Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

EFECTOS GENERALES DE LA DIRECCIÓN POLÍTICA DE LAS OPINIONES

Muchos tratadistas sobre cuestiones de derecho político han sido profundamente inspitados por la idea de que es deber esencial del gobierno velar por las costumbres del pueblo. El gobierno, dicen, hace las veces de una severa madrastra, no el de una madre afectuosa, cuando se limita a castigar rigurosamente los delitos cometidos por sus súbditos, después de haber descuidado en absoluto la enseñanza de los sanos principios que habrían hecho innecesario el castigo. Es deber de magistrados sabios y patriotas observar con atención los sentimientos del pueblo, para alentar los que sean propicios a la virtud y ahogar en germen los que puedan ser causa de ulterior corrupción y desorden. ¿Hasta cuándo se limitará el gobierno a amenazar con su violencia, sin recurrir jamás a la persuasión y a la bondad? ¿Hasta cuándo se ocupará sólo de hechos consumados, descuidando los remedios preventivos? Estos conceptos han sido en cierto modo reforzados por los últimos adelantos realizados en materia de doctrina política. Se está comprendiendo con más claridad que nunca que el gobierno, lejos de ser un objeto de secundaria importancia, ha sido el principal vehículo de un mal extensivo y permanente para la humanidad. Es lógico, pues, que se piense: Puesto que el gobierno ha sido capaz de producir tantos males, es posible que también pueda hacer algún bien positivo para los hombres. Estos conceptos, por plausibles y lógicos que parezcan, están, sin embargo, sujetos a muy serias objeciones. Si no nos dejamos impresionar por una ilusión placentera, recordaremos nuevamente los principios sobre los cuales tanto hemos insistido y cuyos fundamentos hemos tratado de probar a través de la presente obra, a saber: que el gobierno es siempre un mal y que es preciso utilizarlo con la mayor parquedad posible. Es incuestionable que las opiniones y las costumbres de los hombres influyen directamente en su bienestar colectivo. Pero de ahí no se sigue necesariamente que el gobierno sea el instrumento más adecuado para conformar las unas y las otras.

Una de las razones que nos llevan a dudar de la capacidad del gobierno para el cumplimiento de tal misión, es la que se sustenta en el concepto que hemos desarrollado acerca de la sociedad considerada como un agente (1). Podrá admitirse convencionalmente que un conjunto de hombres determinado constituye una individualidad, pero jamás será así en realidad. Los actos que se pretenden realizar en nombre de la sociedad, son en realidad actos cumplidos por tal o cual individuo. Los individuos que usurpan sucesivamente el nombre del conjunto, obran siempre bajo la inhibición de obstáculos que reducen sus verdaderas facultades. Se sienten trabados por los prejuicios, los vicios y las debilidades de colaboradores y subordinados. Después de haber rendido tributo a infinidad de intereses despreciables, sus iniciativas resultan deformadas, abortivas y monstruosas. Por consiguiente, la sociedad no puede ser activa e intrusiva con impunidad, pues sus actos tienen que ser deficientes en sabiduría.

En segundo lugar, esos actos no serán menos deficientes en eficacia que en sabiduría. Se supone que deben tender a mejorar las opiniones y, por tanto, las costumbres de los hombres. Pero las costumbres no son otra cosa que las opiniones en acción. Tal como sea el contenido de la fuente originaria, así serán las corrientes que de ella se alimenten. ¿Sobre qué deben fundarse las opiniones? Sin duda, sobre las nociones del conocimiento, las percepciones y la evidencia. ¿Y acaso tiene la sociedad, en su carácter colectivo, alguna facultad particular para la ilustración del entendimiento? ¿Es que puede administrar por medio de mensajes y exhortaciones algún compuesto o sublimado de la inteligencia de sus miembros, superior en calidad a la inteligencia de cualquiera de ellos? Si así fuera, ¿por qué no escriben las sociedades tratados de moral, de filosofía de la naturaleza o de filosofía del espíritu? ¿Por qué fueron todos los grandes avances del progreso humano fruto de la labor de los individuos?

Si, por consiguiente, la sociedad, considerada como un agente, no posee facultad especial para ilustrar nuestro conocimiento, la verdadera diferencia entre el dicta de la sociedad y el dicta (2) de los individuos, debe buscarse en el peso de la autoridad. ¿Pero es la autoridad acaso un instrumento adecuado para la formación de las opiniones y las costumbres de los hombres? Si las leyes fueran medios eficaces para la corrección del error y del vicio, es indudable que nuestro mundo habría llegado a ser el asiento de todas las virtudes. Nada más fácil que ordenar a los hombres que sean buenos, que se amen mutuamente, que practiquen una sinceridad universal y que resistan las tentaciones de la ambición y la avaricia. Pero no basta emitir órdenes para lograr que el carácter de los hombres se modifique, de acuerdo con determinados principios. Tales mandamientos fueron lanzados hace ya miles de años. Y si esos mandamientos se hubieran acompañado con la amenaza de llevar a la horca a todo aquel que no los cumpliera, es harto dudoso que la influencia de esos preceptos fuera mayor de lo que ha sido.

Pero, se responderá: Las leyes no deben ocuparse de principios generales, sino referirse a hechos concretos para los cuales está prevista su aplicación. Dictaremos leyes suntuarias, limitando los gastos de los ciudadanos en vestidos y alimento. Estableceremos leyes agrarias prohibiéndoles disponer más de cierta renta anual. Ofreceremos premios a los actos de virtud, de benevolencia y de justicia, que habrán de estimularlos. Y después de haber hecho todo eso, ¿cuánto habremos adelantado en nuestro camino? Si los hombres se sienten inclinados a la moderación en los gastos, las leyes suntuarias serán cosa superflua. Si no son inclinados a ella, ¿quién hará cumplir o impedirá la burla de esas leyes? La desgracia consiste, en este caso, en que dichas disposiciones deben ser aplicadas por la misma clase de individuos cuyos actos se trata de reprimir. Si la nación estuviera enteramente contaminada por el vicio, ¿dónde hallaríamos un linaje de magistrados inmunes al contagio? Aun cuando lográramos superar esa dificultad, sería en vano. El vicio es siempre más ingenioso en burlar la ley que la autoridad en descubrir el vicio. Es absurdo creer que pueda ser cumplida una ley que contraríe abiertamente el espíritu y las tendencias de un pueblo. Si la vigilancia fuese apta para descubrir los subterfugios del vicio, los magistrados pertinazmente adheridos al cumplimiento de su deber, probablemente serían destrozados.

Por otra parte, no puede haber nada más opuesto a los principios más racionales de la convivencia humana que el espíritu inquisitorial que tales regulaciones implica. ¿Quién tiene derecho a penetrar en mi casa, a examinar mis gastos y a contar los platos puestos en mi mesa? ¿Quién habrá de descubrir las tretas que pondré en juego para ocultar una renta enorme, en tanto finja disponer de otra sumamente modesta? No es que haya algo realmente injusto o indecoroso en el hecho de que mi vecino juzgue con la mayor libertad mi conducta personal (3). Pero eso es algo muy distinto de la institución legal de un sistema de pequeño espionaje, donde la observación y censura de mis actos no es libre ni ocasional, sino que constituye el oficio de un hombre, cuya misión consiste en escudriñar permanentemente en la vida de los demás, dependiendo el éxito de su misión de la forma sistemática como la realice; créase así una perpetua lucha entre la implacable inquisición de uno y el astuto ocultamiento de otro. ¿Por qué hacer que un ciudadano se convierta en delator? Si han de invocarse razones de humanidad y de espíritu público, para incitarlo al cumplimiento de su deber, desafiando el resentimiento y la difamación, ¿créese acaso que serán menester leyes suntuarias en una sociedad donde la virtud estuviera tan asentada como para que semejante incitación obtenga éxito? Si en cambio se apela a móviles más bajos e innobles, ¿no serán más peligrosos los vicios que propaguen de ese modo que aquellos otros que se pretende reprimir?

Eso ha de ocurrir especialmente bajo gobiernos que abarquen una gran extensión territorial. En los Estados de extensión reducida, la opinión pública será un instrumento de por sí eficaz. La vigilancia, exenta de malicia, de cada uno sobre la conducta de su vecino, será un freno de irresistible poder. Pero su benéfica eficacia dependerá de que actúe libremente, según las sugestiones espontáneas de la conciencia y las imposiciones de una ley.

De igual modo, cuando se trate de otorgar recompensas, ¿cómo nos pondremos a cubierto del error, de la parcialidad y de la intriga, susceptibles de convertir el medio destinado a fomentar la virtud en un instrumento apto para producir su ruina? Sin considerar que los premios constituyen dudosos alicientes para la generación del bien, siempre expuestos a ser otorgados a la apariencia engañosa, extraviando el juicio por la intromisión de móviles extraños, de vanidad y avaricia.

En realidad, todo ese sistema de castigos y recompensas, se halla en perpetuo conflicto con las leyes de la necesidad y de la naturaleza humana. El espíritu de los hombres será siempre regido por sus propias visiones y sus tendencias. No puede intentarse nada más absurdo que la reversión de esas tendencias por la fuerza de la autoridad. El que pretende apagar un incendio o calmar una tempestad mediante simples órdenes verbales, demuestra ser menos ignorante de las leyes del universo que el que se propone convertir a la templanza y a la virtud a un pueblo corrompido, sólo con agitar a su vista un código de minuciosas prescripciones elaboradas en un gabinete.

La fuerza de este argumento sobre la ineficacia de las leyes, ha sido sentida con frecuencia, llevando a muchos a conclusiones desalentadoras en alto grado. El carácter de las naciones, se ha dicho, es inalterable, al menos una vez que ha caído en la degradación no puede jamás volver a la pureza. Las leyes son letra muerta cuando las costumbres han llegado a corromperse. En vano tratará el legislador más sabio de reformar a su pueblo, cuando el torrente de vicio y libertinaje ha roto los diques de la moderación. No queda ya ningún medio para restaurar la sobriedad y la frugalidad. Es inútil declamar contra los daños que emanan de las desigualdades de fortuna y del rango, cuando tales desigualdades se han convertido en una institución. Un espíritu generoso aplaudirá los esfuerzos de un Catón o de un Bruto, pero otro más calculador los condenará por haber causado un dolor inútil a un enfermo cuyo deceso era fatal. Del conocimiento de esa realidad derivaron los poetas sus creaciones imaginativas sobre la lejana historia de la humanidad, imbuídos de la convicción de que, una vez que la lujuria ha penetrado en los espíritus, haciendo saltar los resortes de la conciencia, será vano empeño pretender volver a los hombres a la razón y hacerles preferir el trabajo a la molicie. Pero esta conclusión acerca de la ineficacia de las leyes está aún lejos de su real significación.

Otra objeción valedera contra la intervención coercitiva de la sociedad con el fin de imponer el imperio de la virtud, es que tal intervención es absolutamente innecesaria. La virtud, como la verdad, es capaz de ganar su propia batalla. No tiene necesidad de ser alimentada ni protegida por la mano de la autoridad.

Cabe señalar que a ese respecto se ha caído en el mismo error en que se incurriera respecto del comercio y que ha sido ya totalmente rectificado. Durante mucho tiempo fue creencia general que era indispensable la intervención del gobierno, estableciendo aranceles, derechos y monopolios, para que un país pudiera expandir su comercio exterior. Hoy es perfectamente sabido que nunca florece tanto el comercio como cuando se halla libre de la protección de legisladores y ministros y cuando no pretende obligar a un pueblo a pagar caras las mercancías que encuentra en otra parte a menor precio y mejor calidad, sino cuando logra imponerlas en mérito a sus cualidades intrínsecas. Nada es más vano y absurdo que el tratar de alterar mediante una legislación artificiosa las leyes perennes del universo.

El mismo principio que ha demostrado su validez en el caso del comercio, ha contribuído considerablemente al progreso de la investigación intelectual. Antiguamente se creía que la religión debía ser protegida por severas leyes y uno de los primeros deberes de la autoridad era el de impedir la difusión de herejías. Considerábase que entre el error y el vicio existía una relación directa y que era preciso, a fin de evitar que los hombres cayeran en el error, que el rigor de una inflexible autoridad frenara sus extravíos. Algunos autores, cuyas ideas políticas fueron en otro sentido singularmente amplias, llegaron a afirmar que se debe permitir a los hombres que piensen como quieran, pero no debe permitirse la difusión de ideas perniciosas, del mismo modo que se permite guardar un veneno en una habitación, pero no ponerlo en venta, bajo el rótulo de un cordial (4). Otros que no se atrevieron, por razones de humanidad, a recomendar la extirpación de las sectas ya arraigadas en un país, aconsejaron seriamente a las autoridades que no dieran cuartel a ninguna otra creencia extravagante que pudiera introducirse en el futuro (5). Está a punto de tener fin el reinado de tales errores, en lo referente al comercio y a la especulación intelectual. Esperemos que no tarde en ocurrir lo mismo con la pretensión de inculcar la virtud a fuerza de presión gubernativa.

Todo cuanto puede pedirse al gobierno en favor de la moral y de la virtud, es la garantía de un ambiente de amplio y libre desarrollo, donde éstas sean capaces de desplegar su íntima energía. Y quizá también, en el presente, cierto freno inmediato contra aquellos que violentamente tratan de turbar la paz en la sociedad. ¿Quién ha visto jamás que sin la ayuda del poder haya triunfado la mentira? ¿Quién será el insensato que crea que en igualdad de condiciones la verdad puede ser derrotada por la mentira? Hasta ahora se han empleado todos los medios de la coerción y la amenaza para combatir la verdad. ¿Pero acaso no ha progresado, a pesar de todo? ¿Quién dirá que el espíritu del hombre se inclina a aceptar la mentira y a rechazar la verdad, cuando ésta se ofrece con clara evidencia? Cuando ha sido presentada de tal modo, no ha dejado de ir aumentando constantemente el número de sus adeptos. A pesar de la fatal interferencia gubernamental y de las violentas irrupciones de la barbarie que han intentado borrarla de la faz de la tierra, la historia de la ciencia nos habla de los constantes triunfos de la verdad.

Estas consideraciones no son menos aplicables a la moral y a las costumbres de la humanidad. Los hombres obran siempre de acuerdo con lo que estiman más adecuado para su propio interés o para el bien del conjunto. ¿Será posible escamotearles la evidencia de lo mejor y lo más beneficioso? El proceso de transformación de la conducta humana se desarrolla del siguiente modo: La verdad se difunde durante cierto tiempo de un modo imperceptible. Los primeros que abrazan sus principios suelen darse escasa cuenta de las extraordinarias consecuencias que esos principios entrañan. Pero esos principios continúan extendiéndose, se amplían en claridad y evidencia, ensanchando incesantemente el número de sus adeptos. Puesto que el conocimiento de la verdad tiene relación con los intereses materiales de los hombres, enseñándoles que pueden ser mil veces más felices y más libres de lo que son, ella se convirte en irresistible impulso para la acción y terminará por destruir las ligaduras de la especulación.

Nada más absurdo que la opinión que durante tanto tiempo ha prevalecido, según la cual la justicia y la distribución equitativa de los medios necesarios para la felicidad humana serán siempre los fundamentos más razonables de la sociedad, pero no existe probabilidad alguna de que esta concepción sea llevada a la práctica; que la opresión y la miseria son tóxicos de tal naturaleza que, una vez habituados a sus efectos, no puede prescindirse de ellos; que son tantas las ventajas que el vicio tiene sobre la virtud que, por grande que sea el poder y la sabiduría de la última, jamás prevalecerá sobre los atractivos de la primera.

En tanto denunciamos la inoperancia de las leyes en ese orden de cosas, estamos lejos de pretender desalentar la fe en el progreso social. Nuestro razonamiento tiende, por el contrario, a sugerir métodos más eficaces para promover dicho progreso. La verdad es el único instrumento para la realización de reformas políticas. Estudiémosla y propaguémosla incesantemente y los benéficos resultados serán inevitables. No tratemos en vano de anticipar mediante leyes y reglamentos los futuros dictados de la conciencia pública, sino esperemos con calma que el fruto de la opinión general madure. Cuidémonos de introducir nuevas prácticas políticas y de eliminar las antiguas hasta tanto que la voz pública lo reclame. La tarea que hoy debe absorber por completo la atención de los amigos de la humanidad, es la investigación, la instrucción, la discusión. Vendrá un tiempo en que la labor será de otra índole. Una vez que el error sea completamente develado, caerá en absoluto olvido, sin que ninguno de sus adeptos procure sostenerlo. Tal hubiera sido la realidad de no haber mediado la excesiva impetuosidad e impaciencia de los hombres. Pero las cosas pueden producirse de otro modo. Pueden producirse bruscos cambios políticos que, precipitando la crisis, den lugar a grandes riesgos y conmociones. Hemos de velar para prevenir la catástrofe. Hemos señalado ya que los males de la anarquía serán menos graves de lo que suele creerse. Pero sea cual fuera su magnitud, los amigos de la humanidad no abandonarán jamás, temerosos, sus puestos ante el peligro. Por el contrario, procurarán emplear los conocimientos que surgen de la sociedad para guiar al pueblo por el camino de su dicha.

En cuarto lugar, la intervención de la sociedad organizada con el propósito de influir en las opiniones y las costumbres de los hombres, no sólo es inútil, sino perniciosa. Hemos visto ya que tal intervención es en ciertos aspectos inocua. Pero es necesario establecer una distinción. Ella es impotente cuando se trata de introducir cambios favorables en la convivencia humana. Pero suele ser poderosa en el empeño de prolongar las formas existentes. Esta propiedad de la legislación política es tan importante que podemos atribuirle la mayor parte de las calamidades que el gobierno ha inflingido a la humanidad. Cuando las leyes coinciden con los hábitos y tendencias dominantes en el momento en que fueron establecidas, pueden mantener inalterados esos hábitos y tendencias durante siglos enteros. De ahí su carácter doblemente pernicioso.

Para explicar esto mejor, tomemos el caso de las recompensas, tópico favorito de los defensores de una legislación reformada. Se nos ha dicho muchas veces que la virtud y el talento habrán de surgir espontáneamente, siendo uno de los objetos de nuestra constitución política el de asegurarles una adecuada recompensa. Para juzgar acerca del valor de esta proposición, tengamos en cuenta que el discernimiento acerca del mérito es una facultad individual y no social. ¿No es acaso razonable que cada cual juzgue por sí mismo sobre el mérito de su vecino? Tratar de establecer un juicio uniforme en nombre de la comunidad y de mezclar todas las opiniones en una opinión común, constituye una tentativa tan monstruosa que nada bueno puede augurarse de sus consecuencias. Ese juicio único, ¿será justo, sabio, razonable? Dondequiera que el hombre esté habituado a juzgar por sí mismo, donde el mérito apele directamente a la opinión de sus contemporáneos, prescindiendo de la parcialidad de la intervención oficial, existirá un genuino impulso creador, inspirador de grandes obras, animado por los estímulos de una opinión sincera y libre. El juicio de los hombres madurará mediante su ejercicio y el espíritu, siempre despierto y ávido de impresiones, se acercará cada vez más a la verdad. ¿Qué ganaremos, a cambio de todo eso, estableciendo una autoridad a modo de oráculo, al cual el espíritu creador deberá acudir para indagar acerca de las facultades que debe esforzarse en desarrollar y de quien el público recibirá la indicación del juicio que debe pronunciar sobre las obras de sus contemporáneos? ¿Qué pensaremos de una ley del Parlamento que nombrase a determinado individuo presidente del tribunal de la crítica, con la facultad de juzgar en última instancia acerca de los valores de una composición dramática? ¿Y qué razón valedera existe para considerar de otro modo a la autoridad que se atribuyera el derecho de juzgar por todos en materia política y moral?

Nada más fuera de razón que la pretensión de imponer a los hombres una opinión común por los dictados de la autoridad. Una opinión de ese modo inculcada en la mente del pueblo, no es en realidad su opinión. Es sólo un medio que se emplea para impedirle opinar. Siempre que el gobierno pretende librar a los ciudadanos de la molestia de pensar por cuenta propia, el resultado general que se produce es la torpeza y la imbecilidad colectivas. Cuando se introducen conceptos en nuestra mente sin el acompañamiento de la prueba que los hace válidos, no puede decirse que hemos captado la verdad. El espíritu será así despojado de su valor esencial y de su genuina función y por lo tanto perderá todo aquello que le permite alcanzar magníficas creaciones. O bien los hombres rdsistirán las tentativas de la autoridad para dirigir sus opiniones, en cuyo caso esas tentativas sólo darán lugar a una estéril lucha; o bien se someterán a ellas, siendo entonces las consecuencias mucho más lamentables. Quien delega de algún modo en otros el esfuerzo para formar las propias opiniones y dirigir la propia conducta, dejará de pensar por sí mismo o sus pensamientos se volverán lánguidos e inanimados.

Las leyes pueden instituirse para favorecer la mentira o para favorecer la verdad. En el primer caso, ningún pensador racional alegará nada en apoyo de las mismas. Pero aun cuando el objeto de las leyes sea la defensa de la verdad, sólo habrán de perjudicarla, pues es propio de su íntima naturaleza el perjudicar la finalidad que se proponen alcanzar. Cuando la verdad aparece por sí sola ante nuestro espíritu, la vemos plena de vigor y evidencia; pero cuando viene impuesta por la presión de una autoridad política, su aspecto es flácido y sin vida. La verdad no oficializada, vigoriza y ensancha nuestro conocimiento, pues en tal condición es aceptada sólo en virtud de sus propios atributos. Impuesta por la autoridad, es aceptada con convicción débil y vacilante. En tal caso, las opiniones que sostengo no son en verdad mis opiniones. Las repito como una lección aprendida de memoria, pero no las comprendo realmente ni puedo exponer las razones sobre las cuales se fundamentan. Mi mente es debilitada, en tanto que se pretende vigorizarla. En lugar de habituarme a la firmeza y la independencia, se me enseña a inclinarme ante la autoridad, sin saber por qué. Los individuos de tal modo encadenados son incapaces, estrictamente hablando, de toda virtud. El primer deber del hombre es no admitir ninguna norma de conducta bajo caución de terceros, no realizar nada sin la clara convicción personal de que es justo realizarlo. El que renuncia al libre ejercicio de su entendimiento, respecto a un tópico determinado, no será capaz de ejercerlo ya, vigorosamente, en ningún otro caso. Si procede en algunas ocasiones de un modo justo, será inadvertidamente, por accidente. La conciencia de su degradación lo perseguirá constantemente. Sentirá la ausencia de ese estado de espíritu, de esa intrépida perseverancia y la tranquila autoaprobación, que sólo confiere la independencia de juicio. Esa clase de seres llegan a ser un remedio y una deformación del hombre; sus esfuerzos son pusilánimes y su vigor para realizar sus propósitos es superficial y hueco.

Incapaces de una convicción, nunca podrán distinguir entre la razón y el prejuicio. Pero no es esto lo peor. Aun cuando un fugaz resplandor de la verdad los hiera, no se atreverán jamás a seguirla. ¿Para qué he de investigar, si la autoridad me dice de antemano lo que debo creer y cuál deberá ser el resultado de la investigación? Aun cuando la verdad se insinúe espontáneamente en mi espíritu, estoy obligado, si difiere de la doctrina oficial, a cerrarme ante las sugestiones de aquella y a profesar ruidosamente mi adhesión a los principios que más dudas provocan en mi espíritu. La compulsión puede manifestarse en diversos grados. Pero supongamos que consista sólo en una ligera presión hacia la insinceridad, ¿qué juicio nos merecerá, desde el punto de vista moral e intelectual, semejante procedimiento? ¿Qué pensaremos de un sistema que induce a los hombres a adoptar ciertas opiniones, bajo la promesa de dádivas o que los aparta del examen de la justicia, mediante la amenaza de penas y castigos? Ese sistema no se limita a desalentar permanentemente el espíritu de la gran mayoría humana -a través de los diversos rangos sociales-, sino que procura perpetuarse, aterrorizando o corrompiendo a los pocos individuos que, en medio del castramiento general, mantienen su espíritu crítico y su amor al riesgo. Para juzgar cuán perniciosa es su acción, veamos como ejemplo el largo reinado de la tiranía papal a través de la sombría Edad Media, cuando tantas tentativas de oposición fueron suprimidas, antes de la exitosa rebelión de Lutero. Aun hoy, ¿cuántos son los que se atreven a examinar a fondo los fundamentos del cristianismo o del mahometanismo, de la monarquía o de la aristocracia, en aquellos países donde aquellas religiones o estos regímenes políticos están establecidos por la ley? Suponiendo que la oposición no se castigara, la investigación no sería aún enteramente imparcial, donde tantas añagazas oficiales se ponen en juego para forzar la decisión en un sentido determinado. A todas estas consideraciones cabe agregar que aquello que en las presentes circunstancias es justo, puede ser erróneo mañana, si las circunstancias resultan otras. Lo justo y lo injusto son fruto de determinado orden de relaciones y éstas se fundan en las respectivas cualidades de los individuos que en ellas intervienen. Cámbiense las cualidades y el orden de relaciones llegará a ser completamente diferente. El trato que he de conceder a mi semejante, depende de mi capacidad y de sus condiciones. Altérese lo uno o lo otro y nuestra situación respectiva habrá cambiado. Me veo obligado actualmente a emplear la coacción con determinado individuo porque no soy lo bastante sabio para corregir con razones su mala conducta. Desde el momento en que me sienta capacitado en ese sentido, emplearé el segundo procedimiento. Quizá sea conveniente que los negros de las Indias Occidentales continúen bajo el régimen de esclavitud, en tanto se les prepare gradualmente para vivir en un régimen de libertad. Es un principio sano y universal de ciencia política que una nación puede considerarse madura para la reforma de su sistema de gobierno cuando ha comprendido las ventajas que encierran dichas reformas y ha manifestado, expresamente su deseo de aplicadas, en cuyo caso debe cumplirse sin dilaciones. Si admitimos este principio, deberemos condenar necesariamente por absurda toda legislación que tenga por objeto mantener inalterado un régimen cuya utilidad ha desaparecido.

Para tener una noción aún más acabada del carácter pernicioso de las instituciones políticas, comparemos en último término explícitamente la naturaleza del espíritu y la naturaleza del gobierno. Es una de las propiedades más incuestionables del espíritu, la de ser susceptible de indefinida perfección. Tendencia inalienable de las instituciones políticas es la de mantener inalterado el orden existente. ¿Es acaso la perfectibilidad del conocimiento un atributo de secundaria importancia? ¿Podemos considerar con frialdad e indiferencia las brillantes promesas que están implícitas en ella para el porvenir de la humanidad? ¿Y cómo habrán de cumplirse esas promesas? Por medio de una labor incesante, de una curiosidad jamás desalentada, de un limitado e infatigable afán de investigación. El principio más valioso que de ello se desprende, es que no podemos permanecer en la inmovilidad, que todo cuanto afecta a la felicidad de la especie humana, libre de toda especie de coerción, ha de estar sujeto a perpetuo cambio; cambio lento, casi imperceptible, pero continuo. Por consiguiente, no puede darse nada más hostil para el bienestar general que una institución cuyo objeto esencial es mantener inalterado determinado sistema de convivencia y de opiniones. Tales instituciones son doblemente perniciosas; en primer lugar, lo que es más importante, porque. hacen enormemente laborioso y difícil todo progreso; en segundo lugar, porque trabando violentamente el avance del pensamiento y manteniendo a la sociedad. durante cierto tiempo en un estado de estancamiento antinatural, provocan finalmente impetuosos estallidos, los que a su vez causan males que se habrían evitado en un sistema de libertad. Si no' hubiera mediado la interferencia de las instituciones políticas, ¿habría sido tan lento el progreso humano en las épocas pasadas, al punto de llevar la desesperación a los espíritus ávidos e ingenuos? Los conocimientos de Grecia y Roma, acerca de los problemas de justicia política eran en algunos aspectos bastante rudimentarios. Sin embargo, han tenido que transcurrir muchos siglos antes de que pudiéramos descubrirlos, pues un sistema de engaños y de castigos ha gravitado constantemente sobre los espíritus, induciendo a los hombres a desconfiar de los más claros veredictos del propio juicio.

La justa conclusión que se deriva de las razones expuestas, no es otra que la ratificación de nuestro principio general de que el gobierno es incapaz de proporcionar beneficios substanciales a la humanidad. Debemos, pues, lamentar, no su inactividad y apatía, sino su peligrosa actividad. Debemos buscar el progreso moral de la especie, no en la multiplicación de las leyes, sino en su derogación. Recordemos que la verdad y la virtud, lo mismo que el comercio, florecerán tanto más cuanto menos se encuentren sometidas a la equívoca protección de la ley y la autoridad. Esta conoclusión crecerá en importancia a medida que la relacionemos con los diversos aspectos de la justicia política a que es susceptible de ser aplicada. Cuanto antes la adoptemos en la práctica de las relaciones humanas, antes contribuirá a librarnos de un peso que gravita de un modo intolerable sobre el espíritu y que es en alto grado enemigo de la verdad y el progreso.




Notas

(1) Libro v, cap.XXIII.

(2) Fallo.

(3) Libro II, cap. V.

(4) Viajes de Gulliver, parte II, cap. VI.

(5) Mably, De la Legíslation, lib. IV, cap. III; Des Etats Unís d´Amerique.

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