Índice de Ideas generales sobre mi método de la Dra. María MontessoriPresentaciónLa educación y el niñoBiblioteca Virtual Antorcha

IDEAS GENERALES SOBRE MI MÉTODO

Tener en cuenta las necesidades del niño y satisfacerlas para que su vida pueda desenvolverse plenamente es el fundamento de la nueva educación.

Antiguamente la educación se proponía preparar al niño para la vida social que debería vivir un día. Por eso procurábamos hacerlo nuestro imitador, poner su voluntad bajo el yugo de la obediencia, someter su genio creador a la imitación e instruirlo en lo que creíamos necesario para vivir en nuestro ambiente civilizado.

Esta adaptación inmediata y forzada a una vida social que no era la vida social del niño en el momento que el tratamiento le era aplicado, sino la vida del hombre que más tarde debía formarse en él, conducía a una serie de errores que han inspirado a la antigua escuela y a la antigua educación de la familia.

El niño no es considerado todavía como personalidad humana viviente y como miembro social. Es un devenir, y mientras no esté formado, para la antigua pedagogía el niño no es nada.

Y, sin embargo, el niño tiene una personalidad libre, como toda criatura humana. Lleva la sublime marca creadora del alma que no puede desenvolverse fuera de su dignidad. No es únicamente el pequeño cuerpo adorable que rodeamos de nuestros cuidados, que alimentamos, lavamos, vestimos, etc., como más adelante el hombre tampoco vive únicamente de pan, y las cosas y cuidados materiales son secundarios y hasta pueden ser degradantes para su edad.

La esclavitud es para el niño, como para el adulto, algo que desenvuelve sentimientos enfermos y que envilece.

El ambiente social que ha sido hecho por nosotros es desproporcionado e incomprensible para él, que de este modo, forzosamente es un desterrado social y se puede decir que muy a menudo la escuela representa la verdadera prisión de este ser inadaptable. Hoy se conocen muy bien las consecuencias desastrosas de la escuela sobre el niño, no sólo del lado físico, sino, sobre todo, desde el punto de vista moral; la educación del carácter, en efecto, es un problema que no se ha resuelto aún en la pedagogía diaria.

En la familia existe el mismo error de principio: se mira al fin futuro en la existencia y no el momento presente, es decir, a las necesidades de la vida. En la familia más progresiva, en el mejor de los casos, se comienza ayudando la vida física del niño: la alimentación racional, los baños, los vestidos, la vida al aire libre constituyen el último progreso.

Pero en la naturaleza, ¿quién está mejor nutrido que la minúscula abeja, quién se sumerge en el agua mejor que el pez, quién se viste de más bellos matices que el lirio, quién es en el aire más libre que el pájaro?

En las necesidades del niño no se ve la humanidad y las necesidades urgentes del alma infantil. El hombre que guarda en secreto el niño, queda desconocido; vemos solamente en él sus reacciones de defensa y su enérgica protesta, sus gritos, sus quejas, sus caprichos, la timidez, la desobediencia, la mentira, el egoísmo, el espíritu de destrucción. Así hemos cometido el error de juzgar las reacciones de defensa como la psicología característica de los niños, y nos hemos apresurado a corregirIas duramente, muchas veces hasta con castigos corporales. Y algunas veces tales reacciones representan el principio de enfermedades del alma y también de enfermedades propias del sistema nervioso, que comprometerán la personalidad futura.

Bien se sabe que la edad de la formación es la más importante de la vida; una deformación psicológica, una intoxicación espiritual durante ella, son cosas nocivas para el alma del hombre en el porvenir, como la intoxicación y la deformación física del embrión lo son para la salud del cuerpo.

La educación de los pequeños es, pues, la cuestión más importante para el porvenir de la humanidad. La delicadeza en la interpretación y en el tratamiento del alma infantil es de nuestra parte una cuestión de conciencia, y es absolutamente preciso ser clarividente y cambiar de dirección, o mejor dicho, guardarnos, según se ha hecho hasta ahora, de considerarnos como jueces inapelables, como impecables modelos para ofrecernos a los ojos del niño: en lugar de esto, llenos de defectos, hemos de considerar nuestra recíproca posición, al modo que queda bien indicada interpretando la famosa sentencia de Jesús: "la infancia es perpetuo Mesías que viene a los brazos de los hombres caducos y les ruega que retornen al Paraíso.

Comencemos por proveer a las necesidades del niño disponiendo un ambiente adaptado a su personalidad. Ello es una obra de servicio social, porque aquél no puede desenvolver una verdadera vida en el ambiente complicado de nuestra sociedad, y menos aún en el de los refugios y prisiones que llamamos escuelas. Es preciso sustraerle a la acción demoledora que, sin darse tregua, ejerce el adulto sobre él, a veces con vigilancia continua, otras con enseñanzas perpetuas, con restricciones arbitrarias, etc., etc.

En lugar de esto, debemos prepararle un ambiente donde la vigilancia del adulto y sus enseñanzas se reduzcan al mínimo posible; cuanto más se reduzca la acción del adulto, tanto más perfecto será el ambiente. Este es un problema fundamental de la educación.

La libertad del niño no puede tampoco, en manera alguna, ser abandonada, porque no es de un modo negativo como puede liberarse el alma humana en su infancia, sino elevando una construcción amorosa.

Es preciso preparar con solicitud el ambiente, es decir, crear un nuevo mundo: el mundo del niño. Hoy existen ya, en diversos países, arquitectos que estudian formas de construcción adaptadas a los niños, y es seguro que en un próximo porvenir veremos en las ciudades casas de un nuevo tipo, bellas casitas destinadas a los pequeños, y una cantidad de menudos muebles, de pequeños objetos, casi como los que en nuestros almacenes vemos hoy esplendentes para las muñecas en la semana de Navidad; no serán, sin embargo, juguetes, sino verdaderos objetos necesarios a la vida del niño.

Apenas se preparan objetos prácticamente utilizables para los pequeños. Vemos a éstos sumergidos en una actividad ordenada y maravillosa. Sus movimientos son evidentemente dirigidos por una fuerza volitiva que les impulsa a realizar acciones con un fin inteligente. Aún más, ellos sienten una necesidad de trabajo casi mayor que la de nutrición; ha desaparecido en el niño el glotón, el obrero ha ocupado su puesto; un conservador escrupuloso de los objetos ha reemplazado al destructor; hay un niño silencioso y tranquilo en lugar del que se agita en perpetuo desorden.

Si carece de ambiente externo adaptado, el niño no puede realizar esta vida porque no encuentra medios de utilizar la fuerza enorme que la naturaleza ha puesto en él para dirigirlo a un ejercicio enérgico y continuado que debe perfeccionarle en sus funciones superiores.

Se conocen ya por todas partes casas de los niños; se preparan objetos sencillos y prácticos, pero que tienen el fin de servir para el desenvolvimiento del alma del niño; muebles de barnices claros, ligeros, de modo que eviten choques y puedan fácilmente ser trasladados por el niño mismo. El barnizado claro tiene por objeto ver mejor las manchas que delatan el error cometido y facilitar al mismo tiempo la limpieza con agua y jabón. Son los muebles fácilmente transportables y ligeros no sólo para que el niño pueda por sí mismo elegir el puesto más adecuado a sus necesidades; sino porque el rumor denuncia en seguida el movimiento mal hecho e invita al niño a controlar mejor los movimientos de su propio cuerpo.

Objetos frágiles y graciosos, de vidrio y porcelana, para que el niño pueda probar el dolor y el castigo bastante sensible cuando por un error de atención deja caer uno y lo pierde para siempre. ¡Oh este dolor ocasionado por la destrucción de un objeto querido! ¡Quién no será capaz de consolar a este niño humillado y lloroso delante de un vidrio roto; a este niño que de ahora en adelante transportará con toda la fuerza de su voluntad los objetos frágiles controlando sus músculos con todo el esfuerzo de que es capaz su cuerpecito!

He aquí un ambiente que corrige siempre, que no deja pasar ni el más pequeño error. Ahora no es necesario que la maestra intervenga; puede reposar contemplando tanta escena interesante... Ya sentirá poco a poco la voz de las cosas, que hablan a estos niños, y al descubrir paso a paso sus personales imperfecciones les dirá mentalmente: Sed mejores de lo que soy yo; la vieja obra debe ser destruída para cimentar la nueva obra de actividad y amor.

Por otra parte, la belleza del ambiente y de todas las cositas que contiene, invitan al niño a actuar, a multiplicar sus esfuerzos porque todas deben ser atrayentes; los paños de color para limpiar el polvo adornados con cintas, las escobas decoradas con dibujos, los pequeños cepillitos, son graciosos; las pastillas de jabón, círculos y rectángulos, rosa y verdes. Todo ello parece llamar al niño y decirle: Ven; tócame; cógeme; con el paño vestido de fiesta limpia esta mesa luciente; toma la escoba tan bellamente adornada y limpia con ella el pavimento; venid también, adorables manecitas, y sumergios en el agua y jabón.

Y así es la belleza la que estimula a los niños respondiendo todos los días a las disposiciones individuales que nacen en su alma.

Y no es ya la maestra la que llama al niño por el nombre que la sociedad le ha dado: Luis, barre el suelo; Juan, lávate las manos. La maestra descansa a un lado y observa el efecto de la belleza sobre el alma infantil, admirando la obediencia de la naturaleza a tan profundas necesidades. La alegría que experimenta el niño en la ejecución de sus trabajos le da una especie de sobreabundancia, de generosidad en la ejecución y un arrojo decidido que corresponde indudablemente a una necesidad interior; lo que evidentemente le impulsa no es conseguir el fin externo, sino ejercitar la energía interior que determina el móvil de sus actos. Ella constituye el hombre interior, y estos actos generosos superan tanto las necesidades externas, que hacen pensar en aquella máxima: Sed niños activos, perfeccionad vuestras acciones para que fructifique todo lo posible el tesoro interior que Dios os confió al enviaros a la vida.

Estas repeticiones superabundantes, además de satisfacer la vida, hacen adquirir al niño verdadera habilidad. He aquí un pequeñito que sabe muy bien vestirse, desnudarse, que sabe abotonarse, abrocharse, anudarse, que sabe preparar perfectamente la mesa, que sabe lavar platos y vasos; cuando el niño de tres años sabe bastarse a sí mismo; cuando sabe quitarse y ponerse los zapatos, abotonarse sus vestidos, una alegría serena manifiesta sus sentimientos de dignidad humana, alcanzada haciéndose independiente de los demás. La exuberancia de las fuerzas infantiles se manifiesta pronto, utilizando en favor de los otros sus propias adquisiciones.

El niño se prodiga hacia los que actúan todavía en un grado inferior, abotona el abriguito del nene más pequeño, le anuda su zapatito y se apresura a lavar y enjugar el pavimento donde el otro ha dejado caer su comida. Cuando lava los platos, lava también los que los otros han ensuciado; cuando prepara la mesa, prepara también los servicios de las personas que comparten su labor. Este trabajo, que su perfeccionamiento prodiga al servicio de los demás, supone un esfuerzo, y la realización de este esfuerzo es la única recompensa por la que se afana el alma infantil, porque estas acciones generosas le son tan necesarias, más necesarias que el pan. Yo vi un día a un niño todo melancólico sentarse al lado de una buena menestra caliente sin probarla, porque le habían prometido que él prepararía la mesa, promesa que había resultado un engaño. Él deseaba más preparar la mesa que comer; la desilusión de su alma le hacía olvidar las necesidades su cuerpo, porque su corazoncito era más sensible que su estómago vacío.

De tal modo se desarrolla la actividad interior y social del niño; él tiene un fin inteligente que cumplir, un fin que su inteligencia busca y que el ambiente le presenta con libertad para alcanzarlo.

Aunque su interés venga de raíces más profundas, el niño realiza estas acciones para satisfacer su necesidad de ejercicio, y seguir las leyes de crecimiento y perfeccionamiento es el blanco que lo estimula. Querrá lavarse las manos todavía muchas veces después de tenerlas muy limpias, porque ello es un ejercicio que conduce al ciclo de acciones necesarias, y necesario es lavarse las manos, como tomar el agua, la toalla, el jabón y servirse de todo ello con orden y precisión. Hay que reconocer todavía el movimiento continuo que supone barrer la sala, colocar flores en los floreros, correr de una parte para otra, mover los muebles, sacudir los tapetes, preparar la mesa para la comida, y tantas otras acciones inteligentes que además de movimiento suponen gimnasia física. Estos movimientos que llevan consigo las labores de limpieza cuando se está obligado a realizarlos, van siempre acompañados de fatiga muscular. Constituyen, pues, una gimnasia, que en vez de una palestra muscular, tiene la inteligencia como punto de partida. Pero estos ejercicios tan graciosos, tan agradables de ver cuando los niños los multiplican con tanta generosidad y que hacen las delicias de los visitantes de Las casas de los niños, no son más que un adiestramiento, una parte secundaria de la actividad del niño. Los doctos, los hombres de ciencia, encuentran aqui el fenómeno de una concentración interior que le aísla, que hace al niño olvidarse de cuanto le rodea; algunas veces hasta de comer.

La anécdota muy conocida de Arquímedes, que no se entera del tumulto, que no se da cuenta de la rendición de Siracusa y se deja sorprender por el enemigo mientras estudia sus triángulos, es un aspecto de recogimiento del alma en sí misma. Y, sin embargo, es de este recogimiento y no de la erudición de los hombres de estudio, de donde salen los descubrimientos sensacionales que impulsan hacia el progreso a la sociedad entera.

Cuando el alma ha encontrado su verdadera palestra, exterioriza las manifestaciones de todas sus necesidades, que no sólo son moverse y alcanzar fines exteriores; hasta las relaciones sociales son solamente un aspecto de la vida.

Aparte de todas éstas, se hallan las necesidades más profundas que el individuo debe satisfacer por sí mismo, aislado de los demás, ocupado en un trabajo misterioso en el que nadie puede inmiscuirse, porque la intervención de un extraño es la interrupción y la destrucción.

Nadie puede influir en nadie para facilitarle esta soledad aparente que, sin embargo, es rica y llena de vida en el mundo invisible, íntimo de cada uno de nosotros. El aislamiento, esto es, la concentración interior, la separación de las cosas exteriores, sólo el alma misma puede provocarla, el ambiente puede sólo facilitarla de modo indirecto con la calma y con el silencio y el orden. Ese estado superior sólo excepcionalmente se encuentra entre los adultos; son, sobre todo, los religiosos quienes lo conocen y lo practican como fuente de la fuerza moral; de él viene la posibilidad de ponerse después en relación con la multitud de los hombres en un modo superior, sereno y benévolo. Son los religiosos, privilegiados con una gracia especial, quienes son capaces de una concentración interior muy acentuada que les conduce muchas veces a sustraerse absolutamente del ambiente que les circunda y refugiarse en un astro desconocido a todos los seres vivientes; son generalmente estas mismas personas las que pueden realizar las acciones sociales más extraordinarias, los que se avienen a soportar con paciencia las pequeñeces e imperfecciones de los hombres y los que soportan hasta sus persecuciones.

Existe, pues, una relación entre las ocupaciones exteriores de la vida social y el trabajo de concentración interior del alma. Aunque aparentemente contrarios, ambos estados se hallan profundamente ligados: el uno es la fuente del otro. La vida interior de aislamiento prepara las fuerzas necesarias para la vida exterior; la vida exterior, por su parte, facilita la concentración con el trabajo ordenado, y el consumo de las fuerzas se renueva y repara por el ejercicio íntimo del alma concentrada.

El hombre moralmente sano adquiere esta salud espiritual hecha de las fuerzas vitales del alma: se puede sentir esta necesidad de la vida interior como se sienten las necesidades de la vida física, el apetito y el sueño, por ejemplo. Pero los que han perdido esta conciencia de las necesidades de la vida psíquica interior se encuentran en una posición anímica tan peligrosa como lo está el cuerpo que no es capaz de percatarse de las necesidades de nutrición y reposo.

En nuestros niños pequeñísimos se advierten fenómenos que hacen pensar en la concentración y que, sin duda, son manifestaciones de un carácter esencialmente anímico. El cuadro parece enteramente diferente del que nos habíamos propuesto y deseado: el de la actividad social.

Objetos que no sirven para realizar acciones útiles atraen a cada momento toda la atención del niño que comienza a trabajar, que ejecuta movimientos de la mano, que se repiten mecánica y uniformemente para deshacer lo que la mano ha hecho y rehecho. Esto, que se repite tantas veces, que se puede decir sobreabundantemente, carece del altruismo de los ejercicios prácticos sociales, pero es preciso reconocer en el hecho otro fenómeno aparte. La primera vez que yo me percaté de la existencia de estos caracteres me quedé estupefacta, preguntándome si no era un milagro o alguna otra cosa excepcional, porque ante mis ojos no se había desenvuelto todavía la teoría psicológica; se creía, y creía yo hasta entonces, que el niño pequeñito fuera incapaz de fijar su atención.

Y ante mí veía una nenita de cuatro años que con la expresión de la atención más intensa colocaba cilindros de madera de diferentes gruesos en un sostén, también de madera, que tenía preparado los huecos para recibirlos. Los colocaba correctamente, y después de haber terminado de colocarlos todos, deshacía lo hecho para colocarlos de nuevo otra vez. Y así continuaba sin cansarse. Conté las veces que repitió el ejercicio; eran ya más de 40 seguidas, me puse al piano e hice cantar a los demás niños, pero la pequeña continuó su trabajo inútil sin moverse y sin levantar los ojos, como si ella fuese extraña al ambiente que la rodeaba. Terminó en cierto momento, levantó satisfecha sus ojos serenos, como sintiéndose tranquila y aliviada, y sonrió como cuando un niño despierta de un hermoso sueño. Más tade, varias veces he asistido a fenómenos semejantes. Los niños que han llegado a realizar estos trabajos de concentración parecen siempre más reposados y llenos de fuerza moral. Como si un camino se hubiese abierto en las profundidades de su alma, descubren sus mejores sentimientos, parecen más afectuosos con todo el mundo, más presurosos por servir de algo y deseosos de ser buenos. Así dicen alguna vez con voz queda, como si se tratara de confiar algún secreto: Señorita, soy buena.

He aquí observaciones que se han utilizado por muchos y antes que nadie por mí. He interpretado una ley del alma capaz de resolver el problema de la educación.

Se ha llegado a las raíces mismas de la vida y, evidentemente, el desonvolvimiento del carácter, de los sentimientos, de la disciplina debe partir de esta fuente misteriosa y desconocida. Entonces mi trabajo consistió en buscar experimentalmente los objetos que podían estimular la concentración, y estudiar bien el ambiente para buscar las condiciones que pudieran favorecerla. Así fué como comenzó a edificarse mi método. Evidentemente es la llave de la pedagogía utilizar estos estados de concentración con la repetición mecánica de los ejercicios que se han compuesto para aprender todo lo que se refiere a la cultura: escribir, leer, dibujar, la gramática, la aritmética, la geometría, las lenguas extranjeras. Según todos los psicólogos, no es necesario para aprender más que poseer de un modo perfecto un interés profundo, una viva y sostenida atención, y más tarde utilizar esta fuerza interior para la cultura del niño. ¿Es esto posible? No sólo es posible, sino necesario. La atención para concentrarse tiene necesidad de estímulos cuya gradación debe ser creciente.

Son al principio estos enseres objetos que interesan al niño: cilindros de dimensiones diferentes, colores para colocarlos en gradación, reconocimiento de sonidos musicales, superficies más o menos rugosas para tocar, etc.

Luego viene el alfabeto, cantidades para contar, palabras para aprender, la gramática, el dibujo, las grandes operaciones de aritmética, problemas de historia, la naturaleza, que representan los grados de una escalera de Jacob capaz de llegar hasta el cielo.

Es posible atender a las necesidades de la cultura en esta forma interior indefinible, de la cual habla Dante en el Purgatorio. El hombre no sabe de dónde le viene la inteligencia de las primeras ideas o el instinto de los primeros deseos, que en nosotros son como el instinto de fabricar la miel en las abejas.

Con no menor cuidado debe estudiarse la misión de la nueva maestra. Ella puede ayudar al niño en su ascensión hacia el perfeccionamiento y hacia la cultura, y ella puede destruirlo todo. No es fácil obtener de ella una renuncia a sus antiguos derechos, una convicción de no poder hacer directamente nada respecto a la cultura, respecto a la disciplina del niño; de hacerla vivir confiada en las fuerzas interiores del alma infantil. Ella querrá siempre aconsejar, corregir, enseñar a los niños, mostrarles la superioridad de la experiencia y de la cultura, porque hasta ahora no ha escuchado la voz del reloj que lleva en sí misma, y si no se halla revestida de humildad no podrá tener éxito. La divisa de San Juan, el precursor, debe ser su divisa: Conviene que él crezca y que yo disminuya.

Pero su trabajo indirecto es muy grande. Ella ha llegado a ser como el maestro del evangelio: El que quiera ser el primero, debe hacerse el siervo de todos.

Su misión es preparar el ambiente, procurar el material de concentración, iniciar exactamente al niño en los ejercicios de la vida práctica, meditar sobre aquello que perjudica al niño. Debe ser siempre serena, debe siempre estar pronta para acudir cuando sea llamada, entregarse a las necesidades de amor y de confidencias del niño, que son para él toda una preparación a la nueva vida. Directora del ánimo, debe ella tener una formación, sobre todo moral. La consagrada a formar una humanidad mejor debe, como una vestal cristiana, aprender a considerar el fuego de la vida interior en toda su pureza, porque de la extinción de esta llama vienen las tinieblas que ocultan la verdad, el hielo que paraliza nuestras fuerzas mejores.
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