Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DécimaCarta DuodécimaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA UNDÉCIMA

5 de diciembre de 1818.

Mi querido Greaves:

He procurado en mi carta última justificar sobre fundamentos filosóficos la importancia que toda madre está inclinada a atribuir a la época en que la mirada de su hijo tropieza por primera vez con la suya; cuando la expresión de amor que ella adopta, suscita una expresión semejante en los rasgos del niño.

Este hecho, que una madre siempre recibirá con un deleite inconcebible, para aquel que no puede participar de sus sentimientos, pudiera llevarle a un curso de consideraciones que nunca se arrepentirá de haber pesado debidamente y en las cuales no intentaré nunca seguirla.

La primera gran verdad, que no puede sino sorprenderla en un comienzo, es ésta -por la bondad, por una manifestación del amor maternal es por lo que ella ha producido la primera impresión visible sobre los ojos y los rasgos de su hijo. Y se verá plenamente justificada por la experiencia, si reconoce en esta impresión el primer influjo de su conducta individual sobre el corazón de su hijo.

Que nunca olvide este hecho. La Providencia, ordenando que ocurra así en el curso de la naturaleza, le ha indicado una verdad rectora si ella lo advierte y reconoce así un principio infalible de la educación. En la formación del carácter, así como en el modo de dar la enseñanza, la bondad debe ser el primer principio regulador. Cierto que es el más poderoso. El temor puede hacer mucho y pueden emplearse otros motivos con éxito aparente; pero, para interesar el espíritu y formar el corazón, nada es tan permanentemente influyente como la afección: es el modo más fácil de alcanzar los fines superiores.

He llamado al hecho de que estoy hablando, una manifestación de la naturaleza espiritual del hombre. Como tal, invitará a la madre a adoptar un nuevo punto de vista con relación a su hijo.

El niño es, como ella misma, un ser dotado de facultades espirituales, con facultades superiores a la vida animal, y en gran parte, independientes de ella. Mientras menos desenvueltas estén en su estado actual, mayor atención requieren.

La Providencia le ha dotado de los medios de atender las necesidades animales del niño. Hemos visto que el niño está también dotado de un instinto animal que facilita la tarea. Pero, los ojos del niño, cuando encuentran los de la madre, no buscan la mera satisfacción de una necesidad presente, o sólo aliviarse de una sensación presente de malestar: buscan algo más y que se refiere a la primera necesidad de la naturaleza espiritual; busca la simpatía.

El instinto animal es un principio que no conoce un objeto más alto que el yo mismo. La conservación del yo es el primer punto que procura asegurar, y su deseo primitivo del goce del yo es todavía el centro de su actuación.

No ocurre lo mismo con el espíritu o con los afectos del corazón. El hecho que habla más indiscutiblemente a favor de la naturaleza espiritual del hombre es el sacrificio de la comodidad o del goce personal en beneficio de la felicidad de los otros; la subordinación del deseo individual a propósitos más elevados.

Un filósofo moralista ha dicho, que siempre que el espíritu se refleja sobre lo futuro o sobre lo invisible, con preferencia a los objetos presentes y visibles, el espíritu afirma su derecho.

Si conexionamos esta observación con las indicaciones anteriores, podemos deducir de ellas unas cuantas reglas sencillas y prácticas, por las cuales la madre puede capacitarse, sin ninguna pretensión a indagaciones profundas y laboriosas, a hacer muchas cosas que comprobará, como beneficiosas para los altos intereses de su hijo y en favor de la mejor parte de su naturaleza.

Toda medida que podamos recomendarla en un período tan primitivo, debe, desde luego, ser practicable sin ninguna instrucción; no debe inducirla a salirse del camino que la naturaleza le ha señalado; no debe ser de una naturaleza que pueda ser modificada o dificultada por su situación en la vida cualquiera que pueda llegar a ser: debe, de hecho, limitarse a la manera y el espíritu con que lo que ha hecho cada madre, ya que tiene ésta el deseo y, a la vez, la facultad de hacerlo por su hijo.

Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DécimaCarta DuodécimaBiblioteca Virtual Antorcha