Presentación de Omar CortésTERCERA PARTE - EDUCACIÓN INTELECTUAL - Capítulo XVII - Internado y externadoConclusiónBiblioteca Virtual Antorcha

Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

TERCERA PARTE

EDUCACIÓN INTELECTUAL

CAPÍTULO DECIMOCTAVO

LA UNIVERSIDAD





En capítulos anteriores hemos estudiado la educación del carácter y de la inteligencia, que en un sistema social justo debieran estar al alcance de todo el mundo y ser aprovechadas por todos, excepto en casos tan especiales como en el de un genio musical. (Hubiera sido una desgracia haber obligado a Mozart a que estudiase lo que se estudia en las escuelas hasta la edad de dieciocho años.) Pero aun en una sociedad ideal, yo creo que habría muchos que no pasarían por la Universidad. Estoy convencido de que actualmente tan sólo una minoría de la población puede beneficiarse con una educación escolástica prolongada hasta los veintiuno o veintidós años. No cabe duda de que los ricos ociosos que infestan hoy nuestras antiguas Universidades no obtienen de ellas otro beneficio que la adquisición de hábitos de disipación. Tenemos, pues, que preguntarnos cuáles son las normas de selección para los que debieran ir a las Universidades. En la actualidad el principal principio de selección es el económico, aun cuando se está modificando notablemente por el sistema de becas. Es indudable que el principio de selección debiera ser educativo y no económico. Un muchacho o muchacha de dieciocho años que ha recibido una buena educación escolar, es capaz de realizar un trabajo útil. Si se le exime de él durante un período de tres o cuatro años, la sociedad tiene el derecho de esperar que su tiempo estará empleado provechosamente. Pero antes de decidir quién debe ir a la Universidad, debemos tener alguna idea acerca de la función de la Universidad en la vida social.

Las Universidades inglesas han pasado por tres fases, de las cuales, no obstante, la segunda no ha sido desplazada todavía completamente por la tercera. En la primera fase había colegios de educación para los clérigos en los cuales se había refugiado casi por completo el saber de la Edad Media. Luego, en el Renacimiento, ganó terreno la idea de que toda persona distinguida debía educarse, aunque se suponía que las mujeres no necesitaban ser tan instruidas como los hombres. La educación del caballero durante los siglos XVII, XVIII y XIX se daba en las Universidades, y todavía sigue dándose en Oxford. Por las razones que dimos en el capítulo primero, este ideal, que fue al principio muy útil, está ahora pasado de moda; se apoyaba en la aristocracia, y no puede florecer en una democracia ni en una plutocracia industrial. Si ha de haber una aristocracia, ha de estar compuesta de caballeros educados, pero es mejor todavía que no exista la aristocracia. No necesito razonar lo que ya fue decidido en Inglaterra por la ley de Reforma y por la derogación de las leyes de Cereales, y en América por la guerra de la Independencia. Es cierto que tenemos todavía en nuestro país formas de aristocracia, pero su espíritu es plutocrático, lo cual es muy distinto. El esnobismo mueve a los hombres de negocios prósperos a enviar sus hijos a Oxford para convertirlos en gentleman, con el resultado de que los negocios les disgusten, lo cual les acarrea una pobreza relativa y la necesidad de ganar su vida. La educación de un gentleman ha dejado, pues, de constituir una parte importante de la vida nacional, y puede ser que desaparezca en absoluto en el futuro.

Las Universidades vuelven así a una posición más análoga a la que ocupaban en la Edad Media; se están convirtiendo en escuelas profesionales. Los abogados, los clérigos y los médicos han recibido usualmente educación universitaria, como la primera división del servicio civil. Un número creciente de ingenieros y de trabajadores técnicos en diversos negocios son universitarios. A medida que el mundo se complica y la industria se hace más científica, se necesita un número creciente de expertos, que en su mayor parte le proporcionan las Universidades. La gente chapada a la antigua lamenta la intrusión de las escuelas técnicas en la zona del saber puro, pero no por ello deja de seguir su curso, porque la exigen plutócratas a quienes les tiene sin cuidado la cultura. Son ellos, mucho más que la democracia rebelde, los enemigos de la pura cultura. La cultura inútil, como el arte por el arte, es un ideal aristocrático, no plutocrático; donde todavía existe es porque la tradición renacentista no ha muerto aún. Yo deploro profundamente la decadencia de este ideal; la cultura pura era una de las mejores cosas asociadas con la aristocracia. Pero los daños de la aristocracia eran muy superiores a esta virtud. Y en todo caso, querámoslo o no, el industrialismo tiene que matar a la aristocracia. Podemos, pues, prepararnos a salvar lo que podamos, acoplándolo a concepciones más nuevas y potentes; mientras nos apoyemos solamente en la tradición, lucharemos en una batalla que está perdida.

Si la ciencia pura ha de sobrevivir como una de las finalidades universitarias, habrá que relacionarla con la vida de la comunidad como un todo, y no sólo con los placeres refinados de unos cuantos caballeros ociosos. Para mí la cultura desinteresada tiene una gran importancia, y quisiera que en vez de disminuir aumentase su puesto en la vida académica. Tanto en Inglaterra como en América, lo que más ha contribuido a su disminución ha sido el deseo de obtener dotaciones de millonarios ignorantes. El remedio consiste en la creación de una democracia educada, deseosa de gastar el dinero público en cosas que nuestros capitanes de industria son incapaces de apreciar. Esto no es imposible en modo alguno, pero exige una elevación general del nivel intelectual. Esto sería mucho más fácil si nuestros hombres cultos se emancipasen más frecuentemente de su actitud de dependencia de los ricos, actitud que han heredado de una época en que los señores eran su fuente natural de subsistencia. Es posible, desde luego, confundir la cultura con los hombres cultos. Para poner un ejemplo imaginario, un hombre culto puede mejorar su posición económica enseñando a fabricar cerveza, en vez de química orgánica; con ello sale ganando el, pero la cultura pierde. Si los hombres cultos tuvieran un amor más genuino a la cultura, no estaría políticamente a merced de un cervecero que crea una cátedra de fabricación de cerveza. Y si estuviera al servicio de la democracia, la democracia estaría más dispuesta a comprender el valor de su cultura. Por todas estas razones, yo desearía que los organismos de cultura dependiesen del Erario público más bien que de las fundaciones de los ricos. Este daño es mayor en América que en Inglaterra, pero existe en Inglaterra y puede aumentar.

Dejando aparte estas consideraciones políticas, yo quiero dar por supuesto que las Universidades existen con dos finalidades: primera, para educar hombres y mujeres para determinadas profesiones, y segunda, para fomentar la cultura y la investigación sin tener en cuenta la utilidad inmediata. Quisiéramos, pues, ver en las Universidades a los que han de practicar esas profesiones y a los que poseen las aptitudes especiales que les han de capacitar para ser útiles en la investigación y en la cultura. Pero esto no decide por sí mismo cómo ha de hacerse la selección de hombres y mujeres para las distintas profesiones.

En la actualidad es muy difícil hacerse médico o abogado, a menos que los padres tengan una cierta cantidad de dinero, porque la educación es costosa y los ingresos no aparecen inmediatamente. Como consecuencia, el principio de selección es social y hereditario, no la aptitud para el trabajo. Tomemos como ejemplo la medicina. Una sociedad que quisiera tener médicos eficientes seleccionaría para el estudio de la medicina a los jóvenes que demostrasen más inteligencia y aptitud. En la actualidad este principio se aplica parcialmente, seleccionando entre los que pueden pagar sus estudios, pero es muy probable que muchos de los que podrían ser los médicos mejores sean demasiado pobres para ir a la Universidad. Esto implica una deplorable pérdida de talento. Pongamos otro ejemplo diferente. Inglaterra es un país muy poblado que importa la mayor parte de los alimentos que consume. Por muchas razones, pero especialmente desde el punto de vista de su seguridad en una guerra, sería una bendición el que la mayor parte de los alimentos se produjeran en nuestro país. Sin embargo, no se toman medidas para ver si nuestra área limitada está eficientemente cultivada. Los agricultores se seleccionan principalmente por herencia; de una manera general, son los hijos de los agricultores, lo cual supone algún capital, pero no precisamente conocimientos agrícolas. Es sabido que los métodos agrícolas daneses son más productivos que los nuestros, pero no se toma ninguna medida para que nuestros agricultores los conozcan. Debiéramos obligar a toda persona que cultivase una cierta extensión de tierra a que tuviese un diploma de agricultura científica, del mismo modo que obligamos a tener licencia a un motorista. El principio hereditario ya no existe para el Gobierno, pero perdura en muchos otros aspectos de la vida. Dondequiera que existe, es tan ineficaz como lo era en los asuntos públicos. Debemos reemplazarlo por dos normas correlativas: primera, que no se debe permitir a nadie emprender un trabajo de importancia sin la aptitud necesaria; segunda, que esta aptitud debiera proporcionarse a los más capacitados que lo desearan, con absoluta independencia de los medios de fortuna de sus padres. Es evidente que estas dos normas aumentarían enormemente la eficiencia.

La educación universitaria debiera, pues, considerarse como un privilegio para aptitudes especiales, y los que las poseyeran debieran ser sostenidos durante sus estudios a expensas públicas. Ninguno debiera ser admitido sin pruebas previas de aptitud, y a nadie se le debiera permitir que continuase sus estudios sin demostrar ante las autoridades competentes que estaba haciendo buen empleo de su tiempo. La idea de la Universidad como un lugar de lujo donde los jóvenes ricos holgazanean durante tres o cuatro años, está muriendo, pero como Carlos II, tarda demasiado tiempo en hacerlo.

Al decir que no se debiera permitir a un joven o a una joven la ociosidad universitaria, me he de apresurar a añadir que las demostraciones de trabajo no deben consistir en la conformidad mecánica a un sistema. En las nuevas Universidades de este país hay una tendencia lamentable a acudir a gran número de conferencias. Los argumentos en favor del trabajo individual, que eran de importancia tratándos e de los niños de las escuelas Montessori, son mucho más importantes en el caso de jóvenes de veinte, especialmente cuando, como estamos suponiendo, son inteligentes y excepcionalmente aptos. Cuando yo estudiaba, mi impresión, como la de la mayor parte de mis amigos, era que las conferencias resultaban una pura pérdida de tiempo. Indudablemente exagerábamos, pero no mucho. La razón de que se den conferencias es que son un trabajo evidente y los hombres de negocios las pagan con gusto. Si los profesores universitarios adoptasen los mejores métodos, los hombres de negocios los creerían idiotas y suprimirían las subvenciones. Oxford y Cambridge, a causa de su prestigio, están en cierto modo capacitados para emplear buenos métodos, pero las Universidades nuevas no pueden ponerse enfrente de los hombres de negocios, y en el mismo caso están la mayor parte de las Universidades americanas. El profesor, al comienzo del curso, debiera dar una lista de los libros que hubieran de leerse cuidadosamente y una ligera noticia de otros libros que pueden gustar a unos y a otros no. Debiera obligarles a redactar ensayos que sólo podrían desarrollar después de haber anotado en los libros pasajes importantes. Debiera examinar individualmente los ejercicios de sus alumnos. Una vez a la semana, o cada quince días, debiera reunirse con sus alumnos por las tardes y tener conversaciones acerca de problemas más o menos relacionados con su trabajo. Todo esto no es muy distinto de lo que se practica en las Universidades antiguas. Si un alumno elige por sí mismo un ensayo distinto del señalado por el profesor, debe dejársele en libertad para hacerlo. La aptitud de los alumnos debe juzgarse por sus ejercicios.

Hay que tener en cuenta un aspecto de mucha importancia. Todo profesor de Universidad debiera ser investigador y disponer de energía y tiempo suficientes para saber lo que se ha hecho acerca de su especialidad en todos los países. En la enseñanza universitaria ya no es importante la aptitud pedagógica; lo importante es el dominio de una especialidad y el conocimiento de lo que se ha hecho acerca de ella. Esto es imposible para quien está abrumado de trabajo y con los nervios deshechos por la enseñanza. Su especialidad puede llegar a hacérsela odiosa y sus conocimientos es casi seguro que queden reducidos a lo que aprendió en su juventud. Todo profesor de Universidad debiera tener un año sabático (uno por cada siete) para pasarlos en Universidades y centros extranjeros enterándose de lo que se ha hecho fuera de su país. Esto es corriente en América, pero los países europeos tienen mucho orgullo intelectual para admitir que sea necesario. Están equivocados. Los que me enseñaron matemáticas en Cambridge apenas tenían noticia de las matemáticas continentales en los últimos veinte o treinta años, y durante mis estudios universitarios nunca llegó a mis oídos el nombre de Weierstrass. Cuando, más tarde, viajé, entré en contacto con las matemáticas modernas. Lo que a mí me ocurrió no era raro ni excepcional. De muchas Universidades podrían decirse cosas parecidas.

Hay en las Universidades una cierta oposición entre quienes conceden importancia primordial a la enseñanza o a la investigación. Ello es debido, casi exclusivamente, a una equivocada concepción de la enseñanza y a la existencia de muchos estudiantes cuya aptitud y cuya capacidad están por debajo del nivel que debiera exigirse a un universitario. La idea del antiguo profesor persiste todavía en cierto modo en las Universidades. Existe el deseo de producir un buen efecto moral sobre los estudiantes y el empeño de abrumarles con una información inútil y pasada de moda, a sabiendas de que es en gran parte falsa, pero suponiendo que es de gran elevación moral. No se debiera exhortar a los estudiantes a que trabajaran, pero tampoco debiera permitírseles seguir en la Universidad cuando se demostrara que estaban perdiendo su tiempo por pereza o por falta de condiciones intelectuales. La única moralidad que puede exigirse con provecho es la del trabajo; lo demás es obra de los primeros años. Y la moralidad del trabajo podía imponerse expulsando a quienes no la poseyeran, puesto que, evidentemente, emplearían mejor su tiempo en otra parte. A un profesor no debiera exigírsele muchas horas de enseñanza; debiera disponer de mucho tiempo para la investigación, siempre que lo empleara sabiamente.

La investigación es tan importante como la educación, si consideramos las funciones de las Universidades en la vida de la humanidad. La causa principal del progreso reside en los conocimientos nuevos, y sin ellos, el mundo se quedaría pronto estacionado. Podía continuar mejorando durante algún tiempo gracias a la difusión y al uso más amplio de los actuales conocimientos, pero este proceso no podía durar mucho por sí mismo. El mismo afán de conocimiento, si fuera utilitario, no podría sobrevivir. El conocimiento utilitario necesita fructificar gracias a la investigación desinteresada, que no tiene motivos ulteriores al deseo de comprender mejor el mundo. Todos los grandes progresos son, en su origen, puramente teóricos, hasta que más adelante se les encuentra una aplicación práctica. Y aun cuando haya teorías espléndidas sin aplicación ninguna práctica, conservan su valor en sí mismas, porque la comprensión del mundo es una de las dichas fundamentales. Si la ciencia y la organización consiguieran satisfacer las necesidades fisiológicas y abolieran la crueldad y la guerra, el ansia de conocimiento y de belleza persistirían para lograr nuestro afán de una creación enérgica. Yo no quisiera que el poeta, el pintor, el compositor o el matemático tuvieran que preocuparse del más remoto efecto de sus actividades en el mundo de la práctica. Debieran preocuparse más bien de sus visiones, de capturar y dar permanencia a lo que adivinaron confusamente alguna vez, a lo que amaron más que todos los goces de este mundo. Todo gran arte, toda gran ciencia, surgen del deseo apasionado de dar cuerpo a lo que fue un fantasma informe, una belleza seductora que saca a los hombres de su paz y de su tranquilidad y los arrastra hacia un tormento glorioso. Los hombres a quienes atormenta esta pasión no deben ser aprisionados en las cadenas de una filosofía utilitaria, porque a su ardor debemos todo lo que engrandece al hombre.
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