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CAPÍTULO VEINTICUATRO

DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO

Nos queda por considerar el grado de autoridad que debe establecerse en ese tipo de asamblea nacional que hemos admitido en nuestro sistema. ¿Deberán impartirse órdenes a los miembros de la confederación? ¿O bien será suficiente invitarles a cooperar al bien común, convenciéndoles de la bondad de las medidas propuestas al efecto, mediante la exposición de argumentos y mensajes explicátivos? En un principio será preciso acudir a lo primero. Más tarde, bastará emplear el segundo método (1). El consejo anfictiónico de Grecia no dispuso jamás de otra autoridad que la que emanaba de su significación moral. A medida que vaya desapareciendo el espíritu de partido, que se calme la inquietud pública y que el mecanismo político se vaya simplificando, la voz de la razón se hará escuchar. Un llamamiento dirigido por la asamblea a los distritos, obtendrá la aprobación de todos los ciudadanos, salvo que se tratase de algo tan dudoso que fuera aconsejable promover su fracaso.

Esta observación nos conduce un paso más allá. ¿Por qué no habría de aplicarse la misma distinción entre órdenes y exhortaciones que hemos hecho en el caso de las asambleas nacionales a las asambleas particulares o de los jurados de los diversos distritos? Admitimos' que al principio sea preciso cierto grado de autoridad y violencia. Pero esta necesidad no surge de la naturaleza llUmana, sino de las instituciones por las cuales el hombre fue corrompido. El hombre no es originariamente perverso. No dejaría de atender o de dejarse convencer por las exhortaciones que se le hacen si no estuviera habituado a considerarlas como hipócritas, y si no sospechara que su vecino, su amigo, su gobernante político, cuando dicen preocuparse de sus intereses persiguen en realidad el propio beneficio. Tal es la fatal consecuencia de la complejidad y el misterio en las instituciones políticas. Simplificad el sistema social, según lo reclaman todas las razones, menos las de la ambición y la tiranía. Poned los sencillos dictados de la justicia al alcance de todas las mentes. Eliminad los casos de fe ciega. Toda la especie humana llegará a ser entonces razonable y virtuosa. Será suficiente entonces que los jurados recomienden ciertos modos de resolver los litigios, sin necesidad de usar la prerrogativa de pronunciar fallos. Si tales exhortaciones resultaran ineficaces en determinados casos, el daño que resultaría de ello será siempre de menor magnitud que el que surge de la perpetua violación dela conciencia individual. Pero en verdad no surgirán grandes males, pues donde el imperio de la razón sea universalmente admitido, el delincuente o bien cederá a las exhortaciones de la autoridad o, si se negara a ello, habrá de sentirse tan incómodo bajo la inequívoca desaprobación y observación vigilante del juicio público, que, aun sin sufrir ninguna molestia física, preferirá trasladarse a un régimen más acorde con sus errores.

Probablemente el lector se haya anticipado a la conclusión final que se desprende de las precedentes consideraciones. Si los tribunales dejaran de sentenciar para limitarse a sugerir; si la fuerza fuera gradualmente eliminada y sólo prevaleciera la razón, ¿no hallaremos un día que los propios jurados y las demás instituciones públicas, pueden ser dejados de lado por innecesarios? ¿No será el razonamiento de un hombre sensato tan convincente como el de una docena? La capacidad de un ciudadano para aconsejar a sus vecinos, ¿no será motivo suficiente de notoriedad sin que se requiera la formalidad de una elección? ¿Habrá acaso muchos vicios que corregir y mucha obstinación que dominar?

He ahí la más espléndida etapa del progreso humano. ¡Con qué deleite ha de mirar hacia adelante todo amigo bien informado de la humanidad, para avizorar el glorioso momento que señala la disolución del gobierno político, el fin de ese bárbaro instrumento de depravación, cuyos infinitos males, incorporados a su propia esencia. sólo pueden eliminarse mediante su completa destrucción!




Notas

(1) Nota del autor en la segunda y tercera edición: Tal es la idea del autor de Viajes de Gulliver, el hombre que tuvo una visión más profunda de los verdaderos principios de justicia política que cualquier otro escritor anterior o contemporáneo ...

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