Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO

DEL DESPOTISMO VIRTUOSO

Relacionada con este tema, existe una opinión sustentada con frecuencia y que merece nuestra imparcial consideración. Los partidarios de ella admiten buenamente que la monarquía suele ser causa de muchos males si es dirigida por individuos ineptos, pero afirman que constituye el más deseable de los sistemas cuando se halla bajo un príncipe probo y virtuoso. La monarquía, dicen, sufre la suerte de todas las grandes cosas humanas, las que, aún cuando sean excelentes en sí mismas, llegan a ser detestables cuando se corrompen. Esta observación no es muy decisiva en cuanto a la cuestión general, en tanto se conceda algún valor a los argumentos que hemos expuesto para demostrar qué carácter y disposiciones cabe ordinariamente esperar de parte de los príncipes. Sin embargo, si esa opinión fuera admitida como cierta, podría provocar alguna esperanza parcial en torno al despotismo perfecto y dichoso. Pero si se probara que es falsa, el razonamiento sobre la abolición de las monarquías se haría más completo, al menos en lo que concierne al caso planteado.

Sean cuales sean las disposiciones que tuviera un hombre en favor del bienestar de sus semejantes, son indispensables dos cosas para darles validez efectiva: discernimiento y poder. Yo puedo contribuir al bien de algunas personas, porque estoy suficientemente informado de sus necesidades. Puedo contribuir asimismo a la ayuda de muchos otros en determinados aspectos, porque para ello basta con que yo conozca las necesidades humanas en general, no la situación particular de cada individuo afectado. Pero que un hombre asuma la responsabilidad de administrar los negocios de millones de seres; de suministrarles, no ya principios generales y razonamientos profundos, sino medidas y aplicaciones particulares, adaptadas a las necesidades del momento, constituye la más extravagante de todas las empresas.

El procedimiento más sencillo y natural consiste en que cada individuo sea árbitro soberano de sus asuntos privados. Si la imperfección, la visión estrecha y los errores de los hombres hacen este procedimiento en muchos casos impracticable, el recurso inmediato podrá ser que el hombre acuda a la opinión de sus iguales, a las personas que por razones de vecindad tuvieran un conocimiento general de la cuestión planteada y que posean tiempo y posibilidades de investigar minuciosamente el caso. No puede dudarse, razonablemente, de que el mismo procedimiento que los hombres emplean para dilucidar sus cuestiones civiles y criminales, podría ser aplicado por personas comunes a la solución de otros asuntos, tales como la fijación de impuestos, las operaciones del comercio y en cualquier otro caso en que se hallen afectados intereses comunes, por lo general simplemente la asamblea deliberativa o el jurado, en relación con la importancia de la cuestión a resolver.

La monarquía, en lugar de entregar cada cuestión a las personas afectadas por ella o bien a sus vecinos, la pone a la disposición de un solo individuo, colocado a la mayor distancia posible de los miembros comunes de la sociedad. En lugar de distribuir las causas en tantas instancias como sea necesario, a fin de permitir el mejor examen de las mismas, las lleva a un centro único, haciendo imposible su investigación y examen. Un déspota, por virtuoso que sea, se ve obligado a proceder a obscuras, a derivar sus conocimientos de la información ajena y a ejecutar sus decisiones por el instrumento de terceros. La monarquía como forma de gobierno parece haber sido proscrita por la naturaleza humana. Los que atribuyen al déspota integridad y virtud, debieran dotarle también de omnisciencia y omnipotencia, cualidades que no le son menos necesarias para desempeñar el cargo que le han confiado.

Supongamos que ese déspota honrado e incorruptible se halle servido por ministros avarientos, interesados e hipócritas. ¿Qué ganará el pueblo con las buenas intenciones del monarca? Este podrá desear los mayores bienes a su pueblo, pero desconocerá sus necesidades, sus condiciones y su carácter. La información que reciba estará a menudo fundada en el reverso de la verdad. Se le dirá que cierto individuo es altamente meritorio y digno de recompensa, cuando en verdad su único mérito ha consistido en el desenfado con que ha perseguido sus propios intereses. Se le informará que tal otra persona es la peste de la comunidad, cuando esa persona sólo se ha hecho culpable de afrontar con firme dignidad las arbitrariedades del gobierno. Creerá disponer los más grandes beneficios para su pueblo; pero cuando decida alguna medida destinada a realizarlos, sus servidores, con el pretexto de llevarlas a efecto, harán algo diametralmente opuesto. Nada será más peligroso que intentar disipar la obscuridad con que sus ministros lo rodean. El hombre que se atreva a acometer tan ardua tarea será blanco permanente del odio de aquellos. Aun cuando el soberano sea siempre severamente justo, llegará un instante en que su vigilancia quedará adormecida, mientras que el odio y la malicia quedarán siempre alerta. Si pudiera penetrar los secretos de sus prisiones de Estado, hallaría a hombres arrojados en ellas en su nombre, cuyos crímenes jamás ha conocido, cuyos nombres no oyó jamás o quizás a hombres a quienes honraba y estimaba. Tal es la historia de los déspotas benevolentes y filántropos, cuya memoria ha sido registrada. Y la conclusión que de todo eso se desprende es que, donde quiera que exista el despotismo, los males que le son inherentes son las medidas caprichosas y los castigos arbitrarios.

¿Pero no tratará un rey sabio de rodearse de servidores buenos y virtuosos? Indudablemente procurará hacerlo, pero no puede alterar la naturaleza esencial de las cosas. El que cumpla determinada función como delegado, no lo hará jamás con igual perfección que si fuera el principal. O bien el ministro será el autor de los planes que lleve a término, y en ese caso importa poco qué clase de mortal sea el soberano, salvo en lo que respecta a su integridad en la elección de servidores. O bien el ministro jugará un papel secundario y entonces será imposible trasmitirle la perspicacia y la energía de su amo. Dondequiera que exista el despotismo, no puede permanecer en una sola mano, sino que debe ser transmitido por entero a través de los múltiples eslabones de la autoridad. Para que el despotismo sea auspicioso y benigno, sería necesario, no sólo que el monarca poseyera las más relevantes cualidades humanas, sino, además, que todos los funcionarios fueran hombres de profundo genio y de inquebrantable virtud. Si es difícil que lleguen a ofrecer tales condiciones, es más probable que sean, como los ministros de Isabel, unas veces especiosos libertinos (1) y otras, hombres admirablemente dotados para dirigir los negocios públicos, pero dispuestos a consultar en primer término sus propios intereses, a adorar el sol naciente de los poderosos del día, a participar en cábalas conspirativas y a labrarse renovados méritos (2). Dondequiera que sea rota la continuidad, la corriente del vicio arrastrará todo lo que encuentre ante ella. Un hombre débil o insincero puede ser origen de infinitos males. Está en la naturaleza de la monarquía, bajo todas sus formas, confiar grandemente en la discreción de algunos hombres. No prevé los medios para mantener y difundir la justicia. Todo descansa en la permanencia y extensión de la virtud personal.

Otra opinión no menos generalizada que la referente a la bondad del despotismo virtuoso, es la que sostiene que la República es una forma de gobierno practicable sólo en pequeños Estados, mientras que la monarquía es más adecuada para abarcar las cuestiones concernientes a un vasto y floreciente imperio. Lo contrario parece ser la verdad, al menos en lo que a la monarquía se refiere. La competencia de todo gobierno no puede medirse. por un patrón más justo que el de la exactitud y la extensión de sus informaciones. En ese sentido, la monarquía es, en todos los casos, lamentablemente deficiente. Si se admitiera aquella tesis sería sólo para aquellos pocos y limitados casos en que se pueda suponer, sin incurrir en absurdos, que un individuo tiene pleno conocimiento de los negocios y de los intereses del conjunto.




Notas

(1) Dudley, conde de Leicester.

(2) Cecil, conde de Salisbury, lord tesorero; Howard, conde de Nottingham, lord almirante, etc.

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