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El anarquismo expuesto por Kropotkin
Edmundo González Blanco
Capítulo quinto
Ojeada retrospectiva



Se ha dicho, y el mismo Kropotkin lo pretendía, que su sistema, como, en un orden parecido, el de Marx, es un anarquismo científico, de todo en todo diferente del anarquismo utópico de otros libertaríos y ácratas. Las consideraciones hechas anteriormente prueban bien a las claras cuán inexacta es semejante aserción. Lejos de haber llegado al anarquismo a compás de serios estudios económicos e históricos, Kropotkin llegó a él por una sucesión de consideraciones sentimentales. Resultábale más natural y más Iácil pensar y escribir con el corazón que con la cabeza. Incapaz de juntar los dos extremos de su propio razonamienb, atropellaba por todo, con tal de acabar sumariamente con los sufrimientos de las clases laboriosas, y estudiaba, lleno de ideas preconcebidas, la evolución económica y política de las sociedades humanas. No sólo era un utopista, sino un utopista inferior a los grandes utopistas de la primera mitad del siglo XIX. Estos, como nota Plekhanoff (1), eran hombres geniales, e impulsaban el avance de la ciencia social, la cual, en aquella época, se colocaba aún enteramente en el punto de vista idealista. Kropotkin fue un abstractor de quintaesencia, que supo únicamente sacar, con más o menos trabajo, algunas pobres conclusiones de algunos principios momificados. Nada tuvo que ver Kropotkin con la ciencia social, que, en su marcha hacia adelante, le dejó atrás, lo menos en medio siglo.

La única definición que brevemente puede resumir la personalidad de Kropotkin, es ésta: un utopista decadente, atacado de una anemia intelectual incurable. Los grandes utopistas hicieron mucho por el desarrollo del movimiento obrero.

Kropotkin y sus secuaces no hicieron más que retrasar sus progresos, y su pseudotáctica perjudicó en la mayor medida al proletariado. Cada vez que éste realizaba un esfuerzo para conseguir cualquier mejora en su condición, los anarquistas intentaban contener el movimiento, pretendiendo demostrar al proletariado su inutilidad, por medio de argumentos absurdos.

Es lo que se ha visto, por ejemplo, a propósito de la jornada de ocho horas, que los anarquistas, en su innoble locura y en su furiosa apetencia de revolución antirreformista, simple, entera e inmediata, han combatido siempre.

Y, si el proletariado no les hacía caso, los anarquistas reaparecían provistos de bombas, que arrojaban contra el público de un café, de un teatro o de una procesión, dando a los Gobiernos motivo para lanzarse contra la clase obrera en general.

He reconocido que Kropotkin fue un sabio en materia de geología y de geografía. Pero estaría demasiado galante con él, llamándole sabio en economía y en historia.

En realidad, no tiene derecho a ser designado con esa palabra, cuando aspira a dar base científica a las cuestiones sociales, que, en sus escritos, se pierden entre nubes utópicas.

No había hecho estudios regulares de ningún género, y su cultun jurídica y sociológica era inferior a la del más adocenado abogado. Por otra parte, toda ciencia debe ser cultivada por sí misma, y el sabio la rebaja, al partir de ella, para participar activa e incesantemente en la vida pública.

El gabinete del sabio es un asilo neutral, que implica inhibición de las luchas económicas y políticas de la época. Kropotkin no lo entendía así, y quería que la ciencia no fuese un placer egoísta, sino una labor pragmática, puesta al servicio de la humanidad.

¿Cómo alejarnos de la sospecha de que esta renuncia a la ciencia pura y a la investigación objetiva no derivase de su impotencia mental y de su incapacidad eurística, impotencia e incapacidad de que se consolaba con vuelos fantásticos hacia los horizontes más lejanos y con el centelleo de sus profecías sin fundamento?

En otro libro (2) califiqué a los ideales anarquistas de utópicos y opuestos a todas las realidades. El anarquismo comunista es la anarquía para todos. Y la anarquía para todos no es nada. Para uno sí, es la libertad. Sólo en un régimen de absoluta libertad, los fuertes y los buenos dominarán a los débiles y a los indignos, y sólo por medio de una simple competencia por la vida, la raza podrá progresar y alcanzar la perfección.

Los que reniegan de esta lucha, no saben lo que piden. Piden la inmovilidad, la muerte del género humano, la perpetuación de todas las cobardías que empequeñecen a los individuos. Piden la tiranía de las tiranías, la de la colectividad, que es rémora, valla, perpetuo escollo para el progreso. Piden la prolongación de nuestro filisteísmo, con su régimen grosero y utilitario. Están por la paz, y les importa poco que la nave social no avance un paso en el océano de la historia, con tal que no se exponga a ir a pique.

Pero recuerden que no es la nave lo que importa, sino los marineros, y que nunca son perezosos los marineros cuando ruge la tempestad, sino cuando el mar está en calma.

¿Cómo no admirar, por lo que a esto toca, la ingenuidad absoluta de Kropotkin, que ve en el libre acuerdo la condición y la base del comunismo? Precisamente es ese acuerdo anárquico lo que los colectivistas quieren eliminar, para que los productores dejen de ser esclavos de sus propios productos.

Por otra parte, ¿en qué consiste ese libre acuerdo, que, según Kropotkin, existe incluso en la sociedad?

El agitador ruso nada nos dice en concreto sobre ello. Ni podía ser de otra manera, porque tan bello ideal no tiene otro fundamento que una suposición ilógica y resuelta en una verdadera petición de principio.

Confirma todo lo dicho por un moderno escritor español, Baroja, de juicio imparcial y de espíritu de observación, el cual, en su Aurora roja, hace notar que la pendiente que conduce a muchos del fanatismo libertario y del entusiasmo anárquico a cierto comunismo radical, es un sentimiento mezcla de impaciencia y de indolencia.

A muchos, la anarquía les parece bien, con tal de que venga pronto y le dé a cada uno los medios de poseer su casita, un huertecillo y tres o cuatro horas de trabajo. Pero, para no hacer más que hablar, para llamarse compañeros y saludarse a lo sectario, para eso prefieren permanecer en apacible espera de nueva organización económica. Sin embargo, esta nueva organización, que los obreros jamás conciben de una manera democrática, tropezará siempre con el conflicto envuelto en la cuestión que más interesa, a saber: cómo la libertad ilimitada del individuo podrá compaginarse con las necesidades económicas de la sociedad comunista. Y, puesto que dicha tendencia constituye todo el aparato científico de Kropotkin, nos vemos obligados, con Plekhanoff, a llegar a la conclusión de que su apelación a la ciencia no es más que una simple frase, y que, a pesar de su desprecio por los utopistas, no es más que uno de los utopistas menos ingeniosos, o un rebuscador vulgar del ideal mejor, ideal seductor, sin duda, pero cuya realización, desgraciadamente, es poco probable.

En sociología, Kropotkin tomó a los individualistas su crítica de la ley y del Estado, y a los colectivistas su interpretación materialista de la evolución histórica. Fuera de estos dos criterios prestados, no descubrió nada nuevo en punto a la organización de la sociedad, y su anarquismo comunista es un eclecticismo incoloro, que sólo a los ignorantes puede seducir y convencer.

En cambio, su tesis de la precipitación social satisface y persuade a las mentalidades criminosas, que no quieren oír hablar de cambios graduales y de adaptaciones lentas, y que todo lo fían a la violencia y a la catástrofe.

Kropotkin ha sido el teórico de la revolución sin cortapisas, y a este radicalismo estulto debió su éxito enorme entre las masas obreras. No reconoció el menor mérito a las doctrinas experimentales de la verdadera ciencia económica, y pretendió reintroducir en ella consideraciones metafísicas, que habían sido ya justamente desterradas. Además, desnaturalizó su carácter positivo con visiones quiméricas de un edén futuro. Su anarquismo es un conglomerado caprichoso de concepciones disparatadas, que reflejan el misticismo ideológico de los viejos revolucionarios franceses.

Contento con resucitar las fórmulas de 1793, estima la propiedad privada por robo hecho a la naturaleza, mira a la moral como último parto del desarrollo de los instintos altruistas de la animalidad prehumana y fruto de la educación, juzga la caridad como forma del egoísmo, nos vende la ley por una convención social, y nos presenta el Estado como negación de toda actividad libre del individuo.

¡Y pensar que filosofía tan lastimosa haya sido el alimento intelectual de miles y aun de millones de hombres, a fines del siglo pasado y a comienzos del presente!

El tiempo, empero, todo lo gasta, y de las doctrinas de Kropotkin nada queda en pie hoy. Después de haber hecho surgir irrealizables esperanzas en el alma de las multitudes, excitando los apetitos de éstas, el revolucionario ruso ha visto su obra suplantada por la de otros revolucionarios de nuevo cuño, que, por medios más prácticos, se han infeudado el Poder político. ¡La realidad es implacable, y se venga perpetuamente de todos los soñadores!

Edmundo González Blanco
Madrid, 25 de julio de 1931.



Notas

(1) Anarchismus und Sozialismus, IV.

(2) Los sistemas sociales contemporáneos, 141, 143 (segunda edición de 1931).
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