Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziFonotecaCatálogo Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA TRIGESIMACUARTA

12 de mayo de 1819.

Mi querido Greaves:

Antes de concluir deseo decir unas palabras acerca de un tema, de vital importancia. Unas pocas palabras que serán suficientes para aquellos con quienes podemos simpatizar y para los que casi nunca o nunca han sido llevados a asentir tras de las más elaboradas discusiones.

Deseo que ninguna madre cristiana pueda cerrar este libro sin preguntarse seriamente: ¿Está la conducta y están las medidas recomendadas en estas cartas de acuerdo con los principios verdaderamente cristianos? ¿Están calculados meramente para promover los éxitos intelectuales o para producir una apariencia de moralidad personal y original, o merecen el nombre de etapas primeras y preparatorias para la Educación Cristiana?

Que se conteste esta pregunta a sí misma, lo mejor que piense y sienta y que dependa de la contestación el que los adopte, con las modificaciones que la experiencia o las circunstancias le sugieran, para la educación de sus hijos. Si su respuesta es negativa; si su corazón le da su aviso y su reflexión madura se lo confirma, de que estos principios no son Cristianos, que los rechace y no los mencione más.

Entretanto, permítaseme agregar algunas observaciones acerca de los principios cardinales del Cristianismo, sobre aquella especial característica que lo convertía entre los Indios en una piedra de escándalo, entre los griegos en una locura, pero para todos los que en él creían, en un poder de Dios para la salvación, el cual le haría cubrir la tierra como las aguas cubren los abismos. Son las observaciones de un espectador atento, pero de uno que ansía dejar hablar a su corazón cuando su intelecto puede fallar y dejar de guiarle seguramente, o cuando le falta un conocimiento adquirido. Espero que satisfará entre todas las denominaciones de cristianos a aquellos que ponen las Escrituras por encima de todo comentario humano; la palabra de Dios por encima de toda autoridad humana, y que quisieran más bien tener su espíritu vivo en el corazón y que sea visiblemente manifestado en todas las acciones de la vida exterior, que ver la letra de cualquier dogma, mantenida con severidad e inculcada con violencia.

La aspiración más elevada de las naciones del mundo antiguo fue el poder y la grandeza. Su religión no podía darles principio más elevado que uno de egoísmo más o menos refinado.

Hubo, sin embargo, una excepción que formó el contraste más sorprendente: la remisión Mosaica. Esta religión proclamaba la debilidad de la criatura y el poder infinito del Todopoderoso; lo estricto de la ley y la incapacidad del hombre para satisfacerla; la transmisibilidad de la culpa y la santidad de lo juzgado. Aunque pudiera parecer a primera vista, solamente una religión de la ley, del terror y de la expiación externa, fue también, sin embargo, una religión de fe. Hubo aquellos de quienes el mundo no fue digno cuyos ojos fueron abiertos; que fueron inspirados por el Espíritu que alienta todas las cosas, verdaderamente profundas de Dios, que vieron más hondo que los tipos y sombras de la ley, ceremonial -cuya fe fue bastante enérgica para ofrecer con el patriarca la suma de sus esperanzas terrenas a la voluntad divina y para hablar como el Salmista, Señor aunque tú me quites la vida, yo confío en ti.

La doctrina cristiana igualmente distante de estimular la autosuficiencia del mundo celeste que de mantener los terrores de la ley Mosaica, enseñó al Hombre a mirar a su Hacedor no sólo como a su juez sino también como a su Redentor. Los sueños de poder supremo por el cual una nación ejerciese el dominio absoluto del mundo, habían sido desterrados; los monumentos de su esplendor se convirtieron en ruinas juntamente con sus dioses; también los propósitos más elevados por los cuales la Providencia había singularizado entre las demás a la tribu más humilde de su país, fueron realizados, y Sión no fue ya la morada del Más alto en el punto de reunión de todos los fieles; y el Cristianismo fue adorado por todos los que tenían un amor ardoroso y cuya fe era bastante viva para confiar y para complacerse en su último destino como la religión de la humanidad. Como tal, el Cristianismo ha destruido aquellas barreras por las cuales el hombre había presumido impedir a sus hermanos el acceso a la verdad; había invitado a todos, altos y bajos, a reunirse en su mismo plano, un plano infinitamente por encima de las distinciones de rango, de riqueza o de conocimiento; y su reunión sobre aquel plano no había de ser considerada como una concesión por una parte o como la reivindicación de un derecho por la otra, sino más bien como el deseo unánime de abrazar el libre don de Dios conferido a todos.

Con este espíritu, sin perturbar sus fundamentos, el Cristianismo ha elevado el carácter de las instituciones sociales; ha animado a los individuos para avanzar con el arrojo de la verdad pero también con la dulzura del amor, para defender la causa de sus hermanos; ha incitado a unos a llevar su luz y defender su estandarte en regiones distantes y a otros a proclamar ante los poderosos, sus reclamaciones inequívocas y a proponer aquella gran obra en cuya realización pueden gozarse las edades futuras, y ver:

Ante la voz del Evangelio de la Paz,
Cesar las tristezas del África;
Y al Esclavo y a su Señor unirse devotamente
Para trabajar por su libertad, y vivir en su luz.

Para el destino último del Cristianismo tal como se revela en el sagrado volumen y se manifiesta en las páginas de la historia, no puedo encontrar una expresión más apropiada que decir que su objeto es realizar la educación de la humanidad. Destinado a elevarlo todo, aliviará la tristeza de cada uno; y por distintas que sean las habilidades y las circunstancias, todos participan de aquel mismo espíritu que atribuye a cada hombre estrictamente lo que quiere.

Si miramos el Cristianismo, como debemos mirarlo justificadamente, como el esquema adoptado por la Infinita Sabiduría para consumar el gran fin de la educación de la humanidad, podemos deducir de la contemplación de los medios empleados, una norma segura para nuestros propios esfuerzos. Podemos, al mismo tiempo, confirmarnos en la convicción de que el Cristianismo no es un privilegio reducido solamente a aquellos que por cualquier peculiar talento, conocimiento o ejercicio pueden aparecer como mejor cualificados que los demás para recibirlo, sino que es un don que se concedió libremente a todos aunque no lo mereciera ninguno -adaptado no a una condición de vida sino al estado de caída del género humano, a aquella lucha de la carne contra el espíritu- aquella extraña mezcla de contradicciones -de conocimiento afectado y falso y de aversión a la luz- cuando el hombre presume con débiles fuerzas trabajar por su salvación; cuando con su mirada atenta y su corazón dominado por el encanto de las cosas perecederas, imagina, sin embargo, sondear las profundidades de la verdad y elevarse a la brillante cima de la felicidad -o cuando, en una visión más tenebrosa, con sus afectos centrados en el yo, se ve llevado a proclamar la verdad como un fantasma y abrazar un vacío sonoro- cuando alternativamente, vuela de las tormentas de la vida al mundo de los sueños y desde el interminable laberinto de la especulación solitaria, a las disipaciones de la vida, cuando él dice, paz, paz, donde no hay paz.

Entre los pasajes del sagrado libro que mejor iluminan respecto del estado de espíritu más adecuado para la recepción de la verdad Cristiana, he considerado siempre como uno de los más ilustrativos aquel en que están las palabras del Salvador:
Todo el que no reciba el reino de Dios como un niño pequeño no entrará de ningún modo en él. ¿Qué puede haber en un niño pequeño que merezca ser comparado con un estado de disposición para la fe Cristiana? No puede ser un esfuerzo de moralidad ni una tentativa para una perfección más alta; porque el niño es incapaz de eso. No puede ser ningún grado de conocimiento ni ningún refinamiento intelectual; porque el niño es un extraño para ambas cosas. ¿Qué puede ser entonces sino un sentimiento de amor y de confianza del cual, durante algún tiempo, es la madre su único objeto? Aquel sentimiento es análogo en su naturaleza y actuación al estado de espíritu descrito con el nombre de fe. No se apoya sobre una convicción del entendimiento pero es más convincente que ningún silogismo puede haber sido. No fundándose en él tampoco puede ser injuriado por el razonamiento; sólo tiene que ver con el corazón. Es anterior al desenvolvimiento de las demás facultades; si preguntamos por su origen sólo podemos decir que es instintivo; o si queremos resolver una expresión inexpresiva en otra verdadera, diremos que es un don de aquel que ha llamado a la vida a todos los seres de la creación -en quien nosotros vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser.

Análoga a esta emoción, como inspirada por el Dador de todo lo que es bueno, tenemos el estado de espíritu de aquellos que creen para salvar el alma. Aunque infinitamente elevado sobre él participa de la naturaleza del sentimiento así como de la convicción; surgiendo de ambos está investido de aquella energía que tienen los frutos del amor; prueba que la verdadera fe está emparentada por naturaleza con el amor activo, y que el que no ama no conoce a Dios; porque Dios es amor.

Aquella emoción en el espíritu del niño, aquel alumbramiento de fe y de amor no pueden ser más queridos para nadie que para una madre cristiana. Que se convenza de que sólo hay un camino para que manifieste su afección maternal -y ese camino consiste en vigilar el don de Dios en su hijo-, estar agradecida al Dador, y, esperando que de El puede venir el aumento, hacer todo lo que esté en su poder para desenvolver el germen: ser indulgente y firme en su tarea; mirar a su propio corazón como un motivo y a los cielos para bendecir.

Feliz la madre que conduce de ese modo a su hijo a la fe y de la fe al amor y del amor a la felicidad. Y tres veces feliz quien tiene ante sus ojos y su tarea el recuerdo de uno que con una genuina e inimitable piedad vigiló el sueño de su hijo durante años, ejemplo que, más fuerte que ningún precepto, firme como la voz del amor maternal en su propio pecho, le dicta que recuerde, que imite y que persevere.

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