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XVI

LA VERACIDAD EN EL PENSAR: SU EDUCACIÓN

El modo de crear, en las futuras generaciones, el hábito de veracidad de pensamiento merece atraer la atención de los educadores. Porque si se pudiera anular todo aquello que altera la verdad, se habría conseguido también suprimir uno de los principales obstáculos para lograr la solidaridad y comprensión mutua de los hombres. Pero ¿cómo hacer que el niño piense con lealtad? Quizá un pequeño grupo entre vosotros los especialistas de la educación lo sepan. Y como esta charla (Conferencia dada en el VI Congreso Internacional de Educación Nueva, celebrado en Niza del 30 de julio al 12 de agosto de 1932. (N. del T.) no tiene más pretensión que servir de introducción a un intercambio de puntos de vista a ese respecto, cada uno puede exponer sus experiencias y también sus éxitos en esta cuestión.

A título previo se nos presenta una grave incógnita: cuál es el objeto de la educación. ¿Ha de consistir en adaptar el niño a la vida social tal como ésta se concibe en la actualidad?... De ser así se haría preciso enseñar a los pequeños a mentir lo más posible, ya que la sociedad de hoy recurre con frecuencia a la mentira, incluso en ocasiones la exige. He creído siempre que si en alguna ocasión, aunque sólo fuera durante un minuto, nos pusiéramos a decir lo que pensamos, la sociedad desaparecería, dijo Sainte Beuve (1804-1869). Y con anterioridad La Rochefoucauld afirmaba que los hombres no vivirían mucho tiempo en sociedad si no se engañaran los unos a los otros. Un eminente psicólogo contemporáneo, Paulhan, ha insistido sobre el caso: La hipocresía y la mentira son absolutamente necesarias en toda sociedad humana... Hay mentira en todos lados; la propia sociedad es una mentira, y todas sus grandes funciones: religión, arte, ciencia, moral, son igualmente engañosas.

Sin embargo, nos repugna la idea de cultivar en el niño la hipocresía, la duplicidad y la simulación, como medios de prepararle a su función de hombre. Pero hay que reconocer que nos encontramos ante una antinomia que no es fácil resolver. Creo que no debemos limitarnos a adaptar la infancia a la vida social, sino que sobre todo ha de prepararse ésta en vista de un ideal. En el caso que nos ocupa se trata de un ideal de verdad; he ahí lo que la educación debe esforzarse en implantar en el corazón de la juventud.

Para que el niño no mienta es preciso, ante todo, no mentir ante él... ni aún a sus espaldas. No mentirle. Acerca de esa concepción parecen existir divergencias entre los educadores. Escuchad estas líneas sacadas de una obra reciente, publicada por Antonio Redier, y que se titula Mes garçons et vos filles:

Pero, entre las cosas que deben saber los niños, hay ésta: No se miente. Ahora bien, si hay derecho a decir al niño que su mamá ha salido, aún sabiendo perfectamente que está en su habitación, ya que esta mentira puede ser útil para lograr la obediencia inmediata del pequeño y para evitar una discusión..., si esta mentira está permitida, en cambio debe prohibirse hacerlo con torpeza y que el niño vea que se le engaña, pues en tal caso se escandalizaría su fe en la palabra de los hombres... en resumen, considero que no habría educación posible y que la lucha sería excesivamente desigual entre padres y niños si no fuéramos dueños de decirles esto o aquello, aún siendo falso, cuando lo creyéramos útil para su educación.

He aquí una moral educativa que me parece muy dudosa... por no decir algo más... ¡Mentir al niño a condición de no dejarse sorprender! Esto nos muestra que las opiniones pueden diferir a ese respecto.

No era de la mentira de lo que yo quería hablar hoy. La lealtad en el pensar no es sólo la del hombre que trata de no engañar voluntariamente, sino también la de quien está constantemente en guardia contra los errores involuntarios, contra todos los sofismas que de manera insidiosa vienen a alterar la honradez, la veracidad del juicio. Sería, pues, preciso enseñar al niño a precaverse contra estos sofismas, contra tales deformaciones involuntarias. Pero cabe preguntar: ¿si son involuntarias, cómo es posible tomar una actitud defensiva contra ellas? A lo cual me anticipo a responder: llamando la atención de los niños sobre la cuestión, adquiriendo el hábito de pensar en ella. En la vida social se condena el homicidio involuntario; ¿por qué no castigar y repudiar de la misma manera las deformaciones involuntarias de la verdad?

Veamos ahora la procedencia, el origen, de tales deformaciones. En parte las produce el olvido, el modo como nuestro espíritu llena, a su manera, las lagunas de la memoria y también la reconstrucción del pasado en casos en que no tenemos un recuerdo exacto del mismo. Los estudios acerca del testimonio han arrojado mucha luz sobre este proceso deformativo de la verdad. Pero la gran causa de la alteración de lo real es el sentimiento. Existe en el hombre la tendencia innata a lograr sus aspiraciones, y lo consigue de dos maneras: escogiendo de la realidad aquello que nos satisface o tratando de modificarla hasta conseguir que esté acorde con nuestro deseo. Este último caso es el que se origina cuando nos esforzamos en propagar ideas de las cuales somos fervorosos adeptos. Y sucede que modificamos la realidad imaginativamente sin perjuicio de confundirla luego con la verdadera. La observación muestra también que para justificar las conclusiones (imaginarias) que nos interesan afectivamente, recurrimos a razonamientos adulterados, sofísticos. Lo subjetivo penetra en lo objetivo viciándolo. He aquí el gran drama del pensamiento humano. Esta lógica de los sentimientos es actualmente bien conocida gracias al libro de Ribot.

Claro está que no es posible suprimir los elementos afectivos de nuestro pensar. La verdad no siempre es conocida; tenemos constantemente que sustituir lo que no sabemos por opiniones o conjeturas. Además hay gran número de experiencias que no pueden ser más que subjetivas: los juicios de valoración, las impresiones o emociones que experimentamos al contacto de las cosas, etc. No se pretende privar el pensamiento y la palabra de una fuente tan rica de experiencias que en muchos casos son las que mejor determinan nuestra personalidad.

Pero lo que caracteriza un pensar veraz es que confunde las dos categorías de elementos: los objetivos (correspondientes a una realidad exterior verificable por medios tangibles) y los subjetivos, que son, por naturaleza, inverificables, indemostrables a quien no sea el sujeto, que no responden más que a una experiencia estrictamente individual (aunque otros compartan la misma impresión).

Si se dice: El termómetro en esta sala marca 38º, tenemos una afirmación objetiva, controlable, independiente de los deseos o sentimientos personales. Pero si se afirma, hace calor en esta sala, se trata ya de un juicio de naturaleza subjetiva, aunque no lo parezca a primera vista. Puede suceder que alguien en la misma habitación (a causa de un catarro o de un acceso de fiebre) tenía escalofríos; no hay manera de probarle que su sensación es falsa; su sentimiento inmediato está al abrigo de toda posibilidad de contradicción. Si tal persona nos dijera: Aquí hace frío, nos cabría el derecho a rectificar diciéndole: No; diga usted que le parece que hace frío. Y él, a su vez, podría responder: Perfectamente, pero ustedes deben decir también que les parece que hace calor en la sala.

Muchas polémicas interminables, estériles, conflictos insolubles que terminan en agrias discusiones, tienen su origen en este desconocimiento de la diferencia que existe entre una afirmación objetiva, sujeta en todo momento a la verificación y examen, y una de carácter subjetivo que escapa por completo, por su naturaleza, a demostraciones de esta clase.

Pensad en la inútil controversia que acerca del peso de una piedra se produciría entre dos hombres; uno de débil musculatura y el otro atlético si ellos ignoraran sinceramente la subjetividad de la sensación de peso: Es pesado, afirmaría uno; Absurdo, respondería el otro; Es lo más ligero que he visto; Repito que no; Yo digo que sí; Mentira..., etc., etc.

¿Y no es esto, en parte, lo que ocurre en ciertas controversias políticas contemporáneas?

La educación en pro de un pensar leal debe fijar la atención sobre estas diferencias de puntos de vista que se desconocen totalmente en la mayoría de los conflictos. Esto es lo que los envenena y hace insolubles, ya que se busca la dificultad fuera de donde en realidad se encuentra. No; el universo no es el mismo para todos los hombres; me refiero al mundo que vivimos en la vida cotidiana, no al del físico o del astrónomo; lo llevamos en nosotros mismos, y no coincide jamás con el de nuestros semejantes. Para el psicólogo existen tantos universos como individualidades o seres que perciben, sienten y piensan.

La variedad de aquéllos tiene su fuente inicial en la diversidad de los órganos de los sentidos. Es seguro que el mundo no nos aparece de la misma manera a nosotros que a los animales. Para el hombre es sobre todo visual. Pero ellos ¿qué ven? Desconocemos casi totalmente lo que se refiere a la visión animal, aún de los que viven más en contacto con nosotros, como gatos, perros, caballos. ¿Qué distingue un caballo? ¿Cuál es la agudeza de su retina; ¿Qué habrá visto en este sencillo pañuelo blanco que seca al sol, para asustarse de tal modo? ¿Por qué un perro capaz de distinguir en el gramófono la voz de su amo no consigue reconocerle en una fotografía?

Seguramente el universo de los mamiferos, a excepción de los monos, tiene carácter olfativo. Si pasamos a las aves, las cosas se complican todavía. En ellas la vista parece predominar sobre el olfato. Pero la mayor parte carecen de visión binocular, y es difícil comprender cómo apreciarán con exactitud la distancia y el relieve. Por el contrario, algunas especies, golondrinas y rapaces diurnas, poseen en cada retina dos centros de visión distinta: uno binocular y otro monolateral; pueden, por tanto, fijar su mirada en tres puntos simultáneamente. Los lagartos, las tortugas, etc., poseen en sus elementos retinianos unas gotitas aceitosas coloreadas de amarillo, azul, verde, rojo, etc.. las cuales deben hacerles percibir el mundo ambiente como un fulgurante mosaico policromado. A. Forel pensaba que para las hormigas el espacio en sí era olfativo. Un espacio olfativo... una geometría fundada en el olfato... He aquí algo imposible de ser asimilado por nuestra humana concepción.

Pero las diferencias sensoriales no son nada al lado de las afectivas por lo que se refiere a diversidad de universos entre si. Más bien que las impresiones, son nuestras necesidades, intereses, sentimientos, etc., los que obran sobre los sentidos, los que recortan del mundo exterior las piezas que servirán para edificar nuestro mundo ideal. Un ciego y un sordo profesando las mismas creencias religiosas o políticas tendrán universos mucho más análogos que los correspondientes a dos hombres normales, uno conservador y el otro revolucionario. El mundo exterior no se refleja en nuestro espíritu como un espejo. Lejos de eso. Incluso las percepciones son modificadas por los intereses y pasiones del sujeto. Una flor es vista de muy distinta manera según la mire un botánico o una señora. El enamorado no ve al ser que ama como el resto de la gente. Ponemos en el mundo exterior más cosas que las que de él recibimos. El universo del salvaje, poblado de espíritus malignos o bienhechores, no tiene semejanza con el del sabio que coloca en él iones y electrones. Distintos también ¡y en qué grado! son el universo infantil y el del adulto. Y el mundo del loco que ve cosas invisibles para los demás, que oye sonidos que nuestros oídos no alcanzan a percibir. Y el de los filósofos que tienen, como todos sabemos, cada uno su Weltanschauung particular: uno materialista, otro espiritualista; no dan igual valor a las mismas cosas (que para ellos dejan de ser las mismas). Y los naturalistas: que ven en la rana algo muy variable según sustenten la creencia mecanista o la vitalista. Un objeto no existe para nosotros más que en la medida que puede interesarnos; por lo tanto, cada universo es el resultado de una selección individual; de ahí que no veamos todos las mismas cosas. En la calle una mujer de sociedad no ve los escaparates que llaman la atención de un agricultor o de un arquitecto: y viceversa.

La diversidad de universos se da aún más en el dominio de las ideas políticas e internacionales. Para un conservador está hecho de todas las tradiciones, de cuanto un pasado que ama ha puesto por él en las cosas. El de un revolucionario, por el contrario, está impregnado de los sinsabores o injusticias que ha debido sufrir, y aspira a reemplazarlo por otro cuya imagen se ha forjado de acuerdo con su ideología. ¿Y acaso el universo de un francés, de un italiano, de un inglés o de un alemán tienen entre sí la menor relación? Lo que es de capital importancia para uno carece de todo valor en la concepción del otro. Todo eso es tan evidente que parece inútil insistir sobre ello. Esta diversidad es la que nosotros no queremos reconocer.

Éste es el punto al cual quería llegar: lo más dramático de los conflictos humanos no es todavía la existencia de esta diversidad inevitable, sino el hecho de que cada uno juzga la conducta de los demás situándose en su propio universo, en vez de colocarla en el universo particular del que forma parte integrante, ya que de otro modo sufre deformaciones y se altera completamente su significación original. Las reacciones están siempre en correlación con el medio que las suscita.

En otros términos, miramos nuestro universo como si fuera la expresión de la realidad, de la verdad y de la justicia absolutas, cuando no es otra cosa que la imagen particular e individual de estas grandes concepciones. De ahí la severidad que usamos para el resto de las gentes cuando su universo no encuadra con el nuestro. Les acusamos de mala fe. Es siempre la confusión de lo subjetivo con lo objetivo, de que hablaba antes.

Todavía un ejemplo para hacer resaltar que todo ello no son más que sutilezas psicológicas. ¿Creéis acaso que el universo del peatón sea el mismo que el de los automovilistas? Fácilmente nos damos cuenta de la diferencia pasando nosotros mismos de uno a otro papel. Para el chofer el peatón representa un obstáculo insoportable, mientras que para éste es el automóvil el peligro constante. Cada uno tiene el sentimiento de que el otro es quien viola las reglas más elementales del mejor de los mundos imaginables: en el que se pueda callejear indolentemente con las manos en los bolsillos, o donde, sea factible, en cualquier momento y lugar, correr a 120 kilómetros por hora.

Pero aún para dos automovilistas el universo no es el mismo. He visto ayer en el paseo dos señoras que disputaban; sus autos habían chocado, cristales rotos, etcétera, y, naturalmente, cada una acusaba a la otra de ser la responsable del accidente. Nada nos prueba que ambas no fueran de buena fe; pero sí es evidente que olvidaban situarse en el punto de vista de la otra.

Galileo fué perseguido porque en su universo la tierra giraba sobre sí misma, mientras que para los inquisidores del santo oficio estaba inmóvil. La lucha por nuestra concepción personal no es más que un aspecto de la lucha por la existencia. Pero no nos damos cuenta de ello; creyendo que somos poseedores de la verdadera realidad nos erigimos en campeones de lo objetivo y de la justicia absoluta. Y ahí está el grave peligro.

En los conflictos armados cada nación habla de legítima defensa; y lo dirán seguramente convencidos, ya que desde su punto de vista los movimientos del adversario le parecerán amenazas, que para éste a su vez no lo son en modo alguno. Un país civilizado (de los que se llaman así), se apodera, por ejemplo, de una región alegando que por su salvajismo representa un peligro para la navegación... Va de buena fe. Pero, ¿a qué asombrarse de que los pobres indígenas a quienes se aniquila en nombre del progreso de la humanidad no comprendan la buena intención y se defiendan?

No habrá paz entre los hombres mientras no se hayan dado cuenta de la diversidad de sus universos. Para poder juzgar a otro con equidad y justicia es preciso comenzar por tratar de comprender sus reacciones, es decir, penetrar en su mundo, ya que aquéllas están en correlación con éste. Es la bella misión que cumple el abogado; entreabrir a los jueces las puertas del mundo del acusado o delincuente y decirles: no sancionéis pensando en lo que vosotros hubierais hecho estando en las mismas circunstancias, sino una vez asimilado y compenetrados con su mismo universo.

Es también la función propia del embajador: establecer entre las concepciones nacionales de dos países un lazo de unión necesario.

Yo me pregunto si en los conflictos internacionales, mal crónico de nuestra vida planetaria, no pudiera establecerse como en los tribunales el sistema de abogados. ¿Os imagináis a Paul-Boncour (Paul-Boncour, Joseph (Saint-Aignan-1873, París-1972) Político francés, ministro de la guerra en 1932 y 1934. N.deE.) defendiendo a Alemania, mostrando el aspecto que toman necesariamente ciertos problemas cuando se los ve desde Berlín, y a Von Neurath (Konstantin Von Neurath (1873-1956), político alemán, ministro de Asuntos Exteriores de 1932 a 1938. N.deE.) manteniendo la causa del adversario y pintando la situación tal como aparece en el universo de los franceses? No estaría desprovista de grandeza una actitud semejante.

¿Cómo hacer, pues, para infiltrar en los niños ese sentido de lealtad de pensamiento, previniéndoles contra los errores de que se ha hablado? ¿Cómo inculcarles que existen concepciones del universo distintas a la suya, de las cuales debe preocuparse? Hago la pregunta a los educadores que me escuchan. ¿Han realizado experiencias a ese respecto?

No creo que haya más que una manera de conseguirlo: el método experimental, el método activo. Enseñarles con ejemplos vivos de la vida cotidiana, que sus universos respectivos no coinciden entre sí. Por ejemplo, hacer en clase experiencias (claro que muy elementales) de óptica. Que varios cuenten la misma escena y a continuación vean palpablemente no sólo sus errores respecto a la realidad objetiva, sino también sus divergencias entre sí. Que dibujen un paisaje de memoria, una casa, un monumento o un objeto cualquiera de la ciudad; y después que vean hasta qué punto dichos dibujos son, en la mayoría de los casos, fantasía. Decirles: Habéis trabajado de buena fe; queríais reproducir exactamente la realidad; queríais ser verídicos. Y sin embargo fijaos en las ilusiones de que habéis sido víctimas, aún a pesar vuestro. Indicar el origen de estas ilusiones; cada uno deforma más o menos lo que ve y oye. Que se convenzan de este hecho inevitable.

En un Congreso son interesantes sobre todo las discusiones, el intercambio de puntos de vista. Repito al ternar: ¿Qué hacéis vosotros, los maestros de la educación, para lograr que vuestros alumnos venzan estas perpetuas confusiones entre juicio subjetivo y objetivo que, insisto, todavía, me parecen una de las mayores causas de discordia entre los hombres?

Hacerse cargo, adquirir conciencia de tales deslealtades involuntarias del pensamiento, es el único medio de poder contrarrestarlas.

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