Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

LIMITACIONES DE LA DOCTRINA DE LA PUNICIÓN QUE RESULTAN DE LOS PRINCIPIOS DE LA MORALIDAD

El problema del castigo es probablemente el más fundamental en las ciencias políticas. Los hombres se asocian con fines de mutua protección y beneficio. Hemos demostrado ya que las cuestiones internas de esas asociaciones son de importancia infinitamente mayor que las de naturaleza exterior (1). Se ha demostrado igualmente que la acción de la sociedad al conferir recompensas o al pretender dirigir la opinión de los individuos, es de efectos perniciosos (2). De ahí cabe deducir que el gobierno o la intervención de la sociedad en su carácter corporativo no tendrán objeto, salvo cuando se trate de resistir la fuerza con el empleo de la fuerza o para la prevención de un acto de hostilidad por parte de un miembro de la sociedad contra la persona o la propiedad de otro, cuya prevención se designa generalmente con el nombre de justicia criminal o castigo.

Antes de juzgar adecuadamente acerca de la necesidad o urgencia de esa acción gubernamental, será conveniente considerar detenidamente el valor preciso de la palabra castigo. Yo puedo emplear la fuerza para resistir un acto de hostilidad efectiva contra mí. Podemos emplear la fuerza para obligar a determinado miembro de la sociedad a ocupar un puesto que consideramos útil al bien público, ya sea en forma de leva de soldados o marinos o bien obligando a un jefe militar o a un ministro de Estado a aceptar o a retener su cargo. Puedo dar muerte a un hombre inocente, en nombre del bien general, ya sea porque esté afectado por una grave enfermedad contagiosa o porque algún oráculo haya declarado esa muerte indispensable para la seguridad pública. Ninguno de esos casos, si bien implican el ejercicio de la violencia con algún propósito moral, corresponden al concepto que encierra el término castigo. Este término es empleado generalmente para designar el dolor que deliberadamente se causa a un ser perverso, no sólo porque lo reclama el interés general, sino porque se cree que existe en la naturaleza de las cosas una ley necesaria que hace del sufrimiento una consecuencia forzosa del mal, independientemente del beneficio que de ello pueda derivar para la sociedad.

La justicia del castigo, en el estricto sentido del concepto, sólo puede admitirse en la hipótesis del libre albedrío, pero será absurda si las acciones de los hombres son regidas por la necesidad. El espíritu, como lo hemos demostrado en otro lugar (3), es un agente, en igual sentido que lo es la materia. La moral de un ser racional no es esencialmente diferente de la que rige en la materia. Un hombre de ciertos hábitos morales estará predispuesto a ser asesino, así como el puñal podrá ser el instrumento del asesinato. El asesino y su instrumento excitan en diverso grado nuestra reprobación, en proporción con su relativa capacidad de ejecutar propósitos aviesos. En ese sentido, yo observo el puñal con más repugnancia que si se tratara de un cuchillo común, que puede servir igualmente para un designio criminal, porque el puñal, por asociación de ideas, tiende a sugerir pensamientos sombríos. Observo al asesino con mayor repugnancia que al puñal, porque aquél es más temible y porque es más difícil de cambiar su perversa conformación y de quitarle su capacidad ofensiva. El hombre es impulsado a obrar en virtud de causas necesarias y móviles irresistibles que, una vez existentes, podrán manifestarse nuevamente. El puñal carece de la cualidad de contraer hábitos y aunque haya servido para ejecutar mil crímenes, no significará que haya de causar uno más necesariamente. Exceptuando los casos especificados, existe un completo paralelismo entre el asesino y su puñal. El primero no puede evitar el crimen que comete, así como el puñal no puede menos de ser el instrumento homicida.

Estos argumentos están destinados a enfocar bajo una luz más potente un principio admitido por muchos que no han examinado detenidamente la doctrina de la necesidad. Es el que establece que la utilidad social es la única medida de la equidad y que todo aquello que no se relacione con algún propósito útil en ese sentido, no es justo. Es ésta una proposición de verdad tan evidente que pocos espíritus razonables y reflexivos podrán objetarla. ¿Por qué hemos de infligir sufrimientos a una persona? ¿Será eso justo si no proporciona beneficios a la misma ni a la sociedad? ¿Serán suficientes el resentimiento, la indignación o el horror ante el crimen, para justificar la inútil tortura aplicada a un ser humano? Pero suponed que sólo ponemos fin a su existencia. ¿Para qué, con qué objeto beneficioso para nadie? La razón por la cual se concilia nuestro espíritu fácilmente con la idea de tal ejecución, es porque consideramos que para un ser incorregiblemente vicioso, la vida es más una maldición que un bien. Pero en tal supuesto, el caso no corresponde a los términos de la cuestión planteada, pues parecería que se otorgase a la víctima un beneficio en lugar de aplicarle un castigo.

Se nos ha planteado esta cuestión. Imaginemos dos seres solitarios, aislados; uno de ellos es virtuoso, el otro malvado. El primero se siente inclinado a los actos más elevados, en caso de hallarse en un medio social; el segundo se inclina a la crueldad, a la injusticia y a la tiranía. ¿No creéis que el primero merece la felicidad con preferencia al último? La dificultad de esta cuestión reside en la impropiedad de su planteo. Nadie puede ser malo o virtuoso si no tiene oportunidad efectiva para ejercer alguna influencia sobre la suerte de sus semejantes. El solitario puede imaginar o recordar un ambiente social, pero sus sentimientos e inclinaciones sólo se expresarán vigorosamente si de hecho actúa en tal ambiente. El verdadero solitario no puede ser considerado como un ser moral, a menos que comprendamos por moralidad lo que se refiera a su particular beneficio. Pero si así fuera, el castigo sería una concepción particularmente absurda, salvo que tuviera un fin de reforma. Si la conducta del individuo solitario es mala por el hecho de que tiende a hacer miserable su propia vida, ¿le infligiremos mayor daño por la sola razón que se ha hecho mal a sí mismo? Es difícil imaginar un ser moral solitario al que ningún accidente podrá convertir en individuo social. Ni aun con la imaginación podemos separar las ideas de virtud y vicio. de sus correlativas de felicidad y desdicha. Tampoco podemos libramos de la impresión de que otorgar un beneficio a la virtud equivale a realizar una inversión productiva, mientras que premiar el vicio significa hacer una inversión ruinosa. Por eso, la concepción de un ser solitario será siempre ininteligible y abstrusa y no podrá constituir nunca un argumento convincente.

Se ha alegado algunas veces que el curso normal de las cosas ha impuesto que el mal sea inseparable del dolor, lo que lleva a legitimar la idea del castigo. Semejante justificación debe ser examinada con suma cautela. Mediante razonamientos de la misma índole, justificaron nuestros antepasados la persecución religiosa: Los heréticos e infieles son objeto de la cólera divina; ha de ser meritorio, pues, que persigamos a quienes Dios ha condenado. Conocemos demasiado poco del sistema del universo, nos hallamos a ese respecto demasiado propensos a error y es mínima la porción de ese conjunto infinito que somos capaces de observar, para que nos permitamos deducir nuestros principios morales de un plan imaginario que concebimos como el curso de la naturaleza ...

Así, pues, si examinamos filosóficamente los principios que determinan las acciones humanas, como si analizamos las ideas de rectitud y justicia comúnmente aceptadas, resultará que no hallaremos nada que pueda llamarse estrictamente mérito. De donde se deduce que el concepto corriente del castigo no concuerda en modo alguno con las conclusiones de una reflexión profunda. Será justo que se cause un sufrimiento en todos los casos en que pueda demostrarse claramente que tendrá por consecuencia un bien mayor. Pero esto no tiene relación alguna con la culpabilidad o inocencia de la persona que sufre el dolor. Puede perfectamente ser un objeto, un inocente, si se trata de alcanzar el bien. Castigar a un hombre en razón exclusivamente de un hecho pasado e irreversible, constituye una concepción primitiva que debe ser relegada entre las que corresponden a la más cruda barbarie. Desde un punto de vista racional, todo hombre que ha sido objeto de una vejación disciplinaria, es un inocente. Jerjes, cuando mandó azotar las olas del mar, fue menos insensato que el que castiga a un semejante en razón del pasado y no teniendo en vista el futuro.

Es de suma importancia, en nuestro examen de la teoría de la punición, tener presentes siempre estas ideas. Dicha teoría habría influído de distinto modo las relaciones entre los hombres, si éstos se hubieran liberado oportunamente de los sentimientos de odio y rencor. Si contemplaran al individuo que hace daño a un semejante con el mismo criterio con que se contempla a un niño que castiga una mesa. Si hubieran imaginado y juzgado debidamente la actitud de quien encierra en la cárcel a un criminal para torturarlo a plazos fijos, en razón de la presunta relación que existe entre el crimen y el castigo, prescindiendo del beneficio que ello pudiera reportar a la sociedad. Si, finalmente, hubieran considerado el castigo como algo que debe regularse en vista de una previsión desapasionada del futuro, sin permitir que el pasado influya en ningún sentido en tal regulación.




Notas

(1) Libro V, cap. XX (omitido en esta edición abreviada).

(2) Libro VI.

(3) Libro IV, cap. VI.

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