Índice de La sociedad futura de Jean GraveAutoridad y organización La medida de valor y las comisiones de estadísticaBiblioteca Virtual Antorcha

La sociedad futura

Jean Grave

El valor


Sabido es que los economistas tienen la pretensión de apoyarse en la ciencia para sostener sus teorias burguesas y justificar la explotación del trabajo de las masas por el capital de la minoría. Se afanan en demostrar a los trabajadores que si son explotados, miserables y muertos de hambre, es debido a causas enteramente científicas, y, por consiguiente, nada tienen que reclamar.

Sois robados, explotados, desposeídos de todos los goces de la vida; pero sabedlo, en nombre de la ciencia, que os niega esos goces; debéis bajar la cabeza e inclinaros ante sus decretos. Sufrís leyes ineludibles. contra las cuales no cabe sublevarse. Todo lo que podemos hacer en Vuestro obsequio es explicaros su mecanismo para probaros que es imposible eximiros de ellas.

Claro que no es éste el giro literal de los discursos de esos caballeros, quienes, con su aristocrático desprecio a la vil muchedumbre, no se dignan hablar directamente con ella. Limítanse por lo común a afirmar a los capitalistas que los trabajadores han venido al mundo nada más que para hacer fructificar los capitales de los primeros, y que no deben hacer caso ninguno de las reclamaciones importunas de esos envidiosos que jamás están satisfechos. Pero, si aquella no es su forma exacta, por lo menos, es su espíritu, su declaración positiva, desprovista de sus galas retóricas.

Con tal de haber probado con argumentos más o menos especiosos, apoyados en citaS griegas y latinas, en fórmulas algebraicas, que el trabajador debe contentarse con vivir de patatas y dormir en chiribitiles, yérguense altivos, y nos dicen: ¡La ciencia es quien lo afirma, la naturaleza quien lo decreta; nosotros no hacemos más que registrar sus leyes!

Sólo que a unos incrédulos como nosotros nos parece muy discutible su modo de entender la ciencia, y reclamamos en contra. Según eso, la astrología, la quiromancia y la cartomancia podrían pedir con iguales títulos el derecho a figurar como ciencias entre los conocimientos humanos. Y el Sar Péladan (Nombre de uh estrafalario escritor y pintor divulgador de la teosofia en París) también pudiera reivindicar la introducción en la Universidad, en medio de las ciencias exactas, de la ensenanza del arte de embromar con infundios.

He aquí su manera de proceder: toman tres o cuatro hechos, que son consecuencia de la organización social presente, y los declaran leyes naturales, es decir, hechos emanados de leyes físicas naturales, o resultantes de la naturaleza misma del hombre.

Estos hechos que eligen, sólo son efectos de la viciosa organización social que sufrimos; conviértenlos en causas y no les cuesta mucho trabajo demostrar que si se suprimiesen no tardarían en reproducirse (puesto que dejan las verdaderas causas fuera de discusión). Y una vez admitida esa ineludibilidad, ya que no probada por ellos, hacen girar todo su sistema en derredor de esas leyes naturales, con tanta desenvoltura decretadas por su autoridad propia.

Si no se discuten los hechos en que fundan sus razonamientos, si se aceptan sus premisas, entonces parecen lógicas en absoluto sus conclusiones. Pero si se disecan sus imaginarias leyes naturales, pronto se advierte que el punto de partida de su argumentación es falso, que lo que quieren hacernos tragar como leyes ineludibles sólo son las consecuencias de un estado social vicioso, mal equilibrado, cimentado en la violación de las veraderas leyes naturales. Entonces se viene al suelo todo su tinglado de mentiras, no quedando en pie sino su ignorancia, su vanidad y su mala fe.

Vamos a ver que no sucede otra cosa respecto al valor, del cual han hecho el eje de sus relaciones, de su comercio, de sus cambios.

Crear valor es el primer fenómeno natural que encontramos en los umbrales de la economía política, dicen (Leyes naturales de la economía política, por G. de Molinari, pág. 1). Pero preguntadles qué es el valor. ¿Es un animal acuático o terrestre? Crear valor es fabricar objetos cambiables por otros objetos, afirman.

Hacedles observar que eso explica cómo se fabrica valor, pero no da ninguna noción del valor mismo. Entonces prosiguen diciendo que como esos objetos cambiables son al mismo tiempo consumibles, adquieren valor según su abundancia o su escasez; cuanto menos abundan, más valor tienen; cuanto más abundantes están, menos valen.

-¡Sí! Pero ¿qué cosa es...?

-¡Aguardad, aguardad! Esos objetos, su manutención, su fabricación, exigen cierto tiempo para disponerlos a que sean consumibles por el comprador, ¿no es así? Pues bien, ese tiempo necesario para producirlos, ¡también es valor que se incorpora! Añadid a eso el interés del valor de compra, los riesgos corridos por el capitalista que ha hecho el adelanto, sus viajes, sus trasbordos, y tendréis el valor definitivo, formado por todos esos valores gastados para poner el objeto en condiciones de cambiarse o consumirse.

Eso no os explica de ninguna manera por que un objeto se transforma en valor, por qué el trabajo es valor; pero ante tamaño cúmulo de valores, os veis obligados a aceptar la definición tal cual es, y proseguís vuestras indagaciones.

En los estadios primitivos de la humanidad, debió preocupar muy poco la teoría del valor. Los comienzos del comercio debíeron ser más modestos. Si un individuo necesitaba un objeto, pedíaselo prestado a un compañero que pudiese disponer de él, pronto a prestar otro servicio a éste más adelante, sin ocuparse de si recibía o daba más o menos. Eso sólo debió acontecer más tarde, al manifestarse por vez primera el espíritu de apropiación individual, quizá también porque el mismo poseedor tuviese gran capricho por el objeto deseado y no consintiera en cederlo sino a cambio de otro objeto que despertase en él mayores tentaciones de poseerlo. Llegóse a trocar objeto por objeto, a desear alguna cosa en cambio de la que se daba.

Finalmente, se llegó a sentir la necesidad de señalar a los objetos un valor determinado, con objeto de regularizar las transacciones y facilitar los cambios. Ciertos objetos fueron propuestos como patrón o marco para formar las tarifas de las cosas cambiables. Así,la Compañía de la bahía de Hudson pide tantas o cuántas pieles de castor por un fusil, un hacha, etc., y exige tantas o cuántas otras pieles de inferior calidad por una piel de castor.

En ciertas regiones de Africa, un esclavo equivale a determinado número de metros de lienzo de algodón, o sartas de perlas falsas o de conchas peqUeñas; en otras partes, la vaca, el colmillo de elefante y hasta la mujer, sirven de valores de cambio. Los economistas afirman que fue un gran progreso el encontrar una medida del valor. Puesto que no se encontró ninguna otra cosa mejor, es evidente que fue un progreso respecto a lo que antes existia; pero al perfeccionarse ese instrumento, ¡bonito medio de explotación se inventó con él!

Mas no tardó en llegar a ser insuficiente. Una vaca descuartizada conserva aún cierto valor mercantil, pero en esa forma no es ya cambiable indefinidamente; y una mujer, un esclavo, cualquiera que sea su valor cuando están vivos, ya no lo tienen si se les hace pedazos. Era preciso hallar un valor representativo más práctico que pudiera dividirse, continuar incorruptible, aun cambiando indefinidamente de manos; y así se llegaron a adoptar las conchas de molusCos, las armas de guerra, los aperos de labranza, los metales más o menos preciosos; y después, al cabo de muchos ensayos y tanteos, la moneda de oro, plata o cobre, acuñada con una efigie cualquiera, y representando un valor más o menos fijo, que en lo sucesivo serviría de base para los contratos mercantiles.

Continuando los progresos y realizándose con inmensas cantidades de cosas las operaciones comerciales, ha sido preciso encontrar valores representativos de la moneda (la cual es ya por si misma un valor representativo), más fácilmente transportables y de mucho menor peso y volumen, así han aparecido los billetes de Banco, los cheques, las letras de cambio, las acciones y otros valores. Más adelante veremos que esto ha complicado los cambios con pretexto de simplificar!os y ha servido (a quienes consiguieron imponer su explotación) para engañar a las personas de las cuales eran intermediarios, y para quedarse en provecho suyo con la parte de valor que quitaban a productores y compradores bajo el nombre de beneficio.

Pero todo lo que sirve para uso del hombre no es producto exclusivo de su traba.jo. Los metales, las maderas, los frutos, las carnes, etc., por haberlos sometido al trabajo humano y haberse incorporado el valor de éste, no por eso dejaban de poseer antes un valor intrinseco obtenido sólo de las fuerzas naturales, siempre activas sobre nuestro globo terráqueo (libre combinación quimica de los elementos constitutivos de los cuerpos existentes en la tierra, en el aire y en el agua). Sácase de esto la consecuencia que quien se apodera de los productos naturales para acapararlos y traficar con ellos, apodérase de un valor que no le pertenece; porque sólo puede hacerlo en virtud del derecho de propiedad, derecho ficticio y artificial, que le permite detentar una parte de nuestro globo en virtud de contratos no consentidos; derecho que tiene su origen en la fuerza bruta, en la conquista, en la expoliación, en el robo, en el fraude.

Quien se apodera de lo que no le hace falta comete un robo en detrimento de quien está necesItado de aquello. Podrá llamarse beneficio el provecho que el intermediario obtiene de sus servicios; pero si la acumulación de tales beneficios le permite atesorar, no deja de ser un robo que comete en daño de aquellos que a sus servicios recurren.

La propiedad y el valor no son leyes naturales, sino consecuencias arbitrarias de una organización social viciosa, y carecen de base las conclusiones que parecian tan lógicas a los economistas. El lucro obtenido por el capital con el nombre de renta o de interés, de los medios de producción acaparados por él, sólo se justifica legitimando el primer robo. Aun cuando probasen el derecho de apropiación, tendrían que probar el derecho de explotación; pero como hasta ahora han argüído mucho y no han probado nada, permítannos decirles que su sistema está por los suelos.

Tratan de salir del paso afirmando la necesidad de un valor de cambio para facilitar las relaciones sociales y las transacciones mercantiles; la imposibilidad de que una sociedad exista sin un poder moderador; el aniquilamiento de toda actividad humana, si no es posible la apropiación. En este trabajo hemos visto, y aún veremos, lo que valen todas esas afirmaciones.

Siendo los economistas defensores declarados del orden burgués, tendríamos derecho a no detenernos mucho en sus afirmaciones o negaciones, pero ciertos socialistas, que también quieren aparecer como hombres de ciencia, se han empeñado en volver a servirnos el mismo plato con diferente salsa. Para ellos también está fuera de dudas que no puede existir la humanidad, si no posee un valor de cambio y un poder encargado de dirimir las contiendas. Veamos cómo se ha regulado el valor hasta ahora.

Acabamos de ver que en la producción de un objeto interviene una parte de fuerzas naturales que no pertenecen a nadie en particular, sino a todos en general: robo primero, realizado por quienes acaparan el monopolio de ellas para revenderlas a los demás. En el capítulo siguiente veremos que la fuerza de trabajo consumida para elaborar un objeto es también imposible de valuar y varía segÚn la voluntad del capitalista y las circunstancias dentro de las cuales se mueve el trabajador.

Según abunda o escasea en el mercado un producto, baja o sube su valor. Pues bien; sabido es que esas altas y bajas artificiales son provocadas a voluntad por agiotistas que inundan el mercado o acaparan los productos con los cuales quieren especular, o sencillamente para arruinar al competidor que les molesta. Por tanto, el valor de los objetos es puramente arbitrario y no tiene ningún fundamento lógico.

Hasta ahora, vemos que crear valor consiste en apoderarse de cierta suma de dinero a costa del trabajo ajeno, sirviendo de intermediario entre el productor y el consumidor; suma que se bautiza con el nombre de beneficio para justificar el hecho de metérsela en el bolsillo, y porque la organización social está constituida de modo que ese intermediario, sin el cual podría pasarse en una sociedad normalmente organizada, se hace inevitable en la burguesa, porque unos cuantos individuos se han apropiado el capital que falta a todos los demás.

Para legitimar ese beneficio que el capitalista saca de su comercio, de su industria o de otras operaciones, los economistas hacen entrar en cuenta los riesgos corridos por el capital en la empresa. No necesitamos insistir acerca del hecho de que el capital no produce nada por si mismo; que después de haber sido comprado un objeto no vale intrínsecamente sino lo que antes valía; sólo el trabajo puede aumentar el valor suyo, puesto que tiene valor.

Si hubiera riesgos que correr y debiera existir una prima que pagar por esos riesgos, en buena lógica debería pagársele al trabajo, puesto que él ha suministrado el capital requerido por la compra. Pero los capitalistas son quienes imponen la ley y lo han resuelto de otro modo. Sigamos.

El capital que se aventura, en una empresa corre riesgos, -dicen los economistas-. La empresa puede no producir lo que de ella se espera, y hasta fracasar por completo; por consiguiente, el capitalista está expuesto a perder sus adelantos. Así, pues, es de plena justicia que saque cierto interés de su dinero para cubrir sus riesgos.

¡Esta es la lógica capitalista! Porque quíen pone el dinero en una empresa está expuesto a perder su capital, ¿debe reclamar un interés que le asegure de los riesgos? Pues, una de dos: o el capitalista recobra los fondos anticipados, o loS pierde. En el primer caso, no habrá corrido ríesgos, y entonces cobra indebidamente un seguro que no le pertenece; en el segundo caso, era positivo el riesgo, puesto que ha ocurrido el siniestro, pero nos parece que si en él pierde el capital, no se supone nada la prima del seguro. Por más que eleve esta prima del seguro, no le hará recuperar el capital perdido.

De modo que la prima del seguro ¿sólo la pagan los negocios que salen bien, y el capitalista, no se embolsa esa prima sino cuando no ha corrido riesgos? Pues entonces dedúcese de ahí que las operaciones en las cuales no hay riesgo son las que pagan el azar de los negodos malos. El capital se resarce siempre a costá del producto del trabajo; este último es quien paga los vidríos rotos.

Pero, según eso, el figonero que marca con horquilla practicará, sin saberlo, las lecciones de la economía política? Al incluir dos veces un mismo artículo en una misma cuenta, se hace que el parroquiano solvente pague por el olvidadizo: esto es poner en práctica el sistema grato a los Leroy-Beaulieu y a los Molinari. ¡Véase una aplicación natural de sus leyes económicas, que estos últimos no habían invocado aún y que les brindamos con mucho gusto!

Por supuesto, ¿no está organizádo todo de esta manera en la sociedad actual? ¿No se fundan en este sistema las casas de comercio con venta a plazos, esas instituciones tan eminentemente filantrópicas? Todo el mundo conoce las sumas inmensas que suponen perder, por mal pago de cierto número de clientes, quienes, una vez en posesión del objeto comprado, no quieren ni oir palabra de saldar su cuenta. Hemos dicho que suponen perder, y la frase es exacta, pues por lo común el objeto no se entrega sino cuando ya está casi saldado; pero como la casa cuida de ponerle un precio cuatro veces más alto que su valor real, síguese de ahí que encima gana el 300 por 100, sin contar los fondos adelantados por el cliente y usufructuados por ella sin desembolsar nada. ¡Asi se abre crédito a los trabajadores!

¿No se emplea idéntico sistema en las sociedades de Socorros mutuos, asociaciones para la compra o la creación de rentas? ¿No son las cuotas de los no enfermos las que costean medico y botica a los que enferman? ¿No son los dividendos de los que mueren antes de la edad prefijada los que forman las rentas vitalicias de los supervivientes? Y así sucesivamente al revés del sentido común, está fundada la sociedad entera, donde se practica la solidaridad, entendiéndola en provecho exclusivo de unos cuantos que explotan a todos los demás: sociedad organizada de tal suerte que hace desear a cada uno la perdición de sus competidores, puesto que ha de aprovecharse de sus despojos.

Ya hemos dicho más atrás que sólo el trabajo es el productor de todas las riquezas. En efecto, amontónense todas las monedas de oro y plata, todos los valores rentisticos y bancarios; combínense todas las transferencias y todos los giros posibles, revúelvase todo ello cuanto se quiera: el tiempo no los aumentará en un gramo, las especies monetarias no darán a luz ninguna cría. Las especulaciones más abstractas y ficticias suponen siempre la existencia de un producto natural y de cierta dosis de trabajo, en los cuales puedan basarse los cálculos de aquéllas.

Suprímanse esos valores, y cierto es que se modificarán las relaciones económicas, que tomarán otro rumbo las condiciones del trabajo y de la vida; pero, en último término, no habrá por eso un gramo menos de carne, un grano menos de trigo. La humanidad podrá seguir viviendo; al paso que el día en que los productores se negasen a trabajar para los capitalistas, la burguesia no sabría qué hacer con todo su capital. Por tanto, el trabajo es el verdadero productor de riquezas. El capital representa el valor y el producto de todo lo robado al trabajo.

Si los primeros traficantes se hubiesen limitado a cambiar objetos de consumo por otros objetos de consumo, no hubieran podido crearse un capital. Si dos índividuos cambian entre sí dos objetos de igual valor, no son más ricos después que antes del cambio. Pueden estar más satisfechos uno y otro, al poseer un objeto más apetecido que el que poseían; pero esto es la única ventaja que Consiguen. Si hubiese ganancia material para el uno, habría pérdida material para el otro; y entonces hay fraude, aparece el sistema de marcar con tenedor.

En los albores de la humanidad, cuando todas las facultades humanas estaban reconcentradas en la posibilidad de vivir, el hombre podia cambiar un objeto por otro y eso no era más que un cambio de servicios: no se daba margen aún para el comercio lucrativo, ni para la creación de capital. Estas dos instituciones no se iniciaron sino cuando ciertos individuos dieron en la cuenta de especular con los deseos y necesidades de sus semejantes, y hacerse pagar sus servicios muchísimo más de lo que en realiadad valían. La supervivencia de ese recuerdo fue lo que hizo dar, entre los antiguos griegos y romanos, a los ladrones y a los mercaderes un dios común para ambas clases de la sociedad, Mercurio.

Evolucionando desde entonces en ese sentido, conforme se desarrolló la sociedad humana, marcóse cada vez más esa clase de explotadores; y eso ha hecho que el comercio se convirtiese en una institución que se encuentra establecida ya desde los comienzos de la época histórica. Cuanto más se han multiplicado los cambios, tanto más se ha reconcentrado el capital en manos de quienes forman la clase mercantil; pero la antigüedad del robo no puede justificar el robo actual, y las víctimas de éste tienen el deber de libertarse de él.

El invento del valor de cambio, es decir, la moneda, ha permitido a este robó asentarse en las asociaciones humanas, haciendo creer a los individuos en una remuneración de servicios, cuando se les despoja de una parte de lo producido por ellos, engañándoles acerca del valor real de las cosas. El capital no es más que el producto acumulado de los robos que las extintas generaciones de especuladores han hecho sufrir a los productores; y ese robo preténdese hacérnoslo aceptar como consecuencia de una ley natural, para legitimar los robos de que se quiere seguir haciendo víctimas a las generaciones presentes y futuras.

Acabamos de ver que no había podido establecerse una verdadera medida del valor. Ahora veremos que hasta hoy sólo se han emitido conceptos arbitrarios del valor; que esa medida es imposible de crear; que, por consiguiente, la pretensión de los economistas y de los socialistas de querer fundar una sociedad donde a cada uno se le remunerase según su trabajo, sólo es una broma; y que una regla establecida en ese sentido no será más que la continuación del despojo legal perpetrado por unos en detrimento de otros.

Índice de La sociedad futura de Jean GraveAutoridad y organización La medida de valor y las comisiones de estadísticaBiblioteca Virtual Antorcha