Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta TrigésimasegundaCarta TrigesimacuartaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA TRIGESIMATERCERA

12 de mayo de 1819.

Mi querido Greaves:

En mi última carta he descrito el fin de la educación para hacer al hombre conscientemente activo al servicio de su Hacedor; hacerle útil prestándole independencia con relación a la sociedad; y, en cuanto al individuo, hacerle feliz dentro de sí mismo.

Para este fin, concibo que pueden servir de instrumentos la adquisición del conocimiento útil y el desenvolvimiento de todas las facultades. Pero, aun cuando ellas sean altamente útiles en cuanto que proveen de medios, no pueden suplir el curso de la acción. Sería indudablemente absurdo proporcionar facilidades para el ejercicio, sin excitar y promover los motivos para un determinado plan o línea de conducta.

En esta falta incurre con frecuencia el proceso a que suele darse el nombre de educación, aun cuando sería más apropiado el de adiestramiento mecánico. El motivo común por el cual actúa tal sistema sobre aquellos cuya indolencia ha conquistado, es el Temor; el más elevado a que puede aspirar en aquellos cuya sensibilidad es excitada, es la Ambición.

Es claro que tal sistema cuenta solamente con los intereses egoístas del hombre. A esta parte menos amable o estimable del carácter humano es a la que ha debido siempre sus mejores éxitos. Para los mejores sentimientos del hombre ha permanecido siempre sordo.

¿Cómo es, entonces, que los motivos que llevan a un curso de acción, que se consideran como medios despreciables o dudosos al menos, cuando se les tropieza en la vida, se piensan como honrados en la educación? ¿Cómo se puede dar en la escuela una dirección al espíritu que tendrá que luchar por olvidar luego si quiere ganarse el respeto o el afecto de los demás? No quiero hablar duramente de la ambición ni rechazarla enteramente como un motivo. Hay, seguramente, una ambición noble, dignificada por su objeto, y caracterizada por un interés profundo y trascendental por aquel objeto. Pero, si consideramos aquella especie de ambición propuesta comúnmente al escolar, si analizamos de qué trama está tejida y de dónde nace, encontraremos que no tiene nada que ver con el interés despertado por el objeto de estudio; que tal interés, no existe con frecuencia debido a que está ligado con el más vil y frívolo de los motivos, con el temor. No está suscitado por el deseo de proporcionar placer a aquellos a quienes se propone; porque un maestro que procede según un sistema en el cual el temor y la ambición son los principales agentes, debe despedirse de toda aspiración a la estima o del afecto de sus discípulos.

Motivos como el temor o la ambición desordenada pueden estimular al ejercicio, intelectual o físico, pero no pueden calentar el corazón. No hay en ellos aquella vida que hace latir el corazón de los jóvenes con las delicias del conocimiento, con la conciencia honesta del talento, con el deseo honrado de la distinción, con el brote bondadoso del sentimiento ingenuo. Tales motivos son inadecuados en su fuente, e ineficaces en su aplicación; porque no son nada para el corazón y del corazón manan las corrientes de la vida.

Sobre estos fundamentos, es sobre los que la educación moral e intelectual ha defendido el carácter supremo del motivo de la simpatía como el primero y principal que debe emplearse en el manejo de los niños. Sobre estos fundamentos me he apoyado para proclamar repetidamente la conveniencia de atender a aquel sentimiento que no vacilo en declarar el primordial de una naturaleza más elevada que hay viva en el niño, el sentimiento de amor y confianza en su madre. Sobre este sentimiento deseo establecer el primer cimiento, y sobre otro sentimiento análogo a él y que de él brota, deseo guiar los pasos futuros de la educación.

Que existe en el niño ese sentimiento es indudable. Tenemos el testimonio de aquellas que tienen mayor competencia para juzgar, porque están más capacitadas para simpatizar con él: las madres.

A las madres, por consiguiente, pido una vez más que se dejen gobernar por su sentimiento maternal, iluminado por el pensamiento, para guiar aquellas impresiones nacientes y desenvolver aquel tierno germen en el corazón del niño. Ellas sabrán encontrar aquello que, primeramente, está envuelto en la naturaleza animal del niño; que es un sentimiento innato, vigoroso, porque no está todavía bajo el control de la razón y que llena el espíritu entero o porque no aparece todavía la oposición que surge del impulso de pasiones contradictorias. Este sentimiento deben creer que ha sido implantado por el Creador. Pero, junto con él, existe en el niño aquel impulso instintivo de su naturaleza animal que se pone primeramente al servicio de su propia conservación y se dirige a la satisfacción de sus necesidades naturales y fatales; que se liga luego con su satisfacción y a menos de que sea contrariado luego, se deslizará en una serie de necesidades imaginarias y artificiales, llevándonos de un goce a otro y terminando en un egoísmo consumado.

Para quebrantar y controlar este impulso egoísta, el único camino para la madre consiste en fortalecer diariamente aquel otro impulso mejor, cuya garantía pronto le ofrece la primera sonrisa de sus labios y la primera sonrisa de afecto en los ojos del niño, y de tal modo que aunque los poderes del intelecto estén todavía dormidos, la madre puede hablarle un lenguaje inteligible para el corazón. Ella sería capaz por el afecto y por la firmeza, de desterrar del niño aquellos deseos impertinentes que le hacen tan inmanejable y a desterrarlos por amor a la madre. Los medios por los cuales puede ella hacerse comprender, como ella puede suplir la falta de palabras y de preceptos, no emprenderé la tarea de decírselos: pero, que la misma madre responda si, consciente como ella es de su propio amor por su hijo -un amor fortalecido por la reflexión-, no será capaz de encontrar, sin palabras ni preceptos, el camino del corazón y del afecto de su hijo.

Pero si la madre ha conseguido esto, que no le haga creer su fantasía que lo ha hecho todo. Llegará el tiempo en que las emociones, hasta entonces sin palabras de su hijo, encontrarán su lenguaje, cuando sus ojos se trasladen de su madre a otros individuos dentro del círculo que le rodea y cuando este círculo se haya ampliado. Estos afectos no deben permanecer concentrados entonces en un objeto, objeto que aunque el más querido y amable de todos los mortales, es mortal y está sujeto a todas aquellas imperfecciones de que nuestra carne es heredera. Los afectos del niño reclaman objetos más elevados y, en verdad, los más altos.

El amor maternal es el primer agente en la educación; pero, el amor maternal, aunque el más puro de los sentimientos humanos, es humano; y la salvación no está en el poder del hombre, sino en el poder de Dios. Que la madre no imagine que ella con su propio poder y con sus mejores intenciones puede elevar el corazón y el espíritu deI niño más allá de la esfera de las cosas terrenas y perecederas. No debe suponer que sus enseñanzas y ejemplos beneficiarán a su hijo a menos de que sean calculados para llevarle a aquella fe y aquel amor de donde la salvación brota solamente.

El amor y la confianza del niño en la madre no es sino el reflejo de otro más puro -del sentimiento más puro y elevado que puede alentar en un pecho mortal-, de un sentimiento de amor y de fe, no confinado ya en un individuo, ni mezclado ya con la materia más baja, sino elevándose por encima de todas las emociones y elevando al hombre al enseñarle su humildad el sentimiento de su amor y de su fe en su Creador y su Redentor.

Con este espíritu debe ser considerada la educación en todas sus etapas; que desenvuelva las facultades físicas, pero sin olvidar que forman la serie inferior de la naturaleza humana; que se ilumine el entendimiento, pero recordando que la primera ciencia que se debe enseñar a conocer y pensar es la modestia y la veneración; que sea regulada la disciplina y formado el corazón, no por la coacción sino por la simpatía, no por el precepto sino por la práctica, y sobre todo, que sea preparado para aquel influjo de lo alto, único que puede restaurar la imagen de Dios en el hombre.

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