Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice JolyA manera de advertenciaDiálogo segundo.Biblioteca Virtual Antorcha

Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

LIBRO PRIMERO

DIÁLOGO PRIMERO


Maquiavelo

Me han dicho que en la orilla de esta desierta playa tropezaría con la sombra del gran Montesquieu. ¿Es acaso la que tengo ante mis ojos?

Montesquieu

¡Oh, Maquiavelo! A nadie cabe aquí el nombre de Grande. Mas si, soy el que buscas.

Maquiavelo

De los personajes ilustres cuyas sombras pueblan esta lóbrega morada, a nadie tanto anhelaba encontrar como a Montesquieu. Relegado a esta región desconocida por la migración de las almas, doy gracias al azar por haberme puesto por fin en presencia del autor de El espíritu de las leyes.

Montesquieu

El antiguo Secretario de Estado de la República Florentina no ha olvidado aún su lenguaje cortesano. ¿Pero qué, de no ser angustias y pesares, podríamos compartir quienes hemos llegado a estas sombrías riberas?

Maquiavelo

¿Cómo puede un filósofo, un estadista, hablar así? ¿Qué importancia tiene la muerte para quienes vivieron del pensamiento, puesto que el pensamiento nunca muere? Por mi parte, no he conocido condición más tolerable que la proporcionada aquí hasta el día del Juicio Final. Exentos de las preocupaciones y cuidados de la vida material, vivir en los dominios de la razón pura, poder departir con los grandes hombres, de cuya fama ha hecho eco el universo todo; seguir desde lejos el curso de las revoluciones en los Estados, la caída y transformación de los imperios; meditar acerca de sus nuevas constituciones, sobre las modificaciones sobrevenidas en las costumbres de los pueblos europeos, los progresos de su civilización en la política, las artes y la industria, como también en la esfera de las concepciones filosóficas. ¡Qué espectáculo para el pensamiento! ¡Cuántos puntos de vista nuevos! ¡Qué insospechados descubrimientos! ¡Cuántas maravillas, si hemos hecho de dar crédito a las sombras que aquí descienden! La muerte es para nosotros algo así como un profundo retiro donde terminamos de recoger las enseñanzas de la historia y los títulos de la humanidad. Ni siquiera la nada logra romper los lazos que nos unen a la tierra, pues la posteridad se cuida de aquellos que, como vos, han impulsado grandes movimientos del espíritu humano. En este momento, casi la mitad de Europa se rige por vuestros principios; y ¿quién podría atravesar mejor, libre de miedos, el sombrío pasaje que conduce al infierno o al cielo, que aquel que se presenta con tales y tan puros títulos de gloria ante la justicia entera?

Montesquieu

¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor del tratado El Príncipe.

Maquiavelo

Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan. ¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que de mí sólo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las tiranías; ha traído sobre mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin embargo; ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una República; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin mí la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad, sucumbí con él; viví proscrito, sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo más justo conmigo.

Montesquieu

Conocía todo eso, Maquiavelo, y en razón de ello nunca logré comprender cómo el patriota florentino, el servidor de una República, pudo convertirse en el fundador de esa lóbrega escuela que os ha dado como discípulo a todas las testas coronadas, apropiada para justificar los más grandes crímenes de la tiranía.

Maquiavelo

¿Y si os dijera que ese libro tan solo fue una fantasía de diplomático; que no estaba destinado a la imprenta; que tuvo una publicidad ajena a la voluntad del autor; que fue concebido al influjo de ideas entonces comunes a todos los principados italianos, ávidos de engrandecerse a expensas el uno del otro y dirigidos por una astuta política que considera al más pérfido como el más hábil...?

Montesquieu

¿Es éste vuestro verdadero pensamiento? Ya que me habláis con tanta franqueza, os diré que también es el mío y que participo al respecto de la opinión de muchos de aquellos que conocen vuestra vida y han leído atentamente vuestras obras. Sí, sí, Maquiavelo, y la confesión os honra; en aquel entonces no dijisteis lo que pensabais o lo dijisteis bajo el imperio de sentimientos personales que por un instante ofuscaron vuestra razón elevada.

Maquiavelo

Os engañáis, Montesquieu, siguiendo el ejemplo de otros que me han juzgado como vos. Mi único crimen fue decir la verdad a los pueblos como a los reyes; no la verdad moral, sino la verdad política; no la verdad como debería ser, sino como es, como será siempre. No soy yo el fundador de la doctrina cuya paternidad me atribuyen; es el corazón del hombre. El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo. Moisés, Sesostris, Salomón, Lisandro, Filipo y Alejandro de Macedonia; Agátocles, Rómulo, Julio César y el mismo Nerón; Carlomagno, Teodorico, César Borgia, he aquí los antecesores de mi doctrina. Paso por alto a muchos y de los mejores, sin mencionar por supuesto la larga lista de los que llegaron después que yo, y a quienes el tratado El Príncipe nada enseñó que ya no supieran por el ejercicio del poder. ¿Quién en vuestro tiempo, me rindió un homenaje más clamoroso que Federico II? Pluma en la mano, me refutaba en interés de su popularidad, pero en política aplicaba rigurosamente mis doctrinas.

¿Por qué inexplicable extravió del espíritu humano se me reprocha lo escrito en esta obra? Tanto valdría censurar al sabio por buscar las causas físicas de la caída de los cuerpos que nos hieran al caer; al médico por descubrir las enfermedades, al químico por historiar los venenos, al moralista por pintar los vicios, al historiador por escribir la historia.

Montesquieu

¡Oh, Maquiavelo! ¡Si Sócrates se encontrara aquí para desentrañar el sofisma oculto en vuestras palabras! Por poco que la naturaleza me haya dotado para la polémica, la réplica no me es difícil: comparáis con venenos las enfermedades, los males engendrados por el espíritu de dominio, astucia y violencia; y vuestros escritos los instruyen acerca de los medios de contagiar esas enfermedades a los Estados, son esos venenos los que enseñáis a destilar. Cuando el sabio, el médico y el moralista estudian un mal, no es con el objeto de enseñar a propagarlo: es para curarlo. Vuestro libro empero, no hace eso; mas poco me importa, y no por ello me siento menos desarmado. Desde el momento en que no erigis el despotismo en principio y vos mismo lo conceptuáis un mal, me parece que vuestra condena va implícita el ello y al menos en este punto podemos estar de acuerdo.

Maquiavelo

No lo estamos, Montesquieu, pues no habéis captado del todo mi pensamiento; con mi comparación os he presentado un flanco demasiado fácil de derrotar. La misma ironía de Sócrates no llegaría a inquietarme, pues Sócrates era sólo un sofista que manejaba, con mayor habilidad que otros, un instrumento falso: la logomanía. No es vuestra escuela ni la mia: desechamos, pues, las palabras y comparaciones y atengámonos a las ideas. He aquí la formulación de mi sistema, y dudo que podáis quebrantarlo, porque está constituido de inferencias sobre hechos morales y políticos eternamente verdaderos: el instinto malo es en el hombre más poderoso que el bueno. El hombre experimenta mayor atracción por el mal que por el bien; el temor y la fuerza tienen mayor imperio sobre él que la razón. No me detengo a demostrar estas verdades; entre vosotros, sólo los necios de la camarilla del barón Holbach, cuyo gran sacerdote fue J. J. Rousseau, y Diderot su apóstol, pudieron tener la osadía de contradecirlas. Todos los hombres aspiran al dominio y ninguno renunciaría a la opresión si pudiera ejercerla. Todos o casi todos están dispuestos a sacrificar los derechos de los demás por sus intereses.

¿Qué es lo que sujeta a estas bestias devoradoras que llamamos hombres? En el origen de las sociedades está la fuerza brutal y desenfrenada; más tarde, fue la ley, es decir, siempre la fuerza, reglamentada formalmente. Habéis examinado los diversos orígenes de la historia; en todos aparece la fuerza anticipándose al derecho.

La libertad política es solo una idea relativa; la necesidad de vivir es lo dominante en los Estados como en los individuos.

En algunas latitudes de Europa, existen pueblos incapaces de moderación en el ejercicio de la libertad. Si en ellos la libertad se prolonga, se transforma en libertinaje; sobreviene la guerra civil o social, y el Estado está perdido, ya sea porque se fracciona o se desmiembra por efecto de sus propias convulsiones o porque sus divisiones internas los hacen fácil presa del extranjero. En semejantes condiciones, los pueblos prefieren el despotismo a la anarquía. ¿Están equivocados?

No bien se constituyen, los Estados tienen dos clases de enemigos: los de dentro y los de fuera. ¿Qué armas habrán de emplear en la guerra contra el extranjero? ¿Acaso los dos generales enemigos se comunicarán recíprocamente sus planes de campaña a fin de preparar sus mutuos planes de defensa? ¿Se prohibirán los ataques nocturnos, las celadas y las emboscadas, los combates con desigual número de tropas? Por cierto que no, ¿verdad? Combatientes semejantes moverían a risa. Y contra los enemigos internos, contra los facciosos ¿queréis que no se empleen todas estas trampas y astucias, toda esta estrategia indispensable en una guerra? Sin duda, se pondrá en ello menos vigor, pero en el fondo las normas han de ser las mismas. ¿Podemos conducir masas violentas por medio de la pura razón, cuando a éstas sólo las muevan los sentimientos, las pasiones y los prejuicios?

Que la dirección del Estado esté en manos de un autócrata, de una oligarquía o del pueblo mismo, ninguna guerra, ninguna negociación, ninguna reforma interna podrán tener éxito sin ayuda de estas combinaciones que al parecer desaprobáis, pero que os hubierais visto obligado a emplear si el rey de Francia os hubiese encomendado el más trivial de los asuntos estatales.

¡Pueril reprobación la que afecta al tratado El Príncipe! ¿Tiene acaso la política algo que ver con la moral? ¿Habéis visto alguna vez un Estado que se guiase de acuerdo con los principios rectores de la moral privada? En ese caso, cualquier guerra sería un crimen, aunque se llevase a cabo por una causa justa; cualquier conquista sin otro móvil que la gloria, una fechoría; cualquier tratado en que una de las potencias hiciera inclinar la balanza de su lado, un inicuo engaño; cualquier usurpación del poder soberano, un acto que merecería la muerte. ¡Únicamente lo fundado en el derecho sería legítimo! Pero ya os lo dije antes y lo mantengo en presencia de la historia contemporánea: la fuerza es el origen de todo poder soberano o, lo que es lo mismo, la negación del derecho. ¿Quiere decir que proscribo a este último? No; mas lo considero algo de aplicación limitada en extremo, tanto en las relaciones entre países como en las relaciones entre gobernantes y gobernados.

Por otra parte, ¿no advertís que el mismo vocablo derecho es de una vaguedad infinita? ¿Dónde comienza y dónde termina? ¿Cuándo existe derecho y cuando no? Daré ejemplos: Tomemos un Estado: la mala organización de sus poderes públicos, la turbulencia de la democracia, la impotencia de las leyes contra los facciosos, el desorden que reina por doquier, lo llevan al desastre. De las filas de la aristocracia o del seno del pueblo surge un hombre audaz, que destruye los poderes constituidos, reforma las leyes, modifica las instituciones y proporciona al país veinte años de paz. ¿Tenía derecho a hacer lo que hizo?

Con un golpe de audacia, Pisistrato se adueña de la ciudadela y prepara el siglo de Pericles. Bruto viola la constitución monárquica de Roma, expulsa a los Tarquinos y funda a puñaladas una República, cuya grandeza es el espectáculo más imponente que jamás haya presenciado el universo. Empero, la lucha entre el patriciado y la plebe, que mientras fue contenida estimuló la vitalidad de la República, lleva a ésta a la disolución y a punto está de perecer. Aparecen entonces César y Augusto. También son conculcadores; pero gracias a ellos, el Imperio Romano que sucede a la República perdura tanto como ésta; y cuando sucumbe, cubre con sus vestigios al mundo entero. Pues bien ¿estaba el derecho de parte de esos audaces? Según vos, no. Y sin embargo, las generaciones venideras los han cubierto de gloria; en realidad, sirvieron y salvaron a su país y prolongaron durante siglos su existencia. Veis entonces que en los Estados el principio del derecho se halla sujeto al interés y de estas consideraciones se desprende que el bien puede surgir del mal; que se llega al bien por el mal, así como algunos venenos nos curan y un corte de bisturí nos salva la vida. Menos me he cuidado de lo que era bueno y moral que de lo útil y necesario; tomé las sociedades tal como son y establecí las normas consiguientes.

Hablando en términos abstractos, la violencia y la astucia ¿son un mal? Sí, pero su empleo es necesario para gobernar a los hombres, mientras los hombres no se conviertan en ángeles.

Cualquier cosa es buena o mala, según se la utilice y el fruto que dé; el fin justifica los medios; y si ahora me preguntáis por qué yo, un republicano, inclino todas mis preferencias a los gobiernos absolutos, os contestaré que, testigo en mi patria de la inconstancia y cobardía de la plebe, de su gusto innato por la servidumbre, de su incapacidad de concebir y respirar las condiciones de una vida libre; es a mis ojos una fuerza ciega, que tarde o temprano se deshace si no se haya en manos de un solo hombre; os respondo que el pueblo, dejado a su arbitrio, sólo sabría destruirse; que es incapaz de administrar, de juzgar, de conducir una guerra. Os diré que el esplendor de Grecia brilló tan sólo durante los eclipses de la libertad; que sin el despotismo de la aristocracia romana, y más tarde el de los emperadores, la deslumbrante civilización europea no se hubiese desarrollado jamás.

¿Y si buscara mis ejemplos en los Estados modernos? Tantos y tan contundentes son que tomaré los primeros que se me ocurran.

¿Bajo qué instituciones y qué hombres han brillado las Repúblicas italianas? ¿Durante qué reinados se tomaron poderosas España, Francia, Alemania? Con los León X, los Julio II, los Felipe II, los Barbarroja, los Luis XIV, los Napoleón, hombres todos de terrible puño, y apoyándose con mayor frecuencia en la guarnición de la espada que en la carta constitucional de sus Estados.

Mas yo mismo me asombro de haber hablado tanto para convencer al escritor ilustre que me escucha, ¿Acaso, si no estoy mal informado, no se hallan estas ideas en parte en El espíritu de las leyes?, ¿pudo mi discurso herir al hombre grave y frío que sin pasión ha meditado acerca de los problemas de la política? Los enciclopedistas no eran Catones: el autor de las Cartas persas no era un santo, ni siquiera un devoto muy ferviente. Nuestra escuela, reputada de inmoral, quizá se hallara más próxima del Dios verdadero que los filósofos del siglo XVIII.

Montesquieu

Sin cólera y con atención he escuchado hasta vuestras últimas palabras, Maquiavelo. ¿Deseáis oírme, permitir que me exprese respecto de vos con igual libertad?

Maquiavelo

Mudo soy, y en respetuoso silencio he de escuchar a aquel a quien llaman el legislador de las naciones.
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