Índice de Elecciones y anarquismo de Saverio Merlino y Errico MalatestaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Los anarquistas y las elecciones

Una declaración mía en el Messaggero del 29 de enero a favor de la lucha política parlamentaria como medio y estímulo para una vasta y fecunda agitación popular ha dado lugar a una polémica que, de las columnas de ese diario, se ha desplazado hacia la prensa socialista y anarquista. No he respondido sino a uno de mis contradictores. Malatesta, amigo mío desde hace muchos años, con quien he acabado siempre, bien que difiriésemos temporalmente -y espero acabar también esta vez- por ponerme de acuerdo. A los demás les respondo ahora colectivamente, porque me urge decir todo mi pensamiento y cerrar, por mi parte, una polémica por demás ingrata.

Se afirma que la lucha política parlamentaria es contraria a los principios socialistas anárquicos.

La aserción es de aquellas que, expresadas por alguien, pasan de boca en boca y se repiten hasta convertirse en axiomáticas dentro de un círculo dado de personas, sin que nadie las haya analizado.

Entendámonos. Lo que es contrario a nuestros principios es participar en el gobierno como ministros, como funcionarios, como policías, como jueces, tal vez como legisladores ... Sí también como legisladores, porque yo sostengo que el diputado o socialista u obrero o revolucionario no debe ser un legislador, sino un agitador. Pero no es contrario a nuestros principios que el pueblo ejercite una injerencia, por indirecta y de poco valor que esta sea, en la administración de la cosa pública. Podemos y debemos lamentarnos que esta injerencia hoy sea mínima; que la soberanía popular no se ejerza más que durante el cuarto de hora de las elecciones, que luego, al volver a casa los electores -el campesino al arado, el obrero a la fábrica -los elegidos sean árbitros de la cosa pública y dispongan a su guisa de los más graves intereses del país. Esto es lo malo, no la participación de una parte del pueblo en las elecciones a diputados y concejales.

Pero este mal no se remedia absteniéndose de votar, sino más bien induciendo al pueblo ante todo a ejercer con conciencia y vigor la poca autoridad que tiene, y luego reclamando más; habituándolo a luchar y prolongando la lucha más allá del breve periodo electoral.

La lucha política debe desarrollarse en el parlamento y fuera de él. Aquí está la diferencia entre mi modo de entender y el de los políticos y también el de algunos socialistas y el de muchos demócratas.

Para éstos, la lucha política consiste enteramente en mandar a la cámara el mayor número posible de diputados del propio partido.

Para mí, en cambio, la elección de los diputados hostiles al gobierno no es sino un modo de agitación popular, y el objetivo de los diputados nos es ya proponer leyes y charlar sobre órdenes del día presentados a la cámara; sino combatir a la mayoría parlamentaria y al gobierno, denunciar al país las arbitrariedades y las prepotencias y tomar parte en todas las agitaciones populares, dejándose incluso encarcelar con sus electores.

Sin embargo, los diputados democráticos de hoy no hacen nada de esto; hacen esperar inútilmente al pueblo con discursos e interpelaciones, pero evitan cuidadosamente promover o secundar agitaciones serias.

El gobierno disuelve asociaciones, prohibe reuniones, pisotea las libertades populares. El honorable Cavallotti, a quien preguntaba qué pensaba hacer, respondía: hablaré en la Cámara.

Las aulas universitarias son invadidas por policías que maltratan a profesores y estudiantes. Paciencia: el honorable Cavallotti hablará en la Cámara.

Las flotas europeas bombardean a los insurgentes de Creta y la diplomacia sofoca el grito de libertad de los pueblos que gimen bajo la dominación turca. Consolémonos: Cavallotti hablará en la Cámara.

Francamente, ésta no es una conducta de demócrata, sino de uno que desconfía del pueblo y cree que las grandes y pequeñas cuestiones políticas se deben tratar en las alcobas ministeriales o en esa antecámara del ministerio que es el parlamento nacional.

Nosotros, en cambio, debemos querer que el pueblo haga valer su voluntad y sus intereses contra la voluntad y los intereses de la camarilla dominante, que luche -sobre el terreno político como sobre el económico- por la propia emancipación; y que mire al gobierno, no como a un patrón al que se deben obediencia y pleitesía, sino como a un servidor al que se manda y que se puede despedir cuando no cumpla su deber o cuando ya no haya necesidad de sus funciones.

Años atrás, los obreros de nuestras grandes ciudades se avergonzaban de inmiscuirse en política. Los conservadores insinuaban que era deber de los obreros ocuparse únicamente de los propios intereses económicos y permanecer extraños a toda agitación política; y a lo sumo les permitían aclamar a los reyes y a los ministros y votar, en las elecciones generales y municipales, por sus herméticos patronos.

Fue un progreso que los obreros empezaran a votar por los individuos de su clase, y muchos de ellos concibieron la ambición de ir al parlamento y a los consejos municipales y provinciales; y se logró un progreso mayor cuando, constituido el partido socialista, fueron a votar por una gran idea.

Todavía hoy, multitudes de obreros y campesinos permanecen ligados a los patronos, que los explotan económica y políticamente, como trabajadores y como electores. ¿Es quizá contrario a nuestros principios tratar de arrancar a estas multitudes de su servidumbre y arrojarlas en la lucha política, incluso cuando sea necesario comenzar por las elecciones?

Pero -se dirá- si no es contrario a nuestros principios que el pueblo, en lugar de dejar la elección de los diputados y de los concejales de la clase dominante, se presentara a ser elegido, es ciertamente contrario a nuestros principios aceptar el mandato, ir a la cámara o al ayuntamiento, votar las leyes, convalidar los actos del gobierno y participar en las expoliaciones del poder.

De acuerdo, pero yo repito, se puede ir al parlamento o al ayuntamiento no a gobernar, sino a combatir al gobierno; no a hacer leyes, sino a demostrar la injusticia de las leyes que existen; no a mancharnos, sino a gritar al ladrón. Se puede ir al parlamento como un obrero, delegado por sus compañeros, va a una reunión de patronos a discutir las condiciones de trabajo; o como un acusado o su defensor van al tribunal a decir sus razones o las de su cliente, incluso si no reconocen la autoridad de los jueces. En tanto esté vigente el actual sistema, el acusado se debe defender, el obrero se debe esforzar por obtener condiciones menos duras por parte de los patronos y el pueblo debe protegerse de la tiranía poniéndole dificultades al gobierno.

Por poco que valgan las elecciones, sirven para arrancar alguna concesión al gobierno o para imponerle un cierto respeto por la opinión pública. Y por poco que valga la presencia de los socialistas o de los revolucionarios en el parlamento, sirve a veces para impedir una grave injusticia. Y por poco que valgan las inmunidades parlamentarias, no se puede negar que muchas reuniones se efectúan gracias a la presencia de los diputados. ¡Oh! El gobierno restringiría con gusto al electorado, el número de los diputados y las inmunidades de que éstos gozan; y sería feliz si pudiera actuar sin la rémora de los diputados y de las elecciones.

Los mismos anarquistas abstencionistas reconocen que algún fruto se puede extraer de las elecciones; y aquí en Roma han deliberado acerca de proponer a Galleani para liberarlo del confinamiento. Óptima idea, también porque Galleani es un joven inteligente, sincero y enérgico, tres cualidades que no se encuentran reunidas en muchos hombres. Pero -digo yo- suponed que tenga éxito, ¿renunciará luego para volver al confinamiento -de donde vosotros deberéis sacarlo con una nueva elección- y así continuamente?

Y si no es contrario a los príncipios votar para liberar a un confinado político, ¿será contrario a ellos votar para impedir que el gobierno nos convierta en otros tantos confinados políticos?

El gobierno anuncia para el próximo período parlamentario la revisión de la ley sobre el domicilio, una restricción del electorado y continuar disolviendo asociaciones y prohibiendo reuniones; sus candidatos están dispuestos a aprobar todo esto, y tal vez nuevos estados de excepción y nuevas masacres de multitudes hambríentas.

¿Dejaremos hacer? ¿Permaneceremos como espectadores inermes de una lucha cuyas consecuencias recaen sobre nosotros? Por poco que nuestra obra sirva para impedir el éxito de candidatos ministeriales. ¿renunciaremos nosotros? Y, renunciando, ¿no le haremos un favor al gobierno?

Pero algunos en verdad se complacen con la reacción. Porque las ideas progresan a pesar de las persecuciones, ellos se imaginan que progresan a causa de éstas. Hay quien repite lo que escribe Malatesta: el despotismo es preferíble al híbrído sistema actual.

Supongamos que el gobierno les tome la palabra y dé un golpe de Estado: suprima el parlamento, elimine la libertad de prensa y reduzca a Italia a la situación política de Rusia. Díganme sinceramente, amigos míos: ¿La causa del socialismo ganaría algo con ello? ¿O la lucha por el constitucionalismo absorbería e impediría por muchos años la lucha por el socialismo, como justamente sucede en Rusia?

Me dirán: Éstas a las que os habéis referido, son las ventajas de la lucha electoral. A ellas se contraponen daños largamente mayores: la corrupción, las ambiciones, los compromisos con los partidos afines.

Podría responder que daños de este género se verifican en toda obra nuestra: son el tributo que se debe pagar a la imperfección de la naturaleza humana.

Si fundamos un diario, he aquí que surgen ambiciones, envidias, celos y tal vez (si el diario prospera) un interés económico en éste o en aquel redactor o administrador. ¿Renunciaremos nosotros, por este inconveniente, a propagar nuestras ideas por medio de la prensa?

Y no diré que la ambición puede ser útil, porque no todos los hombres que luchan por una idea son movidos a actuar por la pura convicción de la justicia de su causa. Muchos héroes de las revoluciones pasadas fueron empujados al sacrificio por el deseo de hacer hablar de sí, por celos, por los problemas financieros en que se veían envueltos; y podemos admitir que también hoy los hombres practican el bien por una variedad de motivos buenos, mediocres y malos.

En algunas localidades el partido socialista ha salido adelante porque algunos han advertido en él un medio de acceder a los ayuntamientos o al parlamento. Mejor que haya sido así y no que no surgiese en absoluto. Poco a poco se irá depurando; porque la fuerza del socialismo está en esto, que responde a los grandes intereses de la gran mayoria del pueblo; y cuando ello es así, las ambiciones y las vanidades individuales deben ceder y desaparecer.

Pero ¿es verdad entonces que las elecciones no son sino una escuela de corrupción? Los que van a votar por un candidato socialista u obrero o revolucionario, desafiando iras gubernamentales e iras patronales y poniendo algún dinero, no me parece que se corrompan; al contrario, se apasionan por la causa, y el mismo ardor que ponen en la lucha electoral, pueden ponerlo en otro género de lucha. No creo que los partidarios fervientes de la lucha electoral deban ser necesariamente tibios revolucionarios.

Pero la lucha electoral nos obliga a compromisos. También aquí podría responder que compromisos contraemos todos los días, ya sea trabajando para un patrón, ejerciendo una profesión, un comercio, notificando a la policía las reuniones públicas concertadas por nosotros, mandando al fiscal el primer ejemplar de nuestros diarios, recurriendo a abogados que nos defiendan ante los tribunales o entendiéndonos con otros partidos para organizar campañas conjuntas. Y si mañana, hecha la revolución, debiéramos poner en práctica el socialismo, digo y sostengo que estaríamos constreñidos a contraer compromisos, salvo que quisiéramos imponer nuestras ideas a los demás o someternos a las suyas.

Por otra parte, si nuestra participación en las elecciones no produjese otra ventaja que la de acercarnos a los partidos afines, haciéndonos reconocer lo que puede haber de justo en sus programas y lograr que los partidos afines se acerquen a nosotros, haciéndoles coincidir por lo menos en una parte de nuestras reivindicaciones y finalmente acercarnos a todo el pueblo e inducirnos a tener en cuenta las verdaderas necesidades, sentimientos y aspiraciones de éste, sólo por esto habría que aprobarlo.

En Alemania, en Francia, en Bélgica, el interés electoral ha empujado a los socialistas a consagrar una parte de sus fuerzas a la propaganda para ganar a los campesinos a la causa del socialismo. Bastaría este hecho para justificar la táctica electoral; porque, ¿quién no ve que sin el concurso de los campesinos una revolución socialista es imposible y que, en caso de estallar, terminaría en un desastre?

Yo no soy profeta, pero he predicho a mis amigos abstencionistas que (donde no presenten candidatos-protesta) no desarrollarán ni siquiera la propaganda abstencionista.

Las elecciones se realizarán, todos los partidos saldrán reforzados, y de vosotros, de vuestros principios y de los intereses que os importan, no se hablará. Seréis olvidados.

Lo repito. los hechos me darán la razón. La abstención tiene su lógica. Desde el momento en que las elecciones no sirven, lo mismo da quedarse en casa. Por otra parte, la gente está poco dispuesta a escuchar sermones; y durante la agitación electoral no se apasiona sino por aquellos principios que toman cuerpo o identidad; que se convierten, por así decir, en candidatos.

Por tanto, si queréis que se discuta de anarquía -les he dicho y repetido a mis amigos- debéis alinearos en pro o en contra de alguno. Con esta condición vuestra palabra será escuchada; vuestra opinión respetada, admitida o combatida, y de todas maneras discutida; vuestra amistad buscada y vuestra enemistad temida.

Pero los abstencionistas no entienden estas razones. Son doctrinarios y argumentan así:

El parlamentarismo es contrario a los principios anarquistas. Por tanto debemos combatirlo con la palabra, esperando que se presente la ocasión de destruirlo con los hechos.

Si nuestras fuerzas bastan o no para esta obra; si la ocasión se demora y entre tanto el pueblo languidece y se descorazona; si el pueblo sigue o no nuestra iniciativa; si nuestras ideas se pondrán en práctica hoy o de aqui a mil años; o si, por ventura, son demasiado simples y abstractas para ser aplicadas, todo esto no nos importa. Afirmemos las ideas: éstas encontrarán el medio de hacerse realidades.

El pueblo admirará nuestra coherencia y vendrá a nosotros. E incluso si no viniese, si nuestras ideas no debieran ser puestas en práctica ni ahora ni nunca, nosotros habríamos cumplido nuestro deber. Los términos medios nos debilitan, nos corrompen, nos dividen; sólo la verdad, expresada enteramente y sin ambajes, nos puede salvar.

Ante todo, este modo de razonar implica el convencimiento de que ellos sólos -los anarquistas abstencionistas- están en lo cierto, que poseen toda la verdad y que no hay más que una manera de resolver la cuestión social: la propuesta por ellos.

En segundo término, el razonamiento está radicalmente equivocado. Las ideas no valen por si mismas, sino por la acción que ejercen sobre el destino de los hombres.

Una verdad que no puede convertirse en actos, no puede ser perfectamente verdadera; un partido que no logra ganar a las multitudes a su causa, ha equivocado el camino. La lucha debe tener un fin inmediato; cuando tantos millones de nuestros semejantes sufren diariamente, es insensato consumir las propias energias en luchas de partido y en enfrentamientos académicos.

El sistema parlamentarío quizás no convenga a la sociedad futura; pero entretanto, la lucha electoral nos ofrece medios y oportunidades de propaganda y de agitación. También tiene inconvenientes, como todas las cosas de este mundo. Mucho depende del modo en que se lleva a cabo.

¿ Qué dirán los anarquistas a quien argumentase asi: la violencia es contraría a nuestros principios; por tanto, no debemos usar la fuerza ni siquiera para defender nuestra vida?

Responderian ciertamente que el uso de la fuerza nos es impuesto por las condiciones de la sociedad en que vivimos; asi respondo yo a sus argumentos contra la lucha politica parlamentaria.

¿Es cierto o no que el uso de los medios legales nos es impuesto en los tiempos ordinarios, como el de la violencia en las ocasiones extraordinarias?

Yo digo que si.

No nos ilusionemos. Sobre cien personas, se pueden encontrar quizá diez capaces de afrontar la muerte en el campo de batalla o en una insurrección; pero difícilmente se encontrará una dispuesta a afrontar las pequeñas persecuciones de todos los días, a ir a la cárcel, a hacerse expulsar por el patrón, a ver a su mujer y a sus hijos pasar hambre.

Y a las poquísimas que resisten estas persecuciones, el gobierno las cuenta, las vigila, las reprime y las dispersa en un momento.

Un partido verdaderamente revolucionario debe ser comprendido por el pueblo, y esto no se puede conseguir sino mediante una acción que no esté expuesta a demasiados peligros en tiempos ordinarios. La lucha electoral responde efectivamente a esta condición; y no se puede negar que, por haberla adoptado, el partido socialista ha logrado reunir un gran número de obreros en sus filas.

Por el contrario, los anarquistas han visto las suyas debilitarse, justamente porque se han querido obstinar en su práctica abstencionista; y yo no dudo que, si continúan obstinándose, dejarán incluso de existir como partido; y no se hablará de ellos -como ya no se habla- sino cuando al gobierno le de la gana de perseguirlos para liberar su ansia de persecución.

Resumiendo, sin creer que la cuestión social pueda ser resuelta por medio de leyes y decretos, estoy por la lucha electoral y parlamentaria, porque no es contrario a los principios socialistas y anarquistas el que el pueblo haga valer su voluntad y sus intereses de todas las maneras posibles; porque es necesario sustraer a las clases trabajadoras de su dependencia hereditaria respecto de los propietarios y patronos, impedir que sean tratadas como rebaños en las elecciones y ejercitarlas en las vidas pública y política; porque las elecciones ofrecen oportunidad de propaganda, agitación y protesta contra las arbitrariedades y las prepotencias del gobierno, como los mismos abstencionistas reconocen son sus candidaturas-protesta; porque en el momento actual es casi la única afirmación que nos es consentida; el gobierno quiere privamos también de ésta, y seria insensato ceder; porque, en general, tenemos el deber de no perder las libertades que nuestros padres conquistaron combatiendo, sino que debemos defenderlas enérgicamente y acrecentarlas; porque, sin creer muy eficaz la obra de los diputados socialistas, obreros o revolucionarios en la cámara, es en cambio utilísima la acción que pueden y deben desplegar en pro de la causa fuera del parlamento; porque la experiencia ha demostrado que eran exagerados nuestros temores en cuanto a la influencia corruptora del ambiente parlamentario sobre los elegidos de nuestro partido; más bien, el evidente contraste entre los hombres desinteresados de carácter y que representan el socialismo y los representantes corrompidos y astutos de la burguesía, no puede sino conquistar para nuestra causa la simpatía de la parte sana de la población; porque, en fin, debemos participar en todas las luchas y agitaciones populares y desplegar nuestra acción en medio de la masa, no en los pequeños conciliábulos de partido.

Puedan estas razones convencer a mis amigos e inducirlos a salir de la reserva que se han impuesto, para prestar en cambio la contribución de sus fuerzas a la actual campaña electoral contra el gobierno y en la defensa de la libertad y la justicia. En cuanto a mí, repito que mi finalidad, al combatir la estéril táctica abstencionista, no ha sido la de satisfacer una ambición personal y acrecentar en uno el número de los diputados socialistas en el parlamento.

Merlino

De, Avanti!, del 9 de marzo de 1897.

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