Índice de Autobiografía
de Friedrich Fröbel
Presentación Segunda Parte Biblioteca Virtual Antorcha

AUTOBIOGRAFÍA
Primera Parte

Nací en una aldea de la selva turingia, en Oberweissbach, el 21 de abril de 1782. Mi padre era pastor espiritual de esa aldea y de otras en la misma región. Mi madre enfermó poco después de mi nacimiento, y al cabo de nueve meses murió; su pérdida afectó el curso de mi vida y las condiciones de mi existencia, porque entré muy temprano a la penosa batalla de la vida y hube de recibir educación deficiente e inadecuada.

La parroquia de mi padre era muy grande (quizá unas cinco mil almas) distribuída en seis o siete lugares; tenía también un importante cargo en una iglesia nueva, de manera que su trabajo, no obstante la circunstancia de ser él hombre muy fuerte y activo, era en extremo arduo y absorbente, pues en esos tiempos los servicios religiosos tenían lugar con mucha frecuencia. Todo esto lo alejaba cada día más de su hogar y de sus hijos.

Yo, en manos de la sirviente, quien sabía sacar partido del ensimismamiento de mi padre, fui entregado muy luego por ella (y ciertamente para mi bien) al cuidado de mis hermanos y hermanas, poco mayores que yo. Es probable que esto y otro hecho que mencionaré después, hayan despertado en mí este acendrado amor por mi familia y por mis hermanos especialmente, que hasta hoy ocupa un lugar de preferencia en mi corazón. Aun cuando mi padre era persona a la que muy pocas podían superar en educación, saber y experiencia como pastor rural, yo fui para él un extraño durante toda su vida, debido a ese alejamiento en que vivimos desde el principio de la mía. En verdad, crecí sin madre y sin padre...

Así llegué a los cuatro años. En 1786 mi padre contrajo segundas nupcias. En esa época, el primer periodo consciente de mi existencia, debo de haber sentido profunda necesidad de cariño paternal y maternal; recuerdo que prodigué a mi segunda madre muestras de mi cariño infantil, sencillo y sincero, que ella alentó recibiéndolas con agrado y correspondiéndolas, permitiendo así que mi afecto se desarrollase. Pero no duró mucho mi buena fortuna.

Al nacer su primer hijo retiróme el cariño que me concediera al principio, y su indiferencia se convirtió pronto en desapego completo, manifiesto en su acento y sus palabras. Me veo obligado a señalar muy particularmente esta circunstancia, porque en ella reconozco la primera causa de mi introspección, de mi deseo de conocerme y de mi alejamiento de otros lazos humanos. Breve tiempo después del nacimiento de su hijo, mi segunda madre dejó de usar, al hablarme, el confiado y vinculador , dirigiéndome la palabra en tercera persona, desdeñosamente. Y así como la tercera persona implica distancia entre ella y la persona que la nombra, así esa manera de tratarme estableció un abismo entre mi segunda madre y yo. Me sentí solo y lleno de dolor.

No faltó gente baja que quisiera aprovechar el estado de mi ánimo para hacerme hablar de mis sentimientos y atacar el buen nombre de la esposa de mi padre, pero yo la rechacé indignado y evité su contacto siempre que pude. El medio en que viví empujóme, pues, desde muy niño, a considerar la vida interna, independiente del hombre, como algo muy diferente de la material y externa. Aun en medio de mis juegos y actividades el tema principal de mis pensamientos y reflexiones era éste: mi propia vida, en sus dos fases, la interna y la externa.

También la situación de la casa paterna influyó en el desarrollo y formación de mi ser interno. Respaldada contra la verde base de una elevada montaña, estaba rodeada de otras construcciones, muros, setos y cercados más allá de los cuales había un patio y hortalizas a las cuales estaba severamente prohibido entrar; al frente se alzaba la iglesia, alta, grande; érame, naturalmente, imposible abarcar con la vista un panorama extenso, cualquiera que fuese la dirección de mi mirada. Pero tenía sobre mi cabeza el cielo despejado, propio de las regiones montañosas, y me sentía envuelto en el aire puro y fresco. Nunca he olvidado la impresión que me causaba la pureza de ese cielo y ese ambiente.

Observaba yo la naturaleza que me rodeaba; el mundo de las plantas y las flores (hasta donde me era dable verlo y tocarlo) fue objeto de mis contemplaciones y pensamientos. Ayudé a mi padre, siendo aún muy niño, a cultivar el jardín, ocupación favorita suya, y pude de esa manera aprender algo y recibir muchas impresiones duraderas; sin embargo, la noción de la verdadera vida de la naturaleza no la percibí hasta más tarde. A ella he de referirme en el curso de este escrito.

La vida doméstica que entonces vivíamos me ofrecía oportunidad para reflexionar y trabajar. Había mucho que hacer en nuestra casa; los padres, muy amantes del orden, desplegaban gran actividad y procuraban, por todos los medios imaginables, embellecer la casa y sus alrededores. Yo tenía que ayudarles en todo, en la medida de mis fuerzas, y no tardé en observar que esto me hacía crecer en poder y en raciocinio. Tal desarrollo espiritual se manifestó bien pronto en mis solitarios juegos y ocupaciones, que yo mismo organizaba, dándoles más valor.

He hablado de mi vida natural y doméstica; ahora debo ocuparme de la vida de mi espíritu en aquella época.

Mi padre era un teólogo de la vieja escuela (1), quien consideraba más valiosa la fe que el saber. No obstante, procuraba vivir al tanto de lo que sucedía en el mundo, a fin de no quedarse atrás. Recibía las mejores publicaciones de aquellos días y estudiaba cuidadosamente cuanto en ellas venía. Contribuían bastante a la vida cristiana de todos nosotros; la familia entera se reunía por la mañana y por la noche, sin exceptuar los domingos (días en que el servicio divino nos hacía participar juntos y de manera especial la atmósfera de devoción y recogimiento), y las ideas de Zollikofer, Hermes, Marezoll, Sturm y otros nos guiaban en aquellas excelentes horas de meditación y comunión con nosotros mismos, a la inspiración, desarrollo y elevación de nuestra vida espiritual. Así, pues, mis primeros años recibieron la influencia de la Naturaleza, del Trabajo y de la Religión, o en otras palabras, favoritas mías: en mí, las tendencias naturales y primitivas de todo ser humano recibieron alimento cuando estaban en germen todavía.

Debo asentar aquí, para desarrollar después mi teoría sobre el ser del hombre, y en honor de mis esfuerzos como individuo y como maestro, que desde entonces, profundamente conmovido, resolví ser verdaderamente noble y bueno.

Sé, por otras personas, que esta firme resolución solía no ser visible en mi vida externa. Yo desbordaba actividad infantil y alegría de vivir, y con frecuencia me veía sumido en dificultades y en situaciones críticas de toda clase, porque no sabía moderarme. Irreflexivamente, según parece, destruía las cosas a mi alcance, en mi afán de investigar y conocer su naturaleza y propiedades.

Los muchos deberes de mi padre y especialmente su falta de voluntad para enseñarme, a causa de las dificultades con que tropezó cuando trató de instruirme en materias difíciles para mí, le decidieron a enviarme a la escuela de la aldea, todo el personal de la cual le era perfectamente conocido.

El método, el orden, la pulcritud y la tranquilidad que reinaban en esa escuela fueron vigorosos agentes en el desarrollo de mi espíritu. Confirmará esta aserción relatando mi entrada a ella.

Estando íntimamente unidas en aquel entonces la Escuela y la Iglesia, los niños que asistían a la primera tenían lugares señalados en la segunda, a la que no sólo estaban obligados a concurrir, sino en la que debían sustentar, el lunes, un examen sobre el sermón que habían escuchado el domingo. Habían de repetir al maestro algunos de los pasajes que el predicador había tomado como textos para su pieza oratoria; de esos textos se elegía uno para que los niños más pequeños lo aprendieran de memoria, que para ello, uno de los niños mayores de la escuela repetía diariamente, durante la semana entera. Los niñitos, de pie, tenían que repetir las fracciones del versículo hasta que todos lo aprendían perfectamente. (2)

Me llevaron a la escuela un lunes. El pasaje señalado para la semana era: Busca, ante todo, el Reino de Dios. Oí estas palabras repetidas diariamente con voz tranquila, grave, rítmica, ora por un niño, ora por todos, y el versículo produjo en mí una impresión única que nada en mi vida, antes ni después de ella, ha siquiera semejado. Fue tan viva y tan honda, que hoy día la encuentro en mi memoria intacta; cada palabra surge con el tono y acento peculiar que tenía cuando la oí por primera vez, no obstante que han transcurrido ya casi cuarenta años. Quizá mi alma sencilla de niño sintiera en esas palabras el origen y la salvación de su vida. Lo cierto es que se convirtieron en una convicción y que han sido para el Friedrich Fröbel de hoy, en su lucha por la vida, una fuente de inagotable valor, de purísimo gozo y de voluntad de consagrarse por entero a la obra. Básteme decir que la entrada a la escuela fue para mí como si naciera a una vida espiritual más elevada. (3)

La posición de mi padre debe de haber influído para que, contraviniendo los reglamentos vigentes, se me inscribiera en la escuela de niñas. El sitio que se me designó no estaba entre las de mi edad, sino próximo al maestro y a las niñas más grandes, de modo que podía participar de la instrucción que ellas recibían, especialmente tratándose de dos materias: lectura y canto.

En vez de las citas de la Biblia, a las que ya hice referencia, tenía yo que aprender, durante la lectura, la letra de los cánticos sagrados que se entonaban en el templo los domingos. Dos de esos cánticos brillan como claras estrellas en aquel crepúsculo matinal, temeroso y oscuro, de mi espíritu: Corazón, sube a lo alto y Costó mucho ser Cristo. Para mí fueron cánticos de vida. En ellos encontré retratada mi pequeña existencia, y su próposito saturó tanto mi ser, que años después me he sentido fuerte y alentado con los que entonces enriqueció mi alma.

Los domingos había dos servicios religiosos a los que no se me permitía faltar, no obstante mi corta edad. Seguía yo el discurso de mi padre con profunda atención principalmente porque creía hallaría en él muchas referencias a su vida y actividad espirituales, profesionales, ministeriales. No carece de significación el hecho de que durante el servicio divino yo me sentara en el vestíbulo rojo, solo, lejos de la congregación, para que no me distrajera.

En los sermones de mi padre, así como en los cánticos de la vieja Iglesia Ortodoxa, dominaba un lenguaje pétreo (creo yo que por más de un motivo merece tal denominación, porque requiere, para dejar al descubierto su significación oculta bajo espesa costra, una poderosa facultad de comprensión y de explicación). Hubo de desarrollarse en mí tal facultad, y, sin embargo, más tarde, resultó ineficaz para influir en la vida activa, emotiva, vigorosa de mi alma joven; ineficaz para ayudar a una inteligencia como la mía de entonces, que por dondequiera busca y pregunta las causas y efectos de las cosas, muy a menudo después de largos experimentos, investigaciones y consideraciones...

Cada vez que yo encontraba la causa o efecto que con ardor buscaba, experimentaba gran alegría. Entre las circunstancias bajo las cuales crecí, la que me impresionaba más era la belleza exterior de las cosas; la observaba atentamente, y el resultado clarísimo de esa observación interrogante e investigadora hube de obtenerlo siendo aún muy niño. Aun cuando se refiriera más a las cosas que a las palabras que las representan, comprendí que la efímera influencia de la belleza exterior no da al hombre nada duradero ni satisfactorio y que, en consecuencia, el exterior agradable no debe valorizarse más alto que la conducta.

Este descubrimiento afectó y determinó toda mi vida, porque desde esos años hasta los presentes, la clave de mi existencia ha sido esa consideración y comparación del mundo externo e interno, y su recíproca dependencia y mutabilidad. Desde entonces hasta hoy rigen mi existencia la observación continua de mí mismo, la reflexión y la educación propia.

El hombre siente un legítimo gozo en trabajar por su propio engrandecimiento. Y bien: la fundamental necesidad de mi trabajo como educador ha sido y continúa siendo despertar, animar y fortalecer las facultades del hombre y su gozo en ejercitarlas. Todos mis esfuerzos y métodos como maestro se dirigen a nutrir la personalidad que real y verdaderamente hace al ser humano trabajar para educarse y lo convierte en Hombre.

Mi imaginación transformaba rápidamente las expresiones duras y desagradables de la teología ortodoxa, ayudada quizá de dos circunstancias: en primer lugar, la de oírlas incontables veces, repetidas textualmente, en diferentes lugares y momentos. En la casa, donde mi padre nos impartía a todos la instrucción religiosa preparatoria para la Confirmación; en la iglesia; en el despacho de mi padre, adonde acudía mucha gente de su parroquia a solicitar consejos y exponer sus necesidades. Así fue que, escuchando los mismos términos en extraordinaria variedad de circunstancias y de relaciones, mi mente acabó por obtener naturalmente, finalmente, un claro concepto de esas expresiones. En segundo lugar, muy frecuentemente era yo silencioso testigo de la labor pastoral de mi padre, rígida y concienzuda. Ante mis ojos pasaba la vida, material y externa primero y espiritual e interna después, con todos sus secretos móviles y sus más profundos impulsos, acompañado todo esto de las palabras y opinión de mi padre, y así fue como aprendí la conexión vital y fortísima entre hechos y palabras, entre actos y declaraciones, y me fue dable ver la vida fragmentaria, penosa y desgarrada del hombre, tal como aparecía al ojo observador de su enérgico pastor espiritual en esa parroquia de cinco mil almas.

El tema frecuentísimo de las reprimendas, advertencias y correcciones de mi padre era la falta de armonía en las relaciones conyugales y domésticas. Amonestaba, corregía y reprendía sin ahorrar las expresiones claras y fuertes. Su opinión en este asunto me hizo considerarlo uno de los más difíciles y apremiantes para el hombre, y, en mi inocencia, sentía profundo pesar de que sólo el hombre, entre todos los seres creados, tuviese que sufrir la pena de una diferencia sexual que le impide portarse bien. Erame imposible encontrar algo que reconciliase lo que yo veía con lo que sentía. ¿Cómo había de poder, a mi edad y en las condiciones en que vivía?

Precisamente por esos días vino a casa mi hermano mayor, quien, como todos mis hermanos y hermanas mayores, vivía lejos del hogar paterno. Cuando le conté mi delicioso descubrimiento de los estambres de las flores de avellano, me hizo notar que en otras flores hay también diferencias de sexo (4), y esto satisfizo mi inteligencia, porque aprendí que lo que me había preocupado respecto del hombre era una disposición general de la Naturaleza, a la que no se sustraían las bellas y apacibles flores. Desde ese momento quedaron indisolublemente unidas en mi mente la vida humana y la natural, la existencia del espíritu y la de la flor, y hoy todavía considero a mis florecitas de avellano como ángeles que descorrieron para mí el velo del gran templo de la Naturaleza.

Heme en posesión de lo que necesitaba: en vez de la iglesia, un templo natural; en lugar de la religión cristiana, la vida de la Nuturaleza, y en el de la vida humana, dañina y preñada de odios, la vida silenciosa y quieta de las plantas. Parece como si desde entonces tuviera yo en la mano el hilo de Ariadna, que había de conducirme a través del laberinto de la vida... Y después de vivir treinta años en contacto con la Naturaleza, he aprendido ver en ella, y especialmente en el mundo de los árboles y de las plantas, un espejo que refleja la vida humana. Ese mundo es para mí un emblema de la vida del hombre en sus más altas relaciones espirituales, y por eso creo que uno de los más altos conceptos de la vida y alma humanas es aquel que en las Sagradas Escrituras obtiene de un árbol la comparación entre el bien y el mal.

La Naturaleza toda, hasta en el reino mineral, nos enseña a discernir el bien del mal; pero, para mí, nunca es su enseñanza tan poderosa y clara, tan silenciosa y abierta como en el reino de las plantas y de las flores.

Debo hablar de tres crisis de mi vida que tuvieron lugar antes de mis diez años. Quiero decir, de mi vida interna, que era entonces muy tranquila.

Mi hermano mayor, de quien ya he hablado, estaba en la Universidad, estudiando Teología. Empezaba ya la filosofía crítica de la época a iluminar las doctrinas de la Iglesia y era inevitable que mi padre y él disintiesen en opiniones con frecuencia. Recuerdo que una vez discutían, viva y acaloradamente, sobre un asunto religioso; mi padre estaba excitado y no cedía un ápice del terreno que defendía, y mi hermano, aunque de temperamento apacible, se iba poniendo rojo y se aferraba a una opinión que consideraba justa; yo, en mi condición casi habitual de oyente inadvertido, atendía y observaba. Aun veo a mi padre y a mi hermano contendiendo.

Me parecía que comprendía, casi, algo del tema de la discusión, y que en vista de ese algo debería dar la razón a mi hermano, y, sin embargo, parecíame percibir también algo en el punto de vista de mi padre, que no era incompatible con un recíproco entendimiento.

Pensé entonces que en cualquiera idea, por absurda que parezca, hay un lado de verdad, que suele motivar se la sostenga firme y tenazmente. Al correr de los años me he convencido de ello más y más, y cuando dos personas discuten en mi presencia, sé obtener la verdad total de la parcial que cada uno posee.

Otra experiencia importante para mi espíritu fue la siguiente:
En nuestra religión se exige y positivamente se ordena sin cesar seguir a Jesús, imitar a Cristo, etc., mandatos que llegaban hasta mí y veía, además, cumplidos en el celo de mi padre por la enseñanza religiosa y en su vida, llena de propósito.

El niño teme a las órdenes que su espíritu no comprende. Penetrado yo de la alta importancia de estos llamamientos por su frecuencia, hube de comprender también la gran dificultad para cumplirlos. Lo consideraba imposible, y la contradicción que creí haber descubierto en este asunto oprimía mi pecho penosamente. Por fin llegóme un pensamiento salvador: la naturaleza humana en sí no es un obstáculo para que el hombre viva la hermosa y pura vida de Jesús; el hombre puede alcanzar esa pureza si dirige bien sus pasos. Este pensamiento, que me transporta a esa etapa y condición de mi niñez, fue casualmente el último importante de mi vida de niño, y con él puedo cerrar la relación de mi desarrollo espiritual de entonces. Al volver mis ojos a aquel momento de mi vida, veo que fue celestial.

Quizá se infiera, por lo que llevo delineado de mi vida interna, que la externa era feliz y satisfecha. No. Parece haber sido mi destino encontrar y hacer resaltar los contrastes y contradicciones más marcados, y si mi vida interna es apacible, la externa era todo lo contrario. Había yo crecido sin los cuidados de una madre y adquirido muchos malos hábitos; me gustaba ocuparme, pero con harta frecuencia elegía torpemente tiempo, sitio y material para ello, y atraía sobre mí el marcadísimo disgusto de mis padres. Yo lo sentía profundamente, y mi pena duraba más tiempo que el disgusto de ellos, porque sabía que, cuando más, el plan de ejecución de mis ideas sería defectuoso y censurable, pero no mis móviles. Podía yo percibir siempre un punto de vista desde el cual mi proceder no era del todo malo, ni mucho menos merecía castigo. En mi opinión que se atribuían a mis acciones designios que no encerraban.

Seguro de no ser comprendido, fui lo que se decía era: un mal niño. Por miedo a un severo castigo, ocultaba las más inocentes transacciones, o me escudaba con falsas aserciones cuando se me interrogaba. En fin, pasé desde muy temprano por niño malo, y mi padre, a quien se informaba de mis actos y no tenía siempre tiempo para investigarlos, recibía las cosas según se las presentaban. Según mi madrastra, yo era causa de todo lo indebido que sucedía cuando jugaba con mis medios hermanos y hermanas. A medida que la simpatía de mis padres me faltaba, me separaba más y más de ellos e iba quedando privado de contacto y unión con mis semejantes.

En esa triste condición, deseaba yo ardientemente un cambio. Consideraba muy felices a mis hermanos que vivían lejos de casa... Vino de visita mi hermano mayor una vez más, y me pareció un ángel de bondad, porque en mis errores y en las causas de ellos él reconocía el lado puramente humano de mi ser, y a menudo me tomó bajo su protección con mis faltas y todo. Se marchó pronto, es cierto, pero mi espíritu quedó íntimamente unido al suyo por la confianza y el afecto; y años después, a su muerte, el fraternal cariño hizo tomar a mi vida otro derrotero.

Por fin tuve la suerte de alejarme del techo paterno. Era muy necesaria mi partida, porque de quedarme, las violentas contradicciones de mi vida espiritual y material habrían llegado a confirmar en el terreno de los hechos la mala reputación que ya tenía. Contaba diez años y nueve meses de edad cuando empecé una nueva existencia, totalmente diferente de la que hasta entonces había conocido.

(Me permito hacer aquí una comparación entre mi vida de entonces y la de hoy para mostrar cómo aquélla fue un manantial de conocimientos y experiencia que he aprovechado en ésta.)
Así como entonces, de niño y de joven, luché para educarme bien, conforme a las leyes puestas por Dios mismo en mi naturaleza (no las conocía aún, pero las obedecía), así lucho ahora para educar, conforme a las mismas leyes y siguiendo proceso semejante, a los hombres... a los niños de mi patria. Lo que yo obtuve por mis esfuerzos hasta cierto grado inconscientes, el hombre lo obtiene a pesar de su inconsciente ignorancia, no menos bien que yo, pero sí bajo condiciones más favorables que las que rodearon mi niñez. Sí. Así es la vida. Y por eso la contemplo como un gran todo continuo, intacto, en el que el presente, el pasado y el futuro son una sola cosa; en el que cada aspecto, suceso y momento explica, justifica, acondiciona y reclama a los demás, sea en los fenómenos grandes como en los pequeños, así en la vida del individuo como en la de la especie humana.

Mi niñez me enseñó que donde hay desconfianza en vez de fe, y separación en vez de unión; donde opera activamente la duda en vez de la creencia en las posibilidades del hombre, aparecen irremisiblemente amargos frutos y la vida es una agobiadora carga.

Empezó, pues, para mí una nueva vida cuando hacia fines de 1792 un tío materno mío, quien nos había visitado poco antes y quizá percibido mi desdicha, solicitó por escrito de mi padre me entregase a su tutela. Mi padre otorgó su consentimiento pronta y gustosamente, y partí.

Mi tío vivía solo con su anciana suegra; hacía mucho tiempo habían muerto, su esposa y su hijo único. El (Superintendente Hoffman, de Stadt-Ilm) era un hombre benévolo, de carácter apacible, y en su casa reinaba la bondad como en la de mi padre la austeridad; el ambiente de mi nuevo hogar difería en todo del antiguo. Allá inspiraba yo desconfianza; aquí fe; pesaban allá sobre mí las restricciones, y aquí la dicha de la libertad; no había, casi, vivido entre niños de mi edad mientras estuve bajo el techo paterno, y aquí tenía unos cuarenta compañeros, porque fui inscrito en el último grado (el superior) de la escuela del pueblo. Éste se extiende en un ancho valle, a orillas de una clara corriente. Mi tío poseía un jardín cerca de la casa, al que tenía yo libre acceso, y se me permitía, además vagar por todo el valle y sus contornos, siempre que me presentase en la casa a determinadas horas. Ésta era una ley inflexible.

A qué bebí valor a grandes sorbos, porque podía moverme libremente en un amplio campo de acción; gané en fuerza física y en independencia de espítiru. No temía las miradas de nuestro director durante los juegos, que se verificaban en su presencia siempre y bajo su guía activa y alegre. Sin embargo, mi reacción solía ser penosa, porque yo no poseía el vigor ni la actividad físicos propios de mi edad, y mi arrojo y atrevimiento no podían nunca producir cosa igual de la tranquila y vigorosa actitud de mis compañeros, quienes conocían su fuerza y el límite de la misma. ¡Esos felices muchachos habían crecido haciendo uso de su fuerza juvenil y me aventajaban en más de un sentido! Experimenté infinito gozo cuando por fin me recibieron como igual a la hora de sus juegos.

Mi primera educación me había robado algo que esta nueva vino al fin a procurarme. Mi vida cambió; cambió totalmente, tornándose activa, vigorosa, francamente abierta. Se me dice que mis experiencias de niño han sido útiles a otros en alto grado.

El mundo que yo contemplaba era mío, pues. Quizá mi modo de ser haya sido en aquella época tan abierto y espontáneo como antes había sido retraído y restringido; al menos, más camaradas de entonces me han recordado incidentes que me hacen creer mi alegría se acercaba al disparate, y demuestran que desde niño tuve marcada tendencia a la sencillez y a la sinceridad. En todo caso, como mi contacto con la vida de la Naturaleza era más amplio e independiente, y a la vez respiraba un ambiente de paz y de tranquilidad en la casa de mi tío, viví y me desarrollé en dos direcciones diferentes, y, en consecuencia, se estableció verdadero equilibrio en mi existencia.

Por otra parte, continuaba encontrándome muy a gusto (como en mi aldea natal) en dos lugares culturales por excelencia: la Iglesia y la Escuela. En la primera hora de Religión me cautivaba, porque tal como era el carácter de mi tío, dulce, bueno, afectuoso, así eran sus palabras en el púlpito el domingo; yo las seguía atento, encantado, y en la lección del lunes podía repetirlas y aun entenderlas perfectamente.

Además, la instrucción religiosa que nos daba nuestro maestro era para mí incomparablemente grata. De él y, por él, recibí mucha luz y confirmé todo aquello que había tratado de explicarme a mí mismo a solas. Cuando más tarde, siendo ya un joven, hablé una vez a mi tío de la excelencia de sus enseñanzas, él fue de opinión que pudieran ser buenas en efecto, pero demasiado filosóficas y, por lo tanto, difíciles de entender para los jóvenes oyentes. - No para tí (añadió), porque habías recibido de tu padre muy buena instrucción religiosa.

Sí. Para mí, que deseaba esta enseñanza, traía consigo luz, calor, aliento y hasta exaltación. A menudo me emocionaba hondamente, y la vida y el carácter de Jesús hacían desbordar mis lágrimas, en mi sincero deseo de poder imitar una vida como la suya...

¡Cuán erróneamente debe de haberme juzgado un observador que sólo tomara en cuenta mi desbordante travesura y actividad! Le parecería evidente que las enseñanzas y consejos religiosos no hacían mella en mí. Mas la verdad es que mi ser espiritual era en extremo sensible y agradecido al alimento que recibía.

En cuanto a lectura, escritura, aritmética y religión, la instrucción era buena en la escuela de Stadt-Ilm. No así el latín, mal enseñado y peor aprendido. Faltaba en esta escuela, como en muchas otras de igual tipo, el elemento de generalización. No considero perdido el tiempo empleado en aquel latín, ya que me enseño que un curso como ése no puede rendir fruto alguno para los alumnos.

Las matemáticas, para las que reconozco una gran inclinación de mi naturaleza, me fueron enseñadas a su tiempo, y adelanté tanto en ellas, que llegué a alcanzar, en saber y habilidad, la no despreciable altura de mi maestro. (¡Y cuán maravillado quedé cuando a los 23 años, fui por primera vez a Iverdun y no pude resolver los problemas que allí se daban a los alumnos! Ésa fue una de las cosas que me sedujeron del método de Pestalozzi y me decidieron a empezar de nuevo el estudio de las matemáticas. Pero ya hablaré de esto más adelante.)

En geografía recitábamos como papagayos, hablábamos mucho y no sabíamos nada, porque la instrucción era deficiente. Podíamos, es cierto, nombrar las ciudades importantes marcadas en el mapa con determinados colores, y las de segunda y tercera categoría, pero faltábamos percibir alguna ligera conexión, siquiera, entre la materia que estudiábamos y la vida que vivíamos. Recibí lecciones particulares de geografía y de matemáticas, y debo decir que mi maestro quiso llevarme más allá en el estudio de la primera, y me hizo aprender Inglaterra, pero no pude colocar este país en relación con las aldeas, ni el país en que yo vivía, y saqué muy poco provecho de estas clases.

De alemán no recibíamos enseñanza especial, excepto su escritura y ortografía. No sé con qué relacionaban esta última; creo que con nada. Era algo que flotaba en el aire, sin sitio fijo.

Se nos enseñaba también a cantar y a tocar el piano, pero sin buen resultado. Menciono todo esto tan sólo para hablar de ello a su debido tiempo, más adelante.

Todo el tiempo que habité en casa de mi tío mi vida se desarrolló en tres direcciones: la religiosa, la físico-psíquica, que se manifestaba en mis juegos y actividades de muchacho, y la mental, nutrida con las ideas de paz, de sana actividad y de bondad, que adquiría en la atmósfera de aquella bendita casa. Ésa era mi vida, plena y vibrante, que yo viví sin cuidarme de lo que el observador pudiera pensar juzgando por las exterioridades de ella.

Mis compañeros de escuela y yo actuábamos como si fuéramos absolutamente libres; no había control visible ni perceptible sobre nosotros. Y sin embargo, no recuerdo hubiera jamás una acción cometida por alguno de nosotros.

Recuerdo en este momento algo que como maestro no puedo dejar pasar inadvertido. Teníamos dos maestros: exageradamente severo y pedante el uno, humano y sencillo el otro.

El primero nunca consiguió nada de la clase; el segundo, todo lo que quiso, y si hubiera sido necesario (o si hubiera él sabido su fuerza y su poder), habría sido capaz de realizar algo grandioso.

En aquella pequeña población había dos clérigos, ambos directores de la escuela. Mi tío, el primer director y pastor, amable, dulce y lleno de sentimiento, siempre encontró el éxito a su lado en su vida de hombre, de predicador y de director de almas. El segundo clérigo era rígido. Más todavía, era duro: corregía, regañaba y encontraba faltas numerosísimas en todo.

Ahora bien, mi tío nos guiaba con una mirada. Nadie, o casi nadie, habría sido bastante áspero para negar entrada en su corazón a las palabras de ese hombre apacible y bueno. En cambio, las largas peroratas y consejos y advertencias del otro resbalaban sobre nosotros sin dejar la menor impresión...

Lo mismo que mi padre, mi tío era un verdadero pastor de su rebaño, mas parecían guiarle en su trabajo una conmiseración y una amistad muy humanas y muy dulces; a mi padre bastábale la verdad contenida en sus palabras, y era serio y severo. Los dos murieron hace más de veinte años, pero ¡cuán diferentes son las congregaciones que cada uno dirigió! Libre la una del rígido control de su pastor, extralimita sus licencias, según me dicen. La otra es una ciudad que se eleva cada vez más y prospera a ojos vistos, tanto por su cultura intelectual como por su industria bien orientada y comprendida.

Menciono estas circunstancias porque las consecuencias de ellas son impresiones imborrables para mí y forman parte de mi experiencia de la vida.

De esta manera, excepción hecha de unas cuantas semanas que pasé durante las vacaciones en casa de mi padre, transcurrió plácidamente el tiempo hasta que llegó la fecha de mi confirmación. Me pareció encontrar menos tirantez bajo el techo paterno en esos días, y, por otra parte, la economía y laboriosidad que, como siempre reinaban allí y con las que me identifiqué nuevamente, me fueron muy benéficas. Busqué, desde luego, en la biblioteca de mi padre los grabados que tanto me agradaban, especialmente los que representaban escenas de la Historia Universal. Uno de ellos me causó asombrosa impresión; era el del alfabeto alemán, más muchos otros. Gracias a ese grabado me fue dable comprender la derivación y dependencia de nuestros caracteres de escritura de las antiguas letras fenicias, y de ahí saqué una vaga idea de la relación de las lenguas entre sí, asunto del que había yo oído y visto mucho en los estudios de mi hermano, a más de investigarlo por mi cuenta. El griego, en particular, perdió para mí mucha de su extrañeza cuando reconocí en mi lengua nativa sus caracteres escritos. Aun cuando en aquel entonces la idea de armonía que obtuve de estos descubrimientos no ejerciera efecto inmediato en mi vida, sí lo ejerció, muy poderoso, más tarde.

Leí mucha literatura juvenil en ese tiempo. El cuento de Samuel Lawills me impresionó vivamente. Deseé poseer una sortija semejante a la suya, que me avisase, con una ligera presión sobre mi dedo, del daño o maldad que en cualquiera forma fuese a ejecutar mi mano; y me indignaba profundamente que el joven dueño de tal tesoro lo hubiese arrojado lejos de sí porque le dio enérgico aviso en un momento de peligro.

Por fin llegó y pasó el día de mi confirmación, la que llevó a cabo mi tío, quien también me había preparado para ella. Experimenté con este ceremonia una de las más hondas impresiones de mi vida.

Se me destinaba a una carrera civil y había que contestar esta pregunta: ¿Cuál?

Ya había decidido mi madrastra que yo no estudiase, puesto que habiéndose dedicado dos de mis hermanos a proseguir carreras universitarias, la fortuna de mi padre no podría soportar los gastos que exigiese mi educación. Al menos, así lo temía ella.

Hay en mi país una carrera que a menudo eligen para sus hijos los padres más respetables y cuidadosos: la de empleado en asuntos mercantiles y financieros. Los aspirantes entran a ella por uno de estos dos caminos: secretario de un empleado oficial de Hacienda, o criado de algún alto empleado de la Administración Civil. Mi padre me destinó a seguirla, convencido de que yo podía escribir y calcular bastante bien, y de que más tarde no sólo adquiriría un honroso puesto, sino también fortuna. Pero el empleado de Hacienda que hubiera podido utilizar a un joven en esas condiciones, dio sus razones para no aceptarme por entonces.

Algo había en el fondo de mi alma que se rebelaba contra los planes de mi padre relativos a la elección de mi carrera; algo que rechazaba los medios que acabo de indicar, y me prohibía acercarme siquiera a ellos, no obstante percibir sus numerosos alicientes. Mi padre pensaba con mucho juicio y deseaba mi bien; si sus planes se hubiesen realizado es muy probable que me habría tocado en suerte ser muy feliz en cuando a bienes de fortuna y responsabilidades, en tanto que hoy lucho con aflicciones y pobrezas... Pero basta. Ese camino quedó cerrado para mí.

Se me consultó respecto a otros y se tomó en consideración mi deseo, que era ser labrador en toda la extensión de la palabra, porque amaba las montañas, los campos y los bosques, y me atraía mucho hacia ese trabajo el saber que para llegar a desempeñarlo bien es preciso poseer extenso conocimiento de la geometría y agrimensura, materias que yo estaba plenamente dispuesto a aprender, habiendo estudiado ya un poco de la primera, la que me agradaba en extremo. Procuró mi padre encontrar para mí un sitio donde hiciera buen aprendizaje, pero todos eran demasiado caros.

En esos días se relacionó con un guardabosque que gozaba reputación de buen geómetra y asesor de contribuciones, e hizo con él un contrato por dos años, durante los cuales me enseñaría las importantes materias en que era experto: geodesia, geometría, forestación y catastro. Esto fue en 1797, cuando yo contaba quince años de edad.

Aquel hombe poseía en verdad muchos conocimientos, tan extensos como variados, pero no sabía impartirlos; ocupado, además, muy especialmente en el tráfico fluvial, no se daba tiempo a instruirme como lo había prometido. Por mi parte, en cuanto me convencí de su actitud, me dejé llevar de mi natural inclinación y me dediqué a leer sus magníficos libros sobre las materias que dejo expresadas.

Estudié también algo más; trabé conocimiento con un médico de importante ciudad vecina, quien era muy dedicado a las ciencias naturales, y me prestó libros de botánica que ampliaron bastante mi saber, limitado hasta entonces a la flora de los bosques. Los estudié con fruición, y dado que las largas ausencias del guardabosque me dejaban entregado a mí mismo, empleé todas esas temporadas en trazar una especie de mapa de la región y en llevar a cabo, con gran celo, la colección, selección y preparación de ejemplares para mi herbario.

Mi religión de iglesia, por decirlo así, se trasladó a un plano distinto: él de la vida religiosa dentro de la Naturaleza, y en los últimos seis meses viví abslutamente en medio de las plantas y con las plantas, que me atraían maravillosamente, sin que a pesar de ello vislumbrase aún la significación de la vida interna del mundo vegetal. En más de un sentido aproveché mi soledad, pues procuré educarme, instruirme y elevar mi espíritu.

**NOTAS DE LA TRADUCTORA BERTA VON GLÜMER**

(1).- La familia pertenecía al estricto tipo protestante ortodoxo alemán antiguo, inflexible en cuanto a creencias, férreo en disciplina y riguroso en sus restricciones.
(2).- Fröbel dice comprendían.
(3).- Omito el parráfo que sigue, dedicado a explicar la
clave de su vida interna., creyendo, con el ilustre filósofo, que en esa busca de los ocultos manantiales de la acción, uno cansa a todos los que no abarcan todavía todo el cuadro de su vida o no comprenden todo el propósito de estas líneas.
(4).- Evidentemente, el descubrimiento a que aquí se refiere Fröbel había sido ya comentado con el duque de Meiningen, para quien escribió la autobiografía.
Índice de Autobiografía
de Friedrich Fröbel
Presentación Segunda Parte Biblioteca Virtual Antorcha