aquí recordarlo.

En la sociedad actual, considérase el trabajo productivo, si no como deshonroso, a lo menos como una cosa impropia de personas decentes, puesto que se califica de clases inferiores a quienes desempeñan tales tareas. El ideal ofrecido hoy al individuo no consiste en hacerse útil a la humanidad, sino en lograr por cualquier medio crearse una posición económica que le permita vivir sin hacer nada. Poco importa al capitalista a costa de quién; con tal de que le paguen las rentas, no le preocupa de ningún modo saber de quién salen esas ganancias.

Pues bien; en la sociedad que queremos, debe cambiarse el móvil de la actividad humana. El ideal no debe ser ya, el parasitismo, sino la ambición de crearse cada uno lo preciso para sus necesidades. Ya no debe consistir el orgullo del hombre en enumerar los esclavos que explota, sino en probar que no hay goce que no sea él capaz de adquirir por sus propias fuerzas. De esa manera, todo el trabajo inútil impuesto por la actual organización social se transformará en trabajo productivo, y contribuirá otro tanto a la producción general, en vez de vivir a costa de ella.

Todo lo que constituye el ejército, la administración civil, la incontable muchedumbre de sirvientes de uno y de otro sexo, la policía, la magistratura, todos esos empleos parasitaríos que no tienen más funcíones ni prestan más utilidades sino la buena marcha de la organización actual, o satisfacer los caprichos y servicios personales de los explotadores, o asegurar la defensa de éstos, todos ellos quedarían redimidos de su inutilidad social y devueltos a su propia iniciativa, a su personal actividad, las cuales les conducirían a trabajar para atender a sus propias necesidades.

Todos esos funcionarios, todos esos empleados y contadores que pasan la vida papeleando en las oficinas, perdiendo el tiempo y haciéndoselo perder al público, porque el capitalista o el Estado necesitan saber cómo están de cuentas en sus operaciones, sin que esto sea útil a la sociedad para nada, serían devueltos a la vida activa y productora.

Los terrenos convertidos en eriales por propietarios negligentes, ahitos o temerosos de los primeros gastos de una explotación más seria; esos jardines de recreo, esos cotos de caza, que despueblan países enteros por servir nada más que para el esparcimiento de un particular, serían devueltos a la producción, poniéndolos en manos de quienes quisiesen cultivarlos.

Ya hemos visto cuán numerosos eran esos terrenos yermos e improductivos que permanecen estériles por antojo de sus propietarios, o porque los gastos que necesitasen para dedicarlos al cultivo no podrían recuperarse inmediatamente por el propietario codicioso que prefiere las rentas usurarias; terrenos que en la sociedad futura sólo exigirían una asociación de esfuerzos y de buena voluntad para ponerlos en estado de producir.

Por otra parte, la pequeña propiedad, con su sistema de setos, cercas, aparcelamiento diminuto y egoísmo individual, obliga a cada uno a calafatearse dentro de su rincón de terrenos y a emplear unos aperos rudimentarios, por falta de espacio y de brazos para utilizar otros más complicados pero más productores. La revolución, arrasando los tapíales, suprimiendo los límites, confundiendo los intereses, permitirá comprender mejor los suyos a todos los individuos.

Cuando comprendan que asociándose con sus vecinos podrán utilizar una máquina que en ocho días realice el trabajo de todos, mientras que individualmente necesitarían emplear quince o treinta si persistiesen en limitarse a labrar sus campos y con aperos primitivos, eso será el mejor medio de decidirles a arrancar ellos mismos los hitos de sus heredades.

Al recorrer las llanuras los arados de vapor, labrarán profundamente el suelo, revolviéndolo sin cesar, para arrancarle sus jugos fertilizadores; y, como un progreso traerá otro consigo, pediráse auxilio a la química para restituír a la tierra (en forma de abonos perfectamente asimilables y dispuestos según la producción que se quiera activar) los elementos que del suelo se hubieren extraído en forma de granos, frutos, hojas o raíces.

Por tanto, no es herejia científica afirmar que en la sociedad venidera podrá llevarse la producción a tal grado que nadie tenga necesidad de limitar su apetito y no haga falta ninguna un poder distribuidor.

Se ha insistido sobretodo en el hecho de que hay productos (tales como la seda, los vinos generosos y otros por el estilo) que no podrán crearse en la cantidad necesaria para satisfacer todos los pedidos.

Si queda hecha la revolución, será porque los trabajadores comprendan de dónde procedían las causas de su miseria y habrán sido lo suficiente inteligentes y enérgicos para encontrar el remedio contra ella y emplearlo. Parécenos que seria una idea extravagante la de suponer que de pronto se volviesen tan estúpidos que se destrozasen unos a otros, a no tener una autoridad tutelar superior a ellos para repartirles un pedazo de seda, un cesto de trufas, una botella de champaña o cualquier otro objeto, la escasez del cual es la única causa de su valor, sin más utilidad que la satisfacción de sentimientos vanidosos, y que en la mayoría de los casos pudiera reemplazarse sin inconveniente por otro producto similar tan agradable como aquél, pero menos buscado por ser más común.

Esta objeción es tan estúpida, que ni siquiera merecería contestarse. Pero los defensores de la autoridad gustan de presentar argumentos tan fútiles como éste. No pudiendo la sociedad futura forzar de ningún modo los límites de la naturaleza (ni mucho menos quienes la prevén), dedúcese de ahí que no es posible dilucidar las cuestiones que nos plantea este problema sino por medio de razonamientos y cálculos de probabilidades, y nuestros adversarios triunfan de ellas para echárselas de hombres prácticos, de espíritus positívistas y científicos.

Oidles: a lo menos, ellos no se pierden en vagos ensueños, en sentimentalismos necios, ni en especulaciones acerca de la bondad del hombre. Han estudiado hasta lo más recóndito el funcionamiento de la sociedad, hasta el último de sus mecanismos, hasta el más minucioso de sus detalles. ¡Por eso están blindados! ¿Y el individuo? Bueno o malo, no necesitan de ese detalle. Han resuelto de antemano que la sociedad sólo marche según a ellos se les antoje; así, tienen pronta solución para todas las dificultades que puedan poner en un apuro a un partidario de la autonomía. ¿No es la autoridad la vara mágica que doma todas las resistencias ... hasta el día en que se la rompan en las costillas a quienes se sirven de ella?

Quedamos, pues, en que los trabajadores se habrán batido para obtener la satisfacción de sus primeras necesidades orgánicas e intelectuales; en que habrán sido bastante inteligentes para asegurar su triunfo; ¡y se detendrían en el camino de su emancipación porque no haya suficientes trufas para todo el mundo! Falta vino de Champaña. ¡Está perdido el porvenir de la humanidad! Este es el ideal de los socialistas y de los burgueses.

Nosotros, por honor de la humanidad, preferimos creer que hombres de suficiente inteligencia para destruir una sociedad que les explotaba sabrán entenderse amistosamente para el reparto de los productos que por su cortísima cantidad no puedan distribuirse con profusión; y que, en caso necesario, los más inteligentes sabrán ceder a su vez a quienes no lo sean lo bastante para aguardar con paciencia que les llegue la suya.

Se nos objetará que nuestra respuesta es infantil, que nos fundamos en el sentimentalismo, en la bondad de un ser humano ideal y no tal como existe, etc. Busquemos otro argumento mejor; lo mismo nos da.

Hay productos cuya escasez no permite a cada persona tener de ellos una cantidad suficiente; luego es preciso un gobierno para evitar las contiendas, consumiéndolos él mismo o distribuyéndolos a sus paniaguados, tal es el razonamiento de los partidarios de la autoridad. ¿No habría medio de encontrar una solución más ventajosa?

En la sociedad actual se ve todos los dias a los individuos organizar, entre si, sin auxilio del Estado, sociedades de socorros mutuos donde todos contribuyen con sus cuotas a formar la masa común, de la cual toma luego cada uno su parte cuando le toca la vez. A pesar de las múltiples causas de disentimiéntos originados pór la organización actual, esas instituciones privadas marchan y fúncionan de la mejor manera posible en una sociedad cimentada en el antagonismo entre los individuos. ¿Qué impediria a éstos en la sociedad futura organizar una rifa análoga para distribuir los objetos en litigio?

¿Por qué ha de repugnar esta suposición? Hoy, a despecho de todas las causas de divergencias, a pesar de las discordias de intereses en nuestra sociedad, donde los individuos se ven obligados a reprimir una parte de sus necesidades, cuando se juntan para comer les vemos hacerse agasajos con objeto de dejar a sus comensales los mejores bocados de la mesa, u ofrecérselos unos a otros.

Y en las familias, si hay un buen bocado, ¿no se ve a la mujer, después que los hijos están servidos, reservar para el hombre que trabaja y necesita reponer sus fuerzas la tajada más grande de carne y el vaso de vino, si lo hay? Si hay ancianos, cada cual se las amaña para buscarles en el plato el trozo que más les gusta. Y cuando escasea el pan en la casa, ¿no saben el padre y la madre acortarse la ya insuficiente ración para aumentar la de los hijos pequeñuelos, menos aptos para sufrir las privaciones? En vez de una sociedad donde los individuos se ven obligados a tratarse como enemigos, haced que la sociedad sólo sea una gran familia; y lo que acontece en la disminuida familia de hoy, acaecerá en la agrandada familia de manana.

Hoy que todo está especializado, quienes producen vino de charnpagne o tejidos de seda no producen nada más que eso. La apropiación individual hace poseedor de un pago de mucha fama a una sola persona, que emplea, a muchas en la producción de ese terreno de viñedo. En la sociedad futura, los individuos extenderán sus facultades productoras a una multitud de objetos; por tanto, se verán obligados a aumentar sus agrupaciones, y mayor número de individuos tomarán parte en la producción de cada especialidad. He aqui ya, pues, un procedimiento de difusión de los objetos que se nos presenta muy naturalmente.

Por otra parte, los productores de un objeto cualquiera no se limitarán a fabricarlo exclusivamente para ellos, sino que lo harán para los amigos a quienes quieran agasajar; para los grupos o individuos con quienes estén en relación o de los cuales esperen servicios análogos.

Igual sucederá con los productores de seda, de champagne, etc., aun suponiendo que no sea posible fabricar esos productos en mayor escala qUe hoy. Los que con más imperio sientan la necesidad de beber champagne o de vestirse de seda, podrán aplicar sus facultades productoras a estos objetos; pero como el hombre no vive sólo de champagne y de seda, se verán en el caso de ponerse en relaciones con otros grupos para obtener de ellos otras cosas y hacer así circular sus productos.

La esperanza de obtener mediante el cambio objetos de tanta estimación obligará a los individuos a ingeniárselas para producir cosas nuevas capaces de despertar los deseos de los demás. Y he aquí que damos, sin buscarlo, con uno de esos estímulos de la actividad humana de que según los autoritarios, carece la sociedad anarquista.

Además, lo que se tiene en abundancia llega a hastiar muy pronto. Las facultades de absorción del hombre tienen limites. Cuando los primeros individuos se sacien de los objetos de su apetencia, ellos mismos cederán su puesto a otros nuevos consumidores.

Habiendo negado por táctica los colectivistas que su gobierno lo fuese, érales preciso encontrar un epiteto capaz de adormecer las susceptibilidades de quienes no se contentan con afirmaciones, y que dejase pasar lo que se escondía tras del epigrafe tan sonoro de Servicios públicos. ¡Servicio público, felicidad pública, República! ¡Suena tan bien todo esto! ¿Quién podría desconfiar de ello?

Los servicíos de correos, telégrafos, transportes y otros trabajos del mismo género, dicen los colectivistas, si bien son de una utilidad indispensable para el funcionalismo de la sociedad, nO producen ningún trabajo concreto palpable, cristalizado en un producto cualquiera que pueda depositarse en los almacenes sociales, y no por eso dejan de ser de utilidad pública. Quienes desempeñen esos servicios tendrán derecho a una retribución, satisfecha a cargo del producto bruto del trabajo social. De ahí la necesidad de cálculos para conseguir equiparar su trabajo al de los otros productores y hacer un reparto proporcional. Como su salario debe deducirse del producto total de las demás corporaciones, es evidente que esos trabajos deben ser declarados Servicios Públicos.

¡Y véase ahí hallado el resquicio para introducir el restablecimiento del impuesto!

Al hacer esta distinción, evidentemente se espera justificar la existencia de las comisiones de estadística y todos los empleos parasitarios que se proponen crear para la buena marcha y en defensa del nuevo poder. ¡Servicios públicos!: esto responde a todo, ¿no es así? De esa manera, los servicios útiles servirían de pasaporte al parasitismo de las sanguíjuelas administrativas.

Pero la hilaza es muy burda; sólo puede engañar a los cándidos. ¿Acaso no es servicio público todo cuanto se relaciona, por el hecho mismo de ser útil, con el bienestar general o con la marcha de la sociedad? Ora se ocupe en producir cereales o en acarrearlos donde sean menester, ora se transporten de una localidad a otra la mercancía fabricada o las primeras materias necesarias para su fabricación, ¿no es esto prestar iguales servicios a la sociedad?

¿Dónde está la necesidad de crear categorías, algunas de las cuales tengan un rótulo que parezca ponerlas por encima de las otras, y suministrar así los elementos de una nueva jerarquía, si no es para cubrir con esa égida todos los empleos, comisiones y senicuras que se quiere crear y que, en efecto, podrían constituir un servicio en la sociedad, pero uno de esos malos servicios de los cuales sería urgente desembarazarse sin tardanza?

También se ha objetado que para los trabajos de utilidad general que abarcasen una o varias regiones, sería preciso elegir delegados que se encargaran de ponerse de acuerdo acerca de los trabajos que hubieran de realizarse, aunque sus fundones no fuesen sino temporales y limitadas a la ejecución del proyecto con la mira del cual hubiesen sido nombrados. Esto es otro error: las delegaciones son inútiles cuando puede hacer uno las cosas por sí mismo.

Según hemos tratado de probar en las anteriores páginas, los intereses particulares nunca deben diferir del interés general: cada uno sólo puede desear lo que le es útil, y lo que le es útil no puede ser nocivo a su semejante sino mientras la sociedad esté mal equilibrada. Por tanto, las relaciones de los grupos y de los individuos no tendrán que referirse sino a puntos generales que cada cual podrá considerar desde un punto de vista especial, según su manera de comprender las cosas, pero en lo que no irán a mezclarse intereses pecuniarios o deseos de engrandecimiento, de apropiación individual.

Además, todas esas distinciones de caserío, lugar, concejo, distrito, provincia, patria, que forman hoy otros tantos intereses particulares, distintos y antagónicos, están llamadas a desaparecer o por lo menos a no ser sino expresiones geográficas que sirvan para facilitar las nomenclaturas, las topografías y las relaciones entre individuos. En definitiva, todos tendrán un solo propósito; realizar el trabajo proyectado de modo que a cada cual le tenga cuenta.

Hoy, para abrir una carretera, un canal, un ferrocarril, un establecimiento, hay rivalidad de intereses: todo propietario influyente intriga para hacer que la carretera pase junto a sus haciendas, con objeto de darles más valor; pone en juego todas sus relaciones con el fin de que el camino de hierro corte sus dominios, ante la esperanza de conseguir una expropiación forzosa que sea muy lucrativa para él.

Lo que pasa entre los individuos, acontece también entre las colectividades: tal municipio querrá ser favorecido por encima de cuál otro, este distrito querrá beneficiarse a costa de los colindantes.

En la sociedad futura, lo que ante todo se tratará es de suprimir movimientos inútiles. Los núcleos de población se formarán en los lugares que den facilidades naturales de existencia. Si conviene agruparse junto a las minas para utilizar en seguida sus productos extractivos, no se transportará (como ahora), el mineral a otra parte, para desde esta última transportar el metal a otro centro de fabricación que no tiene razón de ser sino porque las divisiones políticas dan el predominio a determinada región.

Las vias de comunicación se crearán o se transformarán para relacionar entre si todos los centros de población, sean cuales fueren. Las cuestiones de patrimonio, de propiedad, de interés local, no atarán ya las generaciones a lugares donde no hay ninguna razón para residir, y no complicarán ya más el problema de las relaciones. Los pueblos podrán, pues, cambiar de residencia e ir a situarse donde les sea más fácil adaptar sus esfuerzos al medio y a las necesidades.

Apartados así todos esos intereses particulares y semi colectivos, sólo quedarán frente a frente las diversas maneras de considerar las cosas, con lo cual parécenos que ya hay andado la mitad del camino para llegar a entenderse.

Por ejemplo: si se trata de hacer una carretera; un canal, un ferrocarril, ¿qué falta hace el envío de delegados? No teniendo ya los individuos que ocuparse durante doce y catorce horas diarias en producir, dispondrán de más tiempo para dedicarse a los intereses generales; y hallándose los medios de transporte, los correos, los telégrafos y los teléfonos a la libre disposición de cada uno, los individuos podrán comunicarse, viajar y discutir juntos sus negocios sin delegación ninguna.

Además, preciso es reconocer que la idea de trabajo semejante no saldría así repentinamente armada del cerebro de un hombre solo. Según todas las probabilidades, la necesidad de la carretera o del ferrocarril, o lo que fuese, dejariase al principio sentir de un modo muy vago; se comenzaría a hablar de ello antes de sentir una imperibsa necesidad; haciéndose ésta cada vez más intensa, la sentirían mayor número de individuos; hasta que una poderosa corriente de opinión pusiera en movimiento a cada uno para pasar el proyecto del período latente al período activo en que se tratase de realizar aquel deseo.

Los primeros convencidos de la necesidad de ese trabajo, tratarían de propagar sus ideas entre sus convecinos, esforzándose en agrupar en torno suyo a quienes creyesen más capaces de ayudarles; y cuando formasen un núcleo bastante fuerte para estudiar en serio la cosa, repartiríanse la faena según los conocimientos o aptitudes de cada cual. El ingeniero levantaría planos, estudiaría los terrenos y localidades por donde debiera pasar el camino, el canal o el ferrocarril; los canteros, metalurgistas y carpinteros estudiarían cada uno, por su parte, los recursos que pudieran proporcionarse con más facilidad; los oradores harian expediciones para dar conferencias con las cUales conquistar adictos, mientras que los escritores harían libros o folletos con el mismo objeto. Y la cuestión se estudiaría así en todos sus aspectos, buscando los proyectos mejores para que la obra pudiera efectuarse en condiciones de solidez, belleza y economía de esfuerzos.

Cuando llegase el momento de pasar a la ejecución, los que estuvieran conformes habrían discutido ya los proyectos dados a luz, pesando y examínando antes en todas sus fases cada proposición emitida por todo aquel que quisiere hacerlo. Al final de estas discusiones pudiera acontecer que no se adoptase ninguno de los proyectos primitivos, sino una síntesis de todos los planos presentados; tomando así de cada uno lo mejor, se llegaría, cuando no a una perfección ideal, por lo menos a lo óptimo relativo y representante del estado de las aspíraciones del momento.

De haber individuos molestos por no poder conseguir el predominio de sus ideas personales, podrían retirarse de la asociación y privarla de su concurso; pero, aparte de que estos casos serían muy poco probables, dado que la cuestión de interés personal quedaría abolida, y que la vanidad irá atenuándose cuando los individuos sean más instruídos, en esas circunstancias los móviles personales desaparecerían ante el interés general, pesando muy poco los razonamientos individuales, con lo que esas defecciones no tendrían fuerza para poner obstáculos a la obra común.

Más (para que no parezca que tratamos de sortear las dificultades), admitamos que las ideas contrapuestas llegasen a dividir a los individuos en dos grupos iguales y contrarios; si se fraccionasen más, sería imposible emprender el trabajo, y habría que reanudar la propaganda. supongamos esos dos grupos disidentes uno de otro, sin querer hacerse concesiones mutuas y resueltos ambos a ejecutar su respectivo proyecto.

Si su división impidiese realizar el proyecto, la necesidad de efectuarlo no tardaría en conducir a la mayoría a ideas más conciliadoras y a buscar los medios de entenderse para obrar. Si cada fracción era lo suficiente fuerte para llevar a cabo su proyecto ejecutándolo (cosa muy probable, pues los trabajos de este género no se acometen por el simple afán de satisfacer preferencias personales), el interés común seria en este caso también el mejor conciliador y las diferencias de apreciación sólo versarían sobre detalles que se prestaran a concesiones mutuas.

Pero, lleguemos hasta a lo absurdo: supongamos a cada grupo aferrado a su proyecto y con fuerzas bastantes para llevarlo a término a despecho de todo. Apartado el interés personal, como siempre, si los trabajos tenían puntos de contacto o trozos replanteados en un mismo terreno, tendrían que entenderse entre sí para el trabajo en esas partes comunes, y obraría cada cual a su antojo en lo que les fuese privativo, con lo cual habría dos vías de comunicación en vez de una sola. ¿Quién podría quejarse de ello?

Sólo tenemos aquí presentes las divergencias respecto al trazado, únicas que pueden existir; porque si se tratase de disparidad de concepto acerca del método, del modo de trabajar, del régimen interior de los grupos, esto no tendría nada qUe ver con el trabajo mismo, pues cada grupo tendría plena libertad para organizarse como quisiese; y en la división del trabajo, hecha previamente, cada cual indicaría sus preferencias, de modo que hubiese acuerdo para ponerse cada uno a trabajar, sin verse molestado por otro, ni molestar a los demás. Pero los partidarios de la autoridad no convencidos nos dirán: Está bien, pero suponed que dos grupos quieran hacer la misma obra, en el mismo terreno, sin ceder ninguno ante el otro. ¿Se declarará la guerra entre ellos?

Si ese caso pudiera presentarse, responderemos nosotros a los partidarios de la autoridad, es que el hombre retrocedería en vez de progresar. Tratamos de construir una sociedad para seres cuyas facultades morales e intelectuales van desarrollándose de continuo, y no para degenerados que vuelvan a los tiempos primitivos de su origen. En ese caso, nada tenemos que ver en ello: es el medio social que mejor cuadra a la autoridad, serán dignos uno de otro.

Hoy se ve formarse sociedades de todas clases: ferrocarriles, canales, puentes, comercio, industria, seguros, socorros mutuos, etc. (Sobre este asunto de las asociaciones voluntarias, consúltese, Kropotkin, Pedro, L´Inévitable Anarchie).Todo es presa de poderosas asociaciones que se constituyen con la mira de explotar tal o cual rama de la actividad humana. Si descendemos al detalle de las menudencias, son innumerables las pequeñas asociaciones formadas con el fin de proporcionar a sus copartícipes algún provecho material o la satisfacción de algún goce intelectual o de un capricho cualquiera.

Tales son los círculos, donde los socíos encuentran en excelentes condiciones periódicos, obras literarias, descanso, coche, recreos y la sociedad de sus semejantes. Tales son también las sociedades de socorros en caso de enfermedad, las cooperativas de consumo para adquirir buenas mercancías al mejor precio, las asociaciones para crear rentas vitalicias a los miembros que llegan a cierta edad.

En otro orden de ideas, nos encontramos con las sociedades corales e instrumentales, de expediciones científicas o recreativas, para formar bibliotecas de barrio, sociedades gimnásticas, hasta de simples bebedores y comedores.

¿No hay también asociaciones científicas con objeto de hacer progresar o difundir los conocimientos humanos? ¿Y la famosa sociedad de la Cruz Roja para socorrer a los heridos, y las de salvamento de náufragos, y las protectoras de animales, sociedades que sólo fatigas sin provecho ninguno material proporcionan a sus miembros, una simple satisfacción intelectiva o moral?

Cierto es que en algunos de ellos entra por mucho el afán de exhibirse, la vanidad, la ocasión de desplegar a poca costa una filantropía anodina, y hasta el medio de medrar o hacer negocio; pero preciso es admitir que la mayor parte de los adheridos creen sinceramente hacer algo bueno, y a veces lo cQnsiguen a pesar de la mala organización social. Por informes e incompletas que sean esas asociaciones, responden en parte a los deseos de sus miembros.

En la sociedad futura, en que la iniciativa individual será libre y sin las trabas de la moneda, en que todas las afinidades podrán manifestarse y reunirse con libertad, en que los caracteres podrán armonizarse francamente, ya se comprende cuánto será posible hacer en ese sentido y cómo podrán establecerse las relaciones sociales, regulándose por sí mismas las de grupos e individuos.

Los individuos se agruparán en virtud de sus gustos, aptitudes, temperamentos, con objeto de producir o de consumír tal o cual cosa. Los correos, los ferrocarriles, la educáción de los niños, etcétera, todo esto entraría con el mismo título en la organización social que el fabricar calderos o escarpines; todo esto forma parte de la actividad indívidual y debe depender de su libre iniciativa: es una división del trabajo que habrá de efectuarse, y nada más.

No teniendo ya nadie que luchar con las dificultades pecuniarias, con las cuestiones de economía, cada cual se habituará a formar parte del grupo que responda mejor a sus miras y a sus necesidades. De ese modo, el grupo que preste mejor servicio es quien tendrá más probabilidades de desarrollarse.

El hombre es un ser complejo, agitado por mil sentimientos diversos, y se mueve por el impulso de variadas necesidades: numerosos serán los grupos que se formen. Su diversidad contribuirá a asegurar el funcionamiento de todos los servicios imprescindibles para la existencia de una sociedad; de las múltiples necesidades de los individuos surgirá la facultad de satisfacerlas; el juego libre de todas las facultades debe conducirnos al fin que apetecemos, la armonía.

No se diga ¡utopia, inverosimilitud!, al tomar como ejemplo las asociaciones actuales. La situación no sería la misma, el individuo de mañana no será de ningún modo comparable al de hoy: en primer término, habrá progresado ya lo suficiente para llegar a comprender nuestro ideal y habrá sabido crearse un medio que le permita ensayarlo; en segundo término, habiendo cambiado la organización social, esto debe producir una mudanza en las costumbres. La influencia de los medios es una ley natural que en todo deja sentir sus efectos.

Todas las asociaciones son hoy autoritarias e individualistas. Si la asociación es numerosa (a menudo no es necesario ni aun eso), entre los asociados hay distinción de empleos, de grados y de salarios (lo uno trae consigo lo otro actualmente), y hay también cuestiones de preeminencia. El interés del grupo, que debiera ser el móvil de todos, queda en segundo término, pues aparte de ese agrupamiento está la sociedad entera que divide los intereses e impulsa a cada individuo a satisfacer su interés por un bien presente, con detrimento del prójimo, y a riesgo de un mal futuro, y llega a acontecer que contra el interés común laboran una multitud de intereses particulares.

A pesar de estas causas de desunión, a pesar del choque de sus apetitos contrarios, generalmente se sostiene el acuerdo por un tiempo bastante largo; no brota la cizaña sino cuando uno o varios de los asociados, más pillos que los otros, se ponen a engañar a sus consocios para que les confien la dirección de los negocios sociales; y entonces los hacen marchar conforme conviene a sus intereses particulares, hasta que consiguen expropiar a sus compinches y quedarse ellos solos amos del cotarro.

Fíjese la atención en que en la sociedad, tal como nosotros la entendemos, no habría beneficios personales que obtener de ninguna empresa, ni operaciones mercantiles que llevar a buen puerto, ni lucros que amañar. Los individuos se agruparían para llevar a cabo tal obra determinada o producir tal objeto convenido, ya para uso de los coparticipes, ya para ponerlo a disposición de tales o cuales grupos o individuos con quienes aquel grupo estuviese en relaciones de amistad o de cambio de servicios.

En cada agrupación existiría entre los individuos la más perfecta igualdad, siendo libres de salirse de ella cuando asi les conviniese, no habiendo capitales comprometidos. Cada cual aportaría la parte de trabajo convenida de antemano; y no tendría motivo para rechazarla, puesto que él mismo la había escogido. Nada de cuestiones acerca de salarios, no existiendo ya el asalariamiento.

En definitiva, el individuo no estará adherido al grupo sino por el placer que en ello encuentre, por las facilidades que éste le dé para satisfacer sus necesidades. Quizá la necesidad de las ventajas que este grupo le reporte sea lo que hacia él le atraiga; quizá también pueda ser atraído por la necesidad de ejercitar aptitudes especiales, que sean altamente apreciadas por los individuos de ese grupo. Multitud de móviles diferentes pueden conducir a muchos individuos al mismo fin.

Asi como el individuo podrá eximirse de los actos arbitrarios que quisieran imponérsele en nombre del grupo, de igual modo podrá el grupo negar su cooperación al individuo que por mala voluntad o por cualquier otro motivo no quisiera ya doblegarse a la disciplina previamente convenida en el concierto que hubiese presidido a la división del trabajo. Esto lo estudiaremos más adelante.

Los partidarios de la autoridad objetan que estando corrompidos los hombres por la educación actual y sobrado pervertidos por los prejuicios de millares de siglos, no serán bastante cuerdos ni mejorarán lo suficiente para que se les pueda dejar libres de organizarse a su albedrío, y necesitarán de un poder moderador que mantenga a cada cual dentro de los limites de sus respectivos derechos.

¡Que los hombres no serán bastante cuerdos para conducirse a si propios! El argumento es admirable por su carencia de lógica y para prevenir ese riesgo no se da con nada mejor sino con colocar a la cabeza de ellos, ¿á quién? ¡A otros hombres! ¿Más inteligentes de seguro? Tal vez; pero que no por eso dejarán de participar de esas preocupaciones y de esos vicios de los cuales se acusa a la humanidad en conjunto. Es decir, que en vez de disolver esas preocupaciones y esos vicios en la masa general, en vez de proponerse conseguir del concurso de todos (dejando libre a cada uno) aquella chispa de verdad que pudiera alumbrar la senda de lo porvenir, quiere encarnarse la sociedad entera en unos cuantos individuos que la guien según la mayor o menor amplitud de sus propias ideas.

Y luego, ¿quién elegiría esos jefes?

No suponemos que los admiradores de la autoridad vayan a decirnos que se elegirían ellos mísmos. Algunos, muy pagados de su propio valer, han criticado el sufragio universal, proclamando el derecho de la inteligencia a esclavizar al vulgar rebaño de las masas. Pero los tales nada suponen en politica. Toda la falsa inteligencia de que se creen provistos llévales tan sólo a ser momias de tiempos pretéritos: no tenemos por qué ocuparnos de ellos.

El pueblo es quien elegirá sus mandatarios, nos responden los partidarios del sufragio universal. Pero ¿no acaban de objetarnos que no estaría bastante maduro de juicio para saberse conducir él mismo? ¿Por obra y gracia de qué milagro ha de llegar a tener la madurez suficiente para saber discernir entre todos los intrigantes que irán a pedirle sus votos?

Elegidos por sufragio universal, como los actuales, los nuevos gobernantes no representarían sino el promedio de las opiniones. No tendríamos más que medianías para dirigirnos; y aún suponiendo que tuviésemos la buena suerte de topar por acaso con hombres excepcionales por su sabiduría y por su intéligencia, no por eso es menos cierto, que, sea cual fuere la amplitud de las concepciones intelectuales del individuo, el cerebro humano está siempre limitado en su evolución por la del medio ambiente de su época. Puede ir adelantado respecto de ella, pero esa delantera suele ser muy poca cosa. Ni aún puede asimilarse todos los conocimientos de su época y en el mismo grado; podrá ser avanzado en ciertas ideas y retrógrado en otras. Siempre hay células en retardo, que conservan en un rincón del cerebro algunas de los preocupaciones corrientes. Hay tales o cuales ideas que se aceptan en teoría, pero se retrocede ante su práctica. Así les acontece, por ejemplo, a quienes encuentran hoy ridículo el matrimonio legal, pero se creen obligados a hacer legitimar su unión por un agente de la autoridad, afirmando que esto es necesario en la sociedad actual.

Vemos que existen sobradas razones para mantener a los individuos en los escabrosos senderos de la rutina, sin tener que anadir más, poniendo en manos de algunos una fuerza que les permite oprimir a quienes quisieran salirse de aquélla. Pero tenemos derecho para decir a los partidarios de la autoridad.

Cuando nos habléis de progreso, tened cuidado de que no advirtamos de que la Única manera cómo juzgáis posible seguir su marcha consiste en sujetarle las piernas, con pretexto de que no sois bastante ágiles para ir a su mismo paso; cuidad de hacer que no se comprenda cómo la única libertad que deseáis conquistar es la de quitar de enmedio a quienes no piensen como vosotros, a quienes crean que no hay hombres superiores y compendio de toda la suma de los conocimientos humanos; convencidos cual se hallan, por el contrario, de que esos conocimientos se distribuyen por toda la humanidad, se diseminan entre todos y cada uno de los individuos.

Lo que teméis vosotros no son los pasos atrás: el miedo de no poder conseguir que predominen vuestras vanidades es lo que os preocupa. Por eso sois adversarios de quienes creen que a todas las inteligencias se les debe dejar libres para buscarse unas a otras y reunirse en grupos a su antojo, que de esta libérrima iniciativa ha de brotar la luz.

Sólo viendo junto a él un grupo mejor organizado, al que lo estuviese mal se le ocurrirá la idea de transformarse por sí mismo y tratará de hacerlo bien; mientras que la fuerza sólo indispondría a quienes quisiera hacer bajar la cabeza ante su férula. De ese movimiento libre y continuo, de esa transformación incesante, saldrá por fin esa comunidad de ideas cuyo secreto nadie tiene y que fuera vano intentar establecer por la fuerza.

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