Indice de la edición cibernética El anarquismo expuesto por Kropotkin de Edmundo González BlancoCapítulo tercero - La personalidad de KropotkinCapítulo quinto - Ojeada retrospectivaBiblioteca Virtual Antorcha

El anarquismo expuesto por Kropotkin
Edmundo González Blanco
Capítulo cuarto
La teoría de Kropotkin



En otro libro (1) dejé bien sentado que la misma relación, o, mejor dicho, oposición moral, que existe entre el anarquismo activo y el pasivo vuelve a encontrarse entre el anarquismo individualista y el comunista. Surge el primero del racionalismo egoísta del individuo, tendencia disolvente y destructora (anabolismo). El segundo pretende nacer de un sistema ético, que parece proveerse de esa fueza evolutiva llamada, según se dice, a comunicar a los organismos sociales vida sin luchas, potencia de acción y facultad de construir (catabolismo).

Aplicado a la propiedad, este último sistema ofrece diversas direcciones doctrinales, que Eltzbacher (2) clasifica acertadamente en indoministas, los cuales niegan la existencia de la propiedad en lo futuro (Proudhon, Max Stirner, Tolstoi); doministas, que se subdividen a su vez en individualistas, que admiten la existencia de la propiedad de un modo ilimitado, tanto para el individuo como para la colectividad (Tucker); colectivistas, que admiten la propiedad de los medios de consumo aun con respecto al individuo, pero que, por el contrario, sólo admiten la propiedad colectiva de los medios de producción (Bakunin), y, por fin, comunistas, que no admiten más propiedad que la propiedad de la colectividad.

Expongamos críticamente y a grandes rasgos lo substancial de esta última forma de anarquismo, cuyo conocimiento objetivo y completo adquirirá el lector en el resto del volumen.

Afirma Kropotkin la lucha por la existencia, mas no la entiende en el estrecho sentido de una lucha por los medios de subsistencia (3).

Al lado de la ley de la lucha recíproca hay, en la naturaleza, la ley de la ayuda recíproca, que es mucho más importante para el éxito del combate por la vida, y, sobre todo, para la evolución progresiva de las especies. Algunos darwinistas, que, como Spencer, reconocen la importancia de la ley de la ayuda recíproca entre los animales, se niegan, sin embargo, a aplicarla al hombre primitivo, cuya condición normal reducen a la guerra de cada uno contra todos. Kropotkin (4) rechaza este punto de vista, esforzándose en demostrar que los hombres primitivos vivieron, indudablemente, sin leyes escritas, pero con costumbres no escritas (derecho consuetudinario), y fundadas en la moral, que bastaban para mantener el acuerdo entre ellos (5). Sus únicos códigos eran usos que el tiempo hacía dignos de respeto, y que cada uno se apropiaba, lo mismo enteramente que se apropiaba la caza, los animales domésticos o los productos de la agricultura (6).Esta legislación arcaica e informe es la que Kropotkin desea para nuestras sociedades, cuyas normas jurídicas o reguladoras quiere él que tengan por base una voluntad general (7), y en la obediencia a las cuales confía sólo mediante el afecto recíproco, el auxilio mutuo, la cooperación en el trabajo común, la necesidad de cumplir el contrato social. Pero, siendo este contrato libre, ¿qué hacer cuando el que lo firmó no quiera satisfacer sus cláusulas? Muy sencillo: se le excluye de la asociación (8), es decir, se le pone en peligro de morir de hambre.

Entonces, ¿para qué le sirve que todas las cosas sean de propiedad común? Y, si se recurre a la coacción del ciudadano particular o de la masa entera, como Kropotkin (9) indica en otros lugares, ¿dónde queda el pacto anarquista libremente consentido?

Por otra parte, la norma contractual de Kropotkin es evidentemente inaplicable, como no sea en la isla de Jauja, y convirtiendo antes en ángeles a todos sus moradores.

Si se pregunta al autor ruso si los individuos perezosos conservan, en su incuria, su libertad y su igualdad de contratantes, contestará afirmativamente.. Si a continuación se le pregunta si la producción es posible sin alguien que la ordene y que la regule, contestará también afirmativamente. Pues bien: en nombre del sentido común, digo que Kropotkin no tiene razón, y que se contradice. Jamás podré persuadirme de que la multitud se reduzca al orden sin un principio de unidad o de autoridad, sea cual fuere. Suprimid ese principio, y encontraréis muchos para gozar de los productos, pero ninguno para trabajar. Menos que ninguna otra puede una sociedad comunista prescindir de tal principio, si ha de evitar la descomposición del trabajo, y en vano rechazaríamos esta fatal consecuencia, a la cual nos lleva inevitablemente la lógica. Y aún nos conduce más lejos, porque, en una sociedad de esa índole, la acción colectiva tiene que ejercitarse de una manera permanente, lo que supone personalidades concretas que la ejecuten y la organización de una autoridad constituída que la dirija. Sea que el comunísmo se extienda a la humanidad toda, sea que se limite al municipio, como quiere Kropotkin, habría siempre que establecerlo bajo reglas y bajo condiciones que, después de constituído, lo serían de su conservación y de su régimen.

Los hombres se verían siempre obligados a congregarse en asambleas, a desenvolver sus representaciones delegadas con arreglo a normas jurídicas, a designar autoridades o comités encargados de ejecutar los acuerdos tomados, a dictarse leyes o reglamentos y a hacerlos practicar al procomún, y todo ello, asambleas, representaciones, autoridades y leyes, es derecho, y es Estado, y es gobernación, y es política. Sin una autoridad cualquiera, ¿cómo se sostendría el comunismo, y por qué procedimientos se lograría su persistencia?

Los anarquistas guardan silencio en punto tan capital, y no nos explican por qué espontáneo impulso los miembros de un municipio harían los trabajos y las construcciones indispensables a la vida pública, sin alcalde, ni Consejo edílico, ni votos de los ciudadanos. Siendo muy difícil, casi imposible, que todo se decida por unanimidad, habrá decisiones en que se impondrá la mayoría, sin respeto a la minoría no unánime, a menos que se consiga la unanimidad exterminando cruentamente a la última, como se hacía en la antigua República de Polonia, cuando, en las deliberaciones de su famosa asamblea a caballo, se invocaba el libre veto (10).

Y, si diversos Ayuntamientos, con intereses encontrados, tratasen de entenderse entre sí, ¿qué sucedería?

Pensemos que ninguna localidad, ningún Consejo, ningún pueblo, puede vivir de sí mismo. Y ¿cómo, sin una dirección, determinaría el interés colectivo las relaciones de comercio que hoy determina el interés individual?

Para obviar tamaños inconvenientes, los anarquistas hablan de federación y de armonía. En el Segundo Certamen Socialista de Barcelona (1890), el ácrata español Mella definió la anarquía como funcionamiento federativo y armónico de todas las autonomías, así individuales como comunales, resolviéndose en la igualdad total de las condiciones humanas. Bella perspectiva, pero solamente realizable en la imaginación.

El libre acuerdo de los individuos no es compatible con la federación de las comunidades. ¿Qué armonía es posible entre mandatarios de grupos separados e insolidarios por hipótesis? Sólo aquella que arrancase de otra casi milagrosa armonía preestablecida de intereses.

No acierto a ver, ni los medios de lograr tan extraordinaria federación, ni los medios de constituir sobre ella la sociedad futura. Si el anarquismo parte de la libertad ilimitada del individuo, para realizar lo que Kropotkin llama el objetivo final de la sociedad (the ultimate sin of society), o sea, la destrucción del Estado, ¿cómo comprender, ni concebir siquiera, su tendencia ai comunismo, que es la antítesis de la acracia?

Si sobre esto hay en los anarquistas algo racional y claro, es que su ideal ha nacido de la imposible compaginación del individualismo radical con el comunismo absoluto. Al comunismo va Kropotkin, bien que advirtiendo que va al comunismo anárqúico, es decir, al libertarismo acrático. El individualismo, ante todo, y el comunismo, después!

Pero, para tranquilizarnos a propósito del destino probable de esta segunda naturaleza de su ideal, los anarquistas entonan sin cesar elogios a la prudencia, a la bondad y a la previsión del hombre futuro, el cual será tan hábil, que sabrá, sin duda, organizar la producción comunista, y tan perfecto, que, como observa irónicamente Plekhanoff (11), se pregunta uno, al mismo tiempo que le admira: ¿Por qué no concederle un poco de autoridad? El medio propuesto es contradictorio e ilusorio, y, en realidad, no nos queda más que escoger entre el liberalismo económico de la escuela manchesteriana y un comunismo lógico, sin libertad posible y con una igualdad forzada y artificiosa de todo punto.

La supuesta federación de Kropotkin sería la ruptura de la unidad humana, relegada fuera de nosotros, y el retroceso, bajo pretexto de progreso. Porque anarquismo implica instintivismo, sinrazón, desvalorización moral de la sociedad civil, para retrogradarla a las etapas ancestrales del convivir infrahumano.

En su forma comunista, sólo ha existido entre tribus salvajes y bárbaras. Aplicado a toda una nación, no conozco otro comunismo que el del antiguo Perú (12), cuyos habitantes pasaban de diez millones, que se extendían por un territorio de cerca de dos millones de kilómetros cuadrados. Pero ¿existían, entre ellos, la libertad y la igualdad con que Kropotkin sueña para su sociedad futura? Hace tiempo que nuestro Pí y Margall dió a esta pregunta una respuesta rotundamente negativa. Los antiguos peruanos no eran libres ni iguales, sino todos siervos del Estado, allí más poderoso que en parte alguna del mundo. Vivía el pueblo sistemáticamente condenado a la ignorancia. Las familias, por cientos y aun por miles, debían trasladarse de la una a la otra extremidad del Imperio, siempre que los incas lo considerasen necesario para la consolidación de sus conquistas, o para el fomento de la agricultura. El trabajo era forzoso; la holganza, un delito; la organización social, complicada hasta el último extremo.

A pesar de lo que nos enseña ese antiguo Perú, Kropotkin cree compatible con el comunismo, no sólo la libertad individual, sino que también la igualdad cívica. Compatibles cree, además, con él, así el desarrollo de la ciencia como el del arte.

Dista mucho de pensar, como tantos otros piensan, que sólo bajo la actual organización social quepa el progreso. Ni es la codicia aguijón único del hombre, ni deja de funcionar nuestro espíritu porque le falte ajeno impulso.

En sus memorias, tituladas Autor d'une vie, Kropotkin lleva su demencia a un grado tal, que indigna. Así, por ejemplo, declara que, cuando se consagraba de lleno a la ciencia y a la investigación, se sentía sin derecho a tan nobles goces intelectuales pensando que, en derredor suyo, reinaba la miseria y la lucha por un pedazo de pan enmohecido. Todo lo que gastaba en libros y en instrumentos de física, y todo el tiempo que perdía en meditar y en hacer observaciones ¡era alimento que quitaba de la boca a los miseriosos y famélicos!

Sólo estando dementado cabe hablar así como reconoce Brandés en el prólogo que puso a la autobiografía citada.

Opino (decía) que Kropotkin no tiene razón. Con tales ideas, Pasteur no hubiera sido el bienhechor de la humanidad que fue. Al fin, en la larga sucesión de las edades, todo retorna en provecho de la masa del pueblo. Creo que un hombre hace cuanto puede hacer en pro del bienestar común, cuando produce para el mundo, con la mayor actividad posible, lo que es capaz de producir, sin preocuparse de si la producción total es o no es bastante abundante para proveer a las necesidades de cada uno.

¿Debemos, en efecto, ateniéndonos a estúpidas e hipócritas preocupaciones por el malestar ajeno, poner un límite a las aspiraciones ideales de nuestra individualidad, y renunciar a las delicadas emociones de la creación artística y a las puras alegrías de la labor científica? La producción espiritual, ¿no es un trabajo infinitamente más ventajoso para la libertad universal de! hombre que la producción material?

Los que a la primera se dedican no deben ser tenidos en e! mismo pie de igualdad que los trabajadores manuales, porque éstos son legión, y aquéllos excepción. ¿Y vamos a meter a labradores y a menestrales a los artistas y a los sabios, sólo porque al comunismo igualitario se le antoje? ¡Singular manera de fomentar las vocaciones libres, la de querer hacer que todos los caballos caminen al mismo paso!

No obstante, parece increíble que un escritor como Kropotkin, que hoy era individualista cerrado. y esotro día amanecía comunalista rabioso, presumiese de claro y de sincero, y notase de obscuros y de baldíos a los que no pueden comprender cómo, en su fantástica sociedad futura, bastaría el libre acuerdo de los hombres para establecer agrupaciones espontáneas que substituyesen al Estado y al Gobierno. ¿Hay nada más fácil? ¿No se constituyen libremente las asociaciones de artistas, de sabios, de filántropos, etc.?

Dichas asociaciones, según Kropotkin (13), están cempuestas de seres humanos que se buscan libremente, después de haber realizado su trabajo de productores. Afirmación discutible, porque, en tales asociaciones, rara vez se encuentra un solo productor, en el sentido que Kropotkin da a esta palabra. Pero., en todo caso, ello sólo demuestra que no se puede ser libre sino después de haber ajustado cuentas con la producción (14), quedando en pie el magno problema de saber cómo, sin dirección y sin autoridad, se consagrarían los individuos libremente a satisfacer las necesidades del procomún.

El concienzudo Sarrante, en su Socialisme d'opposition et socialisme de gouvernement, tuvo la audacia de avisar, entre otras cosas, que no hay en el mundo estímulo tan poderoso como el interés individual, tenido tan en menos por el colectivismo y por el comunismo.

En el grado actual de la evolución humana, el estímulo del interés individual no puede ser substituído por ningún otro. Y yo dudo que pueda serlo algún día.

Naquet, en su Religion, propieté et famille, había tomado antes el mismo atrevimiento.

Kropotkin, por lo contrario, afirma rotundamente que la acción colectiva de la sociedad reemplaza ventajosamente, en la producción, a la acción privada puesta en práctica por el interés individual.

Confundiendo el interés individual con el afán del lucro, Kropotkin opone a él las biografías de descubridores e inventores científicos, muertos la mayoría de ellos en la miseria, y cuyos descubrimientos e invenciones han sido casi siempre mirados con recelo o acogidos con prevención por la burguesía rutinaria y por el capital privado, que han solido demorar su aplicación.

Esto se llama beber en todas las fuentes y no saber digerir lo bebido. ¿Quién le ha dicho a Kropotkin que esos descubridores e inventores no han esperado otra cosa que la pobreza, la adversidad y la antipatía de sus conciudadanos? ¿Cómo sabe que no trabajaban (a veces hasta con falta de instrumentos) confiados en que a la larga obtendrían beneficios?

Tal vez fuera acertada la observación de Kropotkin, si la entendiese en el sentido del trabajo atractivo preconizado por el visionario Fourier. Pero esta misma concepción, ¿se comprendería sin el acicate personal de la ganancia, único que puede hacer el trabajo atractivo? Las instituciones (trusts, sindicatos, etc.) que aminoran la importancia de ese factor para los patronos o para los obreros, ¿no traen consigo la atenuación de los intereses individuales, la dejadez de los servicios personales, la conversión de los cuerpos de industria en mecanismos administrativos y, como consecuencia, una fabricación perjudicial y nefasta, que aniquila la concurrencia, pone trabas al trabajo libre, rebaja los productos y eleva los precios?

El vigor de los Estados contemporáneos se mide por el de su organización económica, y ésta depende, ante todo y sobre todo, de la capacidad anual de ahorro y de capitalización. ¿Cómo incurrir en la candidez de esperar que resuelvan el problema hombres a quienes repele la producción en concepto de fenómeno plutocrático y de corriente capitalizadora, y que por todo arbitrio proponen el inventario de las riquezas del procomún, por los trabajadores y su distribución, bajo la vigilancia de ellos mismos?

¿Es que semejante inventario no requiere competencia en materia de contabilidad? ¿Es que, aun hecho a perfección, no se presentarían al distribuirlo dificultades sin número, conforme a la calidad, clase o forma de los productos? ¿Es que no podría ocurrir que productos excesivos en una parte faltarían en otra, y viceversa?

Con la expropiación forzosa, soñada por Kropotkin, cesarían bruscamente los cambios, que, si hoy mismo conservan su normalidad en el mundo, es gracias únicamente a la minuciosa y complicada administración de inmensas redes de compañías industriales y a su capacidad anual de ahorro y de capitalización. Pero tal regularidad no se ha conseguido por convenios libres, como los que supone Kropotkin en vigencia, al día siguiente de la revolución social, ni ha sido obra de poco tiempo, sino resultado de una elaboración larga, lenta y penosa. Y con la distribución racionada que Kropotkin finge, el comunismo libertario no habrá llegado al fin de su obra quimérica, pues, suponiendo vencidos los obstáculos inherentes al supuesto inventario, tropezaría con un obstáculo mayor, con el grave obstáculo de adaptar lo que inventariase a los gustos de cada cual.

Naquet (15) escribe a este propósito:

Teóricamente, será posible, sin duda, inventariar los gustos después de haber inventariado las mercancías, y hacer, sobre esta base, el reparto de cada uno de ellos. Pero, al extenderse hasta lo infinito, esos inventarios de gustos resultarían materialmente impracticables. Cada consumidor recibirá, por ejemplo, medio litro del vino que le gusta, y tres medios litros de los vinos que no le gustan. ¿Va a beber los últimos contra su voluntad? ¿O, dejará que se pierdan, cuando harían las delicias de alguno de sus compañeros? La una de las soluciones no valdrá mucho más que la otra, y en ambos casos habrá derroche, sin que reste más que una solución para evitarlo: el cambio. El que gusta de determinado vino, se entenderá libremente (estas palabras suenan bien en los oídos de todo anarquista) con los que gusten de otros vinos o licores, y les cederá su parte, obteniendo él, en compensación, la cantidad equivalente de su bebida favorita. Con esto, cada cual recibirá, en último término, dos litros de vino, que consumirá, sin provocar despilfarros inútiles, de suerte que quedarán satisfechos todos los gustos, y hasta todas las preferencias. Pero tales cambios personales, ¿se tolerarán? Reflexionemos. A un consumidor aislado le será imposible orientarse, para encontrar su contrapartida, por lo cual necesitará, como hoy, intermediarios que centralicen y aproximen la oferta y la demanda, y, si no los tiene, los creará. Y, como se trata de géneros ya divididos por raciones, que no cabe dividir de nuevo, y como el aprovisionamiento libre resultará inaplicable, ¿en qué forma se establecerá la compensación entre los productos que se cambien? ¿En naturaleza o especie? Será recurso muy poco práctico, dada su extrema multiplicidad, y se requerirá un signo representativo que facilite las operaciones. Y he aquí restablecidos de un golpe el comercio y la moneda, y, por tanto, restaurado el capitalismo, porque podemos estar seguros de que los intermediarios no han de trabajar por amor al arte, y que exigirán una retribución. Nos hallamos, pues, en presencia del más abrumador de los dilemas. O los cambios individuales estarán rigurosamente prohibidos (y todavía será preciso saber quién los prohibirá, puesto que no existirá ya fuerza pública), y, en tal caso, habrá despilfarro, o los cambios serán permitidos, y, entonces, como aquel sol de media noche que, en las regiones septentrionales, reaparece por el Este apenas se ha opuesto por el Oeste, el capitalismo desaparecido de un lado surgirá nuevamente de otro.

Para Kropotkin, el ideal de una sociedad perfecta es, indiscutiblemente, el aprovisionamiento libre, consistente en tomar a discreción los artículos de primera necesidad, y éstos van siendo cada día más numerosos, pues los que ayer eran puro lujo, serán mañana de consumo común; no tener más que extender la mano, para proveerse del pan, de la carne, de los frutos que nos sirven de alimento, como no hay más que abrir la boca para aspirar el aire que sostiene las funciones de nuestra respiración; suprimir el debe y el haber; no estar sujeto, para llegar a esta abundancia, más que a un trabajo atractivo de cuatro o cinco horas por día como máximo; disponer libremente de las horas restantes para cultivar los refinados goces del arte y de la ciencia, accesibles actualmente a un número muy limitado de hombres ...

Kropotkin, sin embargo, comprendiendo las dificultades del problema, y para descartar toda objeción, se esfuerza en establecer por cifras, que, con la ayuda de un cultivo intensivo, análogo a aquel a que se dedican los hortelanos, un espacio grande, como los departamentos del Sena y del Sena-et-Oise juntos, produciría bastante trigo, legumbres, frutas y viandas para asegurar una existencia confortable a tres millones y medio de pobladores. Naquet (16) reconoce los datos en que se apoya no son pura fantasía.

Los que, en 1896, visitaron el campo de experimentación de Vicennes, pudieron admirar un cultivo de trigo, que producía más de ochenta hectolitros por hectárea. Por otra parte, los procedimientos de cultivo van perfeccionándose más cada día, y la producción agrícola aumenta. En este sentido, no cabe duda que, con la ayuda de un cultivo intensivo, puede llegarse a lograr recolecciones gigantescas. Pero, aun suponiendo que Kropotkin no haya exagerado nada en el cómputo de lo que yo llamaría la producción agrícola teórica, es difícil que comparta con él el optimismo que preside a sus cálculos, sea de los trabajos preparatorios, sea de los permanentes, precisos, ambos a dos, para llegar a un estado de cosas semejante.

El esfuerzo que exigiría tal cultivo, habría de ser enorme, por la extremada minuciosidad del trabajo, que difícilmente permitiría a la máquina suplir los brazos del hombre.

Para convencerse de ello, es inútil seguir paso a paso la demostración hipotética del agitador ruso, y oponer cifras a sus cifras. Un razonamiento más sencillo patentizará lo hiperbólico de sus conclusiones, y la imposibilidad de la facultad de producción casi infinita de una sociedad anarquista.

Si los cálculos de Kropotkin fuesen exactos, se resolverían prácticamente, sin esperar a la revolución. Si el hecho no se realiza, desde ahora, con la intensidad que se nos pronostica en el porvenir, a pesar de no ser absurda, en teoría, la producción enorme que se afirma como posible anticipadamente, es a causa de que los gastos totales serían demasiado elevados, y no remunerador es, por consiguiente.

Cuando, en la actualidad, el coste de producción es superior a los precios de venta, no es tan sólo porque disminuye la cotización, sino porque, además, los gastos de la producción se elevan. Estos gastos de la producción provienen, en su mayor parte, de los salarios entregados por los propietarios a los obreros, en pago de ocho, diez, doce, catorce y hasta dieciséis horas de trabajo diario, y, por tanto, si los dichos gastos de la producción obtenida por medio del cultivo intensivo se elevan tan prodigiosamente, sacamos la conclusión de que este cultivo intensivo exige una suma de trabajo enorme.

Con el comunismo, comiendo y bebiendo cada cual con arreglo a sus necesidades, es incontestable que los productos serían consumidos más fácilmente. Pero, en todo caso, habrá costado el producirlos un efecto igual, ya que la anarquía no nos enseña ninguna fórmula mágica para aumentar el efecto útil disminuyendo el esfuerzo.

Kropotkin, pues, por muchas cifras que alinee, incurre en un error grande al atribuir al hombre de mañana la facultad de producir en cuatro horas lo que el de hoy no produce en doce.

No será ocioso advertir que tampoco la supresión de los consumos suntuosos terminará con la pobreza, como pretende Kropotkin (17).

Ya Marx apuntó que a la afirmación de la eficacia de semejante arbitrio le falta un dato esencialísimo: el tener en cuenta la necesidad de una reserva social, que es imprescindible.

Naquet consagra también muchos párrafos a esta cuestión, en su opúsculo sobre Socialisme colectiviste et socialisme liberal, y en su libro acerca de Les temps futurs.

Para que la pretensión de KrQpotkin tuviese algún fundamento, habría que partir de la hipótesis de que las cantidades cobradas por los capitalistas, las empleasen éstos en consumos personales de ellos o de su clientela. Pero ¿según qué proporciones se establece la relación entre las sumas reservadas por los capitalistas y las que gastan en servicio suyo sus familias y sus criados?

Esto es lo que se necesitaría precisar para formular un juicio verdaderamente científico en el argumento de los defensores del aprovisionamiento libre. Ahora bien: tal análisis es dificilísimo a todas luces.

Los capitalistas aislados no publican sus balances, y, si las sociedades por acciones están obligadas a hacerlo, sus administradores y sus accionistas, después de la distribución de sus dividendos, no nos dicen nada del uso e inversión de la parte que les ha correspondido. Puede afirmarse, pues, sin correr gran peligro de incurrir en error, que, a medida que el capitalista se engrandece, su porción de consumo relativo disminuye. Gasta más, pero su gasto representa una fracción menor de la producción total. Y si suponemos que sean los beneficios la exacta representación de los recibidos en jornales por los obreros, ya no podremos (habida cuenta de las listas civiles más elevadas que se conocen en el día) acusar a los capitalistas, con Kropotkin, de haberse adjudicado la mitad de los dichos beneficios, sino, a lo sumo, un doce y medio por ciento sobre los jornales capitalizados. Y es claro que si uno, o dos, o tres, o cuatro de esos capitalistas desaparecen, absorbidos por un capitalista único, reduciríase el interés producido por el capital a 6,25, a 3, a 1 1/2, a 3/4 por 100, hasta llegar, finalmente, a una fracción insignificante, en la suposición de que todo el capital llegase a residir en una sola mano.

Concesión extrema es ésta de admitir la igualdad entre las sumas que figuran en la cuestión de beneficios y las que forman los jornales totalizados.

El citado Naquet ha demostrado, con ejemplos numerosos, que los segundos exceden en mucho a los primeros. Aun reconociendo gustosamente ser inadmisible que el capitalista se adjudique la octava parte de la producción, la proporción aquélla queda todavía lejos de la mitad que los socialistas denuncian.

Desde luego, se deberían someter a una severa revisión las conclusiones de éstos acerca del bienestar de los obreros de las grandes industrias, si los beneficios derrochados en gastos superfluos por los patronos fuesen igualmente repartidos entre todos aquéllos. Pero los anarquistas, para fundamentar su tesis, no encuentran un terreno más firme en las desigualdades del consumo que en las de la producción, y no es cierto que, desde el día siguiente a la revolución, baste suprimir toda substracción capitalista, para llevar a la práctica la teoría del aprovisionamiento libre, con los objetos indispensables a la existencia.

Por otra parte, concedamos que los acaparadores del capital economizan sumas, que, gastadas o no, representan substracciones hechas por ellos a los productores. Aun así, resultan muy desdichados los inventores del aprovechamiento libre, porque, tras de olvidar los gastos, que en toda forma social subsistirán siempre, y que, si algo demuestran es que, en lo gozado o consumido por todos, no puede una misma parte de producción ser distribuída dos veces, guardan secretos, y sin acordarse de puntualizar las medidas más razonables a su intento, después de la revolución, como lo serían todas las dirigidas a conseguir un aumento en la porción de riquezas atribuídas a cada uno.

¿Por qué las sociedades anónimas o en comandita anteponen la solidez de las reservas a la cuantía de los dividendos, y por qué, digámoslo de una vez, no acrecen o reducen a aquéllas en demasía? ¿Fántanles, por ventura, medios de capitalizar la totalidad de sus provechos? ¿No estuviera este recurso muy en consonancia con su misión?

De ninguna manera, pues ésta supone la distribución de algo, y una acumulación completa las haría salir de los límites de su objetivo. Si, por el contrario, no reservaran nada y lo distribuyesen todo, el resultado inmediato sería una bancarrota fulminante y una ruina absoluta. Lo mismo que esas sociedades hacen las naciones, que, puestas ante igual dilema, se proveen de reservas, sin llegar a la exageración.

Supongamos ahora la sociedad comunista que Kropotkin sueña, y en la que cada obrero recibirá íntegro el producto de su trabajo. Si en las épocas de abundancia todo iría a maravilla para él, en las épocas de crisis, el consumo se restringiría de modo automático.

En el primer caso, descuidados los trabajos públicos, inútil la renovación de instrumentos, sin atracción las industrias nuevas, la indagación económica quedará detenida, fantásticamente echará mano de números redondos, a bulto y sin conexión, y la prosperidad aparente de una primera temporada no reparará en atropellar las leyes naturales de la producción y en encastillar imposibles, sin calcular las dificultades futuras, que exigirán sacrificios penosos.

En el segundo caso se impondrá lo razonable en forma de reserva excesiva que avisará a tiempo cuando las cosas van fuera del curso ordinario, y cuando habrá que limitar la distribución con número, peso y medida, lo cual traerá consigo un estado permanente de miseria privada y de descontento público, sin que, como en la sociedad capitalista, haya interés en practicar la parsimonia y el ahorro y en evitar la dilapidación y el despilfarro.

Poco, muy poco, meditaba Kropotkin sus discursos y sus raciocinios. De aquí la inverosímil superficialidad de algunos de ellos, como los referentes a la explotación del trabajo de los niños y de las mujeres por los individuos que los tienen bajo su tutela.

Enamorado de las sociedades primitivas de los salvajes y de los bárbaros, Kropotkin niega que en ellas exista tan inicua explotación. En cambio, en la nuestra, los niños de las clases obreras trabajan desde que son púberes, y las mujeres van al taller, aun en circunstancias en que los cuidados de la maternidad deberían absorberlas por completo. Según Kropotkin, en el nuevo estado social, el niño no trabajará hasta que llegue a adulto, y la mujer será considerada como quien ha dado lo que debe, cuando haya cumplido con las obligaciones que le impone la maternidad. En este punto, los economistas liberales y los sociúlogos individualistas se hallan de acuerdo con Kropotkin. Pero el acuerdo cesa, no bien se trata de encontrar la causa de tales hechos. Para Kropotkin, radica, únicamente, en el sistema capitalista. Si ello fuese cierto, el efecto debería desaparecer con la causa. Mas, como advierte Pareto, es todo lo contrario lo que observamos, y los niños y las mujeres son más maltratados en las sociedadts primitivas, donde el sistema capitalista no existe, o sólo se encuentra en estado rudimentario, que en la nuestra, donde ha recibido un desarrollo de los más considerables.

Sturt cuenta que un australiano del interior utiliza a su hijo, enfermo, rompiéndole la cabeza contra una piedra, y devorándole después, asado. Letourneau refiere que, entre ciertas tribus africanas del Sur, los indígenas disponen, para coger a los leones que les inquietan, trampas con piedras, y ceban estos cepos con sus propios hijos. En Australia, la mujer es un animal doméstico, que sirve para el placer genésiso, y, en caso de escasez, para la alimentación.

En todas partes del Africa, el hombre es cazador o guerrero, y, en sus numerosas horas de ocio, se acuesta perezosamente a la sombra, fumando o charlando, mientras la mujer cava la tierra, y se entrega a faenas pesadísimas.

Me parece inútil insistir sobre verdades tan evidentes.

Además, hace algún tiempo que se empieza a renunciar a las antiguas teorías de optimismo rousseauniano, que proclaman la pureza nativa del hombre, su bondad en estado natural, su corrupción por la sociedad y su maleamiento por la civilización.

Kropotkin, entendimiento fósil, en este punto como en los demás, lleva tan lejos su criterio optimista, que llega a sostener que los robos y los crímenes son productos de la vida social y civilizada, y que dejarían de cometerse en un medio colectivo en que la riqueza estuviese repartida más equitativamente (18). Al discurrir así, olvida que la cleptomanía es un vicio orgánico de carácter puramente individual, que existe lo mismo en las sociedades primitivas que en las sociedades cultas. Olvida también que el bienestar económico, por mucho que ayude a hacer más raros los robos y los asesinatos, consecuencia de los robos, jamás suprimirá los crímenes pasionales, que están al margen de toda forma de sociedad y de toda clase de civilización.

Partidario del amor libre, cree que, aboliendo el matrimonio, cesará la excusa legal del asesinato de las mujeres por sus maridos a causa de adulterio o de otros motivos semejantes. Pero la experiencia y la estadística prueban que los homicidios por pasión son mucho más frecuentes en las uniones libres, donde no existe la disculpa del ridículo o del ludibrio público, que en las uniones legítimas.

Ante semejantes realidades delictivas se estrellan todos los sofismas de Kropotkin, el cual esfuérzase en hacernos creer que todo se resolverá por la moral anarquista, una moral sin obligación, ajena a todo cálculo utilitario, y que es la misma que la moral natural del pueblo, lo moral por costumbre de obrar bien (19). Esto es mil veces peor que la moral de los casuistas, que, en nombre de los derechos ilimitados del individuo y de la debilidad de la naturaleza humana, declaran no culpables las violencias más nefandas, las arbitrariedades más reprobables, las acciones más atroces.

Nada más débil, desde el punto de vista económico, que la refutación que Kropotkin (20) pretende hacer del principio de Marx:

El mal de la organización actual no consiste en que la plusvalía de la producción pase al capitalista, restringiendo así la concepción socialista y las ideas generales sobre el régimen del capital. La plusvalía no es sino una consecuencia de causas más profundas. El mal consiste en el hecho de que pueda existir una plusvalía cualquiera, en vez de un simple exceso no consumido por cada generación. Para que haya una plusvalía, es necesario que hombres, niños y mujeres, se vean obligados por el hambre a vender sus fuerzas de trabajo por una parte mínima de lo que estas fuerzas producen, y, sobre todo, de lo que son capaces de producir. No basta, en efecto, distribuir por partes iguales los beneficios realizados por una industria, si se debe al mismo tiempo explotar a otros millares de obreros. Lo procedente e indispensable es producir, con la menor pérdida posible de fuerzas humanas, la mayor suma posible de objetos necesarios para el bienestar de todos.

El principio de Marx era digno de más detenido examen, para quien trataba de oponerle un sistema. El defecto de ese principio no está en que olvide o deje de olvidar la ecuación o conexión exacta entre la producción y el consumo, ni en que no repare en cuál sea el modo de apropiación verdaderamente útil para obtener el máximo hedonístico del individuo y de la comunidad. El defecto está en que los fenómenos de la plusvalía se hallan en contradicción con la teoría de Marx, que determina el valor por el trabajo solamente.

Igual defecto hay que señalar en la teoría similar del colectivista agrario George (21), para quien la producción es siempre la madre del salario, el cual procede, no de los adelantos del capital, sino de una parte mínima de la riqueza total creada por el trabajo, en lo que Kropotkin le da por completo la razón.

Pero ¿es cierto que, sin la producción, el salario no existe, ni podría existir? Supongamos la búsqueda, durante semanas o meses, del filón de una mina, que acaba por no encontrarse, arruinando o dejando maItrecha la fortuna del capitalista. ¿También, en este caso, los salarios pagados a los obreros proceden de la producción, sin intervención alguna de los adelantos del capital? Ni el valor de lo producido, ni su posible rendimiento, guardan relación inmediata con el esfuerzo pónico. Así, colectivistas y anarquistas pervierten las nociones de valor y de producción, no midiendo el valor de lo procucido por la substancia misma de las cosas, sino por la relación que éstas tienen con la cantidad de trabajo en ellas empleado al producirlas.

El punto en que más coinciden el colectivismo y el anarquismo, es el común a los socialismos todos, y ya por Fourier señalado, conviene a saber: el conocimiento profundo del mal que reina en la industria por la división del trabajo, y el deseo de armonizar la especialización del individuo con la unidad de la producción.No creo que deba preocupar demasiado el ideal de Kropotkin, conforme al que cada grupo libertario de la acracia del porvenir producirá cuanto sea necesario, prescindiendo de todo concurso. Este fenómeno de participación local y limitada de la masa en la producción fascina a los anarquistas. Anteponiendo su ideología a todo, no les importa que, con tal de bastarse a sí misma, haga una comarca esfuerzos excesivos para, producir, sin apelar a otra que puede aportarle los productos requeridos con un esfuerzo mucho menor.

La tierra es incubadora de productos, y la labor humana la torna fértil. Pero ¡contra cuántas dificultades no tiene que luchar el hombre para llegar a hacer fecunda una porción pequeñísima de tierra, y cuántas extensas comarcas se oponen a toda fertilización, por su suelo y por su clima!

Es evidente que tan pronto como esos países no estuviesen protegidos por el cambio de productos con otros más fecundos y más fértiles, la decadencia humana no tardaría en iniciarse en ellos, y que la vida económica declinaría, falta de base.

Kropotkin no tiene en cuenta la inferioridad agrícola en que se encontrarán ,siempre esos terrenos ingratos y de atmósfera generalmente seca ante aquellos que, por su abundancia de manantiales y de lluvias, no tienen necesidad de recurrir a abonos químicos, ni a las máquinas, siempre imperfectas, destinadas a pulverizar terrones y rocas. Y tampoco tiene en cuenta otra circunstancia muy importante: que, actualmente, los mismos canales de riego y los saltos de agua, fuera de su enorme coste, distan mucho de contar con la abundancia necesaria de la primera materia, pues si el río de donde toman el líquido no lo posee en suficiente cantidad para suministrárselo a todos, se impondrá una división por raciones, que redundará en perjuicio de la recolección.

En mi antigua calidad de diputado de Vaucluse (dice Naquet) (22), he asistido, hace tiempo, a las violentas luchas reñidas entre los ribereños de la Durante, en la estación del descenso de las aguas, y esto me ha probado las dificultades casi insuperables con que lucha la distribución de los riegos en ciertas comarcas. Indudablemente, unos diques apropiados permitirían utilizar mejor el volumen de agua que cae anualmente en una región, y, por la ampliación de los bosques, se remediarían las inundaciones y las sequías. Pero ello no se hace sin trabajos costosos, y sin más solución práctica que la de almacenar tan sólo el volumen de agua de lluvia. Si no llueve, como sucede en Egipto, y si no se dispone de un caudal acuoso como el Nilo, todos los esfuerzos humanos resultan impotentes. ¿Y el sol? Kropotkin, que, por haber nacido y por haber vivido en ellas, conocía bien las latitudes septentrionales, a las que atribuía, en parte, el retraso del pueblo ruso en la marcha de la humanidad, ¿hubiera podido indicarnos un medio de rivalizar alguna vez, desde el punto de vista de la luz y del calor, con las latitudes ecuatoriales? ¿Creía acaso que, calentando la tierra a la manera de los jardineros, sería posible suplir la temperatura de los trópicos? ¿E iría hasta suponer que quepa reemplazar la irradiación luminosa y química del sol por arcos voltaicos? ¡Novela, en verdad, ridícula! Permaneciendo en el dominio de la realidad, la construcción de los diques exige un trabajo considerable, y su conservación un esfuerzo permanente. La ampliación de los bosques, que no se realiza con menos trabajo, presenta, además, el inconveniente de disminuir la extensión de las tierras cultivables, y, en cuanto a la calefacción del suelo, sería muy dificultosa hoy día, fuera de que, en el estado actual de la ciencia, no son conocidos los procedimientos por los que habría de lograrse, una vez agotadas las minas de hulla y los pozos de petróleo.

¿No viene a decir Naquet algo muy terminante? Y aún agrega que la supresión o casi supresión de los cambios correría e! riesgo de ser moralmente desastrosa. Suprimir los cambios equivaldría a dificultar los transportes y los viajes, en una época en que la facilidad y la velocidad de los medios de comunicación son mayores que nunca. ¿Hay, pues, el menor asomo de prudencia en preconizar un método de producción cuyo efecto aparecería contrario al ideal de la armonía internacional? La descentralización de las industrias, ¿no implica la desaparición progresiva de las tarifas aduaneras? ¿No son los obstáculos arancelarios los que más se oponen a la unión de las naciones? ¿No es un derecho primario de cada nación cambiar con otras sus productos, en condiciones de mutua y beneficiosa equidad? ¿A qué la centralización industrial de cada nación, de cada región y, en el comunismo libertario, de cada municipio? Podrá conseguir algunos efectos aislados e inmediatos, mas no cambiará los grandes intereses generales y permanentes.

Siendo cojo el argumento de Kropotkin, debe negársele la consecuencia, y también el consiguiente, que se extiende a más de lo que sufren las premisas, aun en el caso de que éstas fuesen verdaderas. Todo anarquista está educado en el prejuicio antiplutocrático, y se lanza a resolver los inexorables problemas planteados por la burguesía con cierto inconsciente arrojo, sin comprender que la forma de producción, cambio y distribución de la riqueza es misión exclusiva del Estado, por él negado de raíz. A su vez, el Estado necesita basarse en la propiedad y en los instrumentos de crédito, cuya única estructura posible es la del capital. Pero el Estado sabe muy bien que el manejo de esos instrumentos aboca con frecuencia a infinitas complicaciones.

Los anarquistas, en su ignorancia, ven hormiguear facilidades por doquiera. Baste a mi intento haber demostrado que el anarquismo es tan incompatible con el buen sesgo de la producción y del cambio como la noche con el día.

Aun cuando Kropotkin habla a cada paso de revolución violenta y de precipitación social, viene después a reconocer implícitamente la posibilidad de llevar a cabo algunos adelantos por vía de evolución y de reforma, señalando ciertas tendencias comunistas, que se manifiestan ya en la vida práctica, y aduciendo, sin salir de las instituciones actuales, algunos ejemplos de consumo colectivo, que son indiscutibles, aunque nadie fije su atención en ello (23).

Tales tendencias se refieren, unas a la producción y a la circulación de las mercancías, otras a establecimientos de libre acceso a todos (escuelas gratuitas, servicios de agua y de luz en las ciudades, bibliotecas, museos, parques y jardines públicos, etc.) , y algunas, en fin, a las grandes empresas industriales o de transportes y de comunicaciones, en cuya formación y sostenimientos para nada interviene el poder político central.

Añadid la organización del comercio, gracias a la cual estáis seguros, al levantaros, de que encontraréis pan en la panadería, carne en la carnicería, y cuanto os haga falta en los almacenes. ¿Es que todo esto es obra del Estado? Naturalmente, pagamos abominablemente caro los intermediarios. Razón de más para suprimirlos, pero no para creer que sea necesario confiar al Gobierno el cuidado de alimentarnos y de vestirnos.

Semejantes pretensiones no pueden menos de revestir, a los ojos del sentido común, el carácter que constituye el pecado original de todo comunismo: la utopía.

La famosa tendencia del siglo XIX al consumo colectivo, invocada por Kropotkin, nada nos dice sobre la cuestión que nos interesa, conviene a saber: cómo el libre acuerdo individual se conciliaría con la equidad del reparto comunista, y cómo los anarquistas lograrían suprimir el Estado, sin poner en su lugar algo que lo supliera en sus menesteres.

La libertad ilimitada del individuo se compadece difícilmente con las exigencias económicas de una sociedad comunal. Los mismos artículos de consumo (trigo, arroz, legumbres, etc.), o los productos de utilidad pública y privada (electricidad, gas, petróleo, etc.) , cuyos precios de fabricación y de venta ofrecen uniformidad en general, no lograrían sustraerse a la diversidad de aceptación, según la variedad de gustos de los individuos. Pero en lo que el absolutismo del reparto comunista tendría que sufrir grandes atenuaciones, sería con relación a otros artículos y a otros productos. Bien estaría que los vinos fuesen comunes, pero no parece empresa asequible a la condición humana que, dominado por e! altruísmo, cada uno buscase el chacolí o el peleón, para dejar al vecino el Rioja o el Jerez. Bien estaría que las carnes fuesen comunes, pero todos preferirían las de clase superior, y ninguno querría las de calidad inferior. Ni bastaría racionar el reparto comunista de manera que, en la porción de cada uno, entrasen las partes buenas y las malas del artículo o del producto. ¡A cuántas complicaciones de orden material no daría lugar este método! ¡Y qué enorme abundancia de productos racionados no supondría su aplicación!

Las supuestas pruebas del comunismo en pro del aprovisionamiento libre se estrellarán siempre contra la realidad implacable, y ni aun como ideal podría satisfacer nunca el procedimiento colectivo de distribución de los productos.

Pero, antps de investigar el valor de las pruebas, enterémonos de los que es el ideal mismo.

Según Kropotkin, en el próximo grado de la evolución de la humanidad, la producción se organizará de modo que no exista sino propiedad social.

La próxima y superior forma evolutiva de la sociedad" (24) ha de ser indefectiblemente (25), no sólo el anarquismo, sino el comunismo anarquista (26). No será precisamente un comunismo negativo, que suprima toda propiedad, as!. pública como privada, lo mismo de los bienes productivos que de los de consumo, ni tampoco un comunismo positivo absoluto, que rechace toda propiedad privada de ambas clases de bienes, pero admita la pública, sino un comunismo federativo integral, que entregue los elementos económicos a asociaciones libres, las cuales se encargarán de la produccón y de la aplicación de los mismos.

¿Cómo concibe Kropotkin esa sociedad comunista federativa? Digamos mejor cómo no la concibe, y así pondremos con más fidelidad su pensamiento.

No la concibe como un Gobierno revolucionario, elegido por el pueblo sublevado, y que no podría menos de ser un peso de plomo que ataría los pies del último. Menos aún la concibe como una dictadura revolucionaria, que se levantase contra toda ley. Esto hicieron los revolucionarios políticos o jacobinos de 1793, los cuales pretendían encarnar un Gobiern6 legítimo, y dejaban morir de hambre al pueblo.

El partido que haya derribado al Gobierno anterior, se colocará por la fuerza en el lugar que el mismo deja vacante. Se aferrará al Poder, y procederá revolucionariamente. A todo el que no le reconozca ... la guillotina, y a todo el que le niegue obediencia ... también la guillotina.

Los anarquistas obrarán de un modo diferente. Destruirán el Estado, y empujarán al pueblo hacia la expropiación de los ricos. Una vez operada la expropiación, se formará el inventario de la riqueza común, y después se organizará la distribución. Todo será hecho por el pueblo mismo, y, cuando llegue la ocasión de usar de los bienes, cada cual echará mano de lo que necesite, sin qué nadie tenga derecho a impedírselo. Pero ¿y en el caso extremo de que la suma de bienes disponible no fuese suficiente a cubrir todas las necesidades?

Entonces la solución sería ésta: tomar libremente de lo que sobrase, y racionar aquello otro que escaseara, proporcionando las raciones a las necesidades, y dando la preferencia a los niños, a los viejos, y, en general, a los débiles. Así acontece ya hoy por lo que respecta a la tierra. ¿Qué municipio piensa en poner límites al aprovechamiento de los pastos, en tanto que éstos abundan, ni qué municipio prohibe que sus miembros tomen todo el ramaje y todas las castañas que quieran, mientras haya bastante del uno y de las otras? ¿Y qué hace el campesino, cuando desea acabar con la leña? Distribuirla en lotes (27).

Antes de juzgar tan lisonjera pintura, digamos, de paso (28) que no es cierto que los jacobinos se ocuparan exclusivamente de política, y que dejaran morir de hambre al pueblo. Las leyes sobre el máximo y los almacenes públicos de productos alimenticios indican que fueron hechas no pocas tentativas para regular la cuestión de las subsistencias en un sentido favorable al pueblo y en bien del procomún. Los grandes motines de hambrientos se desencadenaron después de la caída de los jacobinos. ¿Y quién ha dicho a Kropotkin que, en los primeros días de la revolución social, tan optimistamente entrevista por él, el pueblo no se dé un Gobierno revolucionario, tan legítimo y tan provisional como el de 1793? ¿No hizo lo mismo en 1871, cuando los luctuosos días de la Commune? Francia conoció, este período interino en ambas fechas, y, para no fijarme más que en la primera, recordaré, con un autor moderno (29), que también entonces se votaban constituciones admirables, que hacían soñar en la edad de oro, pero se esperaba la paz para llevarlas a efecto, y, en esta expectativa, la guillotina funcionaba en la plaza de la Revolución. Se preparaba la libertad, cortando cabezas, y la Convención no pudo conseguir el aplicar la parte definitiva de su programa, porque la reacción se interpuso, antes de que aquélla tuviese tiempo de realizar el edén, por el que sinceramente suspiraban todos sus miembros.

¿Cómo lograría el anarquismo realizar su ideal, sin permitir al pueblo procurarse un Gobierno revolUcionario? ¿Lanzando bombas contra los que se instalasen en las oficinas de ese Gobierno? ¿Invitando al pueblo a organizarse por sí y ante sí? ¡No estaría mal la organización que las masas se diesen, viviendo en plena anarquía!

Organización y anarquía son cosas que riñen de verse juntas, y sólo concebibles en una visión de posibilidad fantástica. La realidad no podría ser otra cosa que el ahogamiento de los individuos por la masa, y tendríamos guardias anarquistas que impidiesen destrucciones, protegiesen construcciones y autoritariamente evitasen la formación de esas asociaciones espontáneas tan exaltadas por Kropotkin, si temiesen que de ellas llegase a brotar una reviviscencia del capitalismo.

¿Cabe esperar solución diferente de quienes, como los anarquistas, han sido y siguen siendo los más violentos y los más feroces de todos los revolucionarios? (30).

Pero Kropotkin no lo entiende así. Optimista, como buen supersticioso, afirma que el pueblo, puesto en revolución, posee una habilidad instintiva muy superior a los pensadores teóricos y a los gobernantes rutinarios, y que sabe improvisar admirablemente cuanto necesita. Hasta pretende encontrar una confirmación práctica de su aserto en lo por él visto, hallándose en Londres, durante la gran huelga revolucionaria del puerto (doks) (31). Pero ¿se enteró bien de los procedimientos empleados para suministrar productos alimenticios a los huelguistas? Plekhanoff (32) juzga necesario hacer constar que las cosas ocurrieron de un modo muy distinto a como las presenta Kropotkin.

El Comité de organización, compuesto de representantes de los sindicatos y sostenido por socialistas de Estado, como Champion, y por colectivistas, como Berns, Mann y Eveln, ultimó un contrato con los comercianees de productos alimenticios, y distribuyó a los huelguistas talones, por los que recibían, en los almacenes, una cantidad determinada de artículos. A los comerciantes se les pagaba con las sumas recogidas por medio de colectas, una parte considerable de las cuales había sido aportada por la sociedad burguesa. El reparto ce artículos lo efectuaba el ejército de salvación, institución burocrática y estrictamente centralizada, y otras asociaciones filantrópicas. Todo esto tiene muy poco de común con la adquisición y la distribución de productos álimenticios al día siguiente de la revolución, y con la organización del llamado por Kropotkin servicio de abastecimiento. Los productos alimenticios existían, y el problema consistía en comprarlos y en distribuirlos, con objeto dé socorrer a los huelguistas. Precisamente el pueblo, esto es, los huelguistas, no se ayudó, en tal sentido, a sí mismo, sino que le ayudaron los otros.

Descendamos a bosquejar lo que sería el principio de población en el anarquismo comunista, para extender la discusión anterior a otro asunto.

Naquet, basándose en las opiniones de Fourier, de Proudhon, de Spencer, de Marx y de Nitti, quienes concilian de diversas maneras la ley de Malthus con el mantenimiento del equilibrio económico, se pregunta cómo Kropotkin se limitó a afirmar, sin detenerse en ello, y cual si se tratara de un punto sin importancia, que, gracias a las máquinas y al cultivo intensivo, la producción está llamada a sobrepujar a la población. Esto es demasiado lacónico, en verdad. Si Kropotkin se hallase en lo cierto, no por ello quedaría el asunto ventilado de modo definitivo.

Aunque el crecimiento de la población fuese inferior al de las subsistencias, el problema no se resolvería con una comprobación de semejante orden. El planeta tiene una superficie limitada, y esta limitación es incompatible con un aumento constante del número de sus pobladores, aumento que traería consigo la disminución del suelo cultívable y la multiplicación de las habitaciones, de los canales y de los caminos, haciendo la atmósfera irrespirable por un consumo de oxígeno que la vegetación, al no ser lo suficientemente abundante, como no lo sería, se encontraría lejos de poder compensar.

Considérese, pues, cuántas cuestiones descarta Kropotkin, inconscientemente y sin un examen, al pretender que, cuanto más se profundiza el análisis de lo que es dable obtener del suelo, más se ve que los temores de Malthus carecen de base sólida (33).

Pero Malthus supuso que, aun la utopía de un suelo que diera cada año una recolección doble, con una extensión más restringida y con una atmósfera en la que se conservara la pureza por medios artificiales, no eliminaría la cuestión del límite extremo.

La superficie del globo, dividida por la cifra de los que viviesen en ella, no dejaría a cada uno los metros cuadrados precisos, no ya para existir, pero ni siquiera para colocarse.

Por otra parte, Naquet advierte que Malthus no pretendió nunca que de hecho la población se duplicase cada veinticinco años, lo cual hubiera equivalido a decir una tontería. Afirmó solamente que hay una tendencia natural a que así ocurra, y que esta tendencia sería un hecho, si no la neutralizasen, o la previsión sistemáticamente infecunda, que disminuye la natalidad, o el hambre, la miseria, las enfermedades y las epidemias, que aumentan la mortalidad.

Kropotkin pecó de ligero e incomprensivo, al declarar en quiebra la doctrina de Malthus, descuidando la progresión geométrica virtual, que constituye su fondo. Fantástico es el sistema que estriba en principios fantásticos. Los principios del sistema de Kropotkin son la negación misma de la recíproca y evidente correlación que existe entre la mayor o menor natalidad y el equilibrio o desequilibrio económico.

El optimismo anárquico se resuelve en un rehuir cómodo de las dificultades que el hecho entraña, por cuanto Kropotkin ni sabe ni dice nada del desacuerdo o del acuerdo de la economía con la ley que rige la población de nuestro planeta.

Y, si esto sucede con un tema que podríamos llamar, además de irrehuíble, grave para todo el que se precia de sociólogo, ¿qué no pasará cuando se trate de temas aún más graves, desde el punto de vista práctico, social y civil?

Los anarquistas porfían que las leyes se forjaron por hombres ambiciosos y astutos, que querían dominar con ellas a sus semejantes, o, en el caso mejor, por una convención de todos los miembros de la comunidad, que se habían acomodado a ellas, a consecuencia de largo hábito y ejercicio, y que decidieron convertirlas en normas de la conducta de los hombres entre sí.

Añaden que las leyes provienen siempre de una autoridad externa reconocida y acatada de grado o por fuerza. En las sociedades militares y teocráticas, los guerreros y los sacerdotes se encargaron de completar la obra de los jueces, haciendo que lo que, al principio, era respeto a la persona del legislador, se convirtiese en respeto a la ley, considerada como un ídolo abstracto. Al pensar así, los anarquistas truecan pérfidamente la declaración con la formación. Los legisladores exponen, mas no componen, las leyes. Las exponen, las promulgan y las declaran, contra los que no quieren admitir su carácter obligatorio, en cuanto viene garantizado por poderes externos. Pero estaban ya mucho antes contenidas implícitamente en las tradiciones, en las costumbres y en las necesidades de la colectividad, en calidad de ayuda y de principio de acción.

En efecto: toda ley corresponde a una necesidad. Mientras la necesidad, siquiera en parte, subsista, la ley será, por lo menos, respetable, aun reconocida por poco eficaz.

La crítica de la ley sólo aparece cuando la necesidad ha desaparecido, y entonces procede su abrogación, substitución, etc. Pero hay, en la naturaleza humana (por lo menos, en el estado de civilización), necesidades permanentes. A ellas corresponden leyes universales, que, como círculos concéntricos y excéntricos, abarcan todas y cada una de las necesidades de la naturaleza humana.

Kropotkin no admite más leyes que las naturales y las eternas, tal como las entienden las tribus primitivas, esto es, las poblaciones salvajes o bárbaras, y quiere desembarazar al género humano de todo el fárrago positivo que forma los códigos de las naciones civilizadas.

Prescindamos de si las supuestas leyes naturales y eternas son o no tan artificiales y tan transitorias como las leyes escritas y positivas, porque estos, como otros debates de la filosofía del derecho en sus relaciones con la historia, no conducen a ninguna conclusión práctica. Pero, aun conservando la intangibilidad de una ley natural y eterna, tal como la que Platón (34) y Aristóteles (35) llamaban (Vocablo en griego imposible para nosotros de reproducir, Chantal López y Omar Cortés), y Cicerón (36) recta ratio, naturae congruens, diffussa in omnes, sempiterna (37), queda siempre en pie otro debate: el que aparece ya en un diálogo de Alcibíades con Pericles, conservado por Jenofonte (38), y en el que se agita la cuestión de si son leyes todas las leyes, o solamente las justas, y se tiende a demostrar que no basta que una ley sea ley para que deba ser observada.

Ahora bien: el radicalismo de los anarquistas es, en este punto, tal, que no admiten ni aun distinción tan razonable, y no aprueban, ni siquiera en calidad de útiles, aquellas leyes que han hecho desaparecer otras peores.

Cuando Naquet consiguió establecer, en Francia, la ley del divorcio, que era útil, en el sentido de que abolía la ley anterior, más severa, que consagraba la indisolubilidad del matrimonio, el anarquista Reclus le reprochó el haber abusado de sus funciones de legislador para realizar una obra mala y funesta. Según Reclus, la vieja institución del matrimonio habia llegado a ser tan nociva, que se hubiera derrumbado por completo, si Naquet no la hubiera apuntalado y salvado de un naufragio absoluto, haciendo tolerable la unión conyugal por el divorcio.

¡Absurdo e inverosímil modo de filosofar, que es, sin embargo, el corriente entre los anarquistas!

Mientras en la mente del hombre permanezca el concepto de lo lícito y de lo ilícito, de lo permitido y de lo prohibido, de lo mandado y de lo superrogatorio, permanecerá también el concepto de ley.

Puede haber leyes dudosas, que no obliguen, y en tal caso están todas las que la sociedad ha ido suprimiendo, por inútiles o por perjudiciales. Pero esa misma sociedad ha sancionado siempre leyes supremas y necesarias, que deben ser rigurosamente cumplidas.

Los anarquistas, que no quieren reconocerlas, por inconsciencia, por inexperiencia, por indomitez, por insensatez o por capricho, son niños grandes, que debieran ocupar una celda en el manicomio o un banco en la escuela.

Huelga añadir que quienes rechazan la ley, mal pueden censurar la infracción de la ley establecida, cuando toma forma de revolución. La ley es lo contrario a la fuerza y a la violencia, y los anarquistas buscan la destrucción de la primera por el empleo de las últimas. La ley es la expresión de la justicia real, y no puede agradar a quienes pretenden entronizar revolucionariamente una justicia utópica.

La jacquerie a todo trance es su ideal permanente. Pero quien conozca un poco el estado actual del mundo, sabe muy bien que no es la revolución precipitada y brutal, sino la lenta y consciente evolución, lo que puede aproximarnos continuamente al advenimiento del reinado de la justicia. Mientras los materiales de la estructuración social no estén dispuestos todavía a ser reemplazados por otros, resultará baldío todo movimiento revolucionario. Y si este movimiento fuese comunista, abortará en todos los países de civilización superior a la de Rusia.

Naquet confiesa que, por serlo, fracasó el de la revolución popular de 1871, en Francia. La forma de comunismo que los anarquistas quieren imprimir al levantamiento que dan por cierto, será el medio más seguro de conducirlo a una derrota.

La anarquía suprime la autoridad bajo todas sus formas, y el reparto racionado de los productos, en la soñada sociedad, no puede ser encomendado a nadie (39).

Kropotkin dice que después de la revolución se inventariarán las riquezas sociales. Si de este inventario se desprende que tal género o tal mercancía es lo suficientemente abundante para que todos satisfagan la necesidad, se permitirá que cada uno tome de él libremente. Si tal otro género o tal otra mercancía es menos abundante, y resulta inaplicable el criterio adoptado en el caso precedente, se dividirá el número de objetos o de productos por el de ciudadanos, como se hace hoy en las plazas sitiadas y en épocas de hambre (40).

La manera sencilla que Kropotkin tiene de resolver tan difícil cuestión, pone de manifiesto hasta qué punto sus ilusiones comunistas le llevan a una incomprensión total de las realidades económicas.

Un hombre espiritual ha dicho que la profesión de fe de los anarquistas se reduce a dos artículos de una ley fantástica, conviene a saber: que no habrá nada, y que nadie estará encargado de preocuparse de que haya algo. Pero esto no es exacto, pues los anarquistas afirman que habrá de todo, y que nadie estará encargado de preocuparse de lo que haya, sea lo que fuere (41).

Por eso, Kropotkin no se equivoca al establecer que hay, en nuestras sociedades, relaciones establecidas, que es materialmente imposible modificar, si se las toca solamente en parte y es lógico, negándose a admitir la distinción formulada por los socialistas entre los instrumentos de producción y los objetos de consumo. Olvida, empero, el sentimiento extremadamente poderoso que empuja al hombre, y aun al animal, a apropiarse los objetos que le son útiles, y no ve tampoco que el consumo conservará siempre su carácter individualista, aunque los productos lleguen a ser bastante abundantes.

Ni aun entonces sería lícito a la colectividad decretar su aprovisionamiento libre, porque la más elemental regla de parsimonia y de previsión, le impediría inclinarse hacia un exceso de prodigalidad en la distribución de los productos. Necio sería, en efecto, querer atenuar el daño inmenso que a una sociedad originaría la substitución de la gerencia de los capitalistas, que trae por consecuencia la exageración de las reservas, por la gerencia de los mismos productores, que causaría un fenómeno inverso de todo punto.

Pero los anarquistas, como los colectivistas, huyen de discutir esta cuestión de las reservas, que es, sin embargo, trascendentalísima, tanto en su planteamiento como en sus resultados.

Adheridos unos y otros a las viejas teorías y a los anticuados dogmas de Marx, que llevan ya un retraso de medio siglo, son muy poco capaces de comprender y de dominar la organización industrial moderna, y se interesan mucho más por la distribución que por la producción de la riqueza, sin advertir que, en tales condiciones, la dificultad del aprovisionamiento libre es, hoy por hoy, insuperable.

No creo que la catastrófica quiebra que la economía británica acaba de sufrir, en este mismo año de 1931, hubiera ocurrido si el laborismo no hubiese tomado las riendas del Gobierno. Los laboristas tenían ia pretensión vanidosa de supeditar su política a la difusión y al aumento de los seguros sociales, incrementando la participación del obrero en los rendimientos de la producción nacional. Semejante procedimiento hizo que se resintiese dicha producción, y que decreciese paulatinamente el proceso de acumulación y de consolidación de los capitales privados, de donde la crisis financiera y la triste tragedia de la hacienda pública. Pero ¿qué podía importar tamaño trastorno a espíritus cuyo ideario práctico se reduce a vagas declamaciones sobre el acaparamiento operado por los capitalistas? De aquí dimanan todos los errores, pues los anarquistas, como los colectivistas, no señalan más que un camino, el de la expropiación, para acabar con toda propiedad. Su argumentación, sin embargo, no me parece seria.

Con sutileza discurría Hegel sobre el asunto, al sentenciar que sólo por la propiedad se hace personalmente objetiva la voluntad del hombre.

El colectivista Vandervelde no se desdeñó de llamar a la expropiación, si parcial y con distingas, un robo, y si general y de golpe, un imposible, por no ser fácil que todas las ramas de la industria lleguen al mismo tiempo a un estado que permita su socialización. Tampoco traería ventaja alguna expoliar indemnizando, ya que ello equivaldría a conservar la propiedad privada bajo una nueva forma, que seguiría vinculada en la tenencia de bienes materiales, los cuales, por lo menos, aseguran la independencia del individuo.

Unicamente la propiedad privada da a éste todo género de facilidades para extender su propia personalidad en todas direcciones, para desarrollar sin trabas todas sus aptitudes, y para satisfacer completamente todas sus necesidades.

Por confesión del anarquista Tucker, ese resultado no se consigue sino mediante la condición previa de que el individuo disponga a su albedrío de todos los medios de que disfrute en libre posesión. Y la retención de tales medios en manos de la colectividad, con el derecho a distribuir los productos, sin tomar en cuenta la variedad enorme de las diferencias individuales, serán siempre un obstáculo a la espontánea disposición de cuanto el hombre necesita para realizar su dicha personal y doméstica. Por eso, no parece, de lo expuesto y de lo razonado hasta aquí, que le puedan quedar al anarquismo secuaces y defensores, de los que hacen gala de filósofos y de amantes de la verdad.



Notas

(1) Los sistemas sociales contemporáneos, 135 (segunda edición de 1931).

(2) Der Anarchismus, conclusión.

(3) The anarquist communism, 9.

(4) Mutual aid, introducción.

(5) La morale anarchiste, 74.

(6) Paroles d'un révolté, 221.

(7) La conquete du pain, 109.

(8) La conquete du pain, 202.

(9) Revolutionary studies, 30, 35.

(10) Véase a Naquet, L'anarchie et te colectivisme, XI.

(11) Anarchismus und Sozialismus, III.

(12) También hubo algo semejante en el antiguo Egipto, donde el Estado se encargaba de constituir aprovisionamientos bajo la forma de graneros de abundancia, especie de tesoros destinados a remediar las recolecciones insuficientes, y en los cuales se encontraban asimismo recursos indispensables para la guerra y para los trabajos públicos. Resultado de tales arbitrios era la sumisión del individuo a la comunidad, la esclavitud del pueblo y un régimen jerárquico rigurosísimo.

(13) L'anarchie dans l'évolution socialiste, 31.

(14) Véase a Plekhanoff, Anarchismus und Sozialismus, III.

(15) L'anarchie et le colectivisme, V.

(16) L'anarchie et le colectivisme, II.

(17) Véase mi libro sobre Los sistemas sociales contemporáneos, 138 (segunda edición de 1931).

(18) Paroles d'un révolté, 240, 242.

(19) The anarchist communism, 34. L'anarchie dans l'évolution socialiste, 25.

(20) La conquéte du pain, 122.

(21) Progress and pOverty, I, 61, 64. Compárese con Spencer, Justice, apéndice B.

(22) L' anarchie et le colectivisme, VIII.

(23) The anarchist communism, 21. L'anarchie dans l'évolution socialiste, 29.

(24) The anarchist communism, 4, 7.

(25) L'anarchie dans l'évolution socialiste, 30.

(26) Paroles d'un révolté, 88.

(27) L' anarchie dans l' évolution socialiste, 13.

(28) Tomo esta advertencia de Plekhanoff (Anarchismus und Sozialismus, III).

(29) Naquet, L'anarchie et le colectivisme, XI.

(30) Véase a Lenz (Der Anarchismus und das Stratech, 3. 5), Garraud (L'anarchie et la répresion, 2, 6, 10, 12), Dubois (Le péril anarchiste, 213) y Proal (La criminalité politique, 50).

(31) La conquete du pain, 78.

(32) Anarchismus und Sqzialismus, III.

(33) Fields, factories and workshops, 79.

(34) Gorgias, 476, 478.

(35) Ethica ad Nicomacum, V, VII. Magna moralia, I, XXXIV.

(36) De republica, III, XXII. De legibus, II, V.

(37) Véase a Vico, De uno universo juris principio, 41, 43, 86.

(38) Memorabilia, I, II, 40.

(39) La conquete du pain, II I.

(40) La conquete du pain, 79.

(41) Plekbanoff, Anarchismus und Socialismus, III.
Indice de la edición cibernética El anarquismo expuesto por Kropotkin de Edmundo González BlancoCapítulo tercero - La personalidad de KropotkinCapítulo quinto - Ojeada retrospectivaBiblioteca Virtual Antorcha