Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice JolyDiálogo cuartoDiálogo sexto.Biblioteca Virtual Antorcha

Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

LIBRO PRIMERO

DIÁLOGO QUINTO


Montesquieu

Vacilo en contestaros, Maquiavelo, pues en vuestras últimas palabras recibo un no sé qué de ironía satánica que me induce a sospechar la falta de un completo acuerdo entre vuestra prédica y vuestro íntimo pensar. Sí; existe en vos esa funesta elocuencia que nos extravía de la verdad y realmente sois el tétrico genio, cuyo nombre aún causa espanto en las actuales generaciones. Admito empero de buena gana que mucho perdería al callar en presencia de un espíritu tan poderoso como el vuestro; deseo escucharos hasta el fin y asimismo explicar, aunque pocas esperanzas abrigo desde ahora de persuadiros. Acabáis de hacer una pintura verdaderamente siniestra de la sociedad moderna; ignoro si fiel, mas en todo caso incompleta, porque en cualquier cosa el bien existe junto al mal, y en vuestra exposición únicamente aparece el mal; tampoco me habéis proporcionado los medios de verificar hasta qué punto estáis en lo cierto, pues desconozco de qué pueblos o Estados hablabais al hacer tan negro cuadro de las costumbres contemporáneas.

Maquiavelo

Pues bien, supongamos que he tomado como ejemplo a la nación europea con el más alto grado de civilización y a la que menos, me apresuro a decirlo, podría corresponder la imagen que acabo de pintar ...

Montesquieu

¿Os referís a Francia?

Maquiavelo

Sí.

Montesquieu

Tenéis razón; es en Francia donde menos han penetrado las oscuras doctrinas del materialismo. Sigue siendo la cuna de las grandes ideas y pasiones, cuyas fuentes, según vos, están cegadas, y de ella partieron los grandes principios del derecho público, a los que no asignáis lugar alguno en el gobierno de los Estados.

Maquiavelo

Y podríais agregar que es el tradicional campo de experimentación de las teorías políticas.

Montesquieu

Desconozco que haya prosperado de manera durable experiencia alguna encaminada a establecer el despotismo en una nación contemporánea, y en Francia menos que en ninguna; y por ello encuentro poco acordes con la realidad vuestras teorías sobre la necesidad del poder absoluto. Hasta el momento, solo sé de dos Estados europeos privados por completo de las instituciones liberales que, en todas partes, han ido modificando el elemento monárquico puro: Turquía y Rusia; pero si observáis de cerca los movimientos interiores que se están operando en el seno de esta última potencia, quizás encontrarais los síntomas de una próxima transformación. Por cierto, vos anunciáis que, en un porvenir más o menos cercano, los pueblos, amenazados por una inevitable disolución, volverán al despotismo como áncora de salvación; que han de constituirse bajo la forma de monarquías absolutas, parecidas a las de Asia. No es más que una predicción, ¿cuánto tiempo tardará en cumplirse?

Maquiavelo

Menos de un siglo.

Montesquieu

Sois adivino; un siglo es siempre un siglo; permitid, empero, que os diga que vuestras predicciones no se realizarán. No debemos contemplar las sociedades modernas con los ojos del pasado. Costumbres, usos, necesidades, todo ha variado. No es conveniente entonces confiar sin reservas en las inducciones de la analogía histórica, cuando se trata de apreciar el destino que a esas sociedades les está deparado. Sobre todo, es preciso cuidarse de considerar leyes universales hechos que son simples accidentes y de convertir en normas generales las necesidades de una situación dada o de una época determinada. ¿Debemos acaso inferir que el despotismo es la norma de gobierno, por el hecho de que en múltiples ocasiones históricas ha sobrevenido como consecuencia de las perturbaciones sociales? De que en el pasado pudo servir de transición, ¿he de concluir que es apto para resolver la crisis de los tiempos modernos? ¿No es más lógico afirmar que a nuevos males, nuevos remedios, a nuevos problemas nuevas soluciones, a nuevos hábitos sociales nuevas costumbres políticas? Propender al perfeccionamiento, al progreso, es ley invariable de las sociedades; las ha condenado a ello, por decirlo así, la eterna sabiduría; es ella la que niega la posibilidad de desandar el camino. Están obligadas a alcanzar este progreso.

Maquiavelo

O a perecer.

Montesquieu

No vayamos a los extremos. Jamás se ha visto que las sociedades mueran al nacer. Una vez constituidas de acuerdo con la modalidad que les corresponde, puede ocurrir que, al corromperse sus instituciones, se debiliten y mueran; pero ya habrían vivido por varios siglos. Así es como los diversos pueblos de Europa han pasado, a través de sucesivas transformaciones, del sistema feudal al sistema monárquico, y del sistema monárquico puro al régimen constitucional. Este desarrollo progresivo, de tan importante unidad, nada tiene de fortuito; se ha producido como la consecuencia necesaria del movimiento que se ha operado en las ideas antes de traducirse en los hechos. Las sociedades no pueden tener otras formas de gobierno que las que corresponden a sus principios, y es ésta la ley absoluta, la que contradecís cuando consideráis al despotismo compatible con la civilización moderna. Mientras los pueblos han contemplado la soberanía como una pura emanación de la voluntad divina, se han sometido sin un murmullo al poder absoluto; mientras sus instituciones han resultado insuficientes para garantizar su marcha, han aceptado la arbitrariedad. Empero, desde el día en que sus derechos fueron reconocidos y solemnemente declarados; desde el día mismo en que instituciones más fecundas pudieron resolver por el camino de la libertad las diversas funciones del cuerpo social, la política tradicional de los príncipes se derrumbó; el poder quedó reducido a algo así como a una dependencia del dominio público; el arte de gobernar se transformó en un mero asunto administrativo. En nuestros días, el ordenamiento de las cosas en los Estados asume características tales, que el poder dirigente sólo se manifiesta como el motor de las fuerzas organizadas.

Claro está que si suponéis a estas sociedades contaminadas por todas las corrupciones, todos los vicios a que aludías hace apenas un instante, caerán rápidamente en la descomposición; mas ¿no os percatáis de que vuestro argumento es una verdadera petición de principio? ¿Desde cuándo la libertad envilece las almas y degrada los caracteres? No son éstas las enseñanzas de la historia; pues ella atestigua por doquier con letras de fuego que los pueblos más insignes han sido siempre los más libres. Y si es cierto, como decís, que en algún lugar de Europa que yo desconozco, las costumbres se han corrompido, ha de ser porque ha pasado por él el despotismo; porque la libertad se habrá extinguido; es preciso, pues, mantenerla donde existe, y donde ha desaparecido, restablecerla.

En este momento, no lo olvidéis, nos encontramos en el terreno de los principios; y si los vuestros difieren de los míos, les exijo sean invariables: empero, no sé más donde estoy cuando oigo ponderar la libertad en los pueblos antiguos, y proscribirla en los modernos, rechazarla o admitirla según las épocas y los lugares. Estas distinciones, aun suponiéndolas justificadas, no impiden en todo caso que el principio permanezca intacto, y al principio y solo al principio me atengo.

Maquiavelo

Os veo evitar los escollos, cual hábil piloto que permanece en alta mar. Las generalidades suelen prestar considerable ayuda en la discusión; pero confieso mi impaciencia por saber cómo el grave Montesquieu saldrá del paso con el principio de la soberanía popular. Ignoro, hasta este momento, si forma parte o no de vuestro sistema. ¿Lo admitís, o no lo admitís?

Montesquieu

No puedo responder a una pregunta que se me plantea en esos términos.

Maquiavelo

Seguro estaba de que vuestra razón misma habría de ofuscarse en presencia de este fantasma.

Montesquieu

Os equivocáis, Maquiavelo; sin embargo, antes de responderos, debería recordaros lo que mis escritos han significado, el carácter de la misión que han podido llenar. Habéis asociado mi nombre con las iniquidades de la Revolución Francesa; es un juicio harto severo para el filósofo que con un paso tan prudente ha avanzado hacia la búsqueda de la verdad. Nacido en un siglo de efervescencia intelectual, en vísperas de una revolución que habrá de desterrar de mi patria las antiguas formas del gobierno monárquico, puedo decir que ninguna de las consecuencias inmediatas del movimiento que se operaba en las ideas escapó a mi mirada desde ese momento. No podía ignorar que necesariamente un día el sistema de la división de poderes desplazaría el trono de la soberanía.

Este principio, mal conocido, mal definido, y sobre todo mal aplicado, podía engendrar equívocos terribles, y desquiciar a la sociedad francesa en pleno. Fue el presentimiento de tales peligros la norma que guió mis obras. Por ello, en tanto ciertos innovadores imprudentes atacaban de lleno la raíz misma del poder, preparando, a sus espaldas, una catástrofe formidable, yo me dediqué exclusivamente a estudiar las formas de los gobiernos libres, a inferir los principios propiamente dichos que regían su establecimiento. Más estadista que filósofo, más jurisconsulto que teólogo, legislador práctico, si la osadía de esta palabra me está permitida, antes que teórico, creía hacer más por mi país enseñándole a gobernarse, que poniendo en tela de juicio el principio mismo de autoridad. ¡No quiera Dios, empero, que pretenda atribuirme méritos más puros a expensas de aquellos que, como yo, han buscado la verdad de buena fe! Todos hemos cometido errores, mas cada uno es responsable de sus obras. Sí, Maquiavelo, y es ésta una concesión que no titubeo en haceros, tenías razón cuando decías hace un instante que la emancipación del pueblo francés hubiera debido realizarse de conformidad con los principios superiores que rigen la existencia de las sociedades humanas, y esta reserva os permitirá prever el juicio que habré de emitir acerca del principio de la soberanía popular.

Ante todo, no admito en ningún momento una designación que parece excluir de la soberanía a las clases más destacadas de la sociedad. Esta distinción es fundamental, pues de ella dependerá que un Estado sea una democracia pura o un Estado representativo. Si la soberanía reside en alguna parte, reside en la nación entera; para comenzar, yo la llamaría entonces soberanía nacional. Sin embargo, la idea de esta soberanía no es una verdad absoluta, es tan solo relativa. La soberanía del poder humano responde a una idea profundamente subversiva, la soberanía del derecho; ha sido esta doctrina materialista y atea la que ha precipitado la Revolución Francesa en un baño de sangre, la que le ha infligido el agravio del despotismo después del delirio de la independencia.

No es exacto decir que las naciones son dueñas absolutas de sus destinos, pues su amo supremo es Dios mismo, y jamás serán ajenas a su potestad. Si poseyeran la soberanía absoluta, serían omnipotentes, aun contra la justicia eterna y hasta contra Dios; ¿quién osaría desafiarlo? Pero el principio del derecho divino, con la significación que comúnmente se le asigna, no es un principio menos funesto, porque condena los pueblos al oscurantismo, a la arbitrariedad, a la nada; restablece lógicamente el régimen de las castas, convierte a los pueblos en un rebaño de esclavos, guiados, como en la India, por la mano de los sacerdotes, temblorosos bajo la vara del amo. ¿Acaso podía ser de otra manera? Si el soberano es el enviado de Dios, si es el representante de la divinidad sobre la tierra, tiene plenos poderes sobre las criaturas humanas sometidas a su imperio, y ese poder no tendrá más freno que el de las normas generales de equidad, de las que siempre resultará fácil librarse.

En el campo que separa estas dos opiniones extremas donde se han librado las furiosas batallas del espíritu de partido; unos exclaman: ¡No existe ninguna autoridad divina!; los otros: ¡No puede haber ninguna autoridad humana! ¡Oh, Providencia divina, mi razón se rehúsa a aceptar cualquiera de estas alternativas; ambas me parecen por igual blasfemias contra tu suprema sabiduría! Entre el derecho divino que excluye al hombre y el derecho humano que excluye a Dios, se encuentra la verdad, Maquiavelo; las naciones, como los individuos, son libres entre las manos de Dios. Tienen todos los derechos, todos los poderes, con la responsabilidad de utilizarlos de acuerdo con las normas de la justicia eterna. La soberanía es humana en el sentido en que es otorgada por los hombres, y que son los hombres quienes la ejercen; es divina en el sentido en que ha sido instituida por Dios, y que sólo puede ejercerse de acuerdo con los preceptos que Él ha establecido.
Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice JolyDiálogo cuartoDiálogo sexto.Biblioteca Virtual Antorcha