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CARTA DÉCIMA

27 de noviembre de 1818.

Mi querido Greaves:

He oído observar con frecuencia que no hay una consideración más humillante que aquella de la primera condición del hombre cuando penetra en este mundo como un extranjero indefenso, igualmente incapaz de indicar sus necesidades que de pensar el modo de satisfacerlas o de ofrecer alguna muestra por la que pueda ser reconocido como un miembro de la creación racional.

Admito que todo esto debe recordarnos vigorosamente la debilidad de nuestra naturaleza y que puede preservarnos de la presunción de confiar en nuestros propios poderes, y creo que es adecuado para estimular toda reflexión que pueda refrescar en nuestro espíritu lo que éste tiende demasiado a olvidar. Pero aunque esta consideración no puede de ningún modo halagar nuestra vanidad, no puedo considerar, sin embargo, que sea tan singularmente humillante.

Plantéese el caso con todo el vigor que pueda necesitar la observación. Concedamos que han de pasar semanas antes de que el niño dé pruebas de alguna facultad superior a la de los animales irracionales. Agréguese que ningún animal está tan fisicamente indefenso y tan destituido de poderes como el niño poco después de su nacimiento. Y concedamos que el comienzo de la vida humana ocupa el lugar más bajo en la escala de la vida animal.

Y, sin embargo, todavía confieso que no puedo encontrar en este hecho ninguna cosa humillante.

Ver brutalizado un ser racional. Puede considerarse como la más severa lección para quien siente el deseo de vindicar el carácter moral de la naturaleza humana. Pero esta observación tan humillante no tiene comparación alguna con el hecho que tenemos ahora ante nosotros.

Porque no se tiene conciencia de la diferencia inmensa entre un estado de existencia animal, al cual va a suceder la manifestación de la vida espiritual y una existencia de elevación moral y de responsabilidad, en la cual han sido suprimidos y cegados los gérmenes de aquella vida. En aquel caso miramos hacia adelante para ver la elevación progresiva, en el otro retrocedemos hacia la degragación sucesiva. Antes de que haya aparecido la luz de la inteligencia y antes de que la voz de la conciencia haya hablado, no puede existir error ni corrupción; pero donde la una ha sido oscurecida y la otra menospreciada, allí podremos lamentar la ceguera y el egoísmo del hombre.

En vez de apoyarnos, por tanto, exclusivamente en la necesidad de un principio intelectual y moral, debemos más bien vigilar su primera aparición; en vez de injuriar la obra del Creador, debemos reconocer su sabiduría al abrir en cada período cuando a El le complace los ojos de sus criaturas y mostrarles a la vez un mundo visible, lleno de milagros y un mundo espiritual lleno de bendiciones: en vez de lamentarnos, errónea e indiscretamente, de que El no nos haya creado más perfectos, debemos más bien examinarnos y ver lo lejos que estamos todavía del mundo de perfección que El ha colocado al alcance.

Hemos insistido mucho en esto porque el tema ofrece frecuentes ocasiones para observaciones frívolas e irreflexivas que pueden, quizá, entibiar el celo y el interés de las madres. Pero confío en que una madre consultará siempre su propia experiencia y su corazón más bien que la sofisticación de aquellos que no pueden sentir como ella.

Dejémosla considerar al extranjero que tiene sobre su regazo, como un ser destinado a una existencia mejor que aquella en que le mira ahora inconscientemente, por aquel apoyo que la Providencia ha colocado como medios en sus manos para poderlo prestar. Dejémosla según aquella afección instintiva que no le permite ser insensible a las necesidades de su hijo; dejémosla mirar hacia adelante, al tiempo en que su hijo verá vivos en él un sentimiento del deber y una esperanza de otro mundo, y dejémosla no olvidar que siendo ese el destino de su hijo a ella corresponde la tarea de prepararle y enseñarle las etapas más difíciles de su camino.

Y cuando hayan pasado las primeras etapas de ansiedad por su parte y de inconsciencia por parte de su hijo; cuando se haga monótona y fatigosa la atención necesaria requerida, entonces la madre sentirá un anhelo de algo que anime la escena, que refresque el interés y que le estimule a nuevos ejercicios.

No se desilusionará, porque vendrá el día en que el niño no se aproxime ya a la madre porque su atención y su apoyo son para él una fuente de satisfacción animal. Vendrá el día en que sus ojos espiarán los ojos de la madre; en que leerá en ellos un lenguaje nuevo y, sin embargo, no desconocido, en que aquella mirada de amor dará vida a la primera sonrisa que juegue en los labios del niño.

Con este hecho comienza una nueva era en la vida del niño. Ha entrado en una nueva etapa de existencia; ha vindicado su carácter como un ser superior al resto de la creación animal.

La sonrisa de gozo y las lágrimas de simpatía son negadas a la raza animal. Son concedidas al hombre; constituyen un lenguaje tácito, común a todos y por todos comprendidos, porque todos lo sienten. Son los primeros signos de sentimientos que pertenecen exclusivamente al hombre.

Son el primer testimonio cuya significación no puede confundir respecto de las emociones internas. El carácter de estas emociones puede cambiar; pueden ser momentáneas o permanentes, y sus objetos pueden extenderse en una variedad ilimitada; pero los signos que la Naturaleza les ha señalado son siempre los mismos, y así continuará a través de la vida el índice infalible de los sentimientos; se vean envueltos en un sufrimiento silencioso o encantados en una tranquila serenidad; sea el pecho agobiado con agonía o ensanchado con deleite.

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