Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

VIDA PRIVADA DE UN PRÍNCIPE

Tal es el cultivo. Fácil es de suponer el género de fruto que producirá. La forma que se imprime al espíritu en la juventud, perdura generalmente a través de la edad madura. Sólo nos referimos aquí a los casos ordinarios. Si hubo reyes, como hubo otros hombres en cuya formación las causas particulares han contrapesado las de orden general, el recuerdo de tales excepciones tiene poca importancia en la investigación acerca de si la monarquía es, en un sentido general, un bien o un mal. La naturaleza no tiene moldes particulares para la formación de la mente de los príncipes; la monarquía no es, ciertamente, jure divino; eln consecuencia, cualquiera que sea el método que empleemos para juzgar los talentos naturales, es indudable que el nivel medio de la inteligencia de los reyes corresponderá, en el mejor de los casos, al nivel medio de la inteligencia humana. En lo que hemos dicho y en lo que nos queda por decir, no fijaremos la atención en los prodigios, sino en los seres humanos, tales como son.

Pero, si bien la educación determina en su mayor parte el carácter del futuro hombre, no estará demás llevar esta disquisición un poco más lejos. En cierto sentido, la educación es propia de la juventud, pero en una acepción más justa y a la vez más amplia, la educación de un ser inteligente termina sólo con su vida. Toda nueva experiencia genera un nuevo sentimiento que confirma o niega los preconceptos de nuestro espíritu.

De ahí resulta que las mismas causas que ejercieron influencia en los reyes en su temprana edad, continúan actuando sobre ellos en los años maduros. Se quita cuidadosamente de sus ojos todo aquello que pueda recordarles que son hombres. Se emplean todos los medios que pueden persuadirles que ellos pertenecen a una especie superior y que se hallan sujetos a distintas leyes de existencia que los demás. Un rey -tal es al menos la máxima de las monarquías absolutas- si bien se halla obligado por una rígida tabla de deberes, sólo debe dar cuenta de su cumplimiento a Dios. Es decir que, sometidos a cien veces más tentaciones que los demás hombres, no tienen, como estos, el freno de un orden de cosas visible que habla constantemente a su espíritu por el conducto de sus sentidos. Se les enseña a creerse superiores a las restricciones que inhiben a las hombres comunes y a figurarse que son regidos por leyes de naturaleza particular.

Es una máxima generalmente aceptada que todo rey es un déspota en su corazón, máxima que raras veces deja de tener confirmación en la práctica. Un monarca absoluto y un monarca limitado, aunque distintos en varios aspectos, se aproximan en muchos otros, más de lo que se separan en los primeros. Un monarca completamente sin limitaciones, es un fenómeno que probablemente jamás existió. Todos los países tuvieron algún freno contra el despotismo, freno que, en su engañada imaginación, creyeron suficiente para salvar su independencia. Todos los reyes han poseído tanto lujo y comodidades, han estado tan rodeados de servilismo y mentira, se sintieron hasta tal punto exentos de toda responsabilidad personal, que llegaron a destruir en sí la sana y natural complexióñ del espíritu humano. Siéntense colocados tan alto que sólo ven un paso entre ellos y el cenit de la autoridad social y anhelan ansiosamente dar ese paso. Teniendo tan frecuentes ocasiones de ver sus menores deseos fácilmente satisfechos, educados en la contemplación del servilismo y la adulación, es imposible que no se sientan indignados ante la honesta firmeza que pone límite a su omnipotencia. Pero, decir que todo rey es un déspota en su corazón equivale a decir que todo rey es, por necesidad indeclinable, un enemigo del género humano.

La principal fuente de conducta virtuosa consiste en el recuerdo de lo ausente. El que sólo aprecia lo actual e inmediato será perpetuo esclavo de la sensualidad y el egoísmo. No tendrá principio alguno que le permita frenar sus apetitos, ni que lo estimule hacia fines benéficos y justos. La causa de la virtud y de la inocencia, por apremiante que sea, será olvidada por él en cuanto la haya escuchado. Nada más favorable a las realizaciones de superioridad moral que la meditación; nada más contrario que la ininterrumpida sucesión de diversiones. Sería absurdo esperar de los reyes el recuerdo de la virtud en el exilio. Se ha observado que se consuelan con extrema rapidez por la pérdida de un adulador o de un favorito. Una imagen tras otra se suceden rápidamente en el sentimiento regio, sin que ninguna deje una impresión perdurable. La circunstancia que contribuye especialmente a esa insensibilidad moral es la cobardía y el afeminamiento que surgen del perpetuo ocio. Su espíritu rehuye espontáneamente las ideas penosas, los motivos que le obligarían al esfuerzo, las reflexiones que le llevarían a la sobriedad y a la investigación.

¿Qué situación puede Ser más infortunada que la del extranjero que no sabe hablar nuestra lengua, que no conoce nada de nuestros modos y costumbres y que entra en el tumultuoso escenario de nuestros negocios sin un amigo que le ayude y le aconseje? Si ese hombre obtiene algún beneficio se verá instantáneamente rodeado por una banda de ladrones, extorsionadores y pedigüeños. Le harán creer las historias más inverosímiles, le engañarán en cada objeto que necesite para su uso o su comercio y, finalmente, dejará el país con tan pocas amistades y con igual ignorancia respecto al mismo como cuando entró en él. Un extranjero semejante es el rey. Se halla situado en un vértice aislado. Está rodeado de una atmósfera a través de la cual es imposible distinguir la forma y el color de las cosas. Lo circundan individuos empeñados en una perpetua conspiración, y nada temen tanto como permitir que la verdad atraviese esa densa atmósfera y se acerque al monarca. El hombre que no es accesible para cualquier persona que hasta él llegue; que se coloca bajo la custodia de otros; que puede ser aislado del conocimiento y de las relaciones que más le interesaría poseer, podrá llamarse como se quiera, pero en realidad ese hombre sólo es un prisionero.

Pese a lo que pretendan las arbitrarias instituciones humanas, las leyes más poderosas de la naturaleza prohiben que un solo hombre provea al bienestar de millones de sus semejantes. Un rey encuentra pronto la necesidad de confiar sus funciones en la administración de sus servidores. Adquiere el hábito de ver con sus ojos y de actuar con sus manos. Se ve obligado a confiar implícitamente en su fidelidad. Como un hombre que ha estado durante mucho tiempo encerrado en una mazmorra, sus órganos no tienen suficiente fuerza para soportar el peso de la verdad. Acostumbrado a informarse de los sentimientos y de las opiniones de los hombres por interpósita persona, no puede dirigir personalmente los negocios públicos. Cualquiera que pretenda apartar su confianza de sus ocasionales favoritos y le induzca a revisar los datos y los principios que le sirvieron para tomar ciertas decisiones, le exigirá una tarea demasiado penosa. Se apresura a informar a su favorito lo que se acaba de comunicarle y la lengua habituada a obtener crédito prevalece sin duda sobre la reciente revelación. Huye de la ansiedad, la incertidumbre y la duda para volver a la suave rutina de las diversiones. O bien el esparcimiento va en su busca, exige ser recibido y le hace olvidar el relato que llenó su espíritu de preocupación y tristeza. Mucho se ha hablado de la intriga y la duplicidad. Se ha dicho que éstas han perturbado los pasos del comercio, han perseguido a los hombres de letras y hasta han introducido facciones en los minúsculos negocios de aldea. Pero si hay algunos lugares en que son extrañas, en las Cortes encuentran su clima ideal. El chismoso audaz, que lleva historias a los oídos del rey, es en esos círculos un personaje tan común como aborrecido. El favorito lo señala como víctima y el apático e indiferente espíritu del monarca lo abandonará pronto a la vindicativa maldad de sus enemigos. La contemplación de ese conjunto de circunstancias hizo decir a Fenelon que los reyes son los más desdichados y los más ciegos de todos los hombres (1).

Pero si en verdad se hallaran en posesión de fuentes de información más puras, ello sería de poca utilidad. La realeza se asocia inevitablemente con el vicio. La virtud, en la medida que se posesiona de un carácter, es justa, sincera y consistente. Pero los reyes, corrompidos por su educación, desmoralizados por su ambiente, no pueden soportar el peso de esos atributos. La sinceridad les recordaría sus errores y les echaría en cara su cobardía; la justicia, incontaminada de vanas pompas, juzgaría al hombre de acuerdo con sus verdaderos méritos; la firmeza les diría que ninguna tentación debe hacerles abandonar los principios; por lo cual ellas serán odiosas e intolerables a sus ojos. Antes que a tales intrusos, prefieren a los individuos de carácter complaciente, que halagarán sus errores, pondrán un falso barniz sobre sus actos y evitarán los impertinentes e inoportunos escrúpulos que turban la satisfacción de sus apetitos. Es difícil que haya en el espíritu humano tanta firmeza que pueda resistir perpetuos halagos y complacencias. Las virtudes que fructifican entre los hombres han sido cultivadas en el libre terreno de la equidad, no en el clima artificial de la grandeza. Necesitamos el aire que nos endurece, lo mismo que el sol que nos alienta. Muchos espíritus que prometían inicialmente la virtud, no han sido capaces de resistir la prueba del boato y de la indolencia perpetuos sin recibir un golpe que los despierte, ni sufrir una desgracia que los detenga en su muelle carrera.

La monarquía es en realidad una institución tan antinatural que los hombres han albergado siempre la firme sospecha de que era contraria a su felicidad. Es tan grande el poder de la verdad en los asuntos humanos que puede ser obscurecida, pero nunca eliminada; y la mentira jamás ha sido tan victoriosa que no tuviese un fuerte e incansable enemigo en el propio corazón de sus adeptos. El hombre que gana penosamente sus medios de subsistencia, no puede contemplar el ostentoso esplendor de un rey sin sentirse tocado por el sentimiento de la injusticia. Inevitablemente interrogará a su conciencia sobre la utilidad de un funcionario cuyos servicios son retribuídos a tan alto precio. Si continúa estudiando el caso con cierta detención, llegará a percibir, no sin gran sorpresa, que un rey no es más que un simple mortal, superado por muchos e igualado por más en todo lo referente a fuerza, talento y virtud. Comprendará entonces que nada es más injusto y falto de fundamento que suponer que un hombre semejante sea el más apto y competente para dirigir los negocios de la nación.

Tales reflexiones son tan inevitables que los propios reyes se han dado a menudo cuenta del peligro que entrañaba su imaginaria felicidad. Muchas veces se han sentido alarmados por los progresos del pensamiento y, con más frecuencia aún, contemplaron la prosperidad de sus súbditos con terror y aprehensión. Consideran justamente sus funciones como una especie de exhibición pública, cuyo éxito depende de la credulidad de los espectadores, pero que tendrá rápido fin si prevalece entre aquellos el valor y el buen sentido. De ahí las bien conocidas máximas de los gobiernos monárquicos, de que la abundancia es hermana de la rebelión y que es necesario mantener a los pueblos en un estado de miseria y necesidad para hacer que permanezcan sumisos. De ahí la perpetua queja del despotismo que los ingobernables bribones se hallan colmados de abundancia y la abundancia es siempre la nodriza de la rebelión (2). De ahí la lección constantemente repetida a los monarcas: Haced a vuestros súbditos prósperos y pronto se negarán a trabajar; llegarán a ser orgullosos y testarudos, insumisos al yugo y maduros para la revuelta. Sólo la impotencia y la miseria los volverán dóciles y les impedirán rebelarse contra los dictados de la autoridad (3).

Es una observación corriente y vulgar que la condición de un rey es digna de piedad. Todos sus actos se hallan encerrados en un marco de ansiedad y de duda. No puede, como los demás hombres, gozar del despreocupado y alegre júbilo de su espíritu. Si es de disposición honesta y concienzuda, se verá obligado a recordar cuán necesario es el tiempo que invierte atolondradamente en diversiones para la ayuda de algún ser digno y oprimido; cuántos beneficios podrán resultar, en mil casos diversos, de su intervención; cuántos corazones sinceros y limpios de culpa podrán ser alegrados por su justicia. La conducta de los reyes es objeto de la más severa crítica, a la que la naturaleza de su situación les impide responder. Mil cosas se hacen en su nombre, sin que tengan en ellas participación alguna; mil historias llegan a sus oídos, tan alteradas que hacen que la verdad sea absolutamente indiscernible; el rey es el chivo emisario general, cargado con las culpas de todos sus servidores. No puede darse un cuadro más justo, más real y más humano que el que aquí acaba de exhibirse. ¿Por qué son, pues, considerados enemigos de los reyes los defensores de principios antimonárquicos? Ellos quieren sólo librarles de una carga que hunde la nave, demasiado honor (4).

Quisieran exaltarlos a la dichosa y envidiable condición de personas privadas. En realidad, no puede haber nada tan inicuo y cruel como imponer a un hombre el oficio antinatural de rey. Ello no es menos injusto hacia quien ejerce el cargo que hacia quienes se hallan sometidos a su autoridad. Si los reyes comprendieran su verdadero interés, serían los primeros en adoptar esos principios, los más ansiosos en escuchar sus enseñanzas, los más fervientes en expresar su estimación a los hombres que se impusieron la tarea de inculcar esos principios entre sus semejantes.



Notas

(1) Les plus malheureux et les plus aveugles de tous les hommes. Télémaque, Liv. XIII. Es difícil hallar una descripción más vigorosa e impresionante de los males inseparables del régimen monárquico que la contenida en ese y en el siguiente libro de la obra de Fenelon.

(2) Nicolás Rowe, Tragedia de Jane Shore.

(3) Télémaque, Liv. XIII.

(4) Shakespeare, Enrique VIII, acto III.

Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha