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EL LAICISMO EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN EN MÉXICO

Documentos históricos

CAPÍTULO SÉPTIMO
Don Ignacio Ramírez



Gran parte de su vida y sus actividades las dedicó el ilustre Ignacio Ramírez al fomento y desarrollo de la cultura y educación nacionales.

Fue no sólo un distinguido sociólogo y economista; no sólo un eminente abogado y brillante literato, sino un gran maestro alejado de los métodos y sistemas rutinarios que ahogaban escuelas, colegios y universidades a principios del pasado siglo (Tómese en cuenta que esta obra fue impresa a mediados del siglo XX, por lo que se hace referencia al siglo XIX. Precisión de Chantal López y Omar Cortés). Luchó en el campo pedagógico y educativo con el mismo espíritu reformador y progresista con que actuó en el de la política. Su tesis de abogado, que tituló: No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos, le produjo la admiración de los liberales y el odio de conservadores y clericales. La atención pública que ella causó, las ideas y conceptos que contenía, lo colocaron definitivamente en el campo de los progresistas y librepensadores. Miembro destacado de la Academia de San Juan de Letrán, de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y de diversas organizaciones científicas y'literarias, El Nigromante se distinguió por su amplia cultura y por su amor a la enseñanza. Literato que alcanz6 señalados triunfos, no usó de las letras tan sólo para cantar al amor y a la naturaleza, sino que flageló con ellas la injusticia, la deslealtad y el reaccionarismo: numerosos periódicos que editó fueron el arma de Ramírez para la defensa de sus ideales y el azote de sus enemigos. Militó activamente en el positivismo, siguiendo el método de esta doctrina filosófica en sus actividades educativas.

Fue Secretario de Instrucción Pública, y en ese puesto fomentó la enseñanza popular; estableció pensiones para los estudiantes pobres, fundó bibliotecas, creó observatorios, dotó de gabinetes a la Escuela de Minería y se preocupó especialmente por el desarrollo de las bellas artes.

La obra educativa de Ignacio Ramírez es muy importante, y su producción, a este respecto, es muy valiosa y extensa. De ella publicamos tan solo los siguientes artículos, en los que El Nigromante expresa su ideario sobre la instrucción primaria, la educación de los indígenas, la nueva educación y orientación que debe darse a la mujer, los libros de texto, la educación popular y la enseñanza religiosa.

I. PLAN DE ESTUDIOS

Comienzan a ocuparse los periódicos sobre la reorganización de la enseñanza que depende del Gobierno general; no sólo las instituciones, sino la vida industrial, agrícola, mercantil, literaria y científica dependen del impulso que dan los establecimientos públicos a la instrucción de todas las clases de la sociedad; la enseñanza es libre ante la ley, pero las escuelas privadas no pueden resistir enteramente la influencia de los colegios nacionales. De tantas cosas que se escriben, ¿cuáles debe aprender la juventud bajo la protección del Gobierno?

Tres ramos comprende la enseñanza: el primero, aunque se puede reducir a principios, consiste en ejercicios que, con más práctica que reglas, educan ciertas propensiones de algunos órganos humanos; tales son el aprendizaje de los idiomas, la música, la pintura y todos los ejercicios gimnásticos. comprendiendo en ellos el arte de los signos, como la escritura y los elementos de las matemáticas; el segundo ramo consiste en conocimientos históricos o en la clasificación de los hechos sobre diversas materias que se refieren a épocas pasadas, a actos de la humanidad ya consumados, historia propiamente dicha, obras literarias notables y sus sistemas, mitos y códigos religiosos, legislación nacional y comparada, gramática comparada o general, y los diversos sistemas filosóficos; y el tercero y último ramo se compone de las ciencias donde dominan estos dos elementos: la observación y el cálculo; éstas son las verdaderas ciencias, las ciencias positivas.

Primer ramo, que llamaremos gimnástico. Su enseñanza obra directamente sobre los miembros u órganos que pone en acción, y se atiende de preferencia a una exacta imitación qúe las reglas, a veces, facilitan y perfeccionan. Este ramo debe enseñarse a todos los seres humanos, pues sin los conocimientos que abraza, ni los hombres ni las mujeres se levantan en la escala de los demás animales; debe enseñarse en la infancia y continuarse en la primera juventud, porque los órganos de los niños se prestan sin esfuerzo para reproducir aquellos movimientos que están en el teclado de sus propensiones; deben enseñarse primero los idiomas vivos que los muertos, las lenguas de uso común que las de pura curiosidad; el canto debe acompañar a la música; el manejo de las armas es el primero de los ejercicios gimnásticos; el estudio práctico de signos, como la lectura, escritura, notas musicales, aritmética, álgebra, geometría, todo esto debe ser simultáneo: en este ramo, como en los otros, debe enseñarse diariamente poco, pero de todo, o por lo menos se formarán grupos de materias para que alternen. No fatigar al niño y hacerle provechosa la variedad. La base no es la gramática, sino la buena pronunciación y la exactitud esmerada en el idioma patrio.

En estos estudios, principalmente en el ramo de dibujo, conviene familiarizar a los alumnos con las plantas, animales y otras producciones de la naturaleza, y con los instrumentos de las artes, y con algunos aparatos científicos, y al mismo tiempo con muchos términos técnicos que muy pronto les serán necesarios. No se debe precipitar la marcha de estos conocimientos porque son fundamentales.

Segundo ramo, o clasificaciones o hechos consumados que llamaremos históricos. En la enseñanza primaria y general, las naciones antiguas que han merecido el renombre de clásicas son un modelo que a toda costa debemos imitar, perfeccionándolo con las luces de nuestro siglo y con las aplicaciones que demanda la actual emancipación de las mujeres. En los estudios históricos o sobre hechos consumados, la humanidad va estableciendo mejoras desconocidas a los siglos y naciones que más se han envanecido por su ciencia. ¡Qué glorioso sería para México adelantarse en esta carrera, estableciendo la enseñanza histórica sobre su verdadera base, que es la clasificación de los hechos desnudos de las teorías y la clasificación de las teorías consideradas solamente como hechos! ¿Por qué no hacerlo? El grande obstáculo para los gobiernos pasados consistía en admitir dogmas o semidogmas sobre todas materias; hoy los hechos no tienen más razón de ser que su propia existencia ni otro motivo para encomendarlos a la memoria que la utilidad que de ellos resulta.

En otros artículos nos ocuparemos de las supuestas ciencias metafísicas, que no son sino enfermedades, aberraciones de la inteligencia, y que van cayendo con la teología, ya pretendan servirle de trono, ya la adornen como corona. Por ahora nos limitaremos a manifestar que los hechos de la humanidad pasada, individuales o sociales, no pueden presentar sino uno de estos tres títulos para que la ciencia los adopte: su verdad, su belleza, su necesidad. La verdad es el alma de la historia, la belleza es el cuerpo de la literatura, la necesidad es la vida del derecho. Por demás está insistir en que para este ramo, como para los otros, se debe proceder de lo conocido a lo desconocido, de lo propio a lo ajeno, y dejar que los hechos bien clasificados y expuestos hablen por sí solos.

El tercer ramo, el científico, presenta dos condiciones que nacen de su íntima naturaleza y que no nos cansaremos de recomendar, porque el Gobiérno se ha empeñado en olvidarlos; no el dibujo clásico, sino el de aplicación a las ciencias. Y lo que más necesita de empeño entre nosotros: multiplicar los gabinetes de historia natural y de física y los laboratorios de química, para multiplicar y vulgarizar los experimentos; y multiplicar las bibliotecas para que el estudio no tropiece con la falta de libros. El encadenamiento de estos estudios no se puede fijar sino transitoriamente; depende de los adelantos y revoluciones que pasan día a día por el mundo científico.

Se extrañará que no nos ocupemos especialmente de la enseñanza profesional, pero ésta se halla comprendida en los ramos explicados; todas las condiciones expuestas le convienen, y lo que nos falta que decir sobre ella es poco, aunque interesante. La enseñanza profesional no debe comprender sino lo que le sea absolutamente necesario; nada de latín ni de idiomas muertos; nada de estudios metafísicos; el Gobierno lo enseñará todo, pero unas materias serán voluntarias para los eruditos, para los aficionados, o si se quiere, para ciertas especialidades. Sobrados estudios tiene que emprender el joven para asegurarse una profesión; ¿por qué recargarlo con lo inútil, con un lujo de que después se avergüenza? Las necesidades de la sociedad moderna, lo inseguro de todos los estados, aconsejan a los jóvenes que se establezcan pronto, que aprendan dos o más profesiones y algún oficio antes que entender algo de los idiomas sabios o que ocupar dos años en hipótesis tan estériles en China como en Francia, tan quiméricas cuando Platón les presta las alas de su genio, como cuando Munguía y Lerdo las amontonan en una carretera de silogismos. Las ciencias verdaderas se encuentran en los idiomas modernos; los elementos de algunas ciencias históricas están en las lenguas muertas; las profesiones comunes no necesitan en su mayor parte de esos estudios históricos, o pueden suplirlos con traducciones: la literatura sufriría algo, pero si la nacional llega a levantarse, ganará en originalidad lo que pierde en pedantismo. Por lo demás, la literatura no es una profesión.

Concluyamos por hoy con un acto de justicia. Maximiliano, rompiendo la clausura de los colegios, hizo por la educación de la juventud más que nosotros por la dignidad humana rompiendo la clausura de las monjas. La juventud no sólo debe ser instruída, sino también educada; y esto no se consigue sino con el trato social, presenciando, desde que la curiosidad se despierta con la vida, todos los caracteres, todas las circunstancias, todas las exigencias que en el teatro de la humanidad contribuyen a qúe el papel individual aparezca bien o mal representado. Entre un colegial y un hombre de mundo hay la diferencia que entre un yankee y un coloradito con sus ribetes de afeminado. Necesitamos hombres de entendimiento y de voluntad, y no máquinas de memoria movidas por la petulancia de un ergotizador incurable.

II. INSTRUCCION PRIMARIA

El Gobierno puede fácilmente conocer qué clase de conocimientos deben enseñarse en sus escuelas y colegios como consagrados por las luces del siglo; cualquier cuadro sinóptico de las ciencias y de las artes le servirá de guía; el Gobierno también puede proporcionarse los recursos necesarios con sólo decretar un fondo especial y no ponerlo a disposición de una junta directiva, sino entregarlo por cantidades proporcionales a sus diversos establecimientos; pero hay una cuestión que a toda costa debe resolverse, aunque nadie, hasta ahora, lo ha intentado: ¿para qué clase de profesiones se educa a la juventud estudiosa? Pero hoy nos ocuparemos del problema más difícil, por ser nuevo, más interesante, por comprender a la inmensa mayoría de los ciudadanos: ¿qué clase de instrucción debe proporcionarse a los niños destinados para ser operarios, artesanos, labradores, soldados, sirvientes, para desempeñar, en fin, todos los puestos asalariados y dirigidos por clases superiores?

Obras enteras se han escrito para probar que todos los miembros de la sociedad deben saber la lectura, la escritura y la aritmética, con algunos otros ramos igualmente fundamentales, para levantarse sobre el común de la raza animal a que pertenecen los humanos; sabido es también que todos los niños deben aprender un oficio, y sobre todo aquellos que no tienen otro auxilio para salvar los límites de la clase proletaria. Si a todo esto se redujera la educación infantil, nuestro Gobierno pudiera lisonjearse de haberla comprendido, y no necesitaría sino extender el sistema actual para hacer comunes sus beneficios hasta a los pueblos más insignificantes. Con un millón de pesos y un poco de empeño, en diez años se lograría fácilmente el objeto, y más contando con el auxilio de las empresas particulares.

Pero existen otras necesidades sociales que complican la cuestión; fijemos ésta para que aquéllas se descubran por sí solas. La instrucción de la clase que llamaremos operaria no sólo debe procurar la formación de buenos aprendices y oficiales, sino la posibilidad de llegar a la altura de maestros y directores; la abyección de la clase pobre consiste en esas barreras que por todas partes se le oponen para descubrir campos más feraces en el estrecho territorio por donde circula el astro de la fortuna. Condenados los pobres a ser siempre pobres, a no tener escala ni sospechar jubilaciones en la carrera que han emprendido, y a no poseer grandes cantidades sino por los medios irregulares del crimen y de la guerra, que es otro crimen, pierden con el sentimiento de la dignidad humana el amor al trabajo y el respeto a las instituciones sociales. Ofrézcaseles en vez de esta degradación o de aquellas jerarquías humillantes de la India Oriental, imitadas por las hermandades de la Edad Media, presénteseles un progreso positivo y seguro en el sendero estrecho que recorre el simple jornalero, y lo seguirán con fe y entusiasmo hasta llegar a la cúspide que las leyes y las costumbres les habrán prometido.

Quien se entrega a una empresa provechosa no piensa en vicios ni en delitos, que sólo sirven de obstáculo en cualquier camino. Ya se comprende, por lo expuesto, que la instrucción de la mayoría de los alumnos debe tener por principal objeto no enseñarles una o más profesiones, sino ponerlos en aptitud de ser de los primeros en el oficio que escojan. Ni es objeción seria la que pudiera fundarse en que con el tiempo no habría aprendices ni oficiales, porque estos adelantamientos no serían simultáneos, ni todos los talentos los conseguirían en igual grado: siempre se presentarán brazos subalternos para todas las artes, mientras el trabajo sea escaso; se encuentran jóvenes que comienzan su carrera, y abundan hombres poco aprovechados por sus defectos físicos y morales.

Siendo inconcuso que la instrucción general de los niños no se debe limitar a escasas ni aisladas nociones, sino formar, no profesores científicos, pero sí excelentes maestros, ¿cuáles son esas necesidades del plan de estudios a que el Gobierno debe consagrar una vigilancia especial y recursos extraordinarios?

Esas necesidades se comprenden en los puntos siguientes: primero, el Gobierno debe asegurar alimentos y vestidos para los alumnos y los demás gastos que exija la enseñanza; segundo, debe extender la instrucción a los principios científicos que son de aplicación inmediata e indispensable para todas las artes, y tercero, debe enseñarles dos o tres idiomas vivos, siendo uno de ellos cualquiera de los indígenas. Esas exigencias no necesitan grandes esfuerzos para recomendarse; basta que se comprendan, y para ello las haremos seguir de breves explicaciones.

El Gobierno debe mantener al alumno de la clase indigente. En los campos, el hijo del agricultor indígena, y en las ciudades el hijo del artesano, mal alimentado, mal vestido, emprendiendo día a día dos viajes largos de ida y vuelta y sin los libros y útiles necesarios, puede asistir un mes, un año a la escuela; pero tarde o temprano desertará, aun cuando sólo sea para ayudar a sus padres y parientes a ganar una escasa subsistencia; medio millón de niños se encontrará en esa situación deplorable.

Pertenece a los Estados remediar esa miseria, educar esa colonia tanto más laudable cuanto que se compone de nuestros conciudadanos y puede salir de su cuna llevando la prosperidad de la patria. Mucho será que al Gobierno general pertenezca la educación de veinte mil indigentes de la clase mencionada, comprendiendo en su número los niños que se encuentran en lo más tierno de la infancia; supongamos que de entre ellos pueden salir diez mil alumnos de ambos sexos; su presupuesto económico se cubrirá con cien mil pesos al año. ¡Cuán ligero gasto para tan grande conquista! Agréguese a esto que el niño, a los tres o cuatro años de aprendizaje, costearía sus gastos con su pequeño trabajo. Sólo este proyecto es realizable para toda la nación, sólo este proyecto es humanitario.

La instrucción primaria debe comprender algunos conocimientos científicos y otros que sirven como indispensable auxilio para las artes y oficios: lectura, escritura, dibujo, canto, ejercicios gimnásticos, un pequeño curso de matemáticas para comprender la física y la química, y los experimentos y nomenclaturas de estas ciencias, que no debe ignorar el verdadero artesano. Todo esto, con uno o dos edificios, es la obra de cinco o seis años de cómoda enseñanza; en diez años estarán expeditos los menos aprovechados, y por término medio, a la edad de doce años, cualquier adolescente tendrá una carrera, los elementos para mejorarla, habrá saboreado algunos frutos de su trabajo y más tarde podrá sentarse en los cuerpos electorales y contarse en el número de los jurados. Tendremos ciudadanos y madres de familia.

El Gobierno debe enseñar a los niños del pueblo algunos idiomas nacionales y extranjeros. Comenzaremos por asegurar que si hay alguna gramática verdadera, ésta es la gramática general, que sólo se aprende por la comparación de uno o más idiomas; lo demás que se enseña con este nombre es una nomenclatura envejecida e indigesta. Sea de esto lo que fuere, ¿quién ignora que hoy el pobre, el artesano, el simple marinero, el humilde comerciante, necesita más que los ricos hablar el francés y el inglés para extender el círculo de sus relaciones y mejorar los conocimientos prácticos para sus negocios? Deseamos que las personas que lo duden salgan por unos breves días a naciones extrañas, o por lo menos que visiten nuestros puertos.

No tan fácilmente se comprende de pronto la necesidad de aprender los idiomas locales; esto exige una disertación; por ahora manifestaremos que en Yucatán todo el mundo habla la lengua maya, y saca de esa habilidad grande provecho; en el Valle de México y en el de Puebla, muchos hacendados y comerciantes tienen necesidad de aprender el mexicano; y, por otra parte, los indígenas no llegarán a una verdadera civilización sino cultivándoles la inteligencia por medio del instrumento natural del idioma en que piensan y viven.

Los profesores de enseñanza primaria, por un instinto admirable, por los consejos de la experiencia y por las inspiraciones de su instrucción y talento, han llegado a comprender la necesidad de las reformas que hoy proponemos. Por eso vemos que ellas sirven de base al excelente proyecto del Sr. Cuevas, proyecto que merece a nuestro periódico la publicidad y los más ardientes elogios. Sabemos que el distinguido profesor Rodríguez y Cos trabaja en el mismo sentido, prometiendo mucho si atendemos a sus recomendables antecedentes.

Sea en el Gobierno, sea en el público, llamen la atención nuestras reflexiones, y la enseñanza primaria tendrá una época digna de las luces del siglo y de las nobles aspiraciones del partido progresista.

México, 24 de octubre de 1867.

III. INSTRUCCION PUBLICA
ARTICULO PRIMERO
Instrucción primaria.

Tenemos a la vista una publicación que, con el título de Ambas Américas, sale periódicamente de las prensas de Nueva York, bajo los auspicios de D. F. Sarmiento; es una revista de educación, bibliografía y agricultura que debe circular por todas las clases del pueblo hispanoamericano, y tendremos el gusto de darla a conocer honrando con sus principales artículos las columnas de nuestro periódico. Por ahora, para que nuestros lectores comprendan a qué nueva altura han llegado la teoría y práctica de la pedagogía, adoptando los principios sobre los cuales descansa la educación del porvenir, someteremos a juicio nuestros establecimientos públicos, ya sean pagados por asociaciones especiales, ya dependan de la municipalidad o ya pertenezcan a los gobiernos de los Estados y del centro.

La instrucción es necesaria a todos los seres humanos, enaltece a la mujer y completa al hombre; sin ella, los derechos y obligaciones del ciudadano son un absurdo; sin ella, la multitud vive en odiosa y perpetua tutela. ¿No es verdad que todo esto es claro? ¿ Cómo, pues, la autoridad y el público se descuidan hasta el punto de que nadie agite el problema sobre el modo de educar a cinco millones de indígenas y a dos millones de las otras clases que forman la sociedad mexicana? ¡Nuestros planes de estudios no se extienden a un millón de ciudadanos! Cumplimos, cuando mucho, con una octava parte de nuestro compromiso.

La instrucción debe comprender la gimnasia, las artes y las ciencias, comenzando por los conocimientos de las cosas y personas que nos rodean para encumbrarnos hasta la antigüedad en los casos en que así nos convenga. Estos principios son incontestables, pero no aparecen muy claros, porque entre ellos y nuestros ojos se interpone la rutina. Para que ésta sea vencida, sólo pedimos que se reciban con imparcialidad las reflexiones siguientes.

Lo primero que puede hacer cada individuo es dar nombres a las cosas que le rodean; es lo primero que hace, en uno o en varios idiomas. Tal estudio exige dos clases de conocimientos simultáneos: las palabras y las cosas a que se aplican. ¿A qué bárbaro, pues, se le ocurrió el actual sistema por el cual enseñamos a los niños palabras sin significación? ¿Se niega el hecho? Ved todo lo que se llama religión, examinad muchos principios de pretendida moral, y tened presente que en la mayor parte de los estudios filológicos, y sobre todo en la mitología y en la historia, anticipamos a los alumnos palabras y frases que muy tarde, acaso nunca, comprenderán. La misma gramática del idioma abunda en semejantes desatinos. Así es que toda la nomenclatura primaria no debe comprender sino objetos que fácilmente puedan colocarse en contacto con los sentidos.

La naturaleza misma impone como primario este desarrollo de la inteligencia por medio de palabras que correspondan a sensaciones positivas y por medio de sensaciones que busquen su existencia mnemónica en las palabras: el hombre así perfeccionado piensa.

Luego que el hombre piensa, debe estudiar su propia persona y todo lo que le rodea; este conocimiento personal es la condición del progreso humano. Tiene uno que estudiarse a sí mismo y en las relaciones con los elementos naturales y sociales que lo cercan, supuesto que por regla general todo individuo es para sí propio el responsable de su salud, de su vigor, de su carácter, de sus placeres y de sus medios de subsistencia; más adelante, ya no sólo tiene la tutela de su persona, sino de una familia, de un establecimiento, de una municipalidad, acaso de su patria entera. La salud depende de la higiene, y por eso cada hombre es el mejor médico de sí mismo; se ocurre a la ciencia especial en casos excepcionales. Las condiciones sociales no se llenan sin conocer a nuestros vecinos. La subsistencia, el bienestar, la riqueza, el poder suponen un conocimiento vasto, no de seres imaginados, sino de hombres vivientes; no de idiomas muertos, sino de lenguas vivas; no de ideas abstractas, sino de todas las producciones de la naturaleza y del arte.

Si no hay una equivocación en todo lo que hemos manifestado, resulta que la llamada instrucción pública, en México, no solamente se aplica a unos pocos, sino que a esos pocos los corrompe. Les enseña multitud de palabras sin ideas en las leyendas maternales, que la ignorancia inspira a la mujer, cuando ésta debiera alumbrar las primeras antorchas en ese altar de la inteligencia de los niños: esa instrucción pública nos inculca mil reglas inútiles y falsas sobre nuestro propio idioma; ella nos obliga a saber y olvidar las lenguas muertas que nos causan una aversión instintiva; por ella se sostiene la jerigonza que se llama metafísica; por ella ignoramos la organización del cuerpo humano y las leyes de la naturaleza; en ella encuentran un obstáculo los conocimientos físicos y químicos; merced a esa instrucción ignoramos la historia de la patria y desconocemos la influencia extranjera; esa instrucción nos lleva a cada paso al mundo de las hipótesis, a épocas que sólo tienen interés para la curiosidad de unos cuantos. ¡Esa instrucción a veces se llama derecho canónico, a veces derecho romano y a veces mitología! En fin, con el sistema existente lo último que aprendemos, y eso en lo particular, es un oficio.

Siete millones en completa ignorancia; quinientos mil habitantes apenas sabiendo leer y escribir y muchas cosas inútiles; cuatrocientos mil con mejor instrucción, sin que ella se levante a la altura del siglo, y cosa de cien mil pedantes. Esto hace de Lerdo un hombre necesario. Esta situación es el resultado inevitable de nuestros planes de estudios; por eso tenemos todavía jesuítas y no tenemos jurados; por eso, en vez de guardias nacionales, cada revolución produce esbirros; por eso unos pocos monopolizan el poder, y por eso la República ya se llama Santa Anna, ya Comonfort, ya Maximiliano, ya don Benito.

ARTICULO SEGUNDO
Educación indígena.

Nos ocuparemos de la instrucción que necesitan los indígenas, porque ella es la base de una verdadera educación pública y porque los resultados de este examen justificarán las doctrinas que en el artículo anterior hemos aventurado. Suplicamos a nuestros lectores que olviden las antiguas teorías y se coloquen, para oíirnos, en la no encumbrada región de los hechos.

Existen en la República Mexicana cinco o seis millones de habitantes que originariamente formaron veinte o treinta naciones diversas, siendo las unas el tipo de la barDarie y llegando las otras a un grado de civilización apenas inferior al del Japón o de la China; las instituciones de estos pueblos fueron destruídas por la conquista; quedan los hombres y los idiomas, y algunos monumentos y vestigios, testigos de la antigua grandeza: esa mayoría de ciudadanos no ha mejorado con la independencia.

Los indígenas nada saben, y sólo sirven de labradores o de soldados; los que de entre ellos se levantan sobre su clase, forman excepciones marcadas. Sus recuerdos están en contradicción con lo presente; sus costumbres son humildes; sus necesidades, escasas; sus idiomas producen el aislamiento. Ellos tropiezan a diario con magníficos edificios, pero tienen la costumbre de no habitar sino en chozas donde no hay un rincón para la más ligera comodidad; pasan por la puerta de los teatros y no saben lo que brilla en la escena; el lujo de los aparadores, en las casas de las modistas y en las perfumerías, no es para sus mujeres; no sospechan que pudieran caminar en los coches que suelen atropellarlos; los prodigios del arte y de la ciencia les son incomprensibles y les parecen monstruosos, rompen el alambre telegráfico para ver salir la palabra; en los periódicos no descubren sino viñetas; el ferrocarril y los grandes buques les causan miedo; en las elecciones ven una especie de leva; han llegado a tal postración, que pasarían por animales desconocidos para sus emperadores y caciques si éstos se escapasen de la tumba; para contar con ellos como ciudadanos hemos de comenzar por hacerlos hombres.

Ellos conservarán sus trajes, muchas de sus costumbres y sus idiomas, si así les place; pero antes que termine el siglo, so pena de desaparecer en el siguiente, ellos deben figurar con toda la actividad de su inteligencia, con todo el entusiasmo de los nuevos intereses, en la industria, en la agricultura, en el comercio, en la política y en el teatro de la civilización y del progreso.

¿Qué debemos, pues, enseñarles? ¿El catecismo? La mayor parte de lo que este libro contiene, ellos lo saben y lo practican, sobre poco más o menos, como todos los pueblos del mundo. ¿Poesía? Esa es una inspiración de ciertas circunstancias sociales y se aviene mal con la esclavitud y la barbarie. ¿Historia? ¡Qué importa a la raza indígena lo que pasó hace veinte siglos en Grecia o en Roma! La historia nacional está por hacerse. ¿Metafísica? Con ella no mejorarán el cultivo de sus tierras, con ella no robarán la industria de la seda a los franceses ni a los chinos, con ella no se aventurarán en el seno de los mares. ¿Será bastante que les enseñemos lectura, escritura y algunas cuentas? Muchos de ellos han aprendido todo esto y lo han olvidado por no tener qué leer, qué escribir, qué contar. No hay que cansarnos, ellos deben saber lo que saben todos los pueblos ilustrados, lo que hoy se trata de enseñar a todas las clases.

Fuera de los conocimientos elementales, como lectura, escritura, aritmética, álgebra, geometría, dibujo, canto y gimnasia, los indígenas deben conocerse a sí mismos y tener nociones exactas sobre todo lo que los rodea, no como sabios, sino como hombres bien educados, responsables de sus acciones y miembros de una sociedad deliberante y soberana; deben conocer la fisiología del animal, de la planta, de la tierra, del cielo, de la nación a que pertenecen, esto es, anatomía, botánica, geología, geografía, astronomía y las leyes generales y las de su municipio. Antes de dedicarse a profesiones especiales, aunque por medio de estudios simultáneos, les son indispensables algunos conocimientos de física y de química. Y esta educación debe ser común para hombres y mujeres.

¿Los quiero hacer sabios? No lo serán las personas que me dirijan esa pregunta; porque la sabiduría, en cualquiera profesión, es obra de muchos años y de un singular talento, mientras los estudios que propongo son hoy indispensables para ejercer cualquiera profesión por humilde que sea. Además, esos estudios son de aplicación general, se prestan a las aplicaciones especiales y todos ellos pueden terminarse en cinco o seis años: antes de cumplir los doce de edad puede conseguir esa instrucción y un oficio cualquier indígena y los hijos de las otras clases proletarias. Allanar las dificultades es obra de los métodos modernos.

El gran obstáculo que se me opondrá es la falta de fondos; no lo desconozco. Pero fijemos nuestra consideración en que el acometimiento de la empresa es un compromiso sagrado, y también reflexionemos en que no debemos suspender el ensayo, donde puede plantearse, sólo porque al mismo tiempo no lo podemos extender hasta los pueblos que carecen de elementos. Tenemos un colegio de minas sostenido por todos los mineros; es una de nuestras joyas. Pero en cambio de ese foco de ilustración, en los mismos minerales no hay sino ignorancia. ¿Por qué no poner escuelas especiales en los distritos de ese ramo? Todos los trabajadores adquirirían conocimientos preparatorios: sus planteles servirían de modelo; no necesitarían sino una docena de catedráticos, y su gasto no llegaría a treinta mil pesos anuales. Estos pudieran deducirse de las contribuciones existentes. Un sacrificio de doscientos mil pesos anuales nos daría por lo menos cuatro establecimientos que servirían de satélites, de fomento y de gloria al colegio de la capital.

A cada paso hablamos de colonias extranjeras y de colonias militares; en vez de esos ensueños, ¿no convendría plantear una docena de colonias agrícolas en los centros más notables por la aglomeración de los indígenas? El gasto sería menos y los provechos seguros. La base de la colonia sería una escuela, y el gasto se cubriría con los fondos que puede designar el presupuesto para las otras empresas. Por este estilo pueden abrirse otros establecimientos para artesanos y comerciantes y para acostumbrar a nuestros hombres del pueblo con los viajes por mar y con las maniobras de los buques. ¡Será singular que con cualquier pretexto se sacrifiquen las rentas nacionales, hasta pasar de cinco millones al año lo que se perdona o regala, y no se quiere regalar o perdonar millón y medio de pesos para causar una revolución saludable en la raza indígena!

Tenemos casas de corrección, cárceles, cuarteles, cantones y otros lugares de encierro, donde los hombres viven aglomerados y ociosos por cuenta del erario. En todos estos establecimientos la instrucción sería fácil y resultaría barata.

Los caminos indicados y otros muchos nos llevarán al objeto apetecido; pero de todos modos es evidente que los indígenas deben ilustrarse, que nuestro sistema de enseñanza y las materias a que se extiende apenas bastan para las necesidades del sistema conventual que plantearon los españoles, y que hoy no podemos suplir la ilustración, como los griegos y los romanos, llevando al pueblo a las plazas para que funja de juez y de sacerdote, de legislador y de gobernante: hoy necesitamos la instrucción escrita; ésta no puede suplirse con nada en las ciencias exactas.

La mitad de nuestro plan de estudios debe suprimirse para todos, aun para los indígenas; los laboratorios de química, los gabinetes de física deben tomar posesión de las capillas en nuestras aldeas: así veremos a éstas, como esos cometas que la ciencia ha sorprendido, convirtiéndose en anillos refulgentes y en una lluvia de estrellas. Entonces podrán imprimirse numerosas obras en los idiomas nacionales, porque habrá quien las lea.

ARTÍCULO TERCERO
Educación de la mujer.

Hemos afirmado que la instrucción de las mujeres debe ser igual a la de los hombres. Algunos de nuestros lectores creerán que nos entregamos a la utopía, y otros sospecharán que repetimos maquinalmente lugares comunes, sin que nuestro sistema pueda aparecer con una forma determinada en el terreno de la práctica. Conviene, pues, que expresemos con toda claridad nuestras convicciones.

No nos ocuparemos de la mujer como ha existido en los siglos pasados: máquina de placeres en unas naciones, máquina para hacer hijos y vestidos y comida en otras, y en las más un positivo mueble de lujo para los ricos, y un dependiente, el primero de los animales domésticos, para los pobres. Tampoco la consideraremos en el porvenir que desean realizar los reformadores más audaces: igual al hombre en las cátedras, en los tribunales, en la tribuna y acaso en los mismos campos de batalla. Nos fijaremos, pues, en la mujer, tal cual hoy alumbra nuestro hogar, brilla en los festines y en los bailes, desciende del altar para formar una nueva familia y se encuentra terminantemente clasificada por las leyes divinas y humanas.

La mujer tiene hoy la personalidad religiosa y la civil, y sólo le falta la política; por la personalidad religiosa es ni más ni menos como el hombre, pues tiene la misma responsabilidad de sus acciones, los mismos derechos, idéntica inteligencia y las mismas esperanzas; Dios no distingue entre hombres y mujeres, y en una vida columbrada por la imaginación no se concibe la diferencia de sexos. La personalidad civil la hace apta para cuidar de su persona y de sus intereses; hasta puede ejercer la tutela: sólo en la sociedad conyugal aparece subalternada; pero si su capacidad es superior a la del marido, ella puede entrar fácilmente en la administración de los bienes sociales. Así es que sólo en los negocios políticos aparece la clase mujeril como un pueblo conquistado; pero entretanto que se emancipa, ¡cuánta influencia no ejerce en toda clase de negocios! Y, ¡cosa rara!, la mujer que no puede ser elector ni alcalde, puede ser reina. Alguna revolución admirable debe salir de la situación actual cuyas anomalías no pueden explicarse.

En resumen, la mujer es todo, menos lo que tiene relación con el sistema administrativo de las naciones. Pero precisamente en ese mismo caso se encuentran la mayor parte de los ciudadanos bajo los gobiernos despóticos; a esa condición del bello sexo se miran relegados, en monarquías que se llaman constitucionales, muchos millones del pueblo, sólo por su ignorancia o su pobreza; y lo mismo que las mujeres, en muchas Repúblicas no fungen en los negocios ni en los puestos públicos millares de individuos, ya por pertenecer al partido vencido, ya por su incapacidad notoria, ya por costumbre y ya también por la imperfección de las leyes. Y todo esto no es un impedimento para que la enseñanza comprenda a todos los varones. ¿Por qué, pues, excluir a las hembras, sólo porque no constan en el censo de electores y elegibles?

Pero hay una preocupación vulgar que equivale a decir que las mujeres nada deben saber o deben saber poco. Las pobres deben conformarse con saber guisar y coser; las ricas, con saber vestirse; todas, en su juventud, deben competir en gracias y artificios con las prostitutas; en su vejez deben entregarse a la devoción y al lenocinio. Los conocimientos sólidos hacen de las mujeres unas insoportables pedantes; las mujeres no deben cuidar de sus negocios, porque no los entienden y porque se convierten en tomineras; las mujeres, aunque por su talento, por su carácter y por la legislación civil puedan, no deben emanciparse de sus padres, hermanos y marido.

Esto se dice vulgarmente, pero nosotros no dejaremos sin una crítica racional tan funestos absurdos.

Una mujer, por donación o herencia, tiene un capital considerable; es seguro que con la educación que ella ha recibido no puede administrar sus fincas, sean rústicas o urbanas, ni hacer frente a las graves atenciones que demanda el comercio o una industria por pequeña que sea; esa mujer capitalista tiene que entregar a ciegas sus intereses al primer varón que se le presenta. ¿Qué sucede? Entre mil casos de esa especie, novecientos noventa dan un resultado que todos conocemos: los padres, los maridos, y principalmente los hermanos y otros parientes, se entregan al despilfarro, y la víctima debe recibirlos con sonrisa, so pena de pasar como un monstruo de desamor y de avaricia. Si la mujer, con esos elementos, no puede conservar su capital, menos puede formarlo, y la prostitución es su único recurso y consuelo. Ya sería muy grave tan triste y oprobiosa situación si sólo recayera en las mismas mujeres, pero el mal es intolerable si atendemos a que generalmente pesa entero sobre los hijos, para quienes la orfandad siempre es un horror a la sombra de una madre inepta, por amorosa que sea.

Consolad ahora, consolad a esos millones de mujeres a quienes sus hermanos, amantes y maridos arruinan cada día; consoladlas diciéndoles: No tenéis alimento, ni vuestros hijos tienen educación; estáis a las puertas del hospital o de la prisión; pero, ¡qué gusto!, no os habéis degradado hasta llevar un libro de cuentas, hasta celebrar personalmente vuestros contratos, hasta ver en una persona querida un deudor. Dios nos libre de una mujer que se ocupa de negocios; pierde su romanticismo y su coquetería.

Las mujeres deben cuidar de su persona y de sus intereses lo mismo que los hombres, y para eso es necesario instruirlas, e instruirlas profundamente y en toda clase de negocios prácticos. El romanticismo es un lujo y se aviene mal con la pobreza y la ignorancia; el romanticismo de una tonta cuesta un par de pesos en cualquier establecimiento sospechoso. Muchos ladrones cercan a las mujeres; por lo menos salvémoslas de aquellos que fingen quererlas para arruinarlas.

Pero fuera de ese interés personal, la instrucción de la mujer tiene una misión de primera importancia en las relaciones sociales; no hay necesidad de encarecer la conveniencia de difundir sólidos conocimientos por todas las clases del pueblo; para esto no bastan las escuelas, los primeros diez años de la vida humana; en esa temprana edad mucho se aprende y puede aprenderse mucho más. ¡Cuánta diferencia resultará entre una niñez pasada entre mujeres instruídas y nuestra actual infancia, que sigue amamantándose con miserables consejas! La curiosidad del niño busca de preferencia a las mujeres, con la esperanza de quedar satisfecha; prodiga sus preguntas sobre objetos reales, y en lugar de observaciones se le contesta con cuentos; y diez años pasan sin que las semillas de las ciencias positivas se hayan esparcido en esa inteligencia naciente donde no todo florece de pronto, pero sí todo vegeta.

La instrucción pública, científica, positiva no será general y perfecta sino cuando comience en la familia; la naturaleza no ha querido que las mujeres sean madres sino para que sean preceptoras.

ARTICULO CUARTO
Los libros de texto.

Ocupémonos hoy de los libros que sirven de texto en las escuelas donde, por cuenta de la autoridad, se reparte la instrucción a los niños: de esas obras, unas son heredades de la época colonial y otras se conservan en un idioma extranjero.

Obras de la época española. Inútil es sujetarlas a una crítica minuciosa; ellas pudieron ser admirables en otro tiempo, pero obsérvese que esas mismas u otras iguales existían en francés, en inglés, en alemán o en italiano. Pues bien, en el espacio de medio siglo, la Francia, la Italia, la Inglaterra, con los Estados Unidos y la Alemania, producen cada año nuevos métodos y nuevos ensayos para que la enseñanza sea más fácil y para que las obras elementales representen microscópicamente los adelantamientos admirables de la ciencia. Reproducen en pequeño lo que las enciclopedias en grande. Lo que antes se llamaba cartilla y se transformó en silabario, hoy es una enciclopedia que comprende no solamente los elementos naturales del lenguaje, sino que representa fielmente los objetos, y hablando al oído y a la vista inicia al educando en los objetos fecundos de la historia natural y de las artes. Los mismos diccionarios siguen al través de todas las naciones y de todos los siglos la historia de cada palabra, descomponiéndola en sus más imperceptibles elementos. Lo que se llamaba aritmética y se reducía a ciertas fórmulas que recordaban la adivinación y la magia, hoy es una recopilación de combinaciones de la cantidad con abundantes ejemplos y aplicaciones a los negocios de la vida práctica. Hoy, la física y la química se aprenden manipulando; el origen del mundo nos lo enseñan las capas y formaciones de la tierra sin la intervención poética del Génesis, y todos los ramos de la administración pública son militantes, supuesto que cada escuela no forma teóricos, sino reclutas para la tribuna y para el foro. La sabiduría de entonces no es hoy suficiente ni para los niños, que aspiran a conocer las maravillas del vapor y del telégrafo y del daguerrotipo.

Tales son nuestras necesidades, y para satisfacerlas no hemos tenido más que la imprenta de Murguía, que aborta diariamente libros envejecidos y estampas ridículas de personajes fabulosos; si ese establecimiento, en los veinte años de su existencia, en vez del Señor de Chalma, de la Virgen del Rosario, del Corazón de Jesús y de un hombre ajusticiado, hubiera publicado mastodontes, camellos, vacas, plantas útiles, máquinas nuevas, ocho millones de consumidores no permanecerían extraviados en el país de las quimeras.

Obras en idiomas extranjeros. Las poseemos, aunque no con abundancia, y sirven de texto en las cátedras superiores. Así como reconocemos su utilidad, se nos permitirá afirmar que ella es muy limitada. El hombre no digiere en su inteligencia sino lo que mastica con el auxilio de su lengua materna; lo que mal traducimos mal lo aprendemos. Pocos estudiantes comprenden cuánto necesitan los idiomas extranjeros, pues a veces los mismos catedráticos caminan en esas regiones con muletas: hay cosas que no se pueden estudiar sino en un idioma determinado, como la literatura que a cada lengua pertenece. Sobre todo, esa instrucción extraña no alcanza sino a mil ciudadanos cuando son ocho millones los que la necesitan. Digámoslo con valor: la enseñanza en idiomas extranjeros es un absurdo. ¿Qué clase de instrucción es esa de que no podemos darnos cuenta en nuestro idioma ni comunicar a nuestros conciudadanos?

Las reflexiones anteriores nos autorizan para proclamar la necesidad de que en México se publiquen, no una vez, sino continuamente, obras elementales. Ni se espere que los particulares tomen la iniciativa, porque la mayor parte de ellos no han reconocido la necesidad, y los que se ocupan en lamentarla no tienen recursos para ponerle un eficaz remedio. Este sólo puede conseguirse por los sacrificios de los ayuntamientos, de los congresos locales, del Gobierno general y de algunas asociaciones ilustradas.

De pronto se necesitan muchas traducciones y algunos libros originales. En este ramo poco alcanzaremos de la España; pero cien mil pesos anuales, que nada representan en nuestro presupuesto, al cabo de diez años nos acercarían al nivel de las naciones ilustradas. No olvidemos que además de publicaciones en castellano, son acaso más urgentes las que nos piden los indígenas en sus variados idiomas.

Tenemos instituciones republicanas y no tenemos ciudadanos, porque ni siquiera tenemos hombres. El indígena representa a la nación, y ese ser humano forma su casa, labra su milpa, teje sus lienzos, como la abeja trabaja su panal, como el ave cuelga su nido, como la hormiga almacena sus cosechas, por instinto, encasquillando la perfección en la igualdad de procedimientos, en la identidad de resultados, y eso cuando la civilización se enaltece por los esfuerzos de la variedad y del progreso.

Pero no nos limitemos a los indígenas; pasemos a los descendientes del conquistador: esta raza privilegiada no conoce sus deberes si no estudia antes los deberes de los romanos y los del clero; para saber cuántas clases de tabaco, de morera y de caña puede sembrar, necesita comenzar por estudiar en latín o en francés lo que es y no es el ente a ser y cómo todos los silogismos se reducen a uno solo. Hasta para comprender las bellezas de Cervantes y las agudezas de Quevedo se le exige que deletree algunas palabras sueltas de Aristóteles.

Nuestros preceptores naturales, nuestras madres, nodrizas y tías, sólo pueden enseñarnos la leyenda de la cueva de San Patricio, la eficacia de la palma bendita contra la electricidad atmosférica, algunos versos románticos y los figurines de las modas.

En cada segundo se hablan ocho millones de palabras en la República Mexicana, y se puede afirmar que son otros tantos millones de disparates. Esa abundancia de insensatez no proviene de ignorancia, su fuente está en el error; muchos leen, y los que no leen preguntan, o por lo menos oyen; pero ¿qué oír, qué leer cuando las publicaciones populares no contienen sino los extravíos mentales de una edad envejecida?

Libros, periódicos, cartillas, catecismos, mapas, estampas para el pueblo. Mientras esta necesidad no se cubra siquiera a medias, no seremos gente de razón los mexicanos.

ARTÍCULO QUINTO
Debe difundirse la educación a los municipios.

La instrucción pública presenta en nuestro siglo algunas condiciones de existencia que en la antigüedad no le descubrimos como necesarias; así demostraremos que por el mismo hecho de que todos los individuos están llamados a perfeccionar sus conocimientos naturales, las escuelas, comprendiendo las jerarquías de sus clases, cuando no son pagadas por el interés particular, no deben sostenerse sino por el municipio.

En las Repúblicas que nos sirven de modelo y que, como los astros más remotos, brillan a nuestros ojos todavía después que han desaparecido, una ciudad servía de cuna al poder, a la religión, a las ciencias, a las artes y a la riqueza; se llama la ciudad Atenas. Fuera de sus murallas no existían sino aliados o enemigos, y los que se alejaban de su puerto para cultivar una tierra extraña, dejaban de ser ciudadanos para degenerar en colonos.

Roma concedía el derecho de ciudad a los extranjeros que deseaba levantar hasta igualados con los antiguos patricios.

Hasta la teocrática nación de los judíos no se interesaba sino por los creyentes que nacían y morían a la sombra de su templo.

Parece que entonces los grupos de la humanidad, para crecer y florecer, necesitaban arraigarse en un recinto sagrado. Amigo o encadenado, el mundo hizo por muchos años la peregrinación al Capitolio. ¿Qué importaban al griego los ilotas ni los bárbaros? Y todavía los restos de las doce tribus contemplan en sus ensueños un fantasma de la antigua Salem, que se levanta sonriendo entre las ruinas.

Bajo un sistema semejante han sido fundadas todas las monarquías; la nación está en la corte.

No debemos extrañar, por lo mismo, que los focos de ilustración jamás se hayan calculado en sus dimensiones y altura, sino para alumbrar un grupo de seres privilegiados. Si las estatuas sólo lucen en Roma; si los palacios sólo son dignos de Roma; si los magníficos festines sólo pueden multiplicarse en Roma; si la hermosura y el valor y el talento no tienen un mercado igual al de Roma; si los negocios públicos, primero los proconsulados y después la corona, dependen del pueblo que fue un verdadero Júpiter Capitolino, ¿para qué sembrar conocimientos escogidos lejos de aquella ciudad privilegiada? Este monopolio, una vez establecido, ha encontrado otra razón para sostenerse, razón en que se fundaba la economía política de ese mundo que tan rápidamente se desgrana: ¿necesitamos, se decía, jefes instruídos para nuestras tropas? Sólo el monarca, hombre o capital, puede tener soldados; con un colegio le basta para sus ingenieros militares. ¿Se pide la protección a las bellas artes? Una academia junto al palacio recordará a los pintores, a los escultores y arquitectos que sus mejores obras están destinadas para los próceres. ¿Abogados? Reciban del Gobierno su título y el Gobierno les asegurará cierto estado aristocrático. ¿Médicos? Sólo en la capital pueden conocer las enfermedades: de ese centro se repartirán por las principales poblaciones; por el bien de ellos abandonaremos la multitud a la naturaleza y a los curanderos. Lo mismo se quiso hacer con la Iglesia, pero ésta fue la primera en emanciparse.

Hoy todo ha cambiado; si en una playa desierta o en un solitario bosque se improvisa una población, y publica sus periódicos, y hace rugir sus locomotoras, y suelta las alas a su telégrafo, y levanta palacios, y discute sobre sus intereses, convoca al género humano abriéndole las puertas de la inmigración; y ese pueblo se llama libre y soberano, aunque reconozca un centro para sus negocios cuando son comunes con otros pueblos. ¿Quién le negará el derecho de ilustrarse sobre todas materias? ¿Qué capital tendrá la ridícula pretensión de proveer a esos poderosos colonos de abogados, médicos, pintores, arquitectos, sacerdotes y soldados? Esto, que sería un absurdo en una población nueva, es inconcebible cuando se trata de municipios que en el transcurso de los años han adelantado la mayor parte de su camino.

Un Gobierno general, por rico e ilustrado que sea, no sólo encuentra un límite estrecho en sus recursos, sino en sus aspiraciones; no puede apasionarse por lo que no conoce: esto es tan cierto, que los mexicanos jamás tendremos marina si la esperamos de los supremos poderes; y si éstos piensan en ella, establecerán la escuela sobre uno de los radios del distrito. Los gobiernos de los Estados se encuentran en el mismo caso.

¿Luego debemos desesperar de que tantas municipalidades pobres lleguen a tener escuelas que suplan por los colegios de las grandes capitales? No, no debemos desesperar; en esas municipalidades puede levantarse un establecimiento, no indigno de la ilustración del siglo, por los mismos medios y con los mismos recursos con que se ha conseguido tener una iglesia y acaso dos o tres, y sufragar los gastos de escandalosas funciones. Para esto son las contribuciones que pesan sobre los bienes y los individuos; para esto son los auxilios que los Estados y el Gobierno general deben impartir con mano generosa, y la misma beneficencia pública seguirá ese carril cuando lo vea cursado por la experiencia.

Lo que nos hace falta, y es la verdad, es un sistema municipal independiente de esas tutelas vergonzosas con que los españoles protegieron a los indígenas. Bueno es que el legislador imponga ciertos deberes a los ayuntamientos; justo es que los gobiernos no den sin condición sus donaciones; pero las restricciones no deben absorber la soberanía del pueblo, esa soberanía que no es real y permanente sino en la discusión de los negocios que a todos interesan.

El siglo no puede sufrir ni bárbaros ni parias; quiere hombres, quiere en cada individuo contemplar una frente coronada; esa independencia, esa exaltación individual, supone dos mejoras: la instrucción en todas las clases, la intervención de todos en los negocios comunes. De hoy más no son separables estas dos ideas: ¡escuelas, ayuntamientos!

1868.

IV. LA ENSEÑANZA RELIGIOSA

CARTA AL SR. LIC. D. IGNACIO ALTAMIRANO, DE 19 DE MARZO DE 1871.

Cediendo a la invitación que usted se sirve hacerme, me alisto con mucho gusto bajo la bandera que usted ha levantado para defender la no intervención de la autoridad en la llamada enseñanza religiosa; pero comenzaré por hablarle con mi genial franqueza: creo que la raz6n favorece a nuestros contrarios lo mismo que a nosotros, sin más diferencia que la del objeto para cuyo triunfo invocamos tan poderoso auxilio.

Entre los animales capaces de instrucción, ninguno, bajo la influencia de ésta, sufre tan variadas y sorprendentes modificaciones como el hombre; así es que todas las instituciones sociales producen tipos constantes en las clases y en los individuos, y el interés de la historia consiste en presentarnos en acción nuestras propias transformaciones.

¿Se trata de formar una sociedad enteramente jerárquica, dpnde todos obedezcan y muy pocos piensen, donde el arte sea rutina y donde la ciencia enmudezca cuando habla el dogma? ¿Se trata de retroceder hasta los siglos de barbarie? ¿Se quiere que el sacerdote nos acompañe en la cuna, en el lecho conyugal, en la tribuna, en el foro, en los placeres, en las desgracias y hasta en las puertas de la muerte? ¿Se proclama como perfección administrativa el sistema teocrático? Entonces, el cura de la Sierra es lógico cuando propone a la humanidad como el primero, y para la mayoría como el único libro, el catecismo del padre Ripalda. ¡Creed, temblad, trabajad para nosotros!

Pero los pueblos más poderosos de la tierra, hoy se agitan con otras aspiraciones; el trabajador busca su independencia en el provecho, protegido por la costumbre y por las leyes; ninguno tiembla fácilmente cuando vive entre iguales, y las ciencias y las artes no florecen sino entre los rayos de la demostración y de la experiencia. La soberanía individual rechaza los dogmas, porque todo dogma es una voluntad ajena y toda soberanía quiere ser independiente. En medio de una discusión universal, cuando los instrumentos más ingeniosos se multiplican para descubrir la verdad, cuando la naturaleza complacida nos prodiga sus antiguos secretos, ¿qué asiento pueden tener entre nosotros las revelaciones ni los oráculos? Lo absurdo podrá creerse, pero jamás figurará ni entre las artes ni entre las ciencias.

¿Cuál es el mínimo de los conocimientos que por ahora se exige a todo miembro de la familia humana? La corona de la pubertad deshonra al hombre y a la mujer cuando no la acompañan con las joyas de una instrucción que no recibirán, por cierto, en ningún catecismo religioso. Lectura, escritura, aritmética, geografía, historia, dos o tres idiomas, dibujo, un oficio o los principios de una profesión, y algunos rudimentos en las leyes civiles y criminales y en las instituciones patrias, apenas se consideran como conocimientos bastantes para que la juventud aspire al titulo de padre o de madre de familia. ¡Y para llenar tantas exigencias del siglo se nos pone un Ripalda!

¿Qué puede contener de útil y necesario ese pequeño catecismo que no se encuentre mejorado en los libros más comunes que constituyen la enseñanza en todos los pueblos del mundo? La religión se presenta bajo diversos aspectos; acaso el histórico es el más interesante. Pues bien, en cualquier compendio, en cualquier romance se contienen mejores noticias sobre el judaísmo y el cristianismo que en los ridículos elementos con que Arrillaga ha completado el opúsculo de Ripalda, que tanto se nos recomienda. La parte moral de la religión se reduce en esta obra a los mandamientos, y éstos y mucho más están al alcance de todos los hombres en los pueblos donde figuran las leyes civiles y criminales, medianamente practicadas; existen ciertas prohibiciones que no son reveladas por Moisés, sino impuestas por la naturaleza. Lo que principalmente compone el catecismo son ciertas prescripciones religiosas y algunos dogmas: aquéllas sólo interesan al clero que las explota; y éstos, como no están sujetos a explicación, se reducen a una estéril nomenclatura.

Ni se nos oponga que ese catecismo es el compendio de lo que Dios ha dicho. ¿Cuándo autorizó Dios a unos oscuros frailes y clérigos para que le compendiasen sus palabras? ¿Por qué, si existen éstas, ocultadas a los ojos de la multitud? Y, sobre todo, ¿esa miniatura es la fiel y viva imagen de la Biblia>?

Dichosos los eclesiásticos si en esa falsificación de sus primitivas instituciones sólo resaltasen la mala fe y la ignorancia; pero existen los repugnantes contraprincipios, que no se pueden paliar con el credo quia absurdum de uno de los padres de la Iglesia.

¿Son tres dioses?, se pregunta el padre Castaño; y responde: No, sino un solo Dios verdadero, que aunque en Dios hay tres personas, todas son un mismo Dios, porque tienen un mismo ser y naturaleza divina. La religión cristiana y la judía y todas las religiones consideran como de un mismo ser y naturaleza los dos principios: el del mal y el del bien; a veces se subalterna el segundo al primero. En la teología que contiene el Ripalda, el Dios de lo bueno se representa por tres personas, de las cuales la primera engendra al hijo y la tercera se considera como procedente de las otras, sin que la procedencia ni la engendración alteren la naturaleza divina. En esa teología el principio de lo malo procede del principio de lo bueno, de tal suerte, que la segunda persona ha sido engendrada para sacrificarla en cierto tiempo, nada menos que al Dios del mal: éste, por lo mismo, tiene derecho, como cualquiera otro, a que se le reconozca su naturaleza divina. He aquí cómo en vez de una trinidad resulta un cuaterno. Esos mismos catecismos se empeñan en defender el celibato eclesiástico, cuando saben muy bien que de diez sacerdotes nueve tienen hijos, y que esta prole sacrílega se encuentra en la imposibilidad de cumplir el cuarto mandamiento, pues mal puede honrar a su padre y a su madre quien por la Iglesia se ve comprometido a negarlos. ¿Y qué importan a la sociedad el padrenuestro, la salve ni la peregrina explicación de los pecados veniales? El mundo, para marchar, no ha esperado a Ripalda.

Se cree infamarnos diciendo que pretendemos hacer de cada hombre un Voltaire. Sí, hay un filosofillo de ese nombre que en el siglo pasado bendijo al sobrino de Franklin, quien en la culta Europa no descubrió un hombre más digno para representar a la divinidad en esa ceremonia augusta; ese herejillo salvaba a los desgraciados que encontraba en su camino; ese escritorzuelo crió la historia filosófica; ese poetilla se levantó a la altura de Sófocles y de Eurípides; y ese despreciable enemigo de los teólogos comprendió a Dios y explicaba sus leyes de esta manera:

Yo quise, ¡oh Dios!, contemplarte,
y en mi corazón te vi;
si tu imagen no está aquí,
no existe en ninguna parte.

¡Cuán mutilado en el arte
de los teólogos te veo!
Sólo llena mi deseo
la sabia naturaleza,
reflejo de tu grandeza:
porque te siento te creo.

Robado a la nada fría,
de tus manos desprendido
y en las tinieblas caído,
tengo la razón por guía.
En vano una voz impía
clama, en nombre de la fe,
que nada la razón ve
sino en un prisma encantado;
sólo esa antorcha me has dado,
y yo no la apagaré.

No seré de esos mortales
que se llaman tus virreyes
y sobreponen sus leyes
a tus leyes inmortales.
Presumen ser tus iguales
allá en el éter profundo;
lanzan el rayo iracundo
a la faz del firmamento,
y, fantasmas de un momento,
sus órdenes dan al mundo.

Amor de todos los seres,
tú dominas la existencia;
justicia, hermosura, ciencia,
esperanzas y placeres,
todo lo que brilla tú eres.
Y padre de los humanos,
tus decretos soberanos
no sufren desigualdad,
fundaste la sociedad
con tus hijos, con hermanos.

Si mi razón se extravía
buscándote a ti, Señor,
no es porque ella ame el error,
tú llenas el alma mía.
Tú que un día y otro día
me prodigas bondad tanta,
porque mi labio te canta
como de todos amigo,
no puedes darme un castigo:
la eternidad no me espanta.

Perdóneseme si yo deseo para cada uno de los hombres que sea un Voltaire, y no me atreva a desear, ni para ninguno de los redactores de La Voz de México, que sea un Arrillaga.

Sospecho que ustedes los ripaldistas estudian algo más que su catecismo; ¿para qué? Envanécense ustedes de que los mismos cánones y la Biblia no forman toda su ciencia. ¿Qué van a buscar en los conocimientos profanos? ¿Por qué condenan a la multitud a tan completa ignorancia? ¡Ay! Es porque bajo la máscara de la religión se oculta el espíritu de dominio; con el catecismo no aumentáis el número de los cristianos, sino únicamente marcáis servidores.

Esa comezón de mando se descubre cuando se acusa de ateos a los gobiernos que proclaman la libertad religiosa. Un gobierno no puede ser ateo, como no puede ser cristiano ni judío; la religiosidad consiste en la creencia, que es puramente personal: así pueden los gobernantes ser mahometanos en una nación de católicos intolerantes; así, en una federación, cada Estado podría proteger una religión diferente y el Gobierno general no profesar ninguna. El Gobierno representa la ley civil; los clérigos quisieran que representara la ley religiosa, para dominarlo y para realizar la pretensión moderna de que al Papa debemos entera obediencia. ¡Este rey, que no sabe a quién entregar su triple corona, si a turcos o a protestantes! ¡El Napoleón del cesarismo cristiano!

El clero no demanda al Gobierno fe, sino coacción; quiere que la autoridad amenace a los que no crean; para esto necesitaríamos inventar un cuarto poder: el creyente. No trastornará el mundo sus instituciones por volver a la teocracia.

Señores ripaldistas, si no hemos mejorado, no hemos empeorado con el nuevo sistema, y esto sólo es bastante para declarar inútil vuestro método y con él vuestros libros de enseñanza. Existen crímenes y errores porque la virtud y la ilustración no son absolutas.

Podemos felizmente entrar en comparaciones: entre un número igual de personas de la misma clase, tomada una mitad de una nación teocrática y otra de una nación tolerante, es probable que aparezcan en una misma proporción las faltas y las virtudes. Entre ustedes, ciegos creyentes, y nosotros, librepensadores, no veo que el vicio se acompañe con los unos o con los otros de preferencia; podemos, sin empacho, asegurar que todos poseemos algunas virtudes: sí, ustedes y nosotros enseñamos a nuestros hijos a respetar los bienes ajenos, a ver como un tesoro la vida de nuestros hermanos, a no traspasar los límites de una justa defensa, a obsequiar todas las exigencias sociales y a ser modestos y generosos; nosotros todavía les enseñamos más, y es a no condenar a ninguno a la ignorancia, obligándole a creer lo que no podemos probarle; y les enseñamos con la voz y con el ejemplo a no hacer traición a la patria.

No desmaye usted, mi distinguido amigo, en la noble defensa de la emancipación humana. Se dice que un libro contiene las palabras de Dios; ¿por qué se nos ha de enseñar sólo el índice? Se dice que debemos creer por temor de Dios; ¿por qué también obligarnos a creer por temor al gobernador del distrito? Las reticencias y las amenazas son indignas entre hermanos. Si Dios se dignase confiarnos sus misterios, nos apresuraríamos a suplicarle que lo hiciese a la presencia de todo el mundo; yo, por mí, no me consideraría capaz de guardarle el secreto.

Estoy seguro de que usted es tan indiscreto como su afectísimo amigo,

Ignacio Ramírez.
Índice de El laicismo en la historia de la educación en México Documentos históricosCapítulo sexto - Don Melchor OcampoCapítulo octavo - El Doctor Gabino BarredaBiblioteca Virtual Antorcha