Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta SextaCarta OctavaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA SÉPTIMA

8 de noviembre de 1818.

Mi querido Greaves:

He afirmado en mi última carta mi firme convicción de que hay en el niño un principio que puede, bajo la guía divina, capacitarle no solamente para distinguirse entre los demás hombres sino también para llenar el más supremo mandato de su Hacedor, para caminar a la luz de la fe y para inundar su corazón, que sobrelleva todas las cosas, que cree en todas las cosas, que espera en todas las cosas y que sufre todas las cosas -el amor que nunca falla.

He llamado este principio, aun tal como se manifiesta en la primera etapa de la vida humana, un principio de amor y de fe. Y comprendo que estos términos parecerán a algunos contradictorios y quizá absurdos para otros. Agradecería verdaderamente que alguien me indicase otros dos términos más apropiados, más expresivos de la idea que he formado de la materia después de una estrecha y entusiasta observación de muchos años. Al mismo tiempo puedo aventurarme, al menos, a esperar que nadie me niegue el hecho a cuenta meramente de la insuficiencia de los términos que he tenido el infortunio de emplear para describirlo.

Procuraré explicar mi idea de manera que deje difícilmente duda sobre la naturaleza del hecho respecto del cual es mi deseo llamar la atención de todas las personas consagradas a la educación. Estaréis dispuestos a admitir por la pasada experiencia que si tratáis a un niño con bondad hay mayor probabilidad de conseguirlo que por cualquier otro medio.

Ahora bien; esto es todo lo que yo deseo que se me conceda; y sobre este hecho sencillo e innegable formularía todo lo que hay de teoría o de principio en mi punto de vista sobre el desenvolvimiento del niño.

Si conseguís por la bondad más que por ningún otro medio, habrá, hemos de reconocerlo, algo en el niño que responda de algún modo a lo que llamáis bondad. La bondad debe ser congénita con su naturaleza: debe excitar una simpatía en su corazón. ¿De qué se deriva? No vacilaría en decirlo: del Dador de todo lo que es bueno. Es, verdaderamente, a aquel mismo principio en el hombre, al que El dirige siempre su pensamiento por la voz de la conciencia, y siempre que por su infinita benevolencia ha hablado a la humanidad, en diversos tiempos y de varias maneras. En otro caso no podríamos satisfacernos con respecto a la significación de la autoridad divina lo que se ha calificado como el reino de los cielos; y se ha dicho que quien no reciba el reino de Dios como un niño pequeño, no entrará en él.

Tendremos aún más razón para pensar así si consideramos la manera según la cual el poder de la bondad actúa sobre el espíritu del niño.

Si el espíritu del niño no actuase por ningún otro impulso que por el nuevo instinto de conservación; si su adhesión a la madre se cimentase meramente sobre una conciencia de su indefensión, de sus necesidades animales y la observación de que ella fue la primera en sostenerle, en protegerle y en halagarle; si esto ensancha su sonrisa y todas las pequeñas muestras de afecto, tan queridas para el corazón de la madre; si el niño fuese realmente esa criatura egoísta y calculadora y girase alrededor de la satisfacción de sus propios deseos el afecto de los demás; entonces cesaría yo para siempre de hablar de los gérmenes de amor en su corazón, o de la anticipación, por distante que sea, de la fe; entonces cesaría yo de dirigirme a la madre como el agente principal en la causa de la humanidad. Tal causa no existiría ya. No la exhortaría yo a pesar su deber ni a considerar los medios por los cuales lo cumple. Todo laboraría por lo que sería entonces su misión, alimentar en su hijo aquel mismo egoísmo frío y antinatural, que pudiera ser expiado en su propia raíz bajo la máscara engañadora del amor maternal.

Pero que la madre nos diga lo que le dicta su corazón ante tal doctrina. Que diga si no cree que Dios mismo ha implantado en ella aquel sentimiento de amor maternal. Que diga si no se siente más cerca de Dios en aquellos momentos en que su amor es más intenso y activo; y si no es este sentimiento el único que le capacita para ser infatigable en sus deberes y para prestarse a innumerables abnegaciones que podríamos intentar describir, pero que sólo una madre puede sentir y sólo ella puede sufrir. Qüe diga si no está firmemente convencida, por aquel mismo sentimiento, de que hay en el corazón de su hijo una gratitud, una confianza y una adhesión que es mejor que el egoísmo y que está implantado, como su propio amor, por su Divino Padre.

Conozco la doctrina fría y sin entrañas que niega la existencia de tal sentimiento, pero que cuenta con ella como con un saludable engaño para inducir a la madre a ser cuidadosa en el cumplimiento de sus deberes. ¿He llamado a esta doctrina fría y sin entrañas? Dejadme entonces agregar que no deseo lanzar ninguna imputación sobre sus sostenedores, sean cualquiera los motivos que les impulsen: pero no puedo de ningún modo simpatizar con ellos.

Dejemos a otros defender la teoría de que puede hacerse el mal para producir el bien. Dejemos a los hombres paliar con esta teoría su propia debilidad. Pero que no intenten transferir aquel principio a las obras de Aquél, que es todo sabiduría, todo poder y todo amor.

No; yo nunca creeré que Dios la induzca por una placentera ilusión a cumplir su deber dificil y con frecuencia penoso -yo nunca creeré que el Padre de la Verdad haya implantado un espíritu de mentira en el corazón de la madre.

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