Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta SéptimaCarta NovenaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA OCTAVA

15 de noviembre de 1818.

Mi querido Greaves:

Yo convocaría a las madres para dar gracias a Dios de que haya facilitado tanto la tarea implantando en el corazón del niño aquellos gérmenes que bajo su guía y con su bendición constituirá su deber desenvolver, proteger y fortalecer hasta que puedan madurar en frutos reales de fe y de amor.

Porque constituirá su tarea en un mundo de corrupción guardar su inocencia y hacerla madurar en su principio. En un mundo de corrupción, de inconsistencia o de descreimiento, le incumbirá prestar gran asiduidad para que la serena y amable seguridad de aquella inocencia que ahora reposa en sus brazos, pueda algún día desenvolverse en una confianza inquebrantable en todo lo que es bueno aquí abajo y en todo lo que es sagrado allá arriba. Y en un mundo de egoísmo, ella tendrá cuidado de dirigir y extender la adhesión instintiva de su hijo en la corriente de la benevolencia activa, la cual, en una buena causa se entregará a la abnegación y no creerá demasiado grande ningún sacrificio.

¿Cómo pudiera ella lograr esto que es el gran fin de la educación, si el Creador no ha instituido en el niño aquellas facultades que admitirán una juiciosa dirección y desenvolvimiento? El requisito necesario para la educación no consiste solamente en la cualificación de aquellos que emprenden la tarea; consiste también en la cualificación del niño en cuya naturaleza debe encontrarse lo que proclama más alto que nada el gran fin de la Sabiduría Infinita; en la creación del hombre. Primeramente y sobre todo, dejemos a la madre regocijarse con que por débil que pueda ser la naturaleza humana y por grandes que puedan ser las tentaciones, hay algo en su hijo cuyo origen, como un don de Dios, data de fecha anterior a toda tentación o corrupción. Dejémosla regocijarse con que en su hijo hay, lo que

ni las joyas, ni el oro
ni los honores, ni la cultura pueden prestar:
sino ¡Dios solamente! cuando primeramente
Su mano activa
imprime la inclinación secreta del alma.

Pero, esta doctrina, ¿será aceptable para todos igualmente que lo es para mí mismo y confío lo sea para vosotros?

He oído decir, querido amigo mío, que hay muchos de mi propio país y del vuestro, que la rechazarán conjuntamente porque afirman que no es ortodoxa.

Ahora bien, me pregunto: ¿qué hombres son los que pueden pensar que sólo sus puntos de vista son ortodoxos?, ¿que solamente su doctrina, con exclusión de toda otra, es la recta? Desearía que avanzasen y nos mostrasen sus credenciales; credenciales no firmadas, en verdad, por manos de hombre, por sabio que el hombre sea, porque los más sabios están sujetos a error; ni por el más poderoso, porque el más poderoso puede ser tentado por el orgullo; sino testimonios que garanticen plenamente su presunto carácter de exclusivos poseedores, de únicos intérpretes de Su verdad, la de Aquél que desea que todos Sus hijos tomen el agua de la vida libremente y no alumbren cisternas que no tienen agua, ni sean traídos a retortero por cualquier viento de doctrina. Si tienen tales credenciales, es preciso que las conozcamos y nos inclinemos ante su autoridad. Si no, es preciso, al menos, que no pretendan lo que no les corresponde, como tampoco nos corresponde a nosotros la autoridad exclusiva, y que ellos deben, a su vez, concedernos lo que nadie pensará que nos nieguen ni negarles a ellos: el derecho de la libertad de conciencia y del juicio privado.

Abrigo la esperanza de que llegará un tiempo en que no se preguntará ya si una teoría conviene o no con el interés de una clase de hombres o con las opiniones preconcebidas de otros, sino si se apoya sobre la observación o la experiencia, o sobre un uso recto de la razón y una desembarazada interpretación de la revelación; desdeñando el comentario de los hombres y reconociendo como su sola base la palabra de Dios.

Así respondería yo a una clase de objeciones. Pero anticipo otra clase de dudas, de una naturaleza muy diferente, que no surge de una disposición en aquellos que la abrigan, a sobrestimar su propio juicio y, consiguientemente, a menospreciar el de los demás, sino, más bien, de la consideración de la debilidad de todo humano razonamiento y de una resistencia a abandonar los puntos de vista adoptados en la primera juventud y concienzudamente conservados como un sacratísimo legado de aquellos que ya no existen; puntos de vista que se han desenvuelto bajo su estimación y que están ahora conexionadas con los más caros intereses de su corazón, porque han visto a los que los sostienen elevarse como un ejemplo que nunca se borrará de su memoria y que ninguna dificultad les impedirá imitar.

Puede fácilmente imaginarse que sobre tales fundamentos una madre puede inclinarse no sólo a no discutir la corrección de la teoría, sino más bien el derecho a ofrecerle una posición contraria a lo que ha tenido el hábito de reverenciar como verdad incontrovertida. ¿Abandonará principios mantenidos por aquellos que vigilaron con ansiedad los primeros pasos de su propio espíritu y que fueron incansables en sus esfuerzos para formarlo y para dirigirlo hacia la verdad? ¿Entregará ella su espíritu al examen de las teorías y quizá de las teorías de un extraño, mejor que seguir las inspiraciones de sus amigos? ¿Será necesario inquirir sobre la existencia de los hechos, en vez de ser guiados por la práctica de aquellos que la experiencia le ha enseñado a respetar y que su corazón está dispuesto a amar? ¿No sería difícil conseguirlo? ¿No podría el amor maternal suplir una deficiencia de conocimiento? Y si es así, ¿Dios prohibe que los principios de educación puedan ser de algún modo conexionados con puntos de vista que la madre está acostumbrada a considerar como erróneos y quizá como peligrosos y opuestos al mismo tiempo a la verdad divina?

Ante tales dudas y de ese modo alegadas, debo contestar: ¡Madre! Yo me congratulo de tus dudas aunque tiendan a alejarte de los puntos de vista que yo sostengo y que muchos han sostenido antes que yo. Pero, vuestras dudas muestran aquel sentimiento que sobre cualquier otro, deseo ver vivo en el corazón de una madre. No te desvíes, pues, en tus arduos pasos de la mano que te ofrece aquel que, aunque no participe de tu razonamiento, honra, sin embargo, tus sentimientos, y te conduciría hasta donde está, en sus tendencias. Es probable que nunca te conozca. Mis días pueden estar contados, mi vidrio puede ser roto mucho antes de que puedas tener ocasión de oír que en una tierra distante, en un valle de sus Alpes nativos, vivió y vivió hasta la vejez, un hombre que no conoció una causa de más interés o de mayor importancia que aquélla a la que está consagrado; cuya vida ha sido empleada en esfuerzos quizá débiles, pero en los cuales ha concentrado todas sus fuerzas para ayudar en su tarea a las madres y a aquellos que puedan actuar en su lugar y a aquellos que puedan desenvolver el deber de guiar el espíritu en un período más avanzado de la juventud; un hombre que desea que los demás puedan desenvolver lo que ha comenzado y consigan aquello en que él ha fracasado; que procura que hablen sus amigos allí donde su voz no haya podido lograr un oyente y actúe donde sus propios esfuerzos pudieran haber pasado inadvertidos; un hombre que cree firmemente que hay un lazo invisible para unir todos aquellos cuyos corazones han abrazado la misma causa sagrada y que saludan con entusiasmo su aparición, cualquiera que sea la nación a que pertenecen y las opiniones a que estén adheridos; un hombre que, en sus sueños (y si fueran sueños no podría haber sueños más placenteros), ha pensado mucho como vosotros que tenéis corazón entusiasta y piedad genuina, pero que diferís de él y quizá ampliamente, en opinión.

Y, ¿a causa de esa, solamente de esa diferencia, no podrá haber ninguna comunión entre nosotros?

No penséis que yo tenga el deseo de convertiros a mi opinión. No; nunca os apartaréis de los principios que ahora seguís por motivos que sólo el razonamiento pueda sugerir, a menos de que vuestro corazón participe en ello. Hagamos que ésta sea la mejor piedra de toque por la cual examinéis las nociones que hayáis podido escuchar de los demás; y siempre actuaréis hacia lo mejor de vuestro conocimiento como os dirige vuestra conciencia.

Que ésta sea la mejor prueba para examinar las ideas que ahora se os ofrecen. Adoptar de ellas lo que os pida vuestro corazón. En cuanto al resto, quizá podáis sentiros inclinados a pensar que proceden de una convicción igualmente sincera y de intenciones no menos benévolas.

Pero, podéis considerar erróneas y aun quizá perniciosas algunas de ellas. Y podéis incluso encontrar a aquellos que las sostienen, en un terreno del cual tenéis que separaros.

Yo, por mi parte, me felicito de que mi credo no contenga ni exprese ninguna aprensión mía de esa índole respecto de vosotros. Porque es mi esperanza y en ella me complazco, que aquellos que han sido más ardorosos en sus deseos y más firmes en sus tentativas para hacer el bien, no se apoyen, verdaderamente, en ninguna fuerza o méritos propios, sino que reconozcan sus propios fracasos y atribuyan a Dios la gloria de sus éxitos; y constituye mi esperanza que puedan, con humildad de corazón, pero con la confianza de la fe, dirigirse en toda situación de su vida y en la expectativa de los días por venir, a la gracia Divina.

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