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VII

HIGIENE ESCOLAR

Respecto a la higiene, la suciedad católica domina en España.

San Alejo y San Benito Labra son, no los únicos, ni los más caracterizados puercos que figuran en la lista de los supuestos habitantes del reino de los cielos, sino dos de los más populares entre los inmundos e innumerables maestros de la porquería.

Con tales tipos de perfección, en medio del ambiente de ignorancia, hábil e inicuamente sostenido por el clero y la realeza de tiempos pasados y por la burguesía liberal y hasta democrática de nuestros días, claro es que los niños que venían a nuestra escuela habían de ser muy deficientes en punto a limpieza: la suciedad era atávica.

La combatimos prudente y sistemáticamente, demostrando a los niños la repugnancia que inspira todo objeto, todo animal, toda persona sucia; por el contrario, el agrado y la simpatía que se siente ante la limpieza; cómo se acerca uno instintivamente a la persona limpia y se aparta de la grasienta y maloliente, y recíprocamente cómo ha de sernos grato ser simpáticos por curiosos o vergonzoso causar asco a los que nos vean.

Exponíamos después la limpieza como asunto de belleza y la suciedad como característica de la fealdad, y entrábamos decididamente en el terreno de la higiene, presentando la suciedad como causa de enfermedad, con su peligro de infección indefinida hasta causar epidemias, y la limpieza como agente principal de salud, y lográbamos fácilmente determinar la voluntad de los niños a la limpieza y disponer su inteligencia a la comprensión científica de la higiene.

La influencia de esta enseñanza penetraba en las familias por las exigencias de los niños, que alteraban la rutina casera. Un niño pedía con urgencia que le lavaran los pies, otro quería bañarse, otro pedía polvos y cepillo para los dientes, otro se avergonzaba de llevar una mancha, otro pedía que le renovasen la ropa o el calzado, y las pobres madres, atareadas por sus obligaciones diarias, o tal vez abrumadas por la dureza de las circunstancias en que se desarrolla la vida social, e influídas además por la suciedad religiosa, procuraban acallar tantas peticiones; pero la nueva vida introducida en el hogar por la idea del niño triunfaba al fin como consolador presagio de la futura regeneración que ha de producir la enseñanza racional.

Dejo la exposición de las razones que abonan la higiene escolar a personas perfectamente competentes, por lo cual inserto a continuación los dos artículos publicados en el Boletín de la Escuela Moderna.

PROTECCIÓN HIGIÉNICA DE LAS ESCUELAS - SU IMPLANTACIÓN POR LOS PARTICULARES

El clamoreo es general. De todas partes surge la misma exclamación: de 18 millones de españoles, 10 son analfabetos; a los españoles nos pierde la falta de educación y de instrucción. La exclamación está inspirada en la realidad; no puede ser más justa; yo añadiría que a los españoles nos pierde la rutina y la falta de fe en el trabajo; por ambas cosas, comarcas enteras de nuestra península están con esa costra gris estéril donde apenas brota una yerba pajiza y rala para asemejarlas mejor a las llanuras del desierto; ni el arado ni el cultivo han roturado de luengos años, ni sacudido la inercia del terreno, y allá se están esas miles de hectáreas improductivas para miseria de sus terratenientes y para baldón de la decantada feracidad de nuestro suelo. Y no lo digo por los catalanes, que aquí encanta ver en las más atrevidas pendientes, o en las más encumbradas crestas, el olivo, la vid, el trigo o el algarrobo como señal de una labor y de una lucha que no cesa hasta el punto de sacar jugo a las rocas.

Enhorabuena que se abogue por la instrucción, que se haga obligatoria para aquellos ciudadanos indolentes. Pero imponer una ley, sin rodear su cumplimiento de ciertas garantías, no me parece ya tan satisfactorio; como médico he tenido ocasión muchas veces de apreciar el desamparo en que se hallan muchos niños en las escuelas, y me ha conmovido hondamente el desconsuelo de un padre cuando ha perdido un hijo por efecto de una enfermedad que contrajo en la escuela y que pudo haberse evitado.

¿Están en nuestras escuelas suficientemente protegidos los niños para que una madre deje ir tranquilo cada mañana aquel ser querido, que mientras le tuvo en su regazo crecía sano y que al ir al colegio se tornó enfermizo? Las epidemias de las escuelas son prueba de esos riesgos; pero hay otros contagios que se van realizando a la sordina, y que por lo mismo causan mayor número de víctimas, sin que ese silencio motive una intervención que lo evite.

Hace unos meses, por mera coincidencia, sin duda, asistí, con unos días de intervalo, a tres niños con difteria; los tres asistían al mismo colegio; la tos ferina, el sarampión, la escarlatina y otras, encuentran en las escuelas el campo más fecundo para una explosión epidémica, porque aquellos niños allí reunidos, sometidos al mismo medio, cuando llegan a sus casas contagian a sus hermanitos mayores o menores, y de esta suerte el contagio escolar influye hasta en los niños de pecho, en los mismos recién nacidos. A veces llega hasta a sus padres.

La tuberculosis se transmite por este medio.

Aparte de estas enfermedades tan terribles, la tiña, las enfermedades de los ojos, la sarna, el histerismo, las torceduras de la espalda, etcétera, casi siempre salen de la escuela.

La aglomeración en que viven los escolares, el uso de un solo retrete, de un solo vaso, el cambio de cartapacios y de lapiceros que pasan de mano en mano y de boca en boca, el regalo mutuo de pan o de golosinas, todo esto es una promiscuidad peligrosa a la colectividad. Sé de muchos padres que, mal de su grado, han tenido que renunciar a la instrucción de sus hijos en la escuela, porque en ella enfermaban a cada paso. Si se revisaran los edificios y el mobiliario escolar de nuestros colegios, pocos responderían a una organización higiénica mediocre. Pero no se trata de esto. Seamos prácticos. Aun cuando se dispusiera de un gran capital para montar escuelas de nueva planta con arreglo a los dictados de un higienista, no interrumpiríamos la instrucción bruscamente mientras se derribaran y se construyeran los edificios.

Por consiguiente, obligados a utilizar el material existente, creo que se le puede mejorar sin grandes esfuerzos, con sólo establecer la protección e instrucción higiénica en las escuelas. No se necesitan palacios relumbrantes; para difundir la instrucción bastan salas amplias, de luz abundante y aire puro, donde los escolares estén protegidos.

En otros países esta reforma ha partido del Gobierno; aquí... me parece que la iniciativa de los particulares puede subsanar estas deficiencias con gran provecho de sus propios intereses. Los maestros de escuela encontrarán médicos que les secunden en esa campaña higiénica escolar. Los directores de colegios podrán encontrar el concurso médico con poco esfuerzo. Y aun cuando tuvieran que realizar alguno, piensen que este acto de previsión sería muy reproductivo. Pierden cuando se enferma un niño, deja de concurrir a la escuela y de pagar una mensualidad; pero pierden más cuando el niño muere y es un cliente borrado para siempre.

¿Quién sabe si el crédito del establecimiento se resiente todavía más con esas bajas? No ha mucho, un colegio muy acreditado de nuestros alrededores, tuvo que enviar a sus casas numerosas alumnas por haberse desarrollado una epidemia de escarlatina al comenzar el curso. ¿Cuánto mejor no habría sido evitar con la protección higiénica aquel quebranto de ingresos y aquellos dolores a los educandos?

Piensen, pues, los propietarios de colegios y los maestros municipales en instaurar este servicio, prescindiendo por completo de las previsiones de los gobernantes. Aquí no iremos bien en este respecto mientras, no se publiquen noticias como ésta: la inspección médica de las escuelas de New York, ha excluído temporalmente en una semana del mes de setiembre último, 100 alumnos: de ellos 35 padecían granulaciones en los ojos, 16 conjuntivitis, 15 afecciones de la piel, etc. ¡De este modo sí que podrían enviarse con tranquilidad los niños a la escuela!

Esta protección de la escuela persigue un fin eminentemente social, la condición fundamental e indispensable para que la educación intelectual sea eficaz. La organización del servicio, que debería correr a cargo de un médico en cada escuela, comprende los siguientes puntos:

Salubridad del edificio. A este propósito vigilará la distribución de los locales, la iluminación, la ventilación, la calefacción, las corrientes de aire, la instalación de los retretes, etc. Se adaptarán lo más posible al progreso pedagógico estos elementos de la escuela.

Profilaxis de las enfermedades transmisibles.Una ligera tos, un vómito, una leve fiebrilla, la rubicundez de los ojos, una placa anormal del cabello, le conducirán a una investigación personal y a disponer en el acto una separación relativa del niño indispuesto. En este respecto, se habrá de contar con el concurso leal de las familias, para que no oculten el sarampión o la tos ferina u otros efectos que puedan padecer los hermanos de los alumnos. Un aislamiento prudente impedirá la transmisión morbosa escolar, y, en caso de enfermedad, el médico determinará tras de cuánto tiempo y de qué precauciones puede el niño volver al Colegio, sin peligro para sus camaradas.

Función normal de los órganos y crecimiento. Mediante mediciones y pesadas periódicas, se sabrá positivamente si el niño se desarrolla bien y si contrae o no actitudes viciosas que pueden hacerse permanentes como la miopía, la escoliosis y otras. Esto servirá de gran utilidad para las familias.

Atenta la madre a las tareas domésticas y absorto el padre en sus negocios, no se percata de si su hijo cojea, de si empieza a torcerse su columna vertebral, de si acerca mucho el libro a los ojos para leer; y cuando llegan a enterarse, el mal es tan largo o está avanzado, que su remedio exige grandes dispendios y quizá algunos sacrificios. Esta vigilancia llenaría un gran vacío en algunas familias. La misión del médico escolar se reducirá en este caso a advertir a los padres el peligro, para que busquen el auxilio de su respectivo médico.

Educación física y adaptación de los estudios a la capacidad intelectual de cada niño. Esto se realizará de acuerdo con el maestro. Mediante esta inspección, se evitarán a los niños esos dolores de cabeza, esos insomnios, la neurastenia infantil y esos estragos que produce el surmenaje. Se graduará entonces el ejercicio físico (gimnasia) y la labor intelectual.

Educación e instrucción sanitarias. Se darán a los niños conferencias de higiene semanales o quincenales y se les habituará a las prácticas higiénicas, lavado de manos, boca, baños, natación, limpieza de uñas, etc.

Por jovencito que el escolar sea, debe recibir esa educación y esa instrucción; no son muy elevados esos conceptos para sus cortos alcances; todo está en la manera de hacérselo comprender. Penetrado de su altísima importancia, el último Congreso internacional de Higiene, celebrado en Bruselas, decretó esa enseñanza, y muchos médicos eminentes del extranjero la practican, sin creerse rebajados por ello de sus elevadas categorías. En nuestro país yo he procurado imitar tan loable conducta. Enseñado el niño a amar su salud, trata de conservarla; en su casa transmite a sus padres y amigos los consejos aprendidos y verifica una irradiación escolar conveniente.

Llegado a la madurez, gobernara su prole con mejor acuerdo; acaso será éste un medio de apartar a la sociedad del suicidio particular y colectivo. Por condiciones sociales de nuestra raza, esta enseñanza será más fructífera en España que en otros países.

y Redacción de un cuaderno biológico. Consiste en la anotación del desarrollo del escolar y de las enfermedades que ha tenido. Aparte de su trascendencia étnica y antropológica, tiene esta historia personal una aplicación práctica muy importante. Ejemplo: Se desata a velocidad grande o pequeña una epidemia de fiebre tifodea, tos ferina, sarampión, etcétera. La clausura de las escuelas que suele acordarse por vía de precaución, no resuelve el problema y es además objeto de serias censuras. Cuando se disponga del cuaderno biológico de cada niño, aquel que haya padecido la enfermedad epidémica, si está ya protegido para ella, puede seguir asistiendo a la escuela, sin riesgo para él ni para sus compañeros, y aquellos que no la hayan padecido pueden ser objeto de ciertas medidas que ni interrumpen la vida normal de las familias y de las escuelas, ni fomenten la holganza y el afán de vacaciones de los escolares.

Este es el programa: a primera vista, tanto apartado y tantas atenciones, parecerán una montaña inaccesible, un proyecto irrealizable, y eso que no hablo de la pedagogía experimental, que, fundada en la psicología, mide la fuerza intelectual de cada individuo y escudriña sus aptitudes especiales... pero apliquémonos a esta tarea redentora de nuestros escolares, y nuestra labor y nuestra perseverancia nos conducirán a la cima, en breve tiempo, con igual facilidad que subimos hoy al Tibidabo desde que disponemos de funicular.

Dr. Martinez Vargas


LOS JUEGOS

El juego es indispensable a los niños. Por lo que mira a su constitución, salud y desarrollo físico, todo el mundo estará conforme; pero acontece que únicamente para la atención en la cantidad de desarrollo físico que producen los juegos. De aquí que éstos han sido sustituídos por el gimnasio, como un equivalente excelente y creyéndose algunos que se ha ganado en la substitución.

Esos asertos han venido a ser negados por la higiene en términos absolutos. Después de la inveterada creencia de que a lo que hay que atender es al desarrollo de nuestras fuerzas físicas, ha venido a dominar otro concepto en el campo de la conciencia científica. En dicho campo se reconoce a la hora presente, como en autoridad de cosa juzgada, que el estado placentero y el libre desplegamiento de las tendencias nativas son factores importantes, esencialísimos y predominantes en la vigorización y desenvolvimiento del ser del niño.

El contento, como afirma Spencer, constituye el tónico más poderoso; acelerando la circulación de la sangre, facilita mejor el desempeño de todas sus funciones; contribuye a aumentar la salud cuando la hay, y a restablecerla cuando se ha perdido. El vivo interés y la alegría que los niños experimentan en sus pasatiempos, son tan importantes como el ejercicio corporal que los acompaña. Por eso la gimnasia, no ofreciendo esos estímulos mentales, resulta defectuosa... Pero tenemos que decir con el pensador aludido: algo es mejor que nada. Si se nos diera a elegir entre quedarnos sin juego y sin gimnasia, o aceptar el gimnasio, corriendo, con los ojos cerrados, optaríamos por el gimnasio.

Los juegos, por otra parte, merecen en la pedagogía otro punto de vista y una mayor consideración si se quiere.

Debe dejarse al niño que en donde quiera que esté manifieste sinceramente sus deseos. Este es el factor principal del juego, que, como advierte Johonnot, es el deseo complacido por la libre actividad. Por lo mismo, no nos pesa decir que es de absoluta necesidad que se vaya introduciendo substancia del juego por el interior de las clases. Así lo entienden en países más cultos y en organismos escolares que prescinden de toda añeja preocupación, y no desean otra cosa que encontrar racionales procedimientos para realizar la amigable composición entre la salud y el adelanto del niño. Allí no se ha hecho otra cosa, para realizar ese fin, que arrancar de cuajo, de las salas de las clases, el mutismo y la quietud insoportables, características de la muerte, y llevar en su lugar el bienestar, la intensa alegría, el alborozo. El alborozo, la intensa alegría del niño en la clase, cuando comparte con sus colegas, se asesora con sus libros, o está en compañía e intimidad con sus profesores, es la señal infalible de su interna salud de vida física y de vida de inteligencia.

Las afirmaciones que hacemos producirán el fruncimiento del ceño de los dómines pedagogos que, por desdicha, abundan entre nosotros. ¿Cómo? Por ese camino derrumbamos todo el organismo educacionista que, por ser vetusto, se nos debe representar como venerable e intangible. ¿Cómo? ¡No tomamos, rectificando la conducta de nuestros padres por medida de la importancia del estudio, el disgusto que éste proporciona a los niños! ¡Se deja paso libre a las iniciativas del niño como camino que derechamente conduce a conseguir su cultura, sin raspar el elemento típico que individualiza su ser, en vez de someter el cerebro del educando al molde de los antojos de padres y profesores!

No hay más remedio. La verdad tiene sabor a retama para sus enemigos. Una concepción más verdadera y más optimista de la vida del hombre ha obligado a los pedagogos a modificar sus ideas.

En individuos y colectividades donde ha penetrado la cultura moderna, se ve la vida desde un punto de vista contrario a las enseñanzas del sentido cristiano. La idea de que la vida es una cruz, una enojosa y pesada carga, tiene que tolerarse hasta que la providencia se harte de vernos sufrir, radicalmente desaparece.

La vida se nos dice, es para gozar de la vida, para vivirla. Lo que atormenta y produce dolor débese rechazar como mutilador de la vida. El que pacientemente lo acepta es merecedor de que se le considere como un atávico degenerado, o de ser un desdichado inmoral, si tiene conocimiento de lo que hace.

El supremo deber individual que preside a la conciencia del hombre es el deber de nutrirse en todos los aspectos de nuestra vida. El supremo deber colectivo es irradiar la vida por todas partes. Esa hermosa tendencia tiene que cuajar y arraigar en las generaciones del porvenir, y el medio único y expedito de hacerlo consiste en llevar a la educación el sentido de Froebel : todo juego bien dirigido se convierte en trabajo, como todo trabajo en juego.

Por otra parte, los juegos sirven para dar a conocer el carácter del niño y a lo que viene llamado a funcionar en la vida.

Los padres y los pedagogos tienen que ser hasta cierto punto pasivos en la obra educadora. Las observaciones del padre y las indicaciones del profesor no deben convertirse en precepto imperativo a la manera de orden mecánica ni militar o mandato dogmático religioso. Unos y otros dan, en el educando, con una vida particular. No se la puede gobernar con dirección arbitraria; se la debe desenvolver dinámicamente, de adentro para afuera, nada más que ayudando a que sus disposiciones nativas se desarrollen.

Por eso el educante no ha de proponerse a priori, sin la consulta previa, paciente y detenida de la naturaleza del niño, que éste estudie para marino, o agricultor, o médico, etc. ¿Puédese destinar a los niños, por el mero deseo de la voluntad del que los condiciona, a que sean poetas, a que estudien para filósofos o a que revelen en música extraordinarias disposiciones geniales? Pues para el caso lo mismo da.

El estudio de los juegos de los niños demuestra su gran semejanza con las ocupaciones más serias de sus mayores. Los niños combinan y ejecutan sus juegos con un interés y una energía que sólo abate el cansancio. Trabajan por imitar cuantas cosas pueden concebir que hacen los grandes. Construyen casas, hacen pasteles de barro, van a la ciudad, juegan a la escuela, dan baile, hacen de médico, visten muñecas, lavan la ropa, dan funciones de circo, venden frutas y bebidas, forman jardines, trabajan en minas de carbón, escriben cartas, se hacen burla, discuten, pelean, etc.

El ardor y vehemencia con que hacen esto muestra cuán profundamente real es para ellos, y revela además que los instintos en los niños no difieren absolutamente de los instintos a la edad viril. El juego espontáneo, que es de la preferencia del niño, predice su ocupación o disposiciones nativas. El niño juega a hombre, y cuando llega a la edad viril hace en serio aquello que de niño le divertía.

Taylor dice: Debiérase enseñar a los niños a jugar con el mismo cuidado con que se le enseñará más tarde a trabajar... No pocas muchachas se han hecho excelentes costureras cortando y haciendo vestidos para sus muñecas; y muchos muchachos aprenden el uso de las herramientas más usuales jugando a los carpinteros. Una amiguita mía llegó a ser una verdadera artista después de haber jugado con sus pinceles y pinturas de color. Otro niño declamaba cosas interesantes jugando a las comedias, y algunos años después dió su examen brillante en el colegio utilizando los conocimientos que había adquirido en el juego. Así también muchas de las imágenes poéticas de algunos autores denuncian los recuerdos de los juegos y aventuras de la niñez.

Además, el juego es apto para desenvolver en los niños el sentido altruista. El niño, por lo general, es egoísta, interviniendo en tan fatal disposición muchas causas, siendo entre todas, la principal, la ley de la herencia. De la cualidad indicada se desprende el natural despótico de los niños, que les lleva a querer mandar arbitrariamente a sus demás amiguitos.

En el juego es en donde se debe orientar a los niños a que practiquen la ley de la solidaridad. Las prudentes observaciones, consejos y reconvenciones de padres y profesores, débense encaminar, en los juegos de los niños, a probarles que se saca más utilidad con ser tolerantes y condescendientes con el amiguito que intransigente con él: que la ley de la solidaridad beneficia a los demás y al mismo que la produce.

R. Columbié.

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