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LA EDUCACIÓN Y EL NIÑO

En los primeros tiempos en que fué conocido mi trabajo sobre los niños, se habló de un nuevo método de educación, y en los países ingleses principalmente, se hizo sobre él una literatura. Al principio, los americanos hablaron del Montessori Method; después, los ingleses de A new method of education (Un nuevo método de educación), y varios pedagogos y aficionados comenzaron a comparar lo que llamaban mi método con otros más antiguos, ejemplo: De Locke a Montessori, o bien Montessori y Froebel.

Sólo pasados muchos años comenzó la literatura citada a poner otros títulos: New children (Nuevos niños), The freedom of the child (La libertad del niño), The emancipation of childhood" (La emancipación de la infancia).

Porque es necesario que transcurra mucho tiempo para hacer penetrar una idea nueva, sobre todo si envuelve un concepto opuesto que ha construído ya sus innumerables castillos sobre la superficie del mundo. No es la educación del mundo. No es la eduación o el método o el sistema educativo lo que debe preocupar, sino el niño; como personalidad desaparece éste casi totalmente bajo la educación, no sólo en la escuela, sino en todas partes donde esta palabra puede penetrar, sea en la casa, entre los padres, los parientes o cualquier adulto que tenga cuidado o responsabilidad por el niño; hasta en la conciencia misma se puede decir que la educación sustituye al niño.

Cuando hablo de educación me refiero a cualquier forma de tratamiento, esto es, no intento distinguir la benevolencia o la crudeza con que se trata al niño, porque semejantes distinciones están todas encerradas en la educación y representan subdivisiones o tipos de educación. Mi concepto es bastante más simple que el esfuerzo enorme de parangonar los métodos, sus principios filosóficos y sus artes prácticas. En lugar de esto, intento prescindir de toda esa comparación simplificando de tal modo la cuestión para colocar en el centro, tan puro y simple como se encuentra en sí mismo, el niño.

Nosotros hemos sido, sin ninguna duda, opresores inconscientes del nuevo germen humano que se desenvuelve puro y pleno de energía; nos hemos colocado sobre él, no admitiendo la existencia de sus necesidades de expansión espiritual. El alma del niño ha permanecido oculta y muy ensombrecida por el inconsciente egoísmo del adulto. Sería una afirmación no muy bien acogida si se dijera que muy a menudo el adulto se convierte en un obstáculo más bien que en una ayuda para el desenvolvimiento del niño. La cosa más dificil de asegurar es que tal vez son los excesivos cuidados los que impiden al niño el ejercicio de la propia actividad y más tarde la expansión de la personalidad propia. Sin embargo, quien profundiza tales cuestiones comprende en seguida donde reside el problema.

El niño debe ser ayudado a actuar y a expresarse, pero no debe el adulto actuar en su lugar sin una necesidad absoluta. Cada vez que el adulto ayuda al niño sin necesidad, obstaculiza su expansión, y, consecuencia grave de un error de tratamiento en apariencia tan ligero e insignificante, detiene o desvía en algún detalle el desenvolvimiento infantil.

Eso ocurre cuando nosotros, con la mejor intención y con la más sincera voluntad de agradarle, lo hacemos todo por él; lo vestimos, lo lavamos, lo colocamos en la silla, lo ponemos en aquella especie de jaula que es su lecho, etc.; y más tarde, cuando es mayorcito, repetimos los mismos errores; considerándolo incapaz de aprender cualquier cosa sin nuestra ayuda, lo atiborramos de alimento intelectual, lo inmovilizamos sobre los bancos de la escuela, nos ocupamos en cercenarle los defectos morales, le destrozamos la voluntad, seguros de que de tal modo lo hacemos más bueno, etc., etc. Procedíamos antes así, sin finalidad, y llamábamos a esto educación.

Tal manera de concebir las cosas proviene de una instintiva soberbia, que sorprende más cuanto que por ella nos hacemos incapaces de profundizar en este fenómeno que tiene tan grande repercusión en la vida individual y social.

Por un lado, creemos deber hacer todo por el niño, y, hecho todo por él, nos erigimos en sus creadores. Queremos crear su inteligencia, sus sentimientos y su carácter. Vana ilusión que contrasta no sólo con nuestras afirmaciones ordinarias, sino también con nuestros conocimientos y experiencias sobre la vida en general, que llevan a la conclusión de que no podemos crear, sino sólo ayudar la vida. Y ayudar la vida no es oprimirla, sino siempre facilitar la expansión o defenderla de los peligros que pueden perjudicarla. En fin, a Dios concierne la creación y también la providencia que la sostiene, y a nosotros resta la caridad y la ayuda. Es necesario, pues, antes que nada, estudiar al niño, librarle de los múltiples obstáculos que encuentra en su desenvolvimiento y ayudarle a vivir. Comprendido este principio, debe seguirle un cambio profundo en la actitud del adulto respecto al niño.

Sus cuidados no disminuyen en intensidad, pero se hacen más racionales y elevados. El adulto debe ayudar al niño a hacer por sí todo cuanto es posible hacer. Así, en vez de vestirlo, le ayudará a vestirse; en vez de lavarlo, le enseñará a lavarse; en vez de llevarle la comida a la boca, le enseñará a que coma solito lo mejor posible, y así sucesivamente. Apenas se deja abierto el camino a la expansión, el niño muestra una actividad sorprendente y una capacidad de perfeccionar sus acciones: verdaderamente maravillosos. Pero las cosas que le rodean son tan desproporcionadas para sus fuerzas y para las pequeñas dimensiones de su cuerpo, que el ambiente constituye en seguida un impedimento de su actividad. Cuando el adulto no sustituye al niño, sino que el niño mismo es quien actúa, se presenta como primera cuestión prepararle un ambiente proporcionado. Las sillitas, la pequeña mesa para comer, el lavabo minúsculo y alegre, una camita tan baja como el asiento de la silla, tapetitos pequeños y fáciles de mover, vestidos sencillos de abrochar, platitos para lavar pequeños vasos para colocar flores, y tantas otras cosas que representan el medio con las cuales el niño podrá realizar y desplegar una actividad ordenada que tiende a alcanzar fines razonables.

Dos son, pues, las cosas que deben modificarse en torno al pequeño: la solicitud del adulto y el ambiente.

Este concepto, transportado a la vida colectiva de la infancia, aquel lugar que nosotros llamamos escuela, transforma inmediatamente dos cosas: la maestra y el ambiente.

La causa transformadora y la guía de la transformación es una: el niño. Nuestro fin es el de llevar al centro su personalidad, dejarla obrar, permitirla y facilitarle una expansión libre y armoniosa conforme a la ley de su propia vida.

El orgullo de la nueva maestra, conforme a este concepto, es haber ayudado al niño a actuar sin ella, haber preparado la vida a su andar espontáneo, abatiendo los principales obstáculos que podían impedirIo. El alma de esta nueva maestra se asemeja a la humanidad efectiva y gloriosa de San Juan el precursor: Conviene que él crezca y que yo disminuya.

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