Índice de Autobiografía de Friedrich Fröbel | Primera parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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AUTOBIOGRAFÍA
Segunda Parte
Relataré un incidente sumamente importante para mi vida espiritual de muchacho. En el señorial castillo que domina una poblacioncilla distante cosa de una legua de mi habitación, una compañía dramática dio varias representaciones. Después de haber ido una vez no falté a ninguna, porque el espectáculo produjo en mí una impresión vital y profunda, tanto más cuanto que mi naturaleza emotiva había carecido de semejante alimento durante toda mi vida. Mientras regresaba a casa iba yo reviviendo y ahondando mis impresiones, merced al análisis del drama que había visto y sentido, el propósito del cual procuraba comprender.
Hube, llevado de mi interés en este asunto, de buscar a los actores y relacionarme con ellos, especialmente con un joven, sincero y entusiasta, que me fue simpático desde luego. Al hablar con él de su vocación, felicitándolo por pertenecer a la compañía que era capaz de producir tan bellos y benéficos resultados en la naturaleza humana, le exprese también mi deseo de incorporarme a semejante grupo, y entonces ese hombre honorable me pintó la vocación del actor como engañosa y mala, confesándome que él la seguía por necesidad y pronto la abandonaría.
Ahora bien: mi padre, sabedor de mi asistencia al teatro por mis cartas, en que le hablaba de ello larga y ampliamente, me hizo amargos reproches, considerando mis acciones altamente culpables. Mi conciencia, por lo demás, no me decía sino que mi asistencia al teatro no había mermado en lo más mínimo mi asistencia a la iglesia ni el cumplimiento de mis deberes religiosos... Surgió, pues, una desavenencia entre mi padre y yo, en la que más tarde medió, como de costumbre, mi hermano mayor.
El término fijado de antemano a mi aprendizaje se cumplía el día de San Juan, 1799. El guardabosque, pulsando las ventajas que ahora le ofrecían mis despiertas actividades, quiso detenerme un año más, pero yo deseaba otra cosa, o sea proseguir y profundizar mis estudios de matemáticas y botánica, y no accedí a quedarme. Al expirar los dos años de mi aprendizaje partí, dirigiéndome a la casa de mi padre.
Mi patrón tenía conciencia de no haber cumplido sus deberes para conmigo, y esta opresiva certeza le hizo, muy probablemente, portarse todavía peor. Disgustado por mi negativa a quedarme y sin haberse tomado la molestia de examinar los trabajos que yo había hecho solo (por ejemplo, mis apuntes de matemáticas, obtenidos mediante estudio de libros elementales), envió a mi padre una carta llena de amargas quejas contra mí, arrojándome la culpa de mi aplastante ignorancia.
La carta llegó a manos de mi padre antes que yo apareciese en el hogar; él la remitió a mi hermano, pastor ya de una aldea que yo debería atravesar en mi camino, y éste me la mostró, como documento acusador, a poco de que llegué. Puse las cosas en claro, exponiendo la manera de ser de mi patrón, exhibiendo mi trabajo, realizado sin ayuda ni siquiera conocimiento suyo, y en una cuidadosa respuesta a su carta examiné uno por uno los cargos que me hacía y expuse su conducta ante mi padre y mi hermano, los que quedaron satisfechos de mí.
No así mi madrastra, quien a pesar de toda aquella aclaración y exposición de hechos veía confirmadas sus predicciones en los cargos que me lanzaba el guardabosque... Una vez más volvieron a sufrir dura prisión las aspiraciones de mi espíritu, y mi vida volvió a ser triste y fría, como en los años de mi niñez.
Sucedió que mi padre tuvo que hacer un envío de dinero a Jena, para uno de mis hermanos que estudiaba medicina. Yo fui el mensajero, ya que no tenía nada que hacer. Una vez en la ciudad de Jena y observando la activa vida intelectual que allí se llevaba, deseé quedarme, y mi hermano escribió a nuestro padre que yo podría emplear ventajosamente las ocho semanas que duraría aún el período escolar (verano de 1799). Consintió mi padre en ello. Empecé, desde luego, a recibir enseñanza de dibujo topográfico y del natural, a la que dediqué con asiduidad todas mis horas.
Al regresar a la casa paterna con mi hermano, para las vacaciones, llevaba hecha mi resolución de proseguir estudiando como él. Así lo dije a mi padre, quien contestó que no tendría motivo para negarme su consentimiento si yo atinaba con la manera de realizar mis planes. No teniendo yo aún la edad necesaria para poder disponer de mi muy reducida herencia materna, mi plan se redujo a obtener el consentimiento de mi tutor. Corría el mismo año de 1799 cuando, por fin, llegué a Jena como estudiante y fui inscrito en Filosofía (así rezaba mi boleta), cosa que me pareció muy rara, porque yo solamente pretendía adquirir conocimientos prácticos y, además, me había formado otro concepto de la filosofía. La palabra misma causó en mi vida soñadora y emotiva una impresión muy grande, cuyo efecto no desapareció ya. Cierto es que ella se borró en breve tiempo, pero dio a mis estudios una inesperada significación, más elevada que la que tenían a mis ojos anteriormente.
Estudié algebra, aritmética, geometría, mineralogía, botánica, historia natural, física, química, la ciencia de la economía en relación con la forestación, con la construcción sencilla y la decorativa. Proseguí también el dibujo topográfico.
Al principio, las clases de matemáticas me parecieron demasiado sencillas, pero después no siempre podía comprenderlas bien. Carecían las lecciones de mi excelente maestro del valor que habrían tenido si yo hubiera podido ver en el curso de la materia y su progreso más necesidad y menos arbitrariedad. Esta consideración decidió mi actitud contra tal manera de enseñar. Si tal era el caso en las matemáticas puras, ¡cuánto más sensible no sería en las matemáticas prácticas o aplicadas, y sobre todo en la física experimental! Los experimentos solos no podían cautivarme. Yo deseaba y buscaba contemplar la relación íntima del todo con sus partes.
En botánica tuve un maestro sensato, afectuoso y benévolo (Batsch). Gracias a su enseñanza adelanté notablemente, y lo recordaré siempre con gratitud. También enseñaba la historia natural; dos de las ideas por él expuestas se apoderaron de mi ánimo satisfaciéndolo: 1a, la relación de los animales entre sí, que se extiende a todas las especies, y 2a, la de que el sistema óseo de peces, aves y hombres es, en el fondo, idéntico, debiendo considerarse al del hombre como el tipo perfeccionado y básico para todos los demás, al que la Naturaleza procura asemejar las innúmeras formas inferiores.
Mientras estuve en la Universidad viví muy retirado, observando gran economía; rara vez concurrí a sitios públicos y sólo visitaba a mi hermano, quien, como ya dije, estudiaba medicina en la misma ciudad. Tengo entendido que mi padre, al salir yo para Jena, me dio toda la pensión correspondiente al primer semestre, de la cual presté gustosamente a mi hermano una parte que ofreció reembolsarme en breve plazo. Por desgracia, no lo hizo así ni pude obtener nada de él, así es que me vi en serios aprietos y dificultades, tanto que hacia el final del tercer período escolar mi situación se hizo muy difícil; debía yo treinta thalers al propietario de una fonda, el que, después de haberme reclamado varias veces el pago de dicha cantidad y de haber escrito a mi padre con el mismo objeto (recibiendo de él en respuesta una categórica negativa), me amenazó con la cárcel, caso de no recibir su dinero dentro de determinado plazo.
Así fue. Entré a la cárcel sin que mi tutor, quien tenía aún algunos recursos a mi disposición, pudiera ayudarme, por prohibir la ley que él interviniese como partidario en favor mío. En realidad, sí habría habido manera de que me ayudase, pero fui juguete del capricho de ese hombre inflexible, y pasé nueve semanas en la prisión de Jena. Finalmente, satisfecho mi padre con la formal renuncia que hice a cualquiera herencia paterna que hubiera de tocarme más tarde, obtuve mi libertad en el verano de 1781.
En el acto salí de la ciudad y regresé a casa de mi padre. Aunque era natural volviese con el corazón oprimido y la cabeza llena de inquietudes, mis diecinueve años y la hermosa estación estival no fallaron en despertar mis energías ni en incitarme a nuevos esfuerzos. Mi padre quiso ayudarme a conseguir trabajo grato a mi vocación, o cuando menos procurarme una actividad que me acercara a ella, y pronto se nos presentó oportunidad en una propiedad que un pariente de mi padre poseía en Hilburg. Bajo la dirección del administrador de esa finca, fueme dable aprender bastante de agricultura práctica.
Mis ocupaciones no me impedían pensar. Pensaba yo mucho, con dolor y amargura, en la carencia de comprensión entre mi padre y yo. Lo respetaba y reverenciaba, admirándolo por su robustez y fortaleza tanto físicas como espirituales, que en su avanzada edad lo mantenían enérgico en palabra y en consejo, vigoroso en acción, firme en voluntad y capaz de nobles sacrificios. Pero bien sabía yo que era ya un anciano, que se acercaba a la tumba... y me dolía en el alma no me comprendiera.
Pocos meses después de mi llegada a la finca de Hilburg recibí una carta llamándome a casa. Mi padre murió en febrero de 1802. Conservó hasta el fin la inquietud que siempre le inspiró mi porvenir. Tocábame a mí solo, ahora, determinar el curso de mi vida.
En la Pascua del mismo año abandoné la casa paterna para desempeñar el empleo de actuario en el Juzgado Forestal de Bamberg, población de un distrito extraordinariamente hermoso. Mis obligaciones no eran muchas ni pesadas, y después de cumplirlas podía salir y respirar a mis anchas aquel aire primaveral que fortalecía mi cuerpo y mi alma. El tutor de los hijos de mi jefe era hombre de excelentes cualidades y pronto nos hicimos amigos.
Apenas entrada la primavera de 1803 dejé ese empleo y fui a Bamberg, animado de gran esperanza de mejorar rápidamente, dándome derecho a tal esperanza ciertos cambios de que se hablaba, así como una proyectada revisión de propiedades rurales. No me esperaba desengaño alguno. Me relacioné con los ingenieros de la ciudad y a continuación uno de ellos me propuso trabajase con él, preparándole unos mapas que necesitaba para llevar a cabo la labor que tenía encomendada. Dibujar mapas era cosa que no me ofrecía dificultades; me ocupé en ella bastante tiempo y rcibí buena compensación, suficiente a cubrir mis gastos necesarios. Además, con el nuevo gobierno hubo plazas vacantes, a las que se podía aspirar sustentando determinadas pruebas que, en el caso mío, consistían en el plano de la ciudad de Bamberg. Hícelo yo con mucho gusto y lo entregué. Fue aprobado y yo recibí una recompensa; sin embargo, por ser un joven sin experiencia y extraño en la ciudad, no recibí nombramiento alguno.
Después de terminado ese trabajo se me comisionó para medir una pequeña propiedad, ocupación que acarreó para mí importantes consecuencias, de las cuales mencionaré una: el dueño de las tierras era un joven Doctor en Filosofía, inclinado a la nueva escuela de Schelling, y era imposible no aludiésemos en nuestras conversaciones a lo que animaba nuestra vida interna, así como fue muy natural que él me diese a leer Bruno, o el Espíritu de la Época. Esa lectura influyó mucho en mí, y el joven doctor (conocido mío desde Jena y tan sólo un poco mayor de edad que yo) notó mi vivo interés en aquel libro y me dijo un día las siguientes palabras, que me parecieron muy extrañas: Cuídate de la Filosofía, que te sumerge en las sombras y en la duda; dedícate al Arte, que da vida, paz y gozo.
Palabras que no comprendí puesto que yo consideraba la filosofía como inherente a la vida del hombre y no alcanzaba a razonar cómo podría sumirse en dudas y sombras quien siguiera tranquilamente la corriente de su vida interna, me hicieron examinar atentamente mi persona, mi vida y mis propósitos. De tal examen obtuve la noción de dos vidas y de dos maneras muy diferentes de existir.
En esos días, mi amigo, el maestro de los niños de mi jefe, dejó su plaza de tutor; me dijo que se dirigía a Frankfort y de allí a Francia. Le vi partir con pena, sin sospechar que pocos años después la vida nos reuniría y él directamente decidiría mi carrera. (He aquí un caso bien común en la vida, en que la separación de dos seres conduce a su unión, y la unión, a su separación.)
No me detendré a mencionar varias influencias que en ese tiempo contribuyeron a moldear mi carácter y mi ser moral, y llego el fin de mi permanencia en Bamberg. Tenía que ocuparme seriamente en buscar y obtener trabajo estable y definido; realmente estaba yo solo; no tenía quien me ayudara en este asunto.
Un periódico muy leído entonces, El Anunciador Universal Alemán, me dio le idea de solicitar empleo en sus columnas, añadiendo como muestra de mis méritos algún trabajo geométrico y otro de dibujo arquitectónico que figuraran entre las ilustraciones de la publicación. Puse inmediatamente manos a la obra y la envié al periódico en 1803, pidiendo al editor añadiese algunas palabras de encomio para mis dibujos. El plan alcanzó mucho éxito y me procuró varias comisiones, las que, a su vez, me produjeron gratos resultados: se me ofrecieron varios empleos y acabé por elegir la secretaría particular del presidente y antiguo consejero de Dewitz, en Mecklemburg, quien residía ahora en Gross Milchow.
Me dirigí a pie a mi destino en días de un crudo invierno (era febrero), siendo recibido allá amigablemente por la gente de la finca, sencillos y laboriosos jóvenes de Sajonia y Prusia. Nunca había tenido ocasión de ver la contabilidad de una finca rural en gran escala, mucho menos de llevarla yo mismo, y aquí tenía que llevarla por un método perfecto y sencillo en que todo se anotaba con absoluta exactitud; tal método era para mí una gran ventaja y gracias a él pude satisfacer a mi jefe y muy especialmente a su mujer, la que examinaba al microscopio los detalles más pequeños.
Los alrededores de la posesion eran muy hermosos. Mi buena fortuna me había conducido, hasta entonces, a bellas regiones naturales, y esta vez, como siempe, gocé con las riquezas que la Naturaleza me ofrecía. Sí; siempre me trató la Naturaleza como madre...
En cuanto hube adquirido alguna práctica, mi trabajo se simplificó; había asuntos que sólo se despachaban semanariamente, y yo tenía tiempo para pensar en adelantar y mejorar. Sin embargo, duré poco tiempo trabajando allí, porque si bien me encontraba sano y fuerte de cuerpo y alma, mi espíritu sentía profunda necesidad de mayor cultura.
La dirección de mi vida estaba ya marcada; había aparecido en el cielo de mi espíritu una estrella que debería yo seguir. Por consiguiente, mis trabajos no eran sino anclajes ocasionales en tanto llegaba la hora de tomar nuevamente el camino hacia mi verdadera vocación. Esta vez no tardó en llegar.
Mi tío Hoffman, el que me había querido como mi hermano me quería, acababa de morir. Me tuvo presente hasta el ultimo momento y encargó a mi hermano hiciese cuanto fuera necesario para darme una posición segura en la vida y para evitar dejase yo el empleo que ahora tenía hasta que tuviera fundada seguridad de obtener otro mejor. Pero la providencia dispuso las cosas de otra manera, porque la pequeña herencia que llegó a mis manos después de su muerte fue el medio que yo necesitaba para cumplir el deseo de mi corazón y satisfacer los impulsos de mi espíritu. ¡Cuán admirablemente guía Dios el destino de los hombres!
El Consejero tenía dos hijos estudiando pedagogía en otra ciudad. Vinieron a visitar a sus padres, trayendo consigo a su maestro, hombre ilustrado, matemático y versado en física, abierto y comunicativo conmigo. Fue tan amable de hablarme de muchos problemas suyos que aun aguardaban solución, y con esto despertó mi cariño por los matemáticas y la física, adormecido durante largo tiempo.
Meses hacía que mi deseo se había vuelto hacia la arquitectura, tanto que resolví elegirla como profesión y estudiarla seriamente. Pedí se me concediese retirarme de mi actual trabajo, ansioso de marchar a Frankfort a principios de la primavera y conferenciar allí con mi amigo el joven maestro de Bamberg, el que de allí había ido a Frankfort y después a Francia. Nos escribíamos desde entonces, y habiéndole yo confiado mis deseos de estudiar arquitectura y preguntándole si no podría realizarlos mejor en Frankfort, donde había tantos intereses y tanto trato, el me contestó que iría a esa ciudad en el verano y si yo iba también, podríamos hablar largamente del asunto y llegar a una conclusión. Decidí, como ya dije, acudir a la cita. Pero ¿dónde conseguiría yo el dinero para semejante viaje?
Escribí a mi hermano el mayor, el que siempre me había comprendido tan bien, pidiéndole ayuda. Tanto significaba para mí su respuesta, que no me resolví a leerla hasta varios días después de recibirla, creyendo muy improbable pudiera hacer algo para ayudarme a realizar el deseo de mi corazón y temiendo encontrar en ella la ruina de mi vida.
Pero lejos de eso, mi hermano mayor empezaba su carta con palabras de cariñosa simpatía y terminaba anunciando el fallecimiento del buen tío, el que había dejado un legado para mí y otros para mis hermanos y hermanas.
La suerte estaba echada. Desde ese momento la vida de mi espíritu tomó una nueva significación sin que yo me percatase de ello; era yo como un árbol que florece y no lo sabe...Partí en abril de 1805, lleno mi corazón de paz y alegría, dejando tras de mí el afanoso propósito de mi antigua condición, y en mayo llegué a la casa de mi buen hermano, tantas veces mencionado en estas líneas.
El, tan lleno de cariño y de bondad como siempre, me animó a seguir fiel e invariablemente esa determinación mía de estudiar, y al despedirnos escribió en mi álbum estas líneas: Es el destino del hombre luchar dirigiéndose a un fin. Sé un hombre firme y decidido, mi querido hermano; vence los obstáculos que te atajen el paso y ten confianza. Tú llegarás al fin que deseas alcanzar.
Alentado por su asentimiento y simpatía y fortalecido con su confianza en mis resoluciones, me alejé de mi hermano.
Poco antes de mediar el verano llegué a Frankfort, según lo convenido con mi amigo; él también fue puntual y trabajamos juntos para lograr lo que yo deseaba, cosa que no parecía difícil, sino al contrario, pues muchas circunstancias parecían favorecernos; sin embargo, mi amigo no se mostraba partidario de que yo ocupase una plaza de arquitecto, sino de que me sostuviera dando enseñanza particular hasta que se presentase algo mucho mejor para el logro de mis planes. Y yo, por mi parte, me sentía más deprimido cuanto más próximo veía lo que había deseado. Solía preguntarme a solas: ¿Cómo vas a trabajar en arquitectura por la cultura y el ennoblecimiento del hombre? No obstante, permanecía fiel a mi propósito y empecé a trabajar con un arquitecto.
Un día mi amigo me presentó a un amigo suyo, director y maestro de la Escuela Modelo recién establecida en la ciudad; se habló de mi vida e intenciones y yo me expresé amplia y abiertamente; Gruner, el amigo del mío, me interrumpió exlamando: ¡Vamos, deje usted la arquitectura! No es para usted. ¡Sea usted educador! Necesitamos uno en nuestra escuela, y si usted se decide, suyo será el puesto.
Mi amigo me aconsejó aceptar y yo empecé a titubear. Finalmente una circunstancia vino a decidirme: la noticia de que mis certificados y constancias, especialmente los que había recibido en Jena, se habían perdido. Erame imposible imaginar qué les pudo haber pasado al salir de mis manos con destino a las de un hombre que se interesaba mucho por mí... Concluí por pensar que la providencia me había privado de ese puente y no dudé más, sino que con muy buena voluntad y contento así la mano que se me tendía y entré a ser maestro en la Escuela Modelo de Frankfort.
En aquellos días el nombre de Pestalozzi era palabra importantísima en educación y ningún maestro debía ignorarla. Gruner, antes de tomar la dirección de la Escuela Modelo, había sido su discípulo y más tarde escribió un libro sobre su método, circunstancias de las que me enteré muy luego y trajeron a mi memoria lo que allá en mi niñez leí en un periódico, a saber: Que en Suiza un hombre llamado Pestalozzi, después de haber vivido aislado del mundo durante cuarenta años, había aprendido por sí solo a leer, escribir y contar.
Ese éxito me animó, sirviéndome de estímulo y dándome esperanzas; pensé no serían irremediables la lentitud y la deficiencia de mi propio desarrollo (de las que yo tenía plena conciencia), sino que yo mismo podría, merced a mis esfuerzos, llenar los vacíos que había en mi cultura.
Era, pues, natural, que todo lo relativo a Pestalozzi me interesara profundamente. Formé el propósito de conocer a ese hombre extraordinario y en agosto de 1805 fui a Iverdun, lugar al que él había llegado poco antes. Recibiéronme el maestro y sus colaboradores muy amistosa y cordialmente, a causa de la recomendación de Gruner que presenté; me llevaron a recorrer los diferentes departamentos de la escuela y me dejaron luego en libertad para verificar mis observaciones.
Inexperto como yo era todavía en cuestiones de enseñanza, lo que vi elevó mi espíritu y lo deprimió también; me despertó y sorprendió... Permanecí catorce días en la escuela y escribí (lo mejor que me fue dable) una relación de todo lo que vi y de la impresión que me produjo. Abandoné Iverdun a mediados de octubre, resuelto a volver para una visita más larga.
Regresé a Frankfort. El Consistorio confirmó mi nombramiento de maestro en propiedad, y tomé posesión de mi puesto emprendiendo el nuevo trabajo que se me asignó en la Escuela Modelo, el que consistía en ayudar a preparar un plan de enseñanza completamente nuevo para toda la escuela. Ésta contaba cuatro o cinco grupos de varones, dos o tres de niñas y la asistencia total era de unas doscientas criaturas. El cuerpo docente estaba integrado por trece maestros. Yo quedé encargado de enseñar a los grupos medianos lengua nacional, aritmética, dibujo y geografía.
He aquí cómo me expresaba yo, en carta a mi hermano, de aquel trabajo, el primero que tuve con grupos de treinta a cuarenta niños de nueve a once años: Me parece haber encontrado algo desconocido, pero, sin embargo muy deseado y extrañado desde largo tiempo atrás; me parece como si al fin me encontrara en mi elemento natural... Sí; ¡me sentía como el pez en el agua y el pájaro en el aire!
Pero antes de seguir hablando de esta fase de mi desarrollo debo mencionar otra cosa muy importante para mí como hombre, como educador y como maestro, lo que muy pronto hubo de complicarse con mi trabajo escolar. Mi amigo, el maestro al que debí haber conocido a Gruner, habiendo vuelto a su cargo de tutor poco después de dejarme instalado en la Escuela Modelo, me escribió incluyendo una carta de presentación para una familia de Frankfort que deseaba instrucción particular para sus niños, y pocos días antes de mi salida para Iverdun me presenté en la casa.
Se trataba de enseñar a tres varones. Cuando éstos se retiraron, después de haberme saludado, la familia me explicó el carácter, las cualidades de cada uno, el método de enseñanza que hasta entonces se había seguido con ellos y el resultado obtenido. Se necesitaba (me dijeron) educar a la vez que instruir a estos niños y se me pidió mi opinión sobre el curso indicado para este proceso.
La verdad es que yo no había pensado en la educación como algo objetivo y, además, tenía íntimo recelo al trabajo del maestro particular; pero la confiada indulgencia con que me consideró la familia desde luego y la mirada clara, pura y amistosa que me dirigieron los niños, especialmente los dos menores, me determinaron a convenir en darles dos horas de enseñanza y a salir con ellos de paseo, diariamente.
Bien; impartí, pues, a mis discípulos instrucción de alemán y de aritmética. La segunda materia que les enseñe por el método de Pestalozzi, fue asunto bien sencillo, pero en cuanto al idioma nacional tropecé con grandes dificultades. Empecé siguiendo el plan de las gramáticas alemanas que se usaban entonces (y continúan usándose hoy); me preparaba para cada clase lo mejor posible y hacía a solas ejercicios cuidadosos sobre los puntos que me eran desconocidos... Pero tal manera de enseñar me cansaba y no pude soportarla por mí mismo ni por mis discípulos.
Entonces principié a conectar la enseñanza de la lengua con el Libro Maternal de Pestalozzi y las cosas fueron mucho mejor pero sin embargo, todavía no estaba yo satisfecho...
Respecto a la aritmética, gracias al uso de las tablas en el libro de Pestalozzi, alcancé el mismo resultado que había presenciado en Suiza, ¡mis alumnos solían encontrar la solución de un problema aun antes de terminar yo de plantearlo!
Durante nuestros paseos yo me esforzaba en identificarme con la vida de aquellos niños y en ampliarla mejorándola. Volví a ser niño, pero esta vez mi niñez era mucho menos imperfecta y me fue posible ver y estimar la individualidad y la universalidad de esa época de la vida humana. Dediquéme con todas las fuerzas de mi inteligencia y con todo el poder de mi trabajo personal, a educar y formar Hombres.
También en la escuela era mi vida beneficiosa y elevada por el roce con los alumnos, con mis excelentes colegas y con los visitantes.
La disposición del edificio permitía que los alumnos discurriesen y jugasen a su placer por el patio y el jardín, así es que los maestros teníamos la ventaja de ese importante medio de acercamiento y entendimiento con nuestros muchachos, y habiendo nosotros resuelto unánimemente que cada uno pasara un día de la semana al aire libre con su grupo, elegimos para tal ocasión la asignatura u ocupación que más nos convino.
Por mi parte, conduje a mis niños al mundo de las plantas, ya que como maestro de geografía no podía desperdiciar la oportunidad de atraer su interés a la contemplación y estudio de la superficie de la Tierra; relacioné la botánica con la geografía, dejando fusionarse y crecer juntos los conocimientos que en ambas materias iban adquiriendo mis alumnos. Tomaba yo todo directamente de la Naturaleza, lo dibujaba sobre arena o tierra aplanada, lo estudiábamos y se llegaba a comprenderlo. Después, en la escuela, se dibujaba el mismo asunto en un pizarrón extendido en el suelo, ayudando el maestro en los primeros bosquejos y trazándolos después los alumnos individualmente. Al principio, representábamos la superficie de la tierra con una línea curva, como el horizonte aparente.
Cuando la escuela presentó sus primeros exámenes públicos, yo tuve la fortuna de merecer la aprobación unánime no sólo de los padres de familia presentes, sino también la muy especial de mis superiores, quienes declararon que así debía enseñarse la geografía.
El niño debe conocer lo que le rodea, antes de conocer lo que está más allá. Y mis alumnos conocían los alrededores de la ciudad tan bien como sus propias habitaciones y podían apreciar en un instante la relación de sus detalles.
También como maestro de aritmética recibí alentadora aprobación. Otra cosa muy significativa me satisfizo el placer, celo e independencia con que trabajaban mis alumnos. Yo me decía: Quiero cultivar hombres cuyos pies descansen en la Tierra del Señor, cuyas cabezas alcancen hasta los cielos para hundir en ellos sus miradas, y cuyos corazones tomen parte en la pródiga vida de la Naturaleza y en la pureza y paz celestiales... ¡En la Tierra y en el cielo del Señor!
Mi compromiso con la Escuela Modelo era por tres años cuando menos. Con frecuencia asaltábame deseos de rescindirlo; nada decía, sin embargo.
Pero su célebre director, Gruner, conocía demasiado la naturaleza humana para no percibir que un hombre tan activo como yo no podía trabajar a sus anchas en institución como aquella, y me libertó del deber contraído. Quedó decidida mi separación de la escuela y yo en libertad para la prosecución de mis ambiciones.
Los tres niños de los que ya hablé necesitaban un maestro, a causa de la marcha de su antiguo tutor, y la familia me comisionó para buscar uno en el círculo de mis relaciones, ya que nadie como yo conocía el carácter de esos niños. Así lo hice, y en el curso de mis pesquisas me dirigí por escrito a mi hermano mayor, exponiéndole los requisitos que en mi opinión debería llenar el maestro. El me respondió sencilla y categóricamente que no conocía persona de ese tipo ni creía se pudiese encontrarla, porque en cualquier candidato faltaría siempre alguna de las cualidades que yo señalaba como indispensables.
Así estuvieron las cosas por varios meses, hasta que, movido por mi afecto hacia esos niños e inquieto por su educación, procuré colocarme en el lugar de sus padres. Entonces decidí ser su maestro; tras dura lucha conmigo mismo expresé a la familia mi resolución, la que ciertamente fue bien recibida, agradecida y comprendida. En nuestro contrato dos cláusulas fijas estipulaban: 1°, que nunca se me obligaría a residir con mis alumnos en la ciudad; 2°, que los niños, desde el primer día y sin restricción alguna, serían entregados a mi cuidado.
Di comienzo a este mi nuevo trabajo educacional en julio de 1807, tenía yo entonces veinticinco años, pero no me sentía de tanta edad.
Inicié desde ese momento, una intensa actividad en pro de la educación y la instrucción. Yo sentía clara y distintamente que vivir es educarse, realmente, y de ahí brotaban las preguntas: ¿qué es educación?, ¿qué papel representan en ella los medios de instrucción elemental ideados por Pestalozzi?, ¿cuál es el objeto principal de la instrucción? A esta última pregunta me respondía con las siguientes consideraciones:
El hombre vive en un mundo de cosas que actúan sobre él y sobre las cuales él desea reaccionar; ha de conocerlas, entonces, en cuanto a su naturaleza, su carácter y relaciones mutuas entre sí y con él mismo. Las cosas tienen forma (de aquí las lecciones de forma); tienen tamaño (de aquí las lecciones de tamaño); y son pocas, o muchas, o múltiples (de aquí las lecciones de número). Las lecciones de forma, tamaño y número corresponden, pues, a la naturaleza de las cosas mismas.
Debo decir que en aquella epoca la expresión mundo externo significaba para mí naturaleza nada más. Yo vivía de tal manera abismado en ella, que las obras humanas y artísticas no existían para mí. Costóme trabajo y lucha conceder a las obras de hombre el lugar de una asignatura en la cultura fundamental. Abrí realmente los ojos del cuerpo y los del alma cuando al decir mundo externo pude pensar en el reino del trabajo humano.
Yo meditaba y me convencía más y más profundamente de que: la unidad existe en todo, procede de todo, descansa en todo, y de que, a su vez, todo lucha hacia la unidad, conduce a ella y regresa a ella. Los variados fenómenos de la vida humana tienen por base esta lucha hacia la unidad. Mis ideas recibieron inesperada ayuda de las obras de educación que en esos tiempos aparecieron (de Seiler, Juan Pablo y otros), en cuyas páginas encontré tanta semejanza como oposición a mis puntos de vista. Lo que particularmente me hacía falta entonces eran series organizadas de objetos para instruir; la acción gozosa y libre brota de la contemplación de un objeto como unidad. Tal acción, indispensable por la naturaleza de las cosas mismas, buscaba yo, y la necesitaba, para mis niños.
Ahora pasados ya muchos años desde aquellos días, al representarme yo la vida e influencia del educador que era entonces, mis recuerdos me producen justo gozo y me inspiran nuevas ideas. Aquel tiempo fue la niñez de mi vida de educador; lo contemplo y de él extraigo enseñanzas de igual manera que contemplo y aprendo mucho de la niñez de mi vida natural. ¿Por qué son toda niñez y toda juventud tan desbordantes de riqueza sin darse cuenta de ello, y por qué la pierden sin saber que la pierden, y la conocen tan sólo cuando la han perdido? ¿Ha de ser siempre así? ¿No llegará el día (muy lejano aún, quizá) en que la experiencia, la penetración previsora y el conocimiento de la edad madura construyan en derredor de la niñez y de la juventud un apoyo, un resguardo? De otra manera ¿de qué sirven a la vejez su experiencia y su sabiduría? Si éstas se hunden con el anciano que baja a la tumba, ¿de qué han servido a la raza humana?
Por lo pronto, la vida que llevé con mis discípulos se limitó a pocas actividades, a saber: pasar el día al aire libre y andar mucho. No me atrevía yo todavía a introducir la sencilla vida de la Naturaleza en la esfera de la educación, pero mis mismos discípulos sirviéronme de guía y de maestros en este punto. Al siguiente año, cuando su padre les concedió un trozo de terreno para cultivarlo como jardín, lo cultivamos ellos y yo juntos, derivando de ello un placer y una animación en extremo benéficos. El gozo máximo de esos niños era obsequiarnos a sus padres y a mí con los frutos de su hortaliza y de su jardín.
¡Cómo brillaban sus ojos en esas ocasiones!
Había en sus lotecitos lindas plantas cultivadas y también humildes yerbezuelas silvestres, muy bellas, traídas de los campos, donde la mano del Señor las hizo nacer... Y a todas se les amaba y se las cuidaba con esmero.
Desde entonces mi vida no me pareció completamente inútil. Comprendí lo que significa, en el cuidado de una planta, la circunstancia de que hayamos seguido y observado su vida en las diversas etapas de su desarrollo; vi claramente cuánto se aleja del mundo el que vive lejos de la Naturaleza y el exento de simpatía hacia ella... Y al vivir con mis niños tan gozosa y alegremente en el seno de La Naturaleza, me decía yo que la vida del hombre guarda relación con la protección que él dispense a la vida de la Naturaleza, porque ¿acaso no eran esos regalos de flores y plantas expresión de afecto y de reconocimiento por el cariño que padres y maestro teníamos a los niños? ¿No eran un medio de expresión para su pensamiento afectuoso?
Un niño que libre y voluntariamente busca flores, las cuida y las quiere para formar con ellas un ramillete o una guirnalda destinada a sus padres o maestros, no puede ser un mal niño ni llegar a ser un mal hombre. A ese niño se le puede guiar fácilmente al amor, a la gratitud y al conocimiento de su padre, Dios, quien le da tales regalos. Yo aseguro que un niño guiado con naturalidad en este sentido, no necesita directa instrucción eclesiástica, porque la vida humana, si es cuidada con tierno cariño y en consecuencia, desarrollada continua y vigorosamente, es por sí misma vida cristiana y santa.
Vuelvo a mi relación. Cuando se contempla la Naturaleza de cerca por un espacio de tiempo, un año, digamos, como era mi caso, se obtienen enseñanzas que no se repiten cuando, lejos de contacto con ella, el jóven no disfruta de su vista. Son dos temporadas diferentes en sus exigencias y en sus resultados. Cuanto más alejado del mundo de la Naturaleza, el hombre se concentra más y más en sí mismo: medita. Por eso la juventud pide material para cimentarse y por eso da formas vivientes a la materia que le rodea.
Mis alumnos mostraron bien pronto necesitar tal material, lo que dio ocasión a que yo introspeccionara, preguntándome: ¿Qué hacías tú de niño? ¿Qué cosas alentaron tu impulso hacia la actividad y la representación? ¿Qué era lo que para tí, a esta edad, satisfacía completamente esos impulsos? ¿Qué deseabas tú para coronar tu satisfacción?
Entonces atiné a evocar un lejanísimo recuerdo de mi niñez, el que me proporcionó exactamente lo que por el momento necesitaba. No fue otra cosa que el sencillo arte de imprimir en papel liso signos y figuras con líneas regulares. A menudo he hecho uso de él y nunca me ha fallado. De las figuras de papel pasamos a otras de cartón y, por último, de madera. Después, la experiencia me ha enseñado a hacer uso de otros materiales para representar formas y figuras.
Voy a detenerme todavía un momento en esa sencilla ocupación del doblado de papel, porque absorbe al niño completamente durante un buen rato y llena, satisfaciéndola, una exigencia de su ser. El hombre anhela conocer la Naturaleza en sus innúmeras formas y figuras, comprenderla en su unidad, en su actividad y en su realidad internas; él, que se desarrolla conforme a los procesos de Natura, la imita en sus juegos, imitando sus creaciones. En sus primeros juegos, el niño tiende a imitar las primeras actividades de la Naturaleza; por eso le agrada construir, porque ¿acaso no fueron construídas las primeras formas sólidas naturales? Baste por ahora esta ligera consideración sobre el alto papel de las ocupaciones y juegos de los niños, y añadir que el cariño, celo, constancia y alegría con que se entregan a ellas dan origen a sentimientos de trascendental importancia.
El juego, inevitablemente, sitúa al niño en contacto y hasta diré lo fusiona con otros planos de la vida más elevados que el suyo. Si construye una casa es para habitarla, como hacen las personas grandes, y para comprender sus desventajas y para compartirla con otros. Nótese el hecho de que un niño que recibe mucho, da mucho, si su corazón no ha sido sofocado por la profusión de regalos. Es natural e inevitable en el niñito inocente el dar. ¡Felices los adultos que saben satisfacer este anhelo de la criatura! Para ella, mientras es pequeña, sólo tiene algún valor lo que se presta a ser utilizado como medio de unión entre ella y los que ama; este sentimiento debería merecer el repeto de los padres y maestros y emplearse como recurso para alentar en el niño sus instintos de actividad, de representación y de unión con otros seres. Y por eso no debe dejarse pasar inadvertido el regalo de un niño, por insignificante que sea.
Procuraba yo dar a mis alumnos la mejor educación y la más completa instrucción posibles, pero no era de esperarse alcanzase a lograrla, dado el grado de mi propia instrucción y las limitadas condiciones de mi existencia.
Cuando arribé a esta conclusión pensé que mejoraría si visitase nuevamente a Pestalozzi; decidí ir a Suiza y así lo manifesté a la familia. En consecuencia quedó resuelto iría yo en el verano (1808) con mis tres discípulos.
Llegado el tiempo fijado partimos y me presenté poco después a Pestalozzi, en Iverdun, con el doble carácter de maestro y de alumno, de educador y de discípulo. Deseando residir en pleno contacto con el trabajo del maestro, busqué habitación para nosotros cuatro en el mismo edificio de la escuela, en lo que se llamaba el castillo. Queríamos compartir la vida de los demás, pero no nos fue dable, porque se mezclaron en el asunto extraños egoísmos. Sin embargo, pude acercarme tanto a la instrucción que tomábamos con los educandos, la comida, la merienda y la cena, la enseñanza que a cada uno nos correspondía y participábamos en la vida escolar de los muchachos.
Para mí era la cosa más seria e importante del mundo que mis tres alumnos tomasen parte en esa vida, robusteciendo su ser físico a la par que su espíritu. Tenía yo especial cuidado en hablar con Pestalozzi sobre cada materia de la enseñanza (que yo tomaba con ellos) desde su punto de partida, para aprenderla desde la base; pero pronto noté la falta de unidad entre los medios y los fines. Y, por lo tanto, procuré buscarla por mí mismo y adquirir cuanto me fuera posible tocante a conocimientos y a puntos de vista educacionales.
Fuí alumno de todas las asignaturas: aritmética, geometría, canto, lectura, dibujo, lenguaje, geografía, ciencias naturales, lenguas muertas, etc. Y en todo aquello que se ofrecía a la juventud para refinarla y para enseñarla a instruir a otros, yo eché de menos la esencia de la asignatura, que satisface tan plenamente al ser humano.
Las ideas de Pestalozzi eran muy generales, y, según lo mostrado ya por la experiencia, eran de valer solamente para aquellos que ya estaban orientados por buen camino. Revelé mis sentimientos al maestro con toda claridad y buena fe, y, finalmente, en 1810 resolví dejar Iverdun.
Respecto a las materias de enseñanza diré que la instrucción que se impartía en lenguaje me impresionó desde el primer momento por su gran imperfección, arbitrariedad y ausencia de vitalidad. Me preocupaba mucho descubrir un buen método para enseñar esta materia y razonaba yo entonces como sigue: El lenguaje es la imagen, la representación de un mundo, y se comunica con el mundo exterior por medio de sonidos articulados; si yo deseo representar con propiedad una cosa, debo conocer el carácter de ella; el mundo está hecho de cosas y yo debo tener un conjunto bien organizado de sonidos para designarlas. Tienen también cualidades; el lenguaje debe, por lo tanto, tener, asimismo, palabras que las expresen. Estas cualidades están necesariamente ligadas con el objeto: las de ser, estar, sufrir alteración.
En Iverdun aprendí a apreciar el valor del juego infantil y juvenil al aire libre. Comprendí su acción desenvolvente y vigorizadora sobre el espíritu, el carácter y el cuerpo del hombre. En aquellos juegos y en todo lo que se les refería, llegué a reconocer el rico manantial de la fuerza moral que era visible en la juventud de esa institución.
Todavía no se me revelaba la significación simbólica y elevada del juego, así es que tan sólo lo estimaba como una fuerza moral que actuaba sobre la mente y el cuerpo. Los paseos que dábamos en Iverdun no iban en zaga a los juegos en influencia moral, especialmente si se efectuaban en compañía de Pestalozzi. No cabe la menor duda de que las reflexiones que el filósofo externaba en público, y muy en particular las que en las veladas nos dirigía (ocasiones en que él se esforzaba en despertarnos al ideal de noble hombría y de verdadero amor humano), contribuían muy esencialmente al desenvolvimiento de esa vida interna, espiritual, que es el mayor tesoro del hombre.
En términos generales, declaro que pasé en Iverdun una época grande, inspiradora y decisiva de mi vida.
En 1810 regresamos a Frankfort. Yo hubiera deseado entrar desde luego a una Universidad, pero tuve que permanecer en mi cargo de maestro-tutor hasta julio de 1811.
A principios de ese mes fui a Gottingen. Me convenía llegar a mediados del semestre universitario, porque, a mi entender, necesitaba tiempo para establecer equilibrio entre mi ser interno y externo, entre mis pensamientos y mis actos; para orientarme. Así sucedió. Pasaron varios meses antes que lograra yo tranquilizar mi espíritu.
Pensé mucho en esos meses; procuraba encontrar en mí mismo a la humanidad que me rodeaba, y mis reflexiones hubieron de llevarme, recorriendo a la inversa el camino que ha seguido la humanidad, a los tiempos en que apareció el hombre sobre la Tierra, al país de que fue originario y a su expresión como hombre: el lenguaje. Me dediqué a estudiarlo.
Parecióme acertado y preciso estudiar los idiomas orientales para alcanzar mi propósito, y, al efecto, empecé a estudiar hebreo y árabe, proponiéndome continuar después con el indio, el persa y el griego. Este último me seducía por su amplitud y ordenada disposición.
Era yo libre. Era feliz, estaba contento y reinaba la paz en mi ser y fuera de mi ser. Vivía solo, trabajando durante el día, y por la tarde caminaba mucho para gozar de los rayos del sol poniente. Vagando por los alrededores de la ciudad, que son muy hermosos, prolongaba yo mi paseo hasta cerca de media noche. El cielo tachonado de estrellas armonizaba con mis sentimientos.
Pero entregado al cultivo de mi espíritu, había ido alejándome imperceptiblemente del estudio de las lenguas y acercándome otra vez al de la Naturaleza. Bien hubiera querido continuar éste, pero mis medios de subsistencia eran demasiado cortos para permitirme seguir en la Universidad, y, por lo tanto, hube de decidir (ya que no poseía más capital que mi inteligencia) dedicar parte de mi tiempo a algún trabajo literario, con el objeto de procurarme los medios necesarios para vivir.
Así lo hice. Pero mis condiciones sufrieron inesperado y favorable cambio, gracias a un legado que recibí de una tía, hermana de mi madre, que falleció súbitamente. Pude continuar estudiando y principié con física, química, mineralogía e historia natural; me parecía que la investigación de la Naturaleza era el cimiento del desarrollo, progreso y educación humanos. Aproveché las conferencias que escuché sobre historia natural, especialmente en lo que se refiere a formas fundamentales de cristales y minerales. Resolví ir a Berlín a principios del invierno y ocuparme en la enseñanza para ganar el dinero necesario para vivir, sin perjuicio de proseguir mis estudios de mineralogía, geología y cristalografía.
Pasé algunas semanas con mi hermano en Osterode, en octubre de 1812 y arribé a Berlín, donde asistí a las conferencias que me había prometido, con las que aprendí mucho y ensanché más aún mi convicción respecto a la unidad de todo lo creado. Para atender a mis gastos trabajaba yo como maestro en una escuela particular, famosa en aquel tiempo.
En esto entró el año de 1813, de imborrable recuerdo. Todos los hombres de Alemania fueron llamados a las armas para defender el suelo patrio. Para mí, que no era prusiano, el llamamiento no era directo, y, además debido al retraimiento de mi vida, no me interesaba mucho. Fue algo muy diferente lo que me llamó a las filas, no con entusiasmo, sino con la firme resolución de ser soldado como todos los alemanes. Fue mi conciencia y mi sentimiento de la Alemania ideal, a la que yo respetaba como algo muy alto y sagrado en el fondo de mi alma, y a la que deseaba ver siempre independiente y libre. Además, la firmeza de mis propósitos de educador me decidía a lo mismo, porque aun cuando Prusia no era mi patria, sí lo era de los niños que más tarde educaría yo, y pedía se la protegiese en momentos que los niños, sus hijos, no podían hacerlo todavía. Yo no podía imaginarme cómo un joven capaz de portar las armas podría ser maestro de niñitos cuyo suelo patrio no hubiese defendido con la sangre de sus venas.
Y, por último, el llamamiento a las armas me pareció señal de una exigencia del hombre, del país y del tiempo en que yo vivía, y sentí que sería indigno y cobarde no combatir por la integridad del pueblo en que se vive y no repeler con todas mis fuerzas un peligro que a todos nos amenazaba. Cualquiera otra consideración resultaba secundaria junto a las tres ya expuestas, sin exceptuar la relativa a mi condición física, demasiado débil para soportar la vida del soldado.
En la Pascua de 1813 llegué a Dresden a incorporarme a la división de infantería de Lutzog, en Leipzig. Era natural, si se tiene en cuenta la vida retirada que yo había llevado hasta entonces, que permaneciese aparte de los demás estudiantes que se habían matriculado como yo, porque no los conocía, por más que muchos fuesen de Berlín. Al rendir jornada el primer día después de nuestra salida de Dresden, nuestro jefe me presentó a uno de los camaradas paisanos, que procedía de Erfurt, Turingia, y su nombre era Langethal. Nuestro conocimiento superficial al principio, estaba destinado a durar toda la vida.
Habíamos hecho alto en Meissen, después de haber disfrutado todo el día de hermoso tiempo primaveral, que embellecía también la noche, clara y tibia. Guiados por un mismo impulso, todos los que en aquel cuerpo éramos estudiantes nos dirigimos a un sitio escampado, a la orilla del Elba, no lejos de una hospedería. El añejo vino del Meissen acabó de unirnos, y allí, sentados en alegre círculo alreddor de una mesa, nos saludamos unos veinte jóvenes y anudamos lazos de amistad. En esta ocasión Langethal me presentó a su amigo Middendorf, joven estudiante de Teología en la Universidad de Berlín. No tardó cada uno de nosotros en notar en sus dos compañeros idéntica aspiración hacia una vida más elevada, y desde entonces a esta fecha (unos 15 años), hemos permanecido unidos, si bien no siempre por la misma forma de trabajo, sí por la lucha y la ambición de educarnos. Mis amigos tenían otro amigo entre nuestros camaradas, un joven llamado Bauer, a quien traté también desde Meissen, por más que no llegásemos a ser amigos hasta Havelburg.
Mi principal cuidado era cumplir bien los deberes de mi presente ocupación y dirigí mis esfuerzos a comprender el por qué de las exigencias del servicio y la relación entre éstas y el ejercicio. Fueme fácil alcanzar mi objeto, considerando el asunto desde los puntos de vista material y matemático; así pude esquivar muchos incidentes desagradables que con frecuencia ocurrían a otros, porque creían que tal o cual orden podría juzgarse trivial y no la obedecían. Durante nuestra larga estancia en Havelburg yo atendí a mi vida espiritual viviendo cerca de la Naturaleza tanto como lo permitían las reglas del servicio militar.
Mis amigos y yo nos buscábamos mutuamente, y la vida de campamento fue para mí en extremo agradable, porque aclaró a mis ojos muchos puntos de la Historia. El tiempo de la guerra pasó para nosotros como un sueño, debido a que el cuerpo de ejército a que pertenecíamos ocupaba una posición lejos del verdadero teatro de la guerra. De vez en cuando, como en Leipzig, Dalenburg, Bremen y Berlín parecía que despertábamos de aquel adormecimiento sólo para caer en él nuevamente. Para mí era penoso y deprimente no saber nunca nuestra verdadera relación con el gran conjunto y no poder decir palabra cierta ni satisfactoria tocante al motivo ni al fin de nuestro enlistamiento. No vi nunca claro nada de eso; quizá para otros el problema haya sido menos insoluble.
Une ventaja me trajo esa campaña, sin embargo; mientras duró mi vida de soldado, se fue despertando en mí vivo interés por el pueblo alemán y por su suelo y sentí las emociones del patriotismo.
Dondequiera que fuimos, hasta en las pocas batallas en que tomamos parte, me acompañaba mi vocación futura y recogía experiencia para mi trabajo de días venideros. Nuestro cuerpo recorrió en su marcha los distritos de Bremen, Hamburgo y Holstein, y de alli, finalmente, llegamos a las orillas del Rhin. La paz nos impidió llegar hasta París. Permanecimos estacionados en los Países Bajos hasta que se disolvió el cuerpo y, por fin, en julio de 1813, todos aquellos que no deseaban servir más, obtuvieron permiso para volver a sus casas y ocupaciones.
Al alistarme entre los soldados prusianos del cuerpo de infantería se me había prometido un puesto oficial en Prusia; era el empleo de ayudante en el Museo de Mineralogía, de Berlín, que dirigía Weiss. Encaminé mis pasos hacia allá en cuanto me fue posible. Deseaba yo ver el Rhin y pasar por mi país natal, así es que de Dusseldorf retrocedí a Lunen y de allí pasé a Maintz, Frankfort y Rudolstadt en mi ruta hacia Berlín.
Yo abandoné el ejército completamente descontento de él. Ansiaba con tal vehemencia armonía, paz interna y conformidad, que inconscientemente veía todo esto en símbolos. Sobre la marcha, pasé por muchas hermosas regiones y junto a muchos jardines, pero siempre me alejaba de ellos desatisfecho. En Frankfort visité un gran jardín adornado con las plantas más extraordinarias, que miré y admiré por su lozanía y tamaño, pero ni una sola de ellas ofrecía a mi espíritu el gusto que buscaba. Después de contemplarlas percibí, como a la luz de un relámpago, que no había encontrado azucenas entre ellas. Pregunté al dueño si las había y me contestó tranquilamente: No. Al manifestar yo sorpresa por ello, me dijo con calma que nadie las había echado de menos en su jardín.
Pero yo acababa de descubrir qué era lo que tanto había buscado en vano y extrañado su ausencia: tranquilidad de espíritu, pureza de alma, armonía de la vida, y mi imaginación reunía todo eso en la apacible, pura y sencilla azucena... Después vi, en otro jardín, algunas que crecían a corta distancia del seto y no las toqué. Eran flores de gran precio.
He de decir muy especialmente una cosa: en ese lugar donde crecían las azucenas, un niñito de tres años se me acercó confiadamente.
El día primero de agosto llegué a Berlín e inmediatamente recibí el nombramiento del que hablé arriba. Los deberes de mi nuevo cargo me ponían casi todo el día en contacto con los minerales, esas mudas pruebas de la actividad callada, tranquila y creadora de la Naturaleza, y la geología, tanto como la mineralogía y la cristalografía, abrieron para mí círculos de percepciones cada vez más altos, así como también me permitieron distinguir una finalidad más elevada como objetivo de mi lucha, de mis investigaciones y aspiraciones. Me pareció ver que la Naturaleza y el hombre se explican mutuamente, aun cuando haya mucha distancia en los grados de su desarrollo.
Debido a un conjunto de circunstancias, yo no sabía qué había sido de mis amigos Langethal, Middendorf y Bauer, así es que recibí infinito e inesperado gusto cuando volví a verlos en Berlín. Ellos continuaban sus estudios de Teología y yo los de Naturaleza; por esta razón, durante meses después de habernos encontrado otra vez, nuestro trato tuvo que reducirse a cortas visitas de tarde en tarde.
De repente, en 1815, fuimos llamados a las armas nuevamente. Nos presentamos juntos como voluntarios, y en vista de nuestra anterior posición en el ejército y de las órdenes del Rey, pudimos entrar como oficiales desde luego. Muy pronto cada uno de nosotros pasó a su regimiento.
Pero había sido tal el número de los voluntarios, que no fue preciso aceptar los servicios de empleados civiles ni de estudiantes, y se dio una contraorden disponiendo permaneciésemos en nuestros respectivos trabajos. Así lo hicimos. Middendorf, seguro de ser llamado al ejército en cualquier momento, no quiso rentar habitación para el corto tiempo que, según él, había de estar en Berlín, y, puesto que mi vivienda era bastante grande para los dos, vino a vivir conmigo.
Por lo pronto, y dada la diferente dirección que seguían nuestras existencias, la vida bajo el mismo techo no parecía acercarnos mucho más; pero no tardó en presentarse un fuerte lazo de unión. Mis dos amigos habían aceptado plazas de tutores en familias particulares para poder subsistir, pero también habían dispuesto sus horarios de manera que pudiesen asistir a sus clases en la Universidad; al principio el trabajo les parecía sencillo y ligero, pero pronto hallaron dificultades en su tarea de educadores y maestros. A menudo hablaban de ellas y acabaron por solicitar de mí aclarase yo sus dudas sobre estos asuntos, particularmente sobre enseñanza de las matemáticas, y fijamos dos horas semanarias para que yo impartiese la instrucción necesaria. Desde ese momento nuestro trato cambió de aspecto, convirtiéndose en activo, continuo y lleno de recíproco interés.
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El relato de Fröbel termina aquí. En la obra de Danton Sneider, titulada Frobel's Life , y en el Suplemento biográfico, por W. Lange, puede leerse el resto de su vida, minuciosamente narrado; la baronesa von Bülow, en su libro Reminiscencias de Frobel, da una excelente biografía de él; pero la de Hanschmans (única existente por muchos años) y la del profesor J. Prüfer (Leipzig, 1927, traducida al castellano de la tercera edición alemana, en 1930, por la Editorial Labor, S.A.) contienen, a más de abundantes datos, valiosas apreciaciones, siempre de interés para el educador que las lee.
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