Índice de Poema pedagógico Capítulo 12
Otoño
Capítulo 14
¡No gemir!
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 13

Muecas de amor y de poesía

Llegó el año 1925. Comenzó de un modo bastante desagradable.

En el Soviet de jefes, Oprishko declaró que deseaba casarse, pero que el viejo Lukashenko no le daría a Marusia por esposo más que si la colonia le dotaba igual que a Olga Vóronova; en este caso, Lukashenko le admitiría en la casa y los dos se encargarían juntos de la hacienda.
En el Soviet de jefes, Oprishko observó una actitud desagradable de heredero de Lukashenko y de hombre de posición.
Los jefes guardaban silencio, no sabiendo cómo interpretar toda esa historia. Por fin, Lápot, contemplando a Oprishko a través de la punta de un lápiz que tenía casualmente en la mano, le preguntó en voz baja:
- Bien, Dmitró, ¿y tú qué piensas? Supongamos que te dedicas a la hacienda con Lukashenko. ¿Eso quiere decir que vas a ser un campesino?
Oprishko miró a Lápot un poco por encima del hombro y sonrió sarcásticamente:
- Supongamos que sea como dices tú: un campesino.
- ¿Y tú cómo supones?
- Ya veremos.
- Bien -cortó Lápot-. ¿Quién desea hablar?
Tomó la palabra Vólojov, jefe del sexto destacamento:
- Hace falta que los muchachos piensen en su destino, eso es verdad. No vamos a estarnos en la colonia hasta la vejez. Y, además, ¿qué oficio tenemos? Los que están en el destacamento sexto, o en el cuarto, o en el noveno, ésos menos mal; pueden salir de la colonia como hererros, carpinteros, molineros... Pero de los destacamentos agrícolas no se sale con ningún oficio. Así, que, si quiere ser campesino, que lo sea. Pero la conducta de Oprishko es un poco sospechosa. ¿Tú eres miembro del Komsomol?
- ¿Y qué importa que sea miembro del Komsomol?
- Yo opino -prosiguió Vólojov- que no estaría mal hablar antes de esto en el Komsomol. El Soviet de jefes necesita conocer la opinión del Komsomol sobre este asunto.
- El Buró del Komsomol tiene ya su opinión -replicó Kóval-. La colonia Gorki no existe para criar kulaks. Y Lukashenko es un kulak.
- ¿Por qué es un kulak? -objetó Oprishko-. El hecho de que tenga la casa techada de hierro no quiere decir nada.
- ¿Tiene dos caballos?
- Sí, dos.
- ¿Tiene jornalero?
- No.
- ¿Y Serioga?
- A Serioga lo tiene porque estaba en una casa de niños y se lo dio el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Eso se llama patrocinio.
- Es lo mismo -dijo Kóval-. Del Comisariado o no, de todas formas es un jornalero.
- Pero si se lo han dado...
- Pues tu no lo admitas si eres un hombre decente.
Oprishko no esperaba tal giro del asunto y preguntó perplejo:
- Pero ¿por qué? ¿A Olga la habéis dotado?
Kóval respondió:
- En primer lugar, lo de Olga es distinto. Olga se casó con un hombre afecto a nosotros, y ahora los dos se disponen a ingresar en la comuna, y nuestros bienes serán allí de provecho. En segundo lugar, Olga no era como tú. Y, en tercer lugar, nosotros no debemos criar kulaks.
- ¿Y qué voy a hacer yo ahora?
- Haz lo que quieras.
- No, así no está bien -intervino Stupitsin-. Si se quieren, que se casen. Incluso podemos dotar a Oprishko, pero que no vaya a vivir a casa de Lukashenko sino que ingrese en la comuna. Ahora será Olga quien mande allí.
- El padre no dejará marchar a Marusia.
- Pues que se vaya ella sin su permiso.
- No podrá.
- Entonces es que te quiere poco y... además es otra kulak.
- ¿Y a tí qué te importa si me quiere o no?
- Pues ya ves, me importa. Eso significa que se casa contigo por interés. Si te quisiera...
- Ella quizás me quiere, pero obedece a su padre. Y no puede ingresar en la comuna.
- Pues si no puede, no tienes por qué dar la lata al Soviet de jefes -respondió groseramente Kudlati-. Tu lo que quieres es arrimarte a un kulak, y a Lukashenko le hace falta un yerno rico en la casa. Pero ¿a nosotros qué nos importa eso? Se levanta la sesión...
Lápot abrió la boca de oreja a oreja en una sonrisa de satisfacción:
- Se levanta la sesión con motivo de débil enamoramiento de Marusia.
Oprishko salió aplanado del Soviet. Andaba por la colonia más sombrió que una nube, se metía con los pequeños, y al día siguiente se embriagó y alborotó en el dormitorio.
El Soviet de jefes se reunió para juzgar a Oprishko por la borrachera.
Todos estaban sombríos, y Oprishko, no menos sombrío, se recostaba contra la pared. Lápot dijo:
- Aunque eres jefe, ahora se trata de un asunto personal. Por eso sal al centro.
Entre nosotros existía esa costumbre: el culpable debía colocarse en el centro de la habitación.
Oprishko paseó una mirada taciturna por el rostro del presidente y masculló:
- No he robado nada y no me pondré en el centro.
- Te pondremos nosotros -dijo Lápot en voz baja.
Oprishko recorrió con la vista al Soviet y comprendió que, efectivamente, los muchachos serían más fuertes que él. Se apartó de la pared y avanzó hasta el centro de la habitación.
- Bueno.
- Ponte firme -exigió Lápot.
Oprishko se encogió de hombros y sonrió sarcásticamente, pero bajó los brazos y se puso firme.
- Y ahora explica cómo te has atrevido a emborracharte y a alborotar en el dormitorio siendo miembro del Komsomol, jefe y colono. Habla.
Oprishko había sido siempre un hombre de dos estilos: si la situación le era favorable, no escatimaba los gestos temerarios, la audacia y el yo me río de todo, pero, en realidad, nunca había dejado de ser un diplomático cauteloso y astuto. Los colonos lo sabían muy bien, y por eso la docilidad de Oprishko en el Soviet de jefes no sorprendió a nadie. Zhorka Vólkov, jefe del séptimo destacamento, recientemente elegido en lugar de Vetkovski, hizo un ademán despectivo mirando a Oprishko y dijo:
- Ya se ha disfrazado de angelito. Y mañana se las dará otra vez de valiente.
- Déjale que hable -gruñó Osadchi.
- ¿Y qué voy a decir? Soy culpable y nada más.
- No, tú habla. ¿Cómo te has atrevido?
Oprishko dio a sus ojos un brillo bien intencionado y se encogió de hombros:
- ¿Es que hace falta atreverse para eso? He bebido porque sentía pena y, cuando un hombre está bebido; no responde de sus actos.
- Mientes -dijo Antón-. Tú responderás. Te equivocas si crees que no vas a responder. Hay que echarle de la colonia, y se acabó. Y echar a todo el que beba... ¡Sin contemplaciones!
- Pero se perderá -dijo Gueórguievski, abriendo los ojos-. Se perderá en la calle.
- ¡Que se pierda!
- Pero ¡si ha bebido porque tenía pena! ¿Cómo sois tan exigentes? El hombre tiene una pena, y vosotros le dais la lata con el Soviet de jefes.
Osadchi examinaba con franca ironía el rostro fingidamente bonachón de Oprishko.
- Y Lukashenko no le admitirá si no lleva algo a la casa -intervino Taraniets.
- ¿Y a nosotros qué nos importa eso? -gritó Antón-. Si no le admite, que se busque Oprishko otro kulak...
- ¿Por qué hemos de expulsarle? -comenzó tímidamente Gueórguievski-. Es un colono viejo; cierto que ha procedido mal, pero puede corregirse. Y hay que tener en cuenta que Marusia y él están enamorados. Hay que ayudarles de algún modo...
- ¿Acaso es un niño desamparado? -intervino, sorprendido, Lápot-. ¿De qué tiene que corregirse? Es un colono.
Tomó la palabra Schnéider, el nuevo jefe del octavo destacamento, que había sustituido a Karabánov en este heroico grupo. En el octavo destacamento había titanes como Fedorenko y Korito. Dirigidos por Karabánov, habían limado perfectamente uno contra otro sus personalidades angulosas, y Karabánov sabía dispararles como de un tirador para cualquier tarea, y ellos poseían el talento de sacar adelante el trabajo más difícil con el orgullo de unos zaporogos y la bandera de la colonia muy en alto. Al principio, Schnéider había sido una cosa extraña en el destacamento. Había llegado pequeño, débil, morenito, con el pelo rizado.Después de la vieja historia de Osadchi, el antisemitismo no había vuelto nunca a levantar cabeza en la colonia, pero la actitud con relación a Schnéider había continuado siendo irónica durante mucho tiempo. Efectivamente, Schnéider combinaba a veces de un modo muy cómico las palabras y las expresiones rusas y trabajaba de un modo cómico y torpón en el campo. Pero pasaba el tiempo, y gradualmente fueron estableciéndose nuevas relaciones en el octavo destacamento: Schnéider había pasado a ser el favorito del destacamento; los caballeros de Karabánov se enorgullecían de él. Schnéider era muy inteligente y poseía una profunda y delicada organización espiritual. Con sus grandes ojos negros sabía verter una serena luz sobre el malentendido más difícil de desembrollar del destacamento, sabía decir la palabra precisa. Y aunque casi no había crecido durante su permanencia en la colonia, estaba mucho más fuerte y había echado músculos; así que no le daba vergüenza andar con camiseta sin mangas durante el verano y nadie reparaba en él cuando se le confiaban las vibrantes manceras del arado. El octavo destacamento le había elegido jefe por unanimidad, y Kóval y yo interpretamos este hecho de la manera siguiente:
- Nosotros mismos sacaremos adelante al destacamento, pero Schnéider nos dará realce.
Sin embargo, Schnéider, ya al día siguiente de su designación como jefe, demostró que no había cursado en vano la escuela de Karabánov: reveló intenciones no sólo de realzar, sino también de dirigir; y Fedorenko, acostumbrado a los rayos y truenos de Karabánov, empezó a habituarse con la misma facilidad a la reprimenda tranquila y amistosa de que a veces le hacía objeto el nuevo jefe.
- Si Oprishko fuera de los nuevos -dijo Schnéider-, podríamos haberle perdonado. Pero ahora no podemos perdonarle de ningún modo. Oprishko ha demostrado que la colectividad le importa un bledo. ¿Vosotros creéis que lo ha demostrado por última vez? Todos saben que no. Yo no quiero que Oprishko sufra. ¿Qué falta nos hace eso? Pero que viva algún tiempo fuera de nuestra colectividad, y entonces comprenderá. Y también hay que demostrar a los demás que no toleraremos salidas propias de un kulak. El octavo destacamento exige la expulsión.
La exigencia del octavo destacamento era una razón de peso: en el octavo destacamento casi no había novatos. Los jefes me miraban, y Lápot me ofreció la palabra:
- La cosa está clara. Antón Semiónovich, diga usted su opinión.
- Expulsar -pronuncié yo lacónicamente.
Oprishko comprendió que no había salvación y renunció a la fingida reserva diplomática.
- ¿Expulsarme? ¿Y a dónde voy a ir? ¿A robar? ¿Vosotros creéis que no hay quien os ajuste las cuentas? Iré a Járkov...
En el Soviet de jefes se echaron a reír.
- ¡Eso sí que está bien! Ve a Járkov, allí te darán una notita, y volverás a la colonia y vivirás entre nosotros con plenos poderes. ¡Qué bien vas a estar, qué bien!
Oprishko comprendió que había dicho una tontería y guardó silencio.
- Entonces, sólo Gueórguievski está en contra -dijo Lápot, recorriendo con la vista el Soviet-. ¡Jefe de guardia!
- Presente -se irguió severamente Gueórguievski.
- Ponga a Oprishko fuera de la colonia.
- A la orden -respondió Gueórguievski con el saludo habitual y, haciendo un movimiento de cabeza, invitó a Oprishko a seguirle.
A los dos días nos enteramos de que Oprishko vivía en casa de Lukashenko. Ignorábamos en qué condiciones se habían puesto de acuerdo, pero los muchachos afirmaban que era Marusia quien resolvía todas las cuestiones.

Pasó el invierno. En marzo los muchachos se pasearon por los hielos del Kolomak y tomaron los baños primaverales, porque las viejas fuerzas espontáneas les empujaban al agua en calzones y camisetas desde yolas de construcción propia, pedazos de hielo y ramas de árboles. También hubo las consabidas gripes.
Pero pasaron las gripes, se dispersaron las nieblas, y pronto Kudlati empezó a encontrar ropa de abrigo abandonada en medio del patio y a armar el escándalo de todas las primaveras, amenazando con entregar los calzones y las camisetas dos semanas antes de la fecha establecida por el calendario.

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