Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

DEFECTOS GENERALES DE LA COERCIÓN

Habiendo excluído las ideas de premio y de castigo, expresamente así designadas, nos corresponde ahora, al continuar el estudio de este importante problema, ocuparnos de esa forma de coerción que se emplea contra las personas convictas de actos delictuosos, con el propósito de prevenir la realización de semejantes actos en el futuro. Hemos de considerar aquí en primer lugar los males que derivan de esa forma de coerción y en segundo término examinaremos la validez de las razones que se aducen para justificarlos. No será posible evitar por completo la repetición de algunos conceptos empleados ya en el estudio preliminar acerca del ejercicio del juicio privado (1). Esos conceptos serán aquí ampliados y adquirirán mayor relieve en una aplicación más precisa.

Se admite generalmente que en materia de religión nadie puede ser obligado a actuar contra la propia conciencia. La religión es una disciplina profundamente impresa en el espíritu humano, a través de una práctica inmemorial. El que en ese orden espiritual cumpla con sus deberes de acuerdo con su conciencia, se sentirá en paz y comunión con el hacedor del universo y recibirá todas las satisfacciones morales que la religión puede ofrecer a sus creyentes. En vano se pretenderá, mediante leyes persecutorias, obligarle a cambiar de culto. Las persecuciones no convencen, sólo pueden hacerlo los argumentos. Cualquier religión, por pura y elevada que sea, pierde sus virtudes morales desde el momento en que se pretende imponerla mediante la coacción. El culto más sublime se convierte en fuente de corrupción si no lo consagra el testimonio de una conciencia libre. La verdad y la integridad del espíritu son inseparables. Una proposición que equivale, en su esencia abstracta, a la verdad misma, se convierte en detestable mentira, en veneno moral, si la profesan sólo los labios y la abjura la conciencia. Se reviste entonces del repugnante ropaje de la hipocresía. En vez de elevar al espíritu por sobre las más bajas tentaciones, le recuerda perpetuamente la abyecta pusilanimidad en que ha caído. En lugar de colmarlo con la esencia sagrada de la fe, lo abruma bajo el peso de la confusión y el remordimiento.

La conclusión que suele derivarse de tales razones es que la legislación criminal debe quedar excluída de los asuntos relacionados con la religión, y que su imperio debe ejercerse en lo concerniente a los pecados de orden civil. Pero esta inferencia es falsa. Sólo una incomprensible perversión del juicio ha podido hacer admitir que la religión ocupa el lugar más sagrado de la conciencia y que el deber moral es algo inferior que puede quedar al arbitrio de los magistrados. ¿Cómo? ¿Acaso es indiferente que yo sea un benefactor de la especie o su más encarnizado enemigo, que sea un delator, un ladrón, un asesino? ¿Es indiferente que yo sea empleado como soldado en aniquilar a mis semejantes o que contribuya al mismo objeto con mis bienes, en tanto que ciudadano? ¿que proclame la verdad con el celo y el desinterés que inspira una ardiente filantropía o que abjure de la ciencia por temor a ser acusado de blasfemo o que niegue la verdad para no ser acusado de difamación? ¿Es igual que yo contribuya con todos mis esfuerzos a promover el progreso de la justicia política o bien que acepte silenciosamente el ostracismo de una familia, cuyas justas demandas he prometido defender, o me someta a la subversión de la libertad, en cuya defensa todo hombre digno debe sentirse dispuesto a morir? Está fuera de toda duda que el valor de la religión, como de cualquier otra creencia abstracta, reside en su tendencia moral y si se admite que es legítimo desafiar el poder civil, en nombre de algo que sólo es un medio, ¿cuánto más lo será cuando se trate de hacerlo en nombre del fin, es decir, de la moral en sí?

Entre todos los problemas humanos, el de la moral es, sin duda, el más importante, puesto que se halla implícito en todos nuestros actos. No hay emergencia ni alternativa ofrecida a nuestra elección donde no hay que escuchar la voz del deber. ¿Cuál es el fundamento de la moral y del deber? La justicia. No esa justicia arbitraria que nace de las leyes vigentes en determinado territorio, sino la que surge de las leyes eternas de la razón, válidas dondequiera que existan seres humanos. Pero las reglas de la justicia son a menudo obscuras, dudosas y contradictorias; ¿Qué criterio emplearemos para librarnos de la incertidumbre? Sólo hay dos criterios posibles: la decisión por el juicio ajeno y la decisión por nuestra propia conciencia. ¿Cuál de ellos es el más adecuado a nuestra naturaleza? ¿Podemos acaso renunciar a nuestro propio entendimiento? Por mucho que nos esforcemos por obedecer a la fe ciega, escucharemos, a pesar de todo, la voz de nuestra conciencia, que nos dirá suavemente: Esta ley es justa, aquella es injusta. Un perpetuo disgusto de sí mismo hostigará el espíritu de los secuaces de la superstición, anhelosos de creer lo que se les ordena, careciendo de la convicción y la evidencia que son las que otorgan vigor a la fe. Si abdicamos de nuestro entendimiento, habremos renunciado a nuestra condición de seres racionales y por tanto habremos abandonado también la condición de seres morales, puesto que la moralidad requiere el empleo del juicio en la determinación de la propia conducta, en relación con los fines que se desea obtener.

De ahí se deduce que no existe otro criterio para la determinación del deber que la consulta al juicio personal. Toda tentativa de imponernos normas de conducta o de inhibir nuestra acción por medio de penas y amenazas, no es más que execrable tiranía. Hay hombres de virtud tan inflexible que desafían cualquier imposición arbitraria. Hay muchos otros, según generalmente se cree, de naturaleza tan depravada, que si no existieran las penas y amenazas subvertirían todo el orden de la sociedad con sus excesos. Pero, ¿qué ocurre con la gran mayoría humana, que no es tan virtuosa como los primeros, ni tan depravada como los últimos? La legislación positiva la convierte, de hecho, en una masa abúlica y cobarde. Como la cera, cede a la presión de los dedos que la moldean. Acostumbrada a recibir como normas del deber las órdenes de los magistrados, es demasiado torpe para descubrir sus imposiciones y demasiado tímida para resistirlas. Es así como la mayoría de la humanidad ha sido condenada a vivir en una aburrida estupidez.

No hay otro criterio válido para la determinación del deber que el juicio personal. ¿Puede la coacción ilustrar acaso nuestro juicio? Indudablemente, no. El juicio nace de la percepción del acuerdo o desacuerdo que media entre dos ideas, de la captación de la verdad o del error que contiene una proposición. Nada puede contribuir mejor a ello que un libre y amplio examen de las ideas, la comprobación serena de lo substancial o lo deleznable de una afirmación. La coerción tiende esencialmente a moldear de modo discordante nuestras aprensiones, nuestros temores, nuestros deberes y debilidades. Si queréis enseñarme el deber, ¿no disponéis acaso de razones adecuadas? Si poséis una concepción más elevada de la verdad eterna y sois capaces, por consiguiente, de instruirme, ¿por qué no intentar trasmitirme vuestro conocimiento superior? ¿Emplearéis el rigor contra alguien que es intelectualmente un niño y porque estáis mejor informados, en lugar de ser sus preceptores, seréis sus tiranos? ¿Es que no soy, acaso, un ser racional? Si vuestras razones son convincentes, no habré de resistirme a ellas. El odioso sistema de la coerción aniquila primero el entendimiento de quienes lo sufren y luego hace lo mismo con el de aquellos que lo aplican. Revestidos de las supinas prerrogativas de los amos, se sienten eximidos de la necesidad de cultivar sus facultades cognoscitivas. ¡Hasta qué grado de perfección no hubiéramos llegado si el hombre más soberbio no confiara sino en la razón, si se sintiera obligado a mejorar constantemente sus facultades y sentimientos, como único modo de lograr sus objetivos!

Reflexionemos un instante sobre la especie de argumentos -si argumentos pueden llamarse- que emplea la coerción. Ella afirma implícitamente a sus víctimas que son culpables por el hecho de ser más débiles y menos astutas que los que disponen de su suerte. ¿Es que la fuerza y la astucia están siempre del lado de la verdad? Cada uno de sus actos implica un debate, una especie de contienda en que una de las partes es vencida de antemano. Pero no siempre ocurre así. El ladrón que, por ser más fuerte o más hábil, logra dominar o burlar a sus perseguidores ¿tendrá la razón de su parte? ¿Quién puede reprimir su indignación cuando ve la justicia tan miserablemente prostituída? ¿Quién no percibe, desde el momento que se inicia un juicio, toda la farsa que implica? Es difícil decidir qué cosa es más deplorable, si el magistrado, representante del sistema social, que declara la guerra contra uno de sus miembros, en nombre de la justicia, o el que lo hace en nombre de la opresión. En el primero vemos a la verdad abandonando sus armas naturales, renunciando a sus facultades intrínsecas para ponerse al nivel de la mentira. En el segundo, la falsedad aprovecha una ventaja ocasional para extinguir arteramente la naciente luz que podría revelar la vergüenza de su autoridad usurpada. El espectáculo que ambos ofrecen es el de un gigante aplastando entre sus garras a un niño. Ningún sofisma más grosero que el que pretende llevar ambas partes de un juicio ante una instancia imparcial. Observad la consistencia de este razonamiento. Vindicamos la coerción colectiva porque el criminal ha cometido una ofensa contra la comunidad y pretendemos llevar al acusado ante un tribunal imparcial, cuando lo arrastramos ante los jueces que representan a la comunidad, es decir a la parte ofendida. Es así cómo, en Inglaterra, el rey es el acusador, a través de su fiscal general, y es el juez a través del magistrado que en su nombre pronuncia la condena. ¿Hasta cuándo continuará una farsa tan absurda? La persecución iniciada contra un presunto delincuente es la posse comítatus, la fuerza armada de la colectividad, dividida en tantas secciones como se cree necesarias. Y cuando siete millones de individuos consiguen atrapar a un pobre e indefenso sujeto, pueden permitirse el lujo de torturarlo o ejecutarlo, haciendo de su agonía un espectáculo brindado a la ferocidad.

Los argumentos aducidos contra la coerción política son igualmente válidos contra la que se ejerce entre amo y esclavo o entre padre e hijo. Había en verdad más valentía y también mayor sensatez en el juicio gótico por medio del duelo que en el sistema actual. La decisión de la fuerza sigue subsistiendo, en realidad, pero en condiciones muy desiguales, agregándose además la administración deliberada de la tortura. En suma, podemos plantear este irresistible dilema. El derecho del padre sobre el hijo reside, o bien en su mayor fuerza o en la superioridad de su razón. Si reside en la fuerza, hemos de aplicar ese derecho universalmente, hasta eliminar toda moralidad de la faz de la tierra. Si reside en la razón, confiemos en ella como principio universal. Es harto lamentable que no seamos capaces de hacer sentir y comprender la justicia más que a fuerza de golpes.

Consideremos el efecto de la violencia sobre el espíritu de quien la sufre. Comienza causando una sensación de dolor y una impresión de repugnancia. Aleja definitivamente del espíritu toda posibilidad de comprender los justos motivos que en principio justificaron el acto coercitivo, entrañando una confesión tácita de inepcia. Si quien emplea contra mí la violencia, dispusiera de otras razones para imponerme sus fines, sin duda las haría valer. Pretende castigarme porque posee una razón muy poderosa, pero en realidad lo hace sólo porque es muy endeble.




Notas

(1) Libro II, cap. VI.

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