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La sociedad futura

Jean Grave

La igualdad social y las desigualdades naturales


Basada hoy la sociedad en el antagonismo de intereses, siendo su regla moral el Código (sólo severo con quienes lo infringen con descaro o son tan tontos que se dejan coger cón las manos en la masa), dedúcese de ahi que los mejor adaptados en la presente sociedad son los que saben colarse a través de sus mallas. Intrigantes, pícaros, estafadores, gazmoños, hipócritas, crueles y egoístas; esos son los productos que la selección social nos proporciona.

Los bienes de fortuna no son para el más robusto y que mejor sepa adaptarse a las condiciones naturales de existencia, sino para quien, habiendo sabido encontrar el lado vulnerable de un artículo de la ley, sepa robar mejor a sus competidores, valiéndose de ese texto, y tenga menos entrañas en las relaciones con sus semejantes. Para estar mejor adaptado, no se necesita saber producir por sí mismo, sino hacer que los demás produzcan y quedarse con todo el producto del trabajo ajeno.

La bondad de sentimientos y el espíritu de solidaridad son cualidades que cada cual pondera y gusta de hacer creer que las posee, pero descuidándolas bastante en la práctica (hablamos aquí de los que siguen la moral burguesa), y que se califican de simplezas cuando resulta víctima de ellas quien las pone por obra.

La moral pública las estima; pero sólo consigue la victoria quien sabe restringir su bondad y dársele un ardite de la solidaridad.

Es tan bueno que resulta tonto. -Cada uno para sí y Dios para todos. -La caridad bien ordenada comienza por uno mismo. Tales son los preceptos enseñados por la sabiduría de las naciones y contenidos en los cursos de moral que pasan por resumir mejor el espíritu práctico de los conocimientos burgueses; reglas que sirven a los hombres positivistas y prácticos para disfrazar su carácter seco, mezquino y zañamente egoísta.

Pero egoísta, no en el sentido de la conservación individual, con la inteligencia de su situación en medio de la vida y de sus relaciones con los demás seres, sino ese egoísmo codicioso y feroz que impele al individuo a no pensar en el mundo más que en sí mismo, a no ver sino competidores en sus iguales. Véase lo que nos presenta la selección de la sociedad actual. Este egoísmo es lo que ha conducido al hombre a hacerse el centro del universo, y quien lleva a ciertos individuos, si no a creerse los centros de la humanidad, por lo menos a imaginarse que son mejores y más inteligentes que los otros.

¡Cuántas vulgaridades ha hecho decir a los sabios oficiales esa igualdad reclamada por los socialistas! ¡Cuántas vaciedades han amontonado los sabios burgueses para demostrar lo imposible de una sociedad igualitaria! Y (¡ilogismo superlativo!), demostrando que no todos los individuos alcanzan igual grado de evolución, piden una regla común para todos. Compagine ambos extremos quien quiera; nuestros sabihondos no se curan de ello. Poco les vale que sus argumentos se enlacen y sean irreductibles. Por eso no les exigen sino un apoyo momentáneo y para puntos especiales.

La misma Naturaleza es quien produce las desigualdades, -dicen-; por más medios de desarrollo que pongáis a disposición de cada uno, el resultado no será igual en todos, y tendréis individuos que sepan apropiarse ciertos conocimientos mejor que otros individuos.

En uno de los capitulos anteriores hemos visto, según una cita de Büchner, que la organización social, lejos de atenuar esas desigualdades, contribuia a aumentarlas; pero haremos observar en seguida que los anarquistas, al pedir por su parte la igualdad de condiciones para todos, jamás han tenido la intención de impedir a los inteligentes desarrollarse en el grado que su propia naturaleza se lo permita, ni la esperanza de meter a viva fuerza en la cabeza de los peor dotados las particulas del saber puestas a su disposición.

Al exigir para todos la facilidad de aprender y la igualdad en las relaciones, no pedimos que nadie sea favorecido en sus medios de evolución con perjuicio de los demás; pero nadie, que yo sepa, ha tenido la candidez de esperar que se decretaría una medida de capacidad intelectual de la que nadie pudiera exceder y por bajo de la cUal nadie pudiera quedarse, un patrón de estatura por encima del que se recortaría a quienes lo superasen, y que obligara a estirar por medio de cuatro caballos a quienes fuesen cortos de talla, para alargarlos; un color uniforme de cabellos que todos debieran adoptar si no querían incurrir en las más severas penas.

Es preciso ser tonto de capirote para imaginarse que los anarquistas quieren hacer decretar eso. ¡Y los que nos suponen tales majaderías, argumentando a costa de ellas, pretenden formar parte de aristocracia intelectual!

Cada uno nace con su temperamento, sus aptitudes, sus cualidades morales y físicas, transformables acaso, pero siempre diferentes; cada uno lleva en sí mismo los fundamentos de su futura evolución impulsada por las contingencias de que es hijo y que le han dado vida. Esa evolución puede facilitarse, estorbarse y aun desviarse por los futuros medios y circunstancias, pero no impide que cada cual nazca con particulares aptitUdes, que predominarán siempre en su evolución. ¡Y se nos acusa de querer decretar el igualamiento de esas aptitudes!

Nosotros queremos que a cada uno le sea posible evolucionar y desarrollar sus facultades en completa libertad. No queremos que todos coman en el mismo plato y de la misma bazofia, sino que todos tengan que comer según su apetito lo que sus gustos le permitan adquirir; aguzando sus facultades conforme a sus deseos; queremos que todos sean dichosos, no decretando una medida común de dicha, un cauce de felicidad en el que cada uno fuera constrenido a tomar su parte correspondiente bajo pena de prisión, sino dejando a cada individuo el cuidado y la libertad de crearse su porción de ventura según su propia manera de comprenderla y según su grado de desarrollo.

A quienes les dé por atiborrarse de vituallas o por saborear finos manjares, por emborracharse con aguardiente o por catar vinos generosos, déjaseles libres para cultivar sus aficiones y aptitudes. No pedimos que la sociedad esté obligada a proveerles del objeto de sus goces, sino que sus facultades tengan libre campo para conquistar lo que haya de constituir su dicha.

Pero también el que tenga gustos artísticos o intelectuales, quien esté ávido de saber y de sumergirse en los goces de lo bello, séale posible conseguir su ideal y no le estorben en su esparcirniento una cuestión de vil interés y las dificultades económicas producidas por la sociedad actual; que no le corte las alas el hecho de ser ese goce privilegio de algunos individuos, exigiendo la sociedad para alcanzarlo, no esfuerzos, sino dinero.

Igualdad de medios, hasta facilidades concedidas a todos, y no igualdad de fines: eso es lo que nosotros entendemos por igualdad social y lo que lo saben muy bien los que fingen escandalizarse al oir nuestras reivindicaciones y prefieren ponerlas en ridiculo, siendo incapaces de refutarlas.

Es preciso oir a esos sabios de pega responder, escudándose en su pretendida ciencia, a los trabajadores que reclaman su parte en el saber:

- ¡Ah, infelices, no sabéis lo que decís! ¿No sabéis que la ciencia sólo puede ser conocída por una pequeñísima minoría, que hace de ella su ocupación especial; y que vosotros debéis resolveros a permanecer en vuestra esfera, contentándoos con producir goces para esa pequeña parte escogida, la única (¡la única! tenedlo entendido) que representa a la humanidad?

¡Id, id, pobres ignorantes; id a leer los libros que escribimos para vuestro uso, y en ellos aprenderéis que no hay ni puede haber igualdad! Los individuos nacen con cualidades diferentes: unos son imbéciles, otros inteligentes, otros más inteligentes aún, y rara vez, de siglo en siglo, surge un hombre de genio. Pues bien, ¡jamás conseguiréis que esos individuós sean iguales! ¡Vuestro sistema viene a parar en la opresión de la inteligencia por los zotes, y su aplicación sería un retroceso para la Humanidad! El triunfo de vuestras doctrinas sería el comienzo de una era de decadencia para el espiritu humano.

Si hubieseis aprendido la ciencia como nosotros, sabríais que los sabíos (como nosotros) están hechos para gobernar a los tontos (como vosotros). ¡No nos obliguéis a hacer nosotros mismos nuestra cama o limpiarnos los zapatos! ¡Vaya unas ocupaciones nobles para quienes contemplan los astros o buscan el secreto de la vida en el estudio del cuerpo humano! No podemos dedicarnos a la ciencia sino a condición de tener esclavos que produzcan para nosotros; sabedlo de una vez para siempre, y no vengáis a calentarnos la cabeza con vuestras locuras igualitarias.

Y los mentecatos (que no son los últimos en creerse unos seres superiores) dicen amén y proclaman muy alto que la desigualdad es una ley natural entre los hombres, siendo patarata el creer que un zapatero remendón pueda valer intelectualmente tanto como un señor que da a luz unos libracos que nadie lee. Esto es lo que vamos a estudiar.

Ante todo, ¿qué es la inteligencia? Eso es lo que nunca han tratado de explicar quienes se proclaman a sí mismos la aristocracia intelectual. La inteligencia es para ellos tener posiciones oficiales que les pongan por encima de sus vecinos, una fortuna que les permita poseer cuanto necesiten sin cooperar a la producción, y tener el descoco de hablar de cosas que no siempre comprenden. Tener del mango la sartén y para sí mismos lo ancho del embudo: tal es su inteligencia.

Sin embargo, la inteligencia es otra cosa. Véase lo que de ella dice el senor Manouvrier, un sabio que no se deja embaucar con palabras, que no tiene la pedantería de esos sabios, y es uno de los que mejor saben analizar las operaciones intelectuales:

La inteligencia, considerada en sí misma, in abstracto, es una correspondencia entre relaciones internas y relaciones externas. Esta correspondencia o conformidad, esta adaptación, crece en espacio, tiempo, variedad, generalidad y complejidad, en su evolución zoológica. Tal es la definición dada y admirablemente desenvuelta por Herbert Spencer. Una evolución análoga se produce en cada individuo según el grado se evolución psíquica conseguido por su especie y por su raza, según las condiciones particulares de su propia conformación y de sus relaciones con su medio.

(Curso de 1893).

La inteligencia es una adaptación de relaciones internas a las relaciones externas: esto es bien explícito. Cuanto mejor adaptado se está al medio en el cual se vive, más inteligente se es. Pero si se quiere que los individuos puedan adaptarse a su medio, es preciso también dejarles libertad para desenvolverse, y no ponerles obstáculos, como lo hace la sociedad actual con la mayoria. Y acabamos de ver cómo la adaptación que la actual sociedad favorece dista muchísimo de ser la que la verdadera justicia reclama.

La verdadera adaptación a las condiciones naturales de existencia consistiría en saber bastarse a si mismo con su propia industria. Si pronto quedase abolido el arbitrario poder de la moneda Y cada cual tuviese que hacerse útil en la asociación para obtener asi sus medios de subsistencia, buen número de burgueses correrían el riesgo de desaparecer, castigados en esto por la naturaleza, que les ensenaria cómo no hay para ellos lugar en el festín del universo; y entre ellos, los primeros de todos, la mayor parte de esos que dicen ser la flor y nata de la inteligencia.

Y con ellos desaparecerían también algunos sabios, a los cuales ciertamente no confundiremos con los primeros, pues tienen por sí mismos algún valor; pero víctimas en esto de una falsa selección que les da todas las facilidades para vivir, han resultado ser unos monstruos del orden intelectual, que saben lo que pasa en la luna y cuáles son los metales que se observan en el espectro de Sirio, e ignoran que hay en la tierra hombres que trabajan, sufren y mueren de hambre por efecto del parasitismo de otros.

Pero la definición de la inteligencia expuesta por el señor Manouvrier no termina en la cita que acabamos de transcribir. Sigamos leyendo:

Las relaciones externas son infinitas: abarcan el universo entero. Una correspondencia completa y perfecta con todas esas relaciones constituiría el sumo poderío. Pero esta correspondencia perfecta no exíste, y no es posible en ningún ser. La reunión de todas las correspondencias realizadas entre todos los hombres, entre todos los seres vivientes, formaría, no obstante, una suma inmensa; y si pudiera darse reunida en un solo individuo, daría a este un poder enorme. Pero cada hombre no se ha puesto en relación sino con cierto número más o menos cuantioso de relaciones exteriores, y su conformación sólo permite que se establezcan en él cierto número de relaciones interiores correspondientes. Estas relaciones interiores establecidas constituyen su inteligencia efectiva. Sacadle de ahí; entonces no comprende nada, no dice nada de fundamento, no hace nada de provecho, parece como imbécil. Por eso empléase con frecuencia el epíteto inteligente para calificar un acto, un juicio, una manera de comprender no conformes con las relaciones exteriores que existen en realidad.

Pero si frecuentáis un poco el trato de ese mismo individuo que os ha parecido ininteligente, puede aconteceros ver que en él existe cierto número de relaciones internas correspondientes a relaciones externas diversas de aquellas a las cuales le habíais sometido al principio. Entonces os convenceréis de que es un hombre inteligente, pero en otra esfera que la vuestra. Os será permitido suponer que vuestra esfera intelectual es más elevada y más importante que la suya; que vuestras relaciones internas corresponden a relaciones externas más numerosas, más generales, más complejas, más extensas. Y podrá suceder que esa suposición que rara vez deja de hacerse en semejante caso, esté conforme con la realidad.

(Curso explicado en la Escuela de Antropología, 1893).

Lo que indigna a los defensores del presente orden social, cuando reclamamos la igualdad para todos, es el comprender que no podrán hacer uso de sus capitales para descargar sobre los demás el peso de los trabajos que juzgan inferiores. Y dicen así:

Estando el hombre inteligente por encima de quien no lo es de ningún modo, es preciso que las inteligencias superiores se hallen en disposición de tener mayor suma de goces, puesto que con sus trabajos son más útiles a la sociedad. Por su inferioridad misma, el bruto está condenado a servir en todo tiempo. Querer compararlo con el hombre de genio, es desear oprimír a la inteligencia. ¡Aspiráis al reinado de las medianías!

En cuanto a medianías, creemos que sería difícil igualar en eso al sufragio universal para elevarIas al pináculo, y por tanto, es inútil insistir en ello.

Sin más que colocarnos en el punto de vista estrictamente filosófico, podríamos responder con valentia a quienes dieen que la sociedad debe mucho a los hombres superiores, que esta afirmación es un error. El hombre instruido e inteligente, acaparando mayor porción de materia cerebral, aprovechándose de los medios de estudio puestos a su disposición por la sociedad, con detrimento de los condenados a producir mientras él se asimila las ciencias, fruto del trabajo de las generaciones pretéritas y presentes, el hombre de inteligencia, digo, es quien resulta deudor de la sociedad; lejos de tener él derecho para reclamar un aumento de goces, ella es quien lo tiene para decirle: ¡Devuélveme en proporción lo que te he dado!

Y entendemos por sociedad el conjunto de todos los que han producido mientras él estudiaba, todos los que han cooperado a producir los libros que leyó, los instrumentos que le hicieron falta para sus experiencias, los productos por él utilizados en sus investigaciones. Con toda la inteligencia que virtualmente pudiera tener, ¿qué habría hecho si no hubiese tenido a mano todo esto?

Porque un hombre sea más inteligente que otro, ¿con qué derecho le ha de dictar leyes? ¿Con el derecho de su inteligencia? Pero si el bruto es más fuerte y usa de su fuerza para obligar al hombre inteligente a servirle, ¿diréis que eso es justo? ¿Por que no? La fuerza es también un producto de la selección natural, con los mismos títulos que la inteligencia. Si hay quienes se vanaglorian de la actividad de su cerebro, también hay quienes se jactan de la fuerza de su bíceps; en nuestras sociedades hemos tenido hartos ejemplos de fuerza bruta dominadora de la inteligencía y reclamando la prioridad sobre ésta, para probar que es posible nuestra hipótesis.

Pero aún hay más. Acabamos de ver con el Sr. Manouvrier que la inteligencia es enteramente relativa, que todo hombre puede ser superior en una rama de los conocimientos humanos y estar desorientado en otro orden de ideas. No hay seres perfectos ni omniscientes; cada uno participa de los defectos propios de la humana naturaleza, y qúien quizá sea un genio en las ciencias más abstractas, tal vez haga la triste figura en las circunstancias más vulgares de la vida, ¡cuándo no sea peor aún! Ciertos sabios convienen fácilmente en ello:

En algunos sabios, el desarrollo intelectual ha extinguido por completo la vida afectiva. Para ellos ya no hay amigos, familia, patria, humanidad, ni dignidad moral, ni sentimiento de lo justo. Indiferentes a todo lo que pasa fUera del dominio intelectual, donde se agitan y gozan, las grandes iniquidades sociales no perturban su quietud. ¿Qué les importa la tiranía, si respeta los matraces y retortas de sus laboratorios? Por eso, véseles mimados y acariciados por los déspotas más listos. Son seres de lujo, cuyas existencia y presencia dan honor al amo, sirven de trampojo a sus malas acciones y además no podrían molestarle para nada.

(Letourneau: Fisiología de las pasiones, página 108).

Dejemos, pues, a los sabios con sus matraces v retortas, inclinémonos (a reserva de nuestro derecho de crítica) ante sus fallos, cuando nos hablan de cosas que conocen por haberlas estudiado; pero no les pidamos nada más, no les exijamos que labren nuestra felicidad, cuando a veces ellos mismos son incapaces de labrar la suya propia o la de quienes les rodean.

Al reclamar la libertad y la posibilidad para todos indistintamente de evolucionar según sus tendencias respectivas, lejos de pretender sojuzgar la. inteligencia como creen algunos, lejos de querer asfixiarla con el hálito de las medianias, por el contrario, queremos desligarla de sus trabas económicas, désprenderla de las mezquinas consideraciones de lucro o de ambición, facilitar su desaarrollo, hacer que tome libre vuelo.

Asi como los individuos tendrán que agruparse para producir las cosas necesarias para su existencia material, de igual manera tendrán que agruparse para facilitar los estudios que les interesen, para producir o adquirir los objetos que necesiten en sus estudios.

El capital es hoy quien facilita a unos la posibIlidad de estudiar. En lo sociedad futura bastará querer ... y trabajar. Para dar enseñanza a los individuos, no se les preguntará: - ¿Tenéis con qué vivir durante el tiempo necesario para los estudios? ¿Tenéis tal suma de dinero para contribuir con ella antes de comenzarlos?

Los que quieran aprender se buscarán unos a otros para agruparse con arreglo a sus aficiones, organizarán sus cursos y laboratorios como les parezca; quienes mejor sepan agrupar su enseñanza, esos tendrán más probabilidades de extenderla. No tendrán, como hoy, un enjambre de trabajadores que aguarden sus órdenes, prontos a satisfacer el menor de sus caprichos y no en cosas que ellos mismos no sabrian producir; tendrán que entenderse con los que sean capaces de suministrárselas, tratarán de organizar un cambio mutuo de servicios en que cada uno encuentre cuanto necesite, lo cual se puede siempre que se quiere; mientras que, en la sociedad actual, aunque se esté dotado de las mejores disposiciones y se tenga la voluntad más firme de utilizar las facultades propias, no siempre acepta la sociedad vuestros servicios, y los dueños del capital no siempre tienen voluntad de aprender.

Claro es que en la sociedad futura no se nos vendrá a las manos por sí solo todo cuanto se desee y a la primera intimación, como acontece hoy con el capital. No bastará decir ¡quiero esto!, para que lo tengáis a vuestros pies. Los individuos tendrán que ingeniarse y trabajar para la realización de sus concepciones; pero por lo menos estarán seguros de que la sociedad no les pondrá ningún obstáculo para hacerlo así. Querer y obrar: estas son las dos nuevas palancas que reemplazarán al capital en la realización de los deseos individuales.

Como el hombre inteligente aporta mucho más a la sociedad, tiene derecho a mayores goces, -se nos dice-. ¡Qué absurdo, desde todos los puntos de vista! Acabamos de ver que, por lo menos, debe a la sociedad tanto como él pueda aportar a ésta. Pero, ¿tiene más vientre que el hombre no inteligente, ma~ror número de bocas y más fuerza digestiva? ¿Ocupa más espacio cuando se acuesta? ¿Se ha decuplicado, en proporción de sus conocimientos adquiridos, su poder de consumir productos necesarios?

Precisamente, suele acontecer lo contrario: aquel a quien se le niegan los goces intelectuales, refúgiase y se desquita en los goces materiales. Por tanto, si la sociedad permite a todos facilidades para que, cada cual en su especie y según su actividad, puedan adquirir el goce que apetezcan, ¿qué más hace falta? ¿No es esa la verdadera retribución equitativa de que á cada uno según sus obras? Esta es la justicia distributiva que ningún sociólogo ha podido encontrar para justificar cualquier sistema de reparto de la riqueza colectiva.

Y añaden: El hombre inteligente tiene necesidad de goces estéticos más refinados que el bruto. Pero la misma naturaleza de estos goces le hará tanto más fácil proporcionárselos, cuanto no se lo disputarán aquellos a quienes nada digan tales placeres. El hombre verdaderamente inteligente halla su recompensa en el ejercicio mismo de sus facultades intelectuales; el sabio encuentra el goce que se le quiere reservar en la prosecución de sus trabajos; los estudiosos tienen en el esudio y en las investigaciones la emulación y el estímulo que no pudiera darles un capital, del que no sabrían qué hacer.

¿Son verdaderamente sabios quienes, como premios de sus trabajos necesitan uniformes bordados y objetos de quincalla fina prendidos en el pecho?

Acabamos de verlo: si la sociedad debe al hombre inteligente, también éste es deudor de aquella. Si tiene un cerebro que puede asimilarse muchas cosas, débelo a las generaciones que acumularon y desenvolvieron las aptitudes que le animan. Si le puede poner en juego es gracias a la sociedad, que conservando y acumulando los mecanismos que permiten reducir el tiempo necesario para la lucha por la existencia, facilita al individuo la posibilidad de emplear el tiempo ganado en adquirir nuevos conocimientos. Producto del esfuerzo social y de las generaciones extintas, si el hombre inteligente puede ser útil a la comunidad, necesita de ella para desenvolverse en su evolución personal.

Supongamos otro Pigmalión que encontrase el medio de animar un trozo de mármol a quien hubiera dado forma humana: al darle vida, el artista no conseguiría producir sino un hermoso bruto incapaz de adaptarse a las condiciones de nuestra existencia; y, aunque lograra proveerle de cerebro, no podría ponerle en posesión de esa herencia de conocimientos y de instintos que hemos recibido de la larga serie de nuestros antepasados.

Si podemos asimilarnos una parte de los conocimientos de nuestro tiempo, consiste en que detrás de nosotros tenemos un incalculable número de generaciones que lucharon, aprendieron y nos legaron sus adquisiciones. El cerebro más potente, si no fuese él mismo producto de una evolución, sería incapaz de asimilarse la más pequeña parte de esos conocimientos: ni siquiera llegaría a comprender por qué dos y dos son cuatro; esto no tendría para él ningún significado. Todo lo dicho prueba que en las relaciones entre el individuo y la sociedad existe una ley de reciprocidad y de solidaridad, pero que nada tienen que ver en ellas las cuestiones de Debe y Haber.

Además, convendría concluir para siempre con esa inteligencia y ese genio tan ensalzados por ciertos doctores, los cuales sólo le atribuyen tantos privilegios porque se incluyen ellos mismos entre esa legión selecta a quien dan bombo.

Porque esos caballeros han podido hacer a costa de los contribuyentes algunos viajes llamados científicos, porque han dado a luz enormes librotes para tratar cuestiones tan áridas y en una jerga que los hace incomprensibles, o porque desde el estrado de una cátedra oficial (y siempre a costa de los contribuyentes) están encargados de legitimar la explotación de los débiles por los fuertes ¡esos señores se proclaman hombres superiores y se creen lo más escogido de la humanidad!

Pues bién; un hombre puede tratar de cuestiones abstrusas, comprenderlas y aun hacerse comprender, sin que para resolver esos problemas emplee sino las mismas aptitudes aportadas por otro individuo a otro orden de ideas que pasen por menos elevadas.

El químico que en su laboratorio analiza los cuerpos, separándolos unos de otros, puede no desplegar sino el mismo grado de observación que el labriego que prepara sus tierras según la cosecha que pretende sacar de ellas. El agricultor que con la práctica advierte que tal planta se da mejor en tal terreno, puede haber desplegado tantas facultades inductivas, analíticas y deductivas como el químico que descubre que determinados cuerpos mezclados en propprciones definidas dan origen a tales otros de nuevas propiedades. ¡Cuestión de medio y de educación!

El rústico podrá ser incapaz de comprender un problema de fisiología resuelto por el sabio, pero éste podrá ser también incapaz de criar ganado o de saber sacar partido de un campo. Argumentad acerca dé esto cuanto gustéis; estimad la ciencia del sabio muy por encima de la del campesino: concedámoslo, pero eso no obsta para que si el sabio contribuye al progreso intelectual de la humanidad, el labrador y el pastor provean a las necesidades materiales, que si no se satisfaciesen, tampoco permitirían ninguna posibilidad de realizarse los progresos intelectuales. No deduciremos de ahí la conclusión de que el trabajo del campesino sea más necesario para el hombre que el del sabio; pero sí decimos que en una sociedad bien organizada se completan uno a otro, y que deben ser libres para buscar cada cual su felicidad según la conciban, sin que el uno tenga derecho a oprimir al otro.

Los partidarios de la supremacía intelectual deducirán de esto que pretendemos rebajar la inteligencia y poner todos los hombres al mismo nivel, y que aquéllos tienen razón al acusarnos de odiar a quienes sobresalen del vulgo y de proponernos realizar una mediania general, que sería la decadencia de la humanidad.

Hemos demostrado que, en nuestra sociedad futura, los hombres de inteligencia, para desarrollarla, sólo tendrían que gastar energía para crearse un medio que les diese resultados muchísimo más eficaces que el régimen capitalista, el cual mata en germen diariamente a un gran número de inteligencias. Sabemos ¡ay! que no todos los individuos llegan al mismo grado de desarrollo, y el promedio de la masa general de las personas tiene siempre un grado mínimo que representa el espíritu conservador y a veces hasta retrógrado.

Sólo el régimen capitalista es quien trabaja por ensanchar el abismo que separa a los inteligentes de los que no lo son, y, por consiguiente, para rebajar el nivel medio de la inteligencia. Nosotros queremos que los muy inteligentes tengan todas las facilidades apetecibles para llegar a serlo aún más; pero también queremos que quienes lo son muy poco tengan la posibilidad de adqUirir algunas migajas más de ciencia. De ese modo aproximaremos entre sí a los inteligentes y la masa común de los hombres, no rebajando a los primeros (como se aparenta temer), sino elevando el nivel medio de los segundos. Sabemos que todas las facilidades imaginables nunca convertirán a un microcéfalo en un Lamarck o en un Darwin, pero los microcéfalos no son más que seres excepcionales por accidente, y aquellos a quienes se tacha de estúpidos pueden subir algunos escalones más en la escala de los conocimientos humanos, sin hacer por eso que desciendan los que están más arriba. La inteligencia es una cosa tan tenue y tan difícil, si no de apreciar, por lo menos de dosificar, que conviene ser modesto al atribuirse esa cualidad.

Exhautos de argumentos, los mantenedores de la sociedad presente se atrincheran detrás de la suposición de que los intelectuales necesitan tener a sus órdenes un personal subalterno para las faenas bajas, si aquéllos han de consagrar todos los instantes de su vida al estudio y a las investigaciones; y, por consiguiente, la necesidad de una división de la sociedad en castas, destinadas a producir ¡mientras las otras dirigen y estudian!

Para probar lo vacío de este argumento nos bastará leer la historia de los descubrimientos que forman época en el desarrollo evolutivo de los progresos humanos. El mayor obstáculo para las ideas nuevas, los más grandes enemigos de quienes aportaron nuevas verdades, han sido siempre la ciencia oficial y los sabios de real orden, precisamente aquellos a los cuales se les puso en condiciones favorables para no preocuparse por las necesidades de la vida material, quienes podían dedicarse de una manera exclusiva a los estudios y a las indagaciones científicas.

Desde la Sorbona, que perseguía como heterodoxos a los que negaban los dogmas reconocidos y aportaban datos nuevos, no sólo en el dominio del pensamiento, sino también en el de las ciencias físícas o fisiológicas, quemaba como hechiceros a los alquimistas, padres de la química moderna; desde la Inquisición castigando a Galileo por afirmar que la tierra gira en derredor del sol, hasta Cuvier aplastando (por un momento) con su influencia, tanto oficial como particular, la teoría de la evolución tan fecunda en resultados, la ciencia oficial ha cerrado siempre el camino al progreso. No es más que la cristalización de las ideas adquiridas y predominantes; es preciso que los conocimientos nuevos, para establecerse, tengan que combatir, no sólo con la ignorancia de la muchedumbre, sino también con ese nefasto poder.

Los sabios son los primeros en declararlo:

No acontece así ahora, puesto que, por el contrario, se trata de transformar los observatorios y establecerlos con arreglo a planos más modestos y mejor adecuados a su destino.

El observatorio de París sólo sirve de oficina de cálculos y laboratorio de física; las principales observaciones se hacen en el jardín o bajo unos armatostes de extremada sencillez.

Haeckel ha expresado jocosamente esta idea, cuando dice que la suma de las investigaciones originales producidas por un establecimiento cientlfico es casi siempre inversamente proporcional a su grandiosidad.

Preguntábanme, hace algún tiempo, qué servicios podía prestar un astrónomo de afición. ¡Qué servicios, santo Dios! Basta dar un vistazo a la historia de las ciencias, y bien pronto se advierte el influjo de esas observaciones aisladas, producto de los diversos estudios emprendidos por sabios aficionados, es decir, no pertenecientes a los observatorios públicos.

Copérnico, a quien debemos el verdadero sistema del mundo, era un aficionado; Newton, el inmortal inventor de la gravitación universal, también lo era; otro aficionado, el músico Herschel, erigióse en reformador de la ciencia y la hizo dar gigantescos pasos, tanto con sus numerosas observaciones como con sus procedimientos de construcción.

Le Verrier dirigía la Fábrica de Tabacos cuando, por consejo de Arago, comenzó a dedicarse al estudio del planeta Neptuno; era, pues, otro ilustre aficionado.

Lord Ross, que con su inmenso telescopio descubrió tantas nebulosas; Dombowoki y BUrnham, dos infatigables investigadores, cuyos trabajos acerca de las estrellas dobles son tan conocidos por todos los sabios, tampoco eran astrónomos oficiales.

Lalande, que en la escuela militar hizo el estudio de 50.000 estrellas, formando uno de los más hermosos catálogos que se conservan, era también un aficionado.

Janssen, cuando dió a conocer el medio de observar las protuberancias solares sin tener que aguardar a los eclipses; Carrington y Warren de la Rue, cuando publicaron sus admirables observaciones del sol, también eran aficionados.

Asimismo debemos indicar a Goldschmitt, un pintor que tenía su taller en Paris y con un anteojo de mala muerte descubrió 14 planetas pequeños y al doctor Lescarbault, el sabio médico de Orgéres, quien con un instrumental rudimentario estuvo observando durante veinte años antes de descubrir el planeta Vulcano, y halló la justa recompensa (¿!) de sus trabajos en la cruz de la Legión de Honor, tan bien merecida por su perseverancia.

Todos los observadores de estrellas fugaces, y a la cabeza de ellos Coulvier-Gravier, los que han estudiado los cometas como Pingré, y quienes los han descubierto como Biela y Pons, han visto unido su nombre al descubrimiento que hicieron, y la ciencia conserva de ellos perdurable memoria.

Pero el más hermoso rasgo nos lo suministra un obscuro consejero de Estado de Dessau, de apellido Schwabe, quien durante treinta años seguidos remitió al periódico de Schumacher sus observaciones acerca de las manchas del sol. En todo ese tiempo, nunca tuvo el más pequeño estímulo, porque en las esferas científicas oficiales tuvieron por inútiles sus trabajos. Sólo al final de su vida hubo un completo cambio en el ánimo de los astrónomos, y se estimó en su valor la inmensa cantidad de observaciones que había acumulado.

¡Y cuántos aficionados cuyos trabajos son conocidos, no figuran en esta ya larga lista!

(G. Dalet, Las maravillas del cielo, páginas 343-345).

Todos los que verdaderamente han dado impulso al progreso, todos los que han aportado ideas nuevas, la mayor parte de las veces, no sólo han tenido que luchar contra los sabios oficiales, sino también luchar para vivir. El inventor del análisis espectral, Frauenhofer, era un óptico. Actualmente, en Francia, la ciencia oficial aún emplea sus últimas energías contra la teoría de la evolución. Los que ya, no pueden negarla, sácanla de quicio para hacerla decir las cosas más absurdas; otra manera de oponerse al progreso.

Y, además, esa argumentación de una minoría selecta aplastando a la masa general de las gentes, ¿no es el razonamiento más inhumano que pueda invocarse? ¿No tendrían derecho a sublevarse las masas y derribarla, proclamando que les importa un bledo de esa ciencia si ha de seguir inaccesible para ellas, si han de ser siempre víctima suyas?

Habéis embrutecido a las que llamáis clases inferiores; vuestra organización tiene por objeto embrutecerlas aún más, ¡y os extraña que esas clases os aborrezcan! Virtualmente, esas llamadas clases inferiores valen tanto como vosotros, tienen los mismos antepasados e igual origen; en su seno os veis obligados a regenerar a vuestra descendencia, y su falsa inferioridad sólo es artificioso producto de una selección artificial engendrada por una sociedad que todo se lo quita a unos para darlo a otros.

Los trabajadores no tienen odio a la inteligencia, sino a los pedantes. Cuando reclaman igualdad para todos, no desean el rebajamiento de las inteligencias, sino el medio de que cada uno pueda cultivar la que posee. Si no tuviesen respeto a las ideas profesadas por otros más sabios que ellos, muchísimo tiempo ha que ya no os suministrarían la fuerza material que los mantiene en la esclavitud.

El respeto del trabajador a las cosas que no comprende, la aceptación crédula de las explicaciones que le dan aquellos a quienes considera más instruídos que él, han hecho en pro del mantenimiento de vuestra sociedad mucho más que toda vuestra fuerza armada y toda vuestra policia. Sólo las medianias envidiosas afirman que el trabajador odia la inteligencia. Reclama su parte en el desarrollo de ésta, y eso es todo.

De ser verdadero, como afirmáis, que la ciencia debe reservarse para monopolio de una minoría selecta, en ese caso vosotros inculcáis en el seno de las masas ese odio y tienen derecho para, aborreceros. ¿Qué nos importaría la ciencia, si sólo hubiese de justificar nuestro rebajamiento y nuestra explotación por vosotros? Ved lo que podrían contestaros aquellos a quienes motejáis de inferiores; y este razonamiento de simple lógica, basta para demostrar vuestra presunción, pues no hay ciencia alli donde se falta al sentido común.

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