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Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO DUODÉCIMO

EDUCACIÓN SEXUAL





La cuestión del sexo se halla tan rodeada de supersticiones y tabús, que me acerco a ella con pánico. Temo que los lectores que hasta ahora han aceptado mis principios duden de ellos en su aplicación a esta esfera. Pueden admitir de buen grado que la valentía y la libertad son excelentes para un niño y desear, en cambio, la esclavitud y el terror para todo cuanto se relacione con el sexo. No puedo, pues, limitar principios que me parecen sólidos y consideraré al sexo exactamente igual que a los demás impulsos que forman el carácter humano.

Hay un aspecto característico del sexo completamente independiente de todos los tabús, y es la madurez tardía del instinto. Es cierto lo que han indicado los psicoanalistas (aunque con mucha exageración), que este instinto no está ausente en la niñez. Pero sus manifestaciones infantiles son distintas de las de la vida adulta, su intensidad es mucho menor y es físicamente imposible para un niño satisfacerlas a la manera del adulto. La pubertad sigue siendo una importante crisis emotiva que surge en plena educación intelectual y produce disturbios que crean problemas difíciles para un educador. No intentaré analizar la mayor parte de estos problemas; me propongo decir lo que debe hacerse antes de la pubertad. Donde más necesaria es la reforma educativa es en la primera infancia. Aunque no estoy de acuerdo con los freudianos en muchos detalles, creo que han hecho un servicio muy valioso al señalar los desórdenes nerviosos producidos en la vida posterior por educar equivocadamente a los niños en asuntos relacionados con el sexo. Su obra ha producido grandes beneficios prácticos en este aspecto, pero hay que vencer todavía una cantidad enorme de prejuicios. Las dificultades aumentan por la práctica de dejar durante sus primeros años a los niños entregados en manos de mujeres totalmente ignorantes, que no es de esperar tengan noticia y menos aún que estén de acuerdo con lo que hombres cultos han escrito con la precaución necesaria para escapar a un proceso de inmoralidad.

Dando a nuestros problemas un orden cronológico, el primero que tienen que afrontar madres y nodrizas es el de la masturbación. Autoridades competentes aseguran que su práctica es casi universal entre niños y niñas de dos y tres años, y que cesa habitualmente un poco más adelante. A veces se agudiza por alguna irritación fisiológica que puede hacerse desaparecer. (No es de mi incumbencia entrar en detalles médicos.) Pero existe habitualmente, aunque no se den razones especiales. Ha sido lo corriente afrontar este problema con horror y emplear terribles amenazas para resolverlo. Las amenazas, aunque se crea en ellas, no tienen éxito casi nunca, y el resultado es que el niño vive en una agonía de aprensión que se disocia de su causa original y se refugia en lo inconsciente, pero que produce alucinaciones, nervosismo, desilusiones y terrores insensatos. En sí misma, la masturbación infantil no produce aparentemente efectos apreciables en la salud (En algunas pocas ocasiones produce algún daño, que es fácilmente curable, y no tiene más importancia que la consecuencia de chuparse el dedo) ni en el carácter; los efectos perjudiciales que en ambos respectos se han observado parecen imputables por completo a los intentos para evitarla. Aunque fuera perjudicial, no sería prudente una prohibición que no ha de cumplirse, y por la naturaleza del caso, es imposible averiguar si el niño continúa en su práctica después de la prohibición. Si nada se hace por impedirla, es probable que el niño cese de continuarla. Pero si se hace algo, es mucho más probable que nada se consiga y se afirme la base de terribles desórdenes nerviosos. Así, pues, conviene que al niño se le deje en este aspecto. Pero aparte de la prohibición, no quiero decir que no haya procedimientos perfectamente utilizables. Debe procurarse que el niño tenga mucho sueño al ir a acostarse para que esté despierto el menor tiempo posible. Puede dejársele en la cama alguno de sus juguetes favoritos que distraiga su atención. Estos procedimientos son indiscutibles, pero si no produjeran resultado, no hay que recurrir a prohibírselo, ni siquiera a llamarle la atención sobre el hecho al que se entrega en la práctica. Así es posible que pierda la costumbre.

La curiosidad sexual comienza normalmente en el tercer año, bajo la forma de interés por las diferencias físicas entre hombres y mujeres y entre niños y adultos. Esta curiosidad no es de calidad especial en esta edad, sino simplemente una variante de la curiosidad general. La curiosidad especial que aparece en algunos niños educados convencionalmente, se debe al misterio con que presentan esta cuestión las personas mayores.

Cuando no hay misterio, la curiosidad muere tan pronto como queda satisfecha. A un niño se le debiera permitir desde el principio ver sin ropas a sus padres, hermanos y hermanas siempre que la ocasión se presentara de un modo natural. No hay que escandalizarse de ello; sencillamente, no debiera saber que la gente tiene ideas especiales acerca de la desnudez. (Desde luego que ya lo sabrá más adelante.) Debiera hacerse que el niño conociera las diferencias entre su padre y su madre y las relacionara con las diferencias entre hermanos y hermanas. Cuando el velo se descorre, pierde su interés como un armario que no se cierra nunca. No hay que decir que las preguntas del niño durante este período deben contestarse con toda naturalidad, sin concederles más importancia que a otro tópico cualquiera.

La contestación a las preguntas constituye casi toda la educación sexual. Hay que tener en cuenta dos normas fundamentales: primera, que la contestación a la pregunta sea siempre verdadera; segunda, dar a la cuestión sexual la misma importancia que a cualquier otro conocimiento. Si el niño nos hace una pregunta inteligente acerca del Sol, de la Luna o de las nubes, sobre automóviles o máquinas de vapor, nos agrada y le contestamos todo lo que él puede comprender. Esta contestación a preguntas es una parte importantísima de la primera educación. Pero si nos pregunta algo que se relacione con el sexo, nuestro primer impulso es el decir: ¡Chist! Si no estamos acostumbrados, contestaremos breve y secamente, tal vez con un poco de aturdimiento. El niño se da cuenta inmediatamente del matiz, y con ello damos incentivo a su curiosidad. Debemos contestar con el mismo aplomo y la misma naturalidad con que contestaríamos a cualquier otra pregunta. Ni siquiera inconscientemente, debemos permitirnos creer que hay algo feo y sucio en el sexo. Si lo hacemos, nuestra impresión se transmitirá al niño. Pensará necesariamente que hay algo desagradable entre las relaciones de sus padres y acabará por convencerse de que no les parece bien el procedimiento que emplearon para traerlo al mundo. Esto hace casi imposible que las emociones infantiles y adultas sean agradables. Si ocurre un nuevo nacimiento cuando el niño tiene más de tres años, hay que decirle que su nuevo hermanito se desarrolló en el cuerpo de su madre y que a él mismo le ocurrió lo propio. Y esto, como lo relacionado con el sexo, hay que decirlo sin solemnidad, con un sentido estrictamente científico. Al niño no debe hablársele de las misteriosas y sagradas funciones de la maternidad; debe hablársele como de un hecho absolutamente normal.

Si no aumenta la familia cuando el niño tiene edad suficiente para hacer preguntas de esta índole, la cuestión puede plantearse cuando con un motivo cualquiera le digamos: Eso ocurrió antes de que tú nacieras. A mi hijo le cuesta trabajo comprender que hubo un tiempo en que él no vivía; si le hablo de la construcción de las pirámides o de otro tópico cualquiera, quiere saber siempre qué es lo que él hacía entonces, y se queda muy asombrado cuando le contesto que él entonces no vivía. Más tarde o más temprano, querrá saber qué es el nacer, y entonces se lo diremos.

Es menos probable que surja, naturalmente, la pregunta acerca de la función del padre en la generación, a menos que el niño viva en una granja. Pero es muy importante que el niño lo sepa por sus padres o por sus maestros antes de que se lo cuenten niños de mala educación. Me acuerdo vivamente de cuando, a los doce años, supe por un niño todo esto, dicho con intención lasciva y entre chistes groseros. Tal era la experiencia normal entre los niños de mi generación. Como consecuencia, a la inmensa mayoría se les representaba el sexo como algo cómico y desagradable, con el resultado de que luego no respetaban a la mujer con quien tenían relación, aun cuando fuera la madre de sus propios hijos. Los padres seguían el cobarde sistema de que lo resolviera el azar, aunque algunos deben recordar cómo llegaron a saberlo. No puedo imaginar cómo se ha creído que este sistema podía ser moral ni saludable. El sexo debe considerarse desde un principio como algo natural, delicioso y decente. Lo contrario es envenenar las relaciones de hombres y mujeres, padres e hijos. El sexo es algo óptimo entre un padre y una madre que se quieren y quieren a sus hijos. Es muy preferible que los niños oigan hablar del sexo a sus propios padres en vez de que algún cínico se lo cuente. Y es indiscutiblemente malo que descubran las relaciones sexuales de sus padres como una culpa secreta que habían querido ocultarles.

Si no existiera la probabilidad de que otros niños les hablasen de cualquier modo de cuestiones sexuales, podía dejarse su conocimiento a la natural curiosidad del niño, limitándose los padres a contestar a sus preguntas, siempre antes de la pubertad. Esto, desde luego, es absolutamente esencial. Es cruel que en esa época de la vida, sin preparación alguna, se deje a un niño o a una niña abrumados por cambios físicos y emocionales, con la creencia en ocasiones de que están atacados por alguna terrible enfermedad. Además, todo lo referente al sexo después de la pubertad es tan excitante, que ningún muchacho ni muchacha pueden escuchar con intención científica lo que escucharían más tranquilamente en edad más temprana. Por lo tanto, aparte de la posibilidad de una conversación equívoca, el niño o la niña deben conocer la naturaleza del acto sexual antes de llegar a la pubertad.

Depende de las circunstancias la edad precisa en que debe hacerse esta información. A un niño curioso e intelectualmente activo se le debe hablar antes que a otro tardo y holgazán. Pero nunca se debe dejar la curiosidad insatisfecha. Por muy joven que sea el niño debe contestársele siempre que pregunte. Y la actitud de sus padres debe ser tal, que no sienta el niño la menor vacilación en sus preguntas. Pero en todo caso, si no pregunta espontáneamente, debe hablársele antes de los diez años para impedir que otro se anticipe de peor manera. Puede intentarse estimular su curiosidad instruyéndole acerca de la generación entre los animales y las plantas. De ningún modo debe elegirse una ocasión solemne, y después de aclarar la voz comenzar con este exordio: Ahora, hijo mío, ha llegado la hora de decir algo que conviene que tú sepas. La información debe hacerse lisa y llanamente y, a ser posible, como contestación a una pregunta.

Supongo que no hará falta convencer hoy a nadie de que hay que seguir igual procedimiento para las niñas que para los niños. Cuando yo era niño, era corriente entre las muchachas bien educadas casarse sin saber nada acerca de la naturaleza del matrimonio y aguardar a que las instruyera su marido, pero en los últimos años esto no ocurre con frecuencia. Creo que la mayoría opina hoy que la virtud fundada en la ignorancia no tiene valor y que las mujeres tienen el mismo derecho al conocimiento que los hombres. Si alguien no piensa así, no leerá probablemente este libro y será inútil tratar de convencerle.

No propongo que se discuta la enseñanza de la moralidad sexual en un sentido estrecho. Hay gran variedad de opiniones acerca de ello. Los cristianos difieren de los mahometanos, los católicos de los protestantes, que toleran el divorcio, y los librepensadores de los de mentalidad medieval. Todos los padres quieren que a sus hijos se les enseñe el tipo de moralidad sexual en que ellos creen, y yo no quisiera que el Estado se mezclara en la disputa. Pero, sin tratar de cuestiones enojosas, hay intereses comunes.

En primer lugar, la higiene. Los jóvenes debieran tener conocimiento de las enfermedades venéreas antes de exponerse a sus peligros. Se les debiera hablar de ello honradamente, sin las exageraciones de algunos que hablan en nombre de la moral. Debieran saber cómo evitarlas y cómo curarlas. Es un error dar la instrucción que necesitan los perfectos y virtuosos, y considerar las desgracias que ocurren a los otros como justo castigo del pecado. Con igual razonamiento podíamos negar ayuda a quien ha sufrido un accidente de automóvil dando por supuesto que un descuido al conducir es un pecado. Además, tanto en uno como en otro caso, puede caer el castigo sobre el inocente; si admitimos que son malvados los niños que nacen con sífilis, tendremos que admitir también que es malvado un hombre a quien le atrepella un motorista descuidado.

Los jóvenes debieran comprender que el tener un niño es una empresa seria y que no debiera intentarse mientras el niño no tenga razonables probabilidades de salud y felicidad. El punto de vista tradicional era que, dentro del matrimonio, es siempre justificable el tener hijos, aunque vinieran tan de prisa que quebrantaran la salud de la madre, aunque los niños fueran enfermos o locos, aunque no tuvieran probabilidades de conocer lo necesario. Este punto de vista sólo lo sostienen hoy dogmáticos sin entrañas que creen que todo lo que sea una desdicha para la humanidad redunda en la mayor gloria de Dios. Quienes se preocupan de los niños y no gozan haciendo daño al desvalido, se rebelan ante estos dogmas crueles que justifican tal crueldad. La preocupación por los derechos y la importancia de los niños con todo lo que ello implica debiera ser una parte esencial de la educación moral.

Se debiera recordar a las muchachas que, como es probable que algún día sean madres, debieran adquirir algunos conocimientos que les capaciten para tal función. Y tanto muchachos como muchachas, debieran aprender algo de fisiología y de higiene. Debiera ponerse en claro que nadie puede ser buen padre sin cariño paterno, pero que no basta este cariño si no le acompaña una buena dosis de conocimientos. El instinto sin conocimiento ni el conocimiento sin instinto bastan para educar al niño. Cuanto mejor se comprende la necesidad del conocimiento, más inclinadas a la maternidad se sentirán las mujeres inteligentes. En la actualidad, muchas mujeres muy cultivadas la desdeñan porque creen que no se compagina con el ejercicio de sus facultades intelectuales, y ello es lamentable, porque serían muy buenas madres si se orientasen en este sentido.

Hay otra cosa importante en la enseñanza del amor sexual. Los celos no debieran considerarse como una porfía basada en un derecho, sino como una desgracia para quien los padece y como una equivocación en cuanto a su finalidad. Cuando la idea de posesión interviene en el amor, éste pierde su capacidad vivificante y devora la personalidad; cuando tal idea no existe, la personalidad se agranda y aumenta la intensidad vital. En épocas pasadas los padres malograban las relaciones con sus hijos hablándoles del amor como un deber. Maridos y mujeres malogran también sus relaciones con frecuencia por la misma equivocación. El amor no puede ser un deber porque no está sometido a la voluntad. Es un don divino, el mejor que los dioses nos pueden conceder. Quienes lo encierran en una jaula, destruyen la belleza y la alegría que sólo puede tener en libertad. Una vez más, el miedo es el enemigo. Quien teme perder lo que constituye la felicidad de su vida, ya lo ha perdido. En esto, como en otras cosas, el valor es la esencia de la sabiduría.
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