Índice de Los caminos de la libertad de Bertrand RussellCAPÍTULO SÉPTIMO - La ciencia y el arte bajo el socialismoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
El socialismo, el anarquismo y el sindicalismo

Bertrand Russell

CAPÍTULO OCTAVO
CÓMO SE PUEDE ORGANIZAR EL MUNDO


En la vida cotidiana de la mayoría de las personas el miedo desempeña un papel de mayor importancia que la esperanza; están preocupadas pensando más en lo que los otros les puedan quitar que en la alegría que pudiesen crear en sus propias vidas y en las vidas de los que están en contacto con ellas.

No es así como hay que vivir. Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos mismos, para sus amigos o para el mundo, están inspirados por una esperanza y sostenidos por la alegría; ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el modo de realizarlas en el mundo. En sus relaciones particulares no se preocupan de encontrar el cariño o respeto de que son objeto; están ocupados en amar y respetar libremente, y la recompensa viene por sí, sin que ellos la busquen. En su trabajo no tienen la obsesión de los celos por sus rivales, sino que están preocupados con la cosa actual que tienen que hacer. No gastan en política, tiempo ni pasión defendiendo los privilegios injustos de su clase o nación; tienen por finalidad hacer el mundo en general más alegre, menos cruel, menos lleno de conflictos entre doctrinas rivales y más lleno de seres humanos que se hayan desarrollado libres de la opresión que empequeñece y frustra.

Una vida vivida en este espíritu -el espíritu que quiera crear más bien que poseer- tiene una fundamental felicidad, de la cual no puede privarse enteramente aun en circunstancias adversas. Es éste el modo de vivir recomendado en los Evangelios y por todos los grandes apóstoles del mundo. Aquellos que lo han encontrado están liberados de la tiranía del miedo, puesto que lo que estiman más en sus vidas no puede ser tocado por ninguna potencia externa. Si todos pudieran tener el coraje y la visión para vivir así, a pesar de los obstáculos y el desánimo, no habría necesidad de una reforma política y económica para empezar la regeneración del mundo; todo lo que hace falta a manera de reforma vendría automáticamente, sin oposición, a causa de la regeneración de los individuos. La doctrina de Cristo ha sido aceptada nominalmente por el mundo hace muchos siglos, y, a pesar de esto, los que la siguen están todavía perseguidos como en la época anterior a Constantino. La experiencia ha demostrado que son muy pocos los que saben percibir detrás de las maldades aparentes de la vida de un paria la alegría interior que procede de la fe y de la esperanza creadora. Si el dominio del miedo tiene que ser vencido, no basta, por lo que se refiere a la masa, recomendar coraje e indiferencia en la desgracia; es preciso destruir las causas del miedo, hacer que una buena vida cese de ser aquella que tiene éxito en el sentido mundano y disminuir el daño que pueden sufrir aquellos que no tienen celo para defenderse.

Cuando nosotros analizamos en las vidas de que conocemos las maldades, encontramos que éstas pueden ser divididas en tres clases: primera, las que se deben a una causa física (entre ellas caben la muerte, el dolor y las dificultades de encontrar los medios necesarios para vivir); éstas las llamaremos maldades físicas; segunda, las que vienen de los defectos del carácter o de la capacidad de una persona; entre éstas se hallan la ignorancia, la falta de voluntad y las pasiones violentas; a éstas las llamaremos maldades de carácter; tercera, las que dependen del poder de un individuo o de un grupo sobre otro; éstas consisten no solamente en la tiranía evidente, sino de toda intervención en el libre desarrollo, sea por la fuerza o por una influencia espiritual excesiva, tal como puede ocurrir en la educación; éstas las llamaremos maldades del poder. Un sistema social puede ser juzgado según prevalezca en él una de estas tres maldades.

La distinción entre las tres no puede ser rigurosamente definida. Una maldad puramente física tiene algo que nosotros no podemos nunca completamente vencer; no podemos abolir la muerte, pero frecuentemente podemos posponerla por medio de la ciencia, y tal vez, finalmente, será posible asegurar que la gran mayoría viva hasta la vejez; no podemos prevenir enteramente el dolor, pero sí disminuirlo indefinidamente, asegurando a todos una vida de buena salud; no podemos lograr que la tierra entregue sus productos en abundancia sin trabajar, pero sí disminuir la labor y perfeccionar sus condiciones hasta que deje de ser una maldición. Las maldades del carácter son muchas veces los resultados de una maldad física en la forma de alguna enfermedad, y todavía más los resultados de las maldades del poder, pues la tiranía envilece tanto a los que la ejercitan como (generalmente) a los que la padecen. Las maldades del poder son intensificadas por las maldades del carácter en los que tienen el poder. Por todas estas razones, las tres maldades están unidas. No obstante, generalizando, logramos distinguir entre nuestras desgracias aquellas que tienen su causa inmediata en el mundo material de aquellas que se deben a nuestros propios defectos y aquellas que vienen de nuestra sujeción al control de otros.

Los medios principales para combatir estas maldades son: para las maldades físicas, la ciencia; para las maldades del carácter, la educación (en su sentido más amplio) y la libertad de expresión para todos los impulsos, a excepción del instinto para dominar; para las maldades del poder, la reforma de la organización política y económica de la sociedad, de tal modo que la intervención de un hombre en la vida de otro sea reducida al mínimum posible. Empezaremos con la tercera de estas maldades, porque son las maldades del poder especialmente las que el socialismo y el anarquismo han intentado remediar. La protesta contra las diferenciaa de la riqueza se han basado principalmente en el sentido de las maldades causadas por el poder de la riqueza. Este punto ha sido bien expuesto por Mr. G. D. H. Cole:

Yo quiero preguntar: ¿qué es lo que constituye la maldad fundamental de nuestra sociedad moderna, lo que nosotros debemos abolir?

Hay dos contestaciones posibles a esta pregunta, y estoy seguro de que muchísima gente, de buena fe, se decidiría por la falsa. Respondería: la pobreza, cuando debería contestar: la esclavitud. Frente a frente cada día con los contrastes vergonzosos de la riqueza y la miseria, de grandes dividendos y pequeños sueldos, y dolorosamente consciente de la futilidad de intentar ajustar el equilibrio por medio de la caridad privada o pública, esta gente contestaría fríamente que quieren la abolición de la miseria.

¡Muy bien! En este aspecto todo socialista está con ellos. Pero su contestación a mi pregunta no es por eso menos falsa.

La miseria es el síntoma; la enfermedad es la esclavitud. Los extremos de riqueza y miseria siguen inevitablemente a los extremos de libertad y esclavitud. La mayoría no está esclavizada porque es pobre, sino pobre porque está esclavizada. A pesar de ello, los socialistas han fijado demasiado frecuentemente su atención en la miseria material de los pobres, sin darse cuenta de que ésta se basa en la degradación espiritual del esclavo (1).

Creo que ninguna persona razonable puede dudar de que las maldades del poder en el sistema actual son muchísimo más grandes que lo que para tal régimen debería ser justo, y que podrían ser infinitamente disminuídas por una forma conveniente del socialismo. Unas cuantas personas afortunadas pueden vivir ahora libremente de una renta o interés y pueden difícilmente tener más libertad bajo cualquier otro sistema; pero la gran mayoría, no solamente de los muy pobres, sino también de todos los jornaleros y aun de las clases profesionales, está esclavizada por la necesidad de ganar dinero. Casi todos están obligados a trabajar tanto que tienen muy pocas horas libres para divertirse o tener una ocupación fuera de su empleo cotidiano. Aquellos que puedan retirarse de su empleo cuando lleguen a una cierta edad, se aburren, porque no han aprendido a aprovechar sus horas libres y los intereses que tenían ahorrados de su trabajo no les aprovechan. Pero éstos son los excepcionalmente afortunados; la mayoría tiene que trabajar hasta la vejez, siempre amenazados por la destitución; los que logran un poco más de dinero tienen miedo de no poder dar a sus hijos la educación o la atención médica que estimen deseable; los más pobres, muchas veces no están muy lejos de morir de hambre. Y casi todos los que trabajan no tienen derecho a intervenir en la dirección de su trabajo; durante las horas del trabajo son simples máquinas que cumplen la voluntad de un dueño. El trabajo está hecho usualmente bajo condiciones desagradables que causan dolor y sufrimiento físico. El único motivo para trabajar es el salario; la idea de que el trabajo puede ser un placer, como el trabajo del artista, generalmente está rechazada con desdén como completamente utópica.

Pero gran número de estas maldades son completamente innecesarias. Si la parte civilizada de la Humanidad pudiera llegar a desear su propia felicidad más que el sufrimiento ajeno; si pudiera ser exhortada a trabajar constructivamente por mejoras que hubiera de compartir con todo el mundo, más bien que destructivamente para evitar que clases o naciones les ganen la mano, todo el sistema por el cual el trabajo del mundo se hace podría reformarse radicalmente dentro de una generación.

Desde el punto de vista de la libertad, ¿qué sistema sería mejor? ¿En qué dirección habríamos de desear que avanzasen las fuerzas del progreso?

En eso, sin hacer caso por el momento de ninguna otra consideración, no tengo duda de que el mejor sistema sería uno no muy lejano del que predica Kropotkin, pero hecho más práctico, con la añadidura de los principios esenciales del socialismo gremial. Puesto que se puede discutir sobre cada punto, expondré, sin argumento, el modo de organizar el trabajo que me parece el mejor.

La instrucción debe ser obligatoria hasta la edad de dieciséis años, o aún más; después debe depender del alumno el querer seguir o no estudiando; pero, de todos modos, debe ser enteramente gratuita hasta la edad de veintiún años. Cuando la instrucción esté terminada, nadie debe venir obligado a trabajar, y los que no quieran trabajar deben recibir lo que necesiten para vivir, dejándoles completamente libres; pero probablemente sería deseable intentar crear en la opinión pública un fuerte sentimiento a favor del trabajo, de suerte que habría comparativamente pocos que se decidiesen por la pereza. Una gran ventaja de que la pereza sea económicamente posible es que daría un fuerte motivo para no hacer el trabajo desagradable, y ninguna comunidad en la cual se pueda decir que la mayor parte del trabajo es desagradable, puede considerar que ha solucionado sus problemas económicos. Creo que es razonable presumir que muy pocos escogerían la pereza cuando uno piensa en que, por lo menos, nueve de diez que tengan, por ejemplo, una renta de cien libras por año, prefieren aumentar sus ingresos con algún trabajo remunerador.

Por considerar que la gran mayoría no escogerá la pereza, creo se puede suponer que, con la ayuda de la ciencia y eliminando la enorme cantidad de trabajo estéril, resultado de la concurrencia nacional e internacional, la comunidad entera puede ser mantenida cómodamente por medio de cuatro horas diarias de trabajo. Los patronos que tienen mucha experiencia insisten ya en que sus empleados pueden realmente producir tanto en seis horas de trabajo como cuando trabajan ocho. En un mundo en donde el nivel de preparación técnica sería mucho más elevado que ahora. la misma tendencia se haría más fuerte. Las gentes aprenderían no solamente un oficio o una pequeña parte del oficio, como ahora, sino varios oficios, de manera que podrían cambiar sus ocupaciones según la temporada o las fluctuaciones de la demanda. Cada industria sería autónoma en sus asuntos internos, y aun cada fábrica decidiría por sí todos los problemas concernientes tan sólo a sus propios empleados. No habrá una dirección capitalista, como actualmente, sino una dirección por representantes elegidos. así como en la política. Las relaciones entre los grupos de productores serán determinadas por el Congreso de los gremios, las cuestiones que conciernan a la comunidad en su carácter de habitantes de una cierta región seguirán siendo decididas por el Parlamento, mientras que las disputas entre el Parlamento y el Congreso de gremios serán decididas por una comisión compuesta de representantes de los dos en número igual.

No habrá remuneración, como ahora, solamente por el trabajo necesitado o hecho, sino por la buena voluntad puesta en el trabajo. Este sistema está ya aceptado en muchos de los trabajos mejor pagados; un hombre ocupa un cierto cargo y lo retiene aun cuando ocurra que no hay mucho que hacer. El miedo de perder el empleo y el sueldo cesará de ser una pesadilla.

La cuestión de si hay que pagar a todos por igual o un sueldo excepcional a los que tienen una mejor preparación, puede ser dejada a la discreción de cada gremio. Un cantante de ópera que no fuese pagado más que un tramoyista, pudiera preferir ser tramoyista hasta que se cambiase el sistema; en este caso seguramente será preciso un sueldo más elevado. Pero si fuese votado libremente por el gremio no podría dar motivo a una protesta.

Por mucho que se haga para hacer el trabajo agradable, se puede suponer que siempre habrá algunos empleos que serán desagradables. Sería preciso persuadir a la gente de que se encargase de estos oficios ofreciéndoles más sueldo y menos horas, en vez de impulsarlos a aceptarlos forzados por la miseria. Entonces, en la comunidad habría un fuerte motivo económico para buscar un medio de disminuir lo desagradable de estos oficios excepcionales.

Habría aún necesidad de dinero, o de algo análogo, en una comunidad tal como la estamos imaginando. El plan anarquista de una distribución gratuita del producto total del trabajo en partes iguales no evita la necesidad de alguna divisa para el cambio, puesto que un hombre querrá coger su parte bajo una forma, y otro, bajo otra. Cuando llegue el día de la distribución de los lujos, las señoras viejas no querrán una parte de cigarros habanos, ni los muchachos su parte de perrillos falderos. En mucho, el modo más simple es el de pagar un sueldo, como ahora, y dejar ajustarse los valores relativos según la demanda. Pero si se pagase en moneda, uno podría acumularla y más tarde hacerse capitalista. Para evitar esto sería mejor pagar en billetes que fueran sólo válidos por un cierto período, por ejemplo, hasta un año después del día que sean puestos en circulación. Así un hombre podría ahorrar para sus vacaciones anuales, pero no indefinidamente.

Hay mucho que decir en favor del plan anarquista de entregar en cualquier cantidad, gratuitamente, a todos los que las pidan las necesidades y todas las comodidades que pueden ser producidas en cantidades adecuadas para cualquier demanda. A mi juicio, es un problema puramente técnico si este plan debe o no ser adoptado. En efecto, ¿es que sería posible practicarlo sin mucha pérdida y, por consiguiente. sin el empleo de muchos obreros en la producción de las necesidades cuando pudieran ser empleados más útilmente de otra manera? No puedo resolver este problema, pero creo que es muy probable que, tarde o temprano, como sigan continuamente los métodos de producción perfeccionándose, este plan anarquista puede ser práctico, y entonces indudablemente tendrá que ser adoptado.

Las mujeres que hacen el trabajo de la casa recibirán un sueldo como si trabajasen en la industria. Esto asegura la completa independencia económica de las mujeres casadas, lo que es difícil lograr de otro modo, puesto que de las madres que tienen niños no se debe esperar que trabajen fuera de sus casas.

Los gastos que causan los hijos no caerían, como ahora, sobre los padres. Recibirían, como las personas mayores, su parte de las necesidades, y su educación sería gratuita (2).

No existiría ya la competencia actual por alcanzar una beca entre los muchachos más inteligentes; no serían imbuídos en el espíritu de la competencia desde la infancia u obligados a forzar sus cerebros contra su naturaleza, resultando más tarde la indiferencia y la pérdida de la salud. La educación sería mucho más dulcificada que ahora; habría mucha más atención para adaptarla a las necesidades de los tipos distintos de los alumnos. Habría más esfuerzo por fomentar la iniciativa entre los alumnos y menos anhelo de llenar sus espíritus con una serie de creencias y hábitos espirituales considerados como útiles hoy por el Estado principalmente, porque le ayudan a conservar el statu quo. Para la gran mayoría de los niños sería más conveniente la educación al aire libre, en el campo. Y para los muchachos y muchachas cuyos intereses no fuesen espirituales ni artísticos, la coeducación técnica, dentro de un espíritu liberal, es mucho más efectiva para fomentar una actividad espiritual que el estudio en los libros, que ellos consideran (aunque erróneamente) inservibles como los exámenes. La educación verdaderamente útil es la que sigue la dirección de los intereses instintivos del niño mismo, dándole a conocer lo que él busca, y no la instrucción seca y detallada que no tiene ninguna relación con sus deseos espontáneos.

El gobierno y la ley existirían todavía en nuestra comunidad, pero serían reducidos ambos a un mínimo. Habría todavía unos actos prohibidos, tal como el homicidio. Pero casi la totalidad de aquella párte del Código penal que trata de la propiedad habría caído fuera de uso, y muchos de los motivos que causan asesinatos ahora no tendrían ya influencia. Aquellos que, no obstante, cometiesen atropellos serían considerados como culpables o inicuos, si no como desgraciados, y serían cuidados en algún sanatorio psiquiátrico hasta que se juzgase que habían dejado de ser peligrosos. Por medio de la educación, la libertad y la abolición del capital privado, el número de crímenes puede ser reducido a un mínimo pequeñísimo. Por el método del tratamiento curativo individual sería posible en general asegurar que la primera falta de un hombre sea también la última, a excepción del caso de los locos y de los de poca voluntad, para los cuales, naturalmente, una detención más prolongada, pero no menos benigna, podría ser necesaria.

Se puede decir que el gobierno consiste en dos partes: la una, las decisiones tomadas por la comunidad o por sus órganos reconocidos; la otra, la ejecución de estas decisiones y la coacción de los que las resistan. Los anarquistas no protestan contra la primera parte. La segunda parte, en un Estado ordinariamente civilizado, puede quedarse enteramente en el último término: aquellos que han luchado contra una nueva ley mientras que se la discute, en general se someterán a ella, y cuando esté sancionada también, porque la resistencia es generalmente inútil en una comunidad bien ordenada y establecida. Hay siempre la posibilidad de la fuerza gubernamental, y, en efecto, ésta es la razón misma de la sumisión que hace que la fuerza no sea necesaria. Si, como desean los anarquistas, no hubiese ningún empleo de fuerza en el gobierno, la mayoría podría todavía unirse y servirse de la fuerza contra la minoría. La única diferencia sería que su ejército o su fuerza policíaca, fuese ad hoc en vez de permanente y profesional. El resultado sería que cada uno tendría que aprender a pelear, por miedo de que una minoría bien militarizada se incautara del poder y estableciese un Estado oligárquico anticuado. Así parece que la finalidad de los anarquistas pudiera ser difícilmente lograda por medio de los métodos que ellos predican.

El reino de la violencia en los asuntos humanos, que esté dentro de un país o en sus relaciones externas, puede ser evitado tan sólo, si no me equivoco, por medio de una autoridad que pueda declarar todo empleo de la fuerza (excepto por ella misma) ilegal, y bastante fuerte para mostrarse claramente capaz de hacer vano todo empleo de la fuerza, excepto cuando pudiese asegurarse el apoyo de la opinión pública para defender la libertad o luchar contra la injusticia. Una autoridad así existe dentro de un país, es decir, el Estado. Pero en los asuntos internacionales está aún por crear. Las dificultades son enormes, pero tienen que ser vencidas si queremos salvar al mundo de las guerras intermitentes. cada una más destructiva que su precursora. Todavía no se puede predecir si después de la guerra actual se formará una Sociedad de Naciones capaz de cumplir esta tarea. De cualquier modo, tendrá que establecerse algún método de evitar la guerra antes de que nuestra utopía sea posible. Una vez que los hombres crean que el mundo está salvado de la guerra y que todas las dificultades están solucionadas, no existirá oposición seria al licenciamiento de los ejércitos nacionales, que serán substituídos por una pequeña fuerza internacional para protegerse contra las razas bárbaras. Y cuando aquella etapa haya sido lograda, la paz estará asegurada virtualmente.

La práctica de gobernar por la mayoría, tan censurada por los anarquistas, se presta, en efecto, a todas las objeciones que ellos hacen. Las resoluciones del gobierno sobre cuestiones que afectan vitalmente a la felicidad de todos, tales como la paz y la guerra, son todavía más censurables. Ninguna de las dos puede ser abolida de repente. No obstante, hay dos métodos para disminuir el daño que hacen:

Primero. El gobierno de la mayoría puede hacerse menos opresivo por la descentralización, de modo que las decisiones de problemas que afectan primordialmente tan sólo a una sección de la comunidad sean dejadas en manos de aquella sección más que a una cámara central. De este modo, los hombres no pueden ser obligados a someterse a las decisiones formadas de prisa por gentes que en su mayor parte ignoran el problema que discuten, sin tener en ellos ningún interés personal. Hay que dar la autonomía para las cuestiones interiores no solamente a las regiones, sino también a todos los grupos, tal como las industrias o las iglesias, que tienen intereses importantes que no pertenecen a toda la comunidad.

Segundo. Las grandes potencias que están incorporadas al gobierno de un Estado moderno vienen obligadas a decidir principalmente en asuntos frecuentes, sobre todo en las cuestiones internacionales. Si el peligro de la gúerra fuese casi eliminado sería posible emplear unos métodos más complicados, pero menos autocráticos, y la legislatura podría recobrar muchas de las atribuciones que el gobierno se ha abrogado. Por estos dos métodos, la violencia que supone la intervención del gobierno en la libertad personal puede ser gradualmente disminuída. Alguna intervención y aun algÚn peligro de una intervención injustificable y despótica amenazaría tanto como el gobierno de prevalecer. Pero bastaría que los hombres fuesen menos violentos que lo son actualmente; un cierto grado de fuerza gubernamental parece el menor mal. Se puede esperar, no obstante, que una vez que la posibilidad de la guerra hubiese desaparecido, los impulsos a la violencia disminuirían poco a poco, tanto más puesto que, en aquel caso, sería posible disminuir enormemente el poder individual, que ahora hace a los gobernantes autocráticos y preparados para cualquier acto de tiranía y decididos a aniquilar toda oposición. El desarrollo de un mundo en el cual aun la fuerza gubernamental se ha hecho innecesaria (excepto en el caso de los locos), tiene que ser gradual. Mas es un proceso gradual perfectamente posible, y cuando haya sido cumplido podremos esperar ver los principios del anarquismo incorporados en la direccion de los asuntos comunales.

¿Qué efecto haría el sistema económico y político que hemos descrito sobre los defectos del carácter? Yo creo que sería extraordinariamente beneficioso.

El proceso de disuadir a los hombres del empleo de la fuerza sería muy acelerado por la abolición del sistema capitalista, si no fuese seguido por una forma de socialismo de Estado, en el cual los funcionarios tienen mucho poder. Ahora el capitalista tiene más control de lo justo sobre las vidas de los demás; sus amigos tienen autoridad en el Estado; su poder económico es ejemplo para su poder político. En un mundo donde todos gozan de la libertad económica no habría el mismo hábito de mandar y, por consiguiente, tampoco el mismo amor al despotismo; surgiría un tipo de carácter más refinado que el que ahora prevalece. Los hombres están formados por las circunstancias y no han nacido hechos. El mal efecto del actual sistema económico sobre el carácter, y el efecto, inmensamente mejor, que se puede esperar de la posesión en común, son, entre otras razones, más fuertes para predicar el cambio.

En un mundo idéntico al que hemos estado imaginando, el miedo económico y la mayor parte de la esperanza económica desaparecerían por igual de la vida. Nadie estaría preocupado con el miedo a la pobreza o impulsado hasta la crueldad por la esperanza de enriquecerse. No habría la distinción entre las clases sociales, que desempeña ahora un papel tan grande en la vida. El hombre de profesión que no tiene éxito no viviría con el miedo de que sus hijos pierdan su rango; el empleado ambicioso no estaría precipitando con placer el día en el que él, a su turno, será un patrón exigente. Los muchachos ambiciosos tendrían que construir otros castillos en el aire que los de tener éxito en los negocios y en la riqueza exprimida de la ruina de sus rivales y de la destitución de los obreros. En un mundo así, la mayor parte de las pesadillas que se ocultan en el espíritu de los hombres no existirían; por otra parte, la ambición y el deseo de sobresalir tendería a expresarse en formas más elevadas que las fomentadas por la sociedad comercial. Todas aquellas actividades que benefician verdaderamente a la Humanidad serán asequibles, no solamente a los pocos afortunados, sino a todos los que tengan suficiente ambición y talento. La ciencia, las invenciones que economizan trabajo, el progreso técnico en todas las materias, prosperarán seguramente mucho más que ahora, puesto que serán el camino del honor, y el honor tendrá que reemplazar al dinero entre aquellos jóvenes que quieran tener éxito. El destino del arte dentro de una comunidad socialista depende de la forma del socialismo adoptado; si el Estado o cualquier autoridad pública (sea la que sea) insiste en controlar el arte y premiar tan sólo a aquellos artistas que crea suficientes, el resultado será un desastre. Pero si hay una verdadera libertad en la que se permita a cualquier hombre que tenga deseos de adoptar la profesión de artista adoptarla al coste de algún sacrificio de comodidad, es probable que el ambiente de esperanza y la ausencia de todo apremio económico resulten con una pérdida de talento mucho más pequeña que en nuestro sistema actual y en una opresión del impulso mucho menos fuerte.

Cuando las necesidades elementales han sido satisfechas, la felicidad real de la mayoría de los hombres depende de dos cosas: de su trabajo y de sus relaciones humanas. En el mundo en que nosotros hemos pensado, el trabajo será libre, no excesivo, lleno del interés que acarrearía una empresa colectiva que avanza rápidamente, con la alegría de crear algo hasta para el miembro más humilde. Y en las relaciones humanas, el avance será justamente tan grande como en el trabajo. Las únicas relaciones humanas que tienen valor son las que están basadas en una libertad mutua, donde no hay ni dominación ni esclavitud, ningún lazo sino el cariño, ninguna necesidad económica o convencional de conservar la apariencia de armonía cuando toda vida interior ha muerto. Una de las cosas más terribles en el mercantilismo es la manera como envenena las relaciones de hombres y mujeres. Las maldades de la prostitudón están generalmente reconocidas; pero aunque sean muy grandes, a mi juicio, los efectos de las condiciones económicas sobre el matrimonio son peores. Hay frecuentemente en el matrimonio una sugestión de comprar y de que el hombre obtenga una mujer a condición de guardarla en cierto estado de comodidad material. Muchísimas veces el matrimonio se diferencia muy poco de aa prostitución, excepto en que es más difícil separarse. Toda la base de estos defectos es económica. Las causas económicas hacen del matrimonio un negocio y un contrato, en el cual el amor es una cosa absolutamente secundaria, y su falta no constituye ninguna razón reconocida para la liberación. El matrimonio tiene que ser una coincidencia libre y espontánea de mutuo instinto, lleno de felicidad y mezclado con un sentimiento parecido al de la veneración; tiene por lo cual que contener un grado de respeto del uno para con el otro, que hace que la más ligera intervención en la libertad del otro sea completamente imposible; una vida en común en donde uno se impone sobre el otro, la sola idea produce un horror profundo.

No es así como conciben el matrimonio los abogados que extienden los contratos, o los sacerdotes que dan el nombre de sacramento a una institución que pretende encontrar algo santificado en la lujuria brutal o en las ebrias barbaridades de un marido legal. La mayoría de los hombres y de las mujeres ahora no conciben el matrimonio en un espíritu de libertad; la ley les da una ocasión para gratificar el deseo de intervenir, donde cada uno se someta a perder una parte de su propia libertad para tener el gusto de limitar la libertad del otro. Además, el ambiente de la propiedad privada hace más difícil implantar un nuevo ideal, lo que se podría haber hecho si la propiedad privada hubiera desaparecido.

No es así como se concebirán las relaciones humanas cuando la mala herencia de la esclavitud económica haya dejado de formar nuestros instintos. El marido y su mujer, los padres y sus hijos se unirán únicamente por el amor; cuando éste se haya muerto, será reconocido que no queda nada que merezca ser conservado. Puesto que el amor será libre, los hombres y las mujeres no encontrarán en la vida privada una solución y un estímulo del deseo de dominar; pero todo lo que sea creado en su amor será más libre para obrar. La veneración por el alma de los amantes será menos rara que ahora; hoy día muchos hombres aman a sus mujeres del mismo modo que lo hacen a un suculento cordero, es decir, como algo a devorar y destruir. Pero en el amor que hay algo de veneración existe una alegría de un orden completamente distinto del que puede encontrarse por medio de la dominación, una alegría que satisface el espíritu y no solamente los instintos; y la satisfacción del instinto y del espíritu, al mismo tiempo, es necesaria para una vida felíz, o aun para cualquier vida, que tenga que hacer salir los mejores instintos de los cuales un hombre o una mujer son capaces.

En el mundo que nosotros queremos habrá más alegría en el bien que en la tragedia gris de la existencia moderna. Pasada la primera juventud, como están ahora las cosas, la mayoría de los hombres están cargados de responsabilidad, incapaces de una alegría espontánea, y solamente se permiten un regocijo solemne en las horas convenientes. El consejo de hazte niño sería bueno para mucha gente en muchos respectos; va unido con el otro de no pienses en el mañana, lo que es difícil obedecer en un mundo de competencia. Hay frecuentemente en los hombres de ciencia, aun cuando muy viejos, algo de la simplicidad del niño: su preocupación por el pensamiento abstracto les ha tenido alejados del mundo y el respeto por su trabajo ha hecho que el mundo les conserve viviendo a pesar de su inocencia. Estos hombres han podido vivir como todos debieran vivir; pero bajo las condiciones actuales, la lucha económica hace que su modo de vivir sea imposible para la gran mayoría.

¿Qué tenemos que decir, para terminar, del efecto que nuestro mundo ideal tendrá sobre las maldades físicas? ¿Habrá menos enfermedades que ahora? ¿Es que el trabajo producirá una cantidad mayor? o ¿es que la población sobrepasará los límites de las subsistencias, así como enseñaba Malthus para refutar el optimismo de Godwin?

Creo que la contestación final a todas estas cuestiones depende del grado de vigor espiritual que se puede esperar dé una comunidad que ha abolióo el estímulo de la competencia económica. ¿Es que los hombres, en nuestro mundo ideal, serán ociosos e indiferentes? ¿Es que dejarán de pensar? ¿Es que aquellos que siguen pensando se encontrarán frente a frente con una muralla de conservadurismo irreflexivo aún más insuperable que el de ahora? Estas cuestiones son muy importantes, pues es la ciencia de quien la Humanidad debe esperar que vencerá los defectos físicos.

Si se pudiesen realizar las otras proposiciones que nosotros hemos postulado, parece casi seguro que habría muchas menos enfermedades que actualmente. El pueblo no viviría agolpado en los barrios bajos; los niños gozarían mucho más del aire libre y del campo; las horas del trabajo serían limitadas, de modo que no fuesen perjudiciales a la salud., ni excesivas y agotadoras como lo son ahora.

En cuanto al progreso de la ciencia, esto depende en su mayor parte del grado de libertad espiritual que exista en la nueva sociedad. Si toda ciencia está organizada y bajo la superintendencia del Estado, se estereotipará rápidamente y morirá. Los avances fundamentales no se harán, porque parecerán siempre demasiado dudosos de garantizar el gasto de los fondos públicos. La autoridad. estará en manos de los viejos, y especialmente de los hombres que han logrado una distinción científica; estos hombres serán hostiles a los jóvenes que no les lisonjeen declarándose de acuerdo con sus teorías. Bajo un socialismo de Estado burocrático es de temer que la ciencia cesaría muy pronto de ser progresiva y adquiriría un respeto medieval de la autoridad.

Pero bajo un sistema más libre, que facilitase a todos los grupos de ciudadanos emplear todos los hombres científicos que quisieran y que permitiese el sueldo de vagabundo a aquellos que quisieran estudiar algo tan nuevo que no fuera reconocido en absoluto, hay toda la razón para creer que la ciencia prosperaría más que en cualquier época anterior.

Si esto fuese así, yo no creo que cualquier otro obstáculo a la realización de nuestro sistema pudiera existir.

El problema de las horas de trabajo necesarias para producir el minero una comodidad material es, en parte, una cuestión técnica y de organización, Podemos suponer que no existiría ya ningún trabajo improductivo derrochado en la fabricación de armas y de lujos costosos para los millonarios, en la defensa nacional y en la publicidad o en cualquier otra futilidad de nuestro sistema de competencia. Si cada gremio industrial se asegurase, por un período fijo, las ventajas o una parte de las ventajas de cualquier nueva invención o método que fuese introducido, es casi seguro que se daría un gran desarrollo al progreso técnico. La vida de un descubridor o inventor es en sí agradable; aquellos que la siguen, como sus inventos están raramente inspirados en motivos económicos, sino más bien en el interés al trabajo y la esperanza del honor, estos motivos obrarían más generalmente que ahora, puesto que estaría obligada menos gente a dejar las ciencias a causa de las necesidades económicas. No cabe duda de que la inteligencia funcionaría con más agudeza y con más espíritu creador en un mundo donde el instinto se viese menos frustrado, la alegría de vivir más fuerte y, por consiguiente, donde los hombres tuviesen más vitalidad que ahora.

Queda todavía la cuestión de la población, que después de Malthus ha sido siempre el último recurso de aquellos para quienes la posibilidad de un mundo mejor es imposible y desagradable. Este problema ha cambiado muchísimo desde hace cien años. La disminución en el número de nacimientos en todos los países civilizados, que casi seguramente continuará, sea cual fuere el sistema económico que se adopte, hace creer que la población de Europa occidental muy probablemente no se aumentará mucho más allá de su número actual y que la de América se aumentará solamente por la inmigración, sobre todo cuando uno piensa en los efectos de la guerra actual. El número de los negros seguirá aumentando, y probablemente también en los trópicos; pero no es muy probable que sea una gran amenaza para los habitantes blancos de las regiones de climas más moderados. Queda, naturalmente, el peligro de las razas amarillas; pero en el día que éste comience a ser grave es muy probable que comience también una disminución del número de nacimientos entre las razas de Asia. Si no, hay otros métodos de solucionar estos problemas; y, en todo caso, el asunto está demasiado indefinido todavía para ser establecido como un obstáculo a nuestras esperanzas. Concluyo que, aunque ninguna predicción puede ser segura, no hay ninguna razón sólida para considerar el aumento posible en la población como un obstáculo serio al socialismo.

Nuestro examen nos ha conducido a la creencia de que la posesión común de la tierra y del capital, que constituye la doctrina característica del socialismo y del anarco-comunismo, es un paso necesario hacia la abolición de las maldades que el mundo sufre ahora, y la creación de una sociedad idéntica a la que cualquier hombre humano seguramente desearía ver establecida. Pero aunque sea un paso necesario, el socialismo solo no es suficiente de ninguna manera. Hay varias formas del socialismo: la forma en la cual el Estado se constituye en dueño y todos los que trabajan perciben un salario contiene peligros de tiranía y de obstrucción al progreso que le harían, si es posible, aún peor que el régimen actual Por otra parte, el anarquismo, que evita los peligros del socialismo de Estado, tiene sus propios peligros y dificultades, que hacen posible que, aun si fuese establecido, no pudiera durar mucho. No obstante, continúa siendo un ideal al cual deberíamos querer aproximarnos tanto como fuera posible y que esperamos será logrado completamente en una época no lejana. El sindicalismo tiene también muchos de los defectos del anarquismo, y, a su semejanza, demostraría ser inestable, puesto que la necesidad de un gobierno central se sentiría en seguida.

El sistema que he predicado es una forma de socialismo gremial, tal vez un poco más cerca del anarquismo, que un buen afiliado de gremio aprobaría. Es en las cosas que los políticos generalmente desconocen -la ciencia, el arte, las relaciones humanas y la alegría de vivir- en lo que el anarquismo es más fuerte, y es principalmente a causa de estas razones por lo que incluímos las anteriores propuestas, más o menos anarquistas, como el salario de vagabundo. Un sistema social debe ser juzgado por sus efectos fuera de la esfera económica y política tanto como por los efectos de dentro de esta esfera, y si un día el socialismo se implanta, será beneficioso solamente si las cosas que no tienen un valor económico son apreciadas y adquiridas conscientemente.

El mundo que tenemos que buscar es un mundo en el cual el espíritu creador esté vivo, en el cual la vida sea una aventura llena de alegría y esperanza, basada más en el impulso de construir que en el deseo de guardar lo que poseamos y de apoderamos de lo que poseen los demás. Tiene que ser un mundo en el cual el cariño pueda obrar libremente, el amor esté purgado del instinto de la dominación, la crueldad y la envidia hayan sido disipadas por la alegría y el desarrollo ilimitado de todos los instintos constructivos de vida y la llenen de delicias espirituales. Un mundo así es posible; espera solamente que los hombres quieran crearlo.

Mientras tanto, el mundo en el cual nosotros vivimos tiene otras finalidades. Pero éste desaparecerá, consumido en el fuego de su ardientes pasiones, y de sus cenizas surgirá un nuevo mundo más joven, preñado de una nueva esperanza y con la luz de la alborada bullendo en sus ojos.




Notas

(1) Self-Government in lndustry (La autonomía en la industria), G. Bell and Sons, 1917.

(2) Tal vez haya quienes tengan miedo de que el resultado fuese un aumento excesivo en la población; pero yo creo que esto carece de fundamento. Véase más arriba, capítulo IV.

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