Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El pueblo y los gobiernos

No somos de los que creen que la protección que el gobierno debe impartir al trabajador consiste en asignar subvenciones a las sociedades, a los talleres, a las fábricas, etc., ni en pensiones o cantidades de dinero para repartirlas entre los que carezcan de trabajo, sino en la sabiduría y oportunidad de las leyes, porque las asignaciones no son sino por determinado tiempo, nunca pagadas con regularidad, y suceptibles de perderse con sólo el cambio de ministro; además, tienen dos desventajas: la primera, que sólo resultan en bien de unos cuantos individuos, o cuando más de una sola clase de la sociedad; y la segunda, la intervención directa del gobierno, intervención que las más veces entorpece el desarrollo de lo que aquel subvenciona, ejerciendo una tutela, hasta cierto punto vergonzosa, porque quita la libertad de acción.

No sucede lo mismo con una ley que tienda a proteger al ciudadano, porque esa ley, siendo sabia, ejerce su benéfica influencia sobre toda la sociedad, y si adolece de algunos defectos, puede reformarse en el sentido que la experiencia lo aconseje, teniendo además la ventaja de ser permanente y de no poder destruirse por el capricho de nadie, ni por el cambio del personal del gobierno; es por esto por lo que nosotros siempre pedimos leyes sabias; y si pretendemos que esas leyes sean para el obrero, no es porque seamos exclusivistas, sino porque vemos que la clase obrera, que es la mayoria de los habitantes de nuestra República, es la que menos garantías tiene a pesar de la sabia constitución que nos rige, y es de la que menos se ocupan nuestros gobernantes.

Convenimos en que en México no hay grandes capitales con qué emprender grandes negocios, ni con qué animar la industria, la agricultura, la minería y todo aquello que forma la riqueza pública de las naciones; pero precisamente porque no hay capitales, porque falta el espíritu de empresa, porque los pocos ricos que tenemos son egoístas, y porque nuestro pueblo no está suficientemente instruido para inventar algo con qué suplir la falta de capital, es por lo que deseamos que el gobierno estudie el modo de hacer cesar el continuo malestar del trabajador, dando leyes justas y verdaderamente financieras, que produzcan buenos resultados tanto para el rico como para el pobre; leyes que de una manera indirecta vayan formando la armonía tan necesaria entre el capital y el trabajo, para que de esa manera se desarrollen los elementos de riqueza que poseemos, se vaya matando el agio que nos consume, se vaya teniendo confianza para que los capitales se movilicen, y para que los extranjeros industriosos y trabajadores vengan a establecerse entre nosotros; leyes, en fin, que nos hagan olvidar el largo período de nuestras guerras civiles, y nos hagan amar la paz, la paz que es el tesoro más valioso del que trabaja.

Se nos puede argüir que acabamos de confesar que no tenemos grandes capitales para emprender grandes negocios que den trabajo a todos los brazos ociosos; pero entonces preguntaríamos: ¿Cuál es la misión de los gobiernos? ¿Qué porque una sociedad carece de riquezas se le deja morir de hambre? ¿No se ha de estudiar el modo de arbitrar recursos para bien de esa sociedad? ¿No se ha de procurar el modo de vencer los obstáculos que se presentan?

Permanecer en la inacción cuando se necesita el movimiento, es, en nuestro concepto, obrar contra una necesidad imperiosa que debe salvar a México; entregarse a la inercia en los momentos en que necesita sacudirse la pereza y obrar llenos de fe y entusiasmo para cumplir de una manera digna la confianza que el pueblo ha depositado en los hombres que nos gobiernan, es, a no dudarlo, un crimen imperdonable que nos conduce a pasos violentos al precipicio.

Entre las muchas causas que han engendrado a nuestras continuas revoluciones, sobresale una que es de las más principales: el desprecio con que los que suben al poder ven las promesas y juramentos que hacen antes de conseguir lo que anhelan. El pueblo, siempre crédulo, acoge con entusiasmo cualquier plan que proclama algún revolucionario, y derrama su sangre con prodigalidad por hacer triunfar aquello que él cree su salvación. Y no se crea que porque tal hace es en extremo ignorante, sino porque el malestar continuo en que se halla lo obliga a seguir ciegamente al que le promete garantías y bienestar.

Pero tras de una revolución viene otra y otras más, y la situación en vez de mejorar, empeora; ¿y por qué? Ya lo dijimos, porque no hay buena fe, porque en nada aprecian los revolucionarios sus compromisos, porque sus aspiraciones son innobles, guiados por una ambición desmedida de poder y de riquezas. De esta manera se han ido encadenando los males públicos; de esta manera se ha decepcionado el pueblo, y por eso cree que todo el que llega a ocupar un puesto elevado en el gobierno es un tirano, es un ladrón, de aquí ha nacido el odio que se tienen gobernantes y gobernados.

Hubo un tiempo, cuando la guerra de Reforma, en que la revolución fue necesaria, en que no debían economizarse ni la sangre, ni los sacrificios, ni el dinero, porque esa guerra era de principios, porque luchaban la luz y las tinieblas, el cuartel y la escuela, el claustro, el fuego, las penas infamantes, el monopolio de los frutos y de la riqueza, la previa censura, el culto público, la intolerancia religiosa y todo aquello que constituía el antiguo sistema, sistema maldito que tenía avasallados al pensamiento y la conciencia; todos estos elementos retrógrados e infamantes para un pueblo, luchaban, repetimos, contra la razón y la justicia, y era necesario pelear con denuedo, con constancia hasta vencer.

Y por eso la guerra de Reforma fue necesaria, y venció, y fue santificada, y era natural que ella nos trajese todos los bienes que deseábamos.

Más no ha sido así, porque aún quedan hombres sin conciencia, que su mayor placer consiste en hacer el mal. Estos hombres son los qne alucinan al pueblo con promesas lisonjeras para arrastrarlo al combate y hacerlo tributario, más tarde, de mezquinas aspiraciones, estos hombres son los que con la careta de liberales nos quieren hacer retrogradar hasta ponernos en manos de la teocracia y del militarismo; estos hombres son los que nos van robando una a una las garantías conquistadas a fuerza de sangre y de martirios; estos hombres son, en fin, los perjuros, los apóstatas del honor, los verdugos que se nos presentan vestidos con la piel de cordero para devorarnos después con los dientes de lobo.

Es necesario decir la verdad por amarga que sea; los hijos del pueblo, los que verdaderamente aman a México, los que desean la paz y el trabajo para engrandecer a su patria se han cansado ya de las revoluciones; no quieren más guerra, les repugna el olor de la sangre, les espanta el aspecto triste de los campos talados y de los pueblos incendiados; les aflige ver llorar a las viudas y a los huérfanos; por eso reclaman sus derechos perdidos y sus libertades holladas, por medio de la prensa; pero si esto no fuese bastante, si los elementos heterogéneos que están destruyendo el edificio social no desaparecen y se forma un todo homogéneo que ponga en armonía los intereses privados con los comunes, entonces, esos mismos hijos del pueblo, esos que han sido engañados miserablemente por todos los revolucionarios de oficio, esos a quienes se tiene en menos que a los brutos, empuñarán de nuevo las armas y se lanzarán a las vías de hecho para volver a conquistar lo que les han robado.

Es necesario que llegue la época en que el hombre público deje de ser perjuro; es necesario que el legislador se convenza de que el sueldo que el pueblo le paga no es para que goce de comodidades y se convierta en un tertuliano que no piensa más que en sí, sino que al colocarlo en el distinguido lugar de representante del pueblo, debe trabajar, debe estudiar, debe inmolarse en beneficio de sus representados; es necesario que llegue la época en que el ciudadano que presida a la República deje de ser un simple mandarín, y de que deje a la vez de considerarse autorizado para hacer y deshacer a su antojo todo aquello que sólo debe hacer la ley; es necesario por último, que el pueblo se coloque en el lugar que le corresponde para que sea atendido como merece.

Leyes, leyes sabias son las que necesita México para salvarse; que cesen los revolucionarios en su empeño de hacernos felices por medio de planes como el de Tuxtepec; que se rijan por la Constitución de 57; que procuren el bien del pueblo; que eleven, que desarrollen los elementos dc nuestra riqueza, para que no halla brazos desocupados; que fomenten la instrucción pública para que la moralidad cure las llagas sociales que nos hace sufrir dolores agudísimos.

De lo contrario, así como la Revolución Francesa nació de los colegios, así la Revolución Mexicana nacerá de los talleres y las fábricas.

No queremos ya motines, porque el último nos ha traído la reglamentación del juego y la restricción del amparo, crímenes que no se pueden perdonar; queremos, si a tal grado llegamos, una verdadera revolución.

El Hijo del Trabajo. Año III. Época segunda. Núm. 95, México.

Mayo 19 de 1878, p. 1.

José María González

Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha