Presentación de Omar CortésCapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

Luis G. Urbina

LA VIDA LITERARIA DE MÉXICO




V

EL ESTANCAMIENTO POLÍTICO Y EL DESARROLLO LITERARIO.- LA DICTADURA Y EL ARTE.- SOCIEDADES Y REVISTAS.— LA NOVELA.— EL TEATRO.- LOS GRANDES LÍRICOS.— OTHÓN.- DÍAZ MIRÓN.— NERVO.— GONZÁLEZ MARTÍNEZ.— ICAZA.— LOS RECIÉN LLEGADOS.— CONCLUSIÓN.

En los albores del siglo presente, la literatura mexicana había adquirido un desarrollo máximo; estaba en el apogeo de la fuerza y el brillo. En los centros poblados, en las regiones industriales y comerciales, entre las colonias extranjeras (que habían llegado a explotar las riquezas naturales del país, y que, por un mal criterio gubernativo, obtenían individualmente injustas ventajas para la adquisición de concesiones, exenciones y prerrogativas, sobre los hijos del país, en quienes empezaba a despertar vigorosamente el espíritu de empresa); entre las clases burocráticas numerosas y apegadas, por inmemorial y pernicioso hábito, a los presupuestos fiscales; en las regiones medias y altas de la sociedad, la vida venía adquiriendo una complacencia tranquila que no era otra cosa que la manifestación de un bienestar económico, desaprovechado —por las ambiciones, arriba, y las adulaciones y los servilismos, abajo— para mejorar, civil y moralmente, el estado general de un pueblo, que desde hacía siglos no lograba encontrar su equilibrio y cimentarlo sobre bases de justicia y de libertad.

El descontento palpitaba en las masas, y se sentía cómo iba creciendo, a manera de una pulsación cada vez más perceptible, y a medida que se prolongaba un régimen político que abandonaba en manos de un hombre anciano todos los poderes, todas las voluntades, todos los derechos, en una especie de morbosa pereza, de viciosa inactividad, de indiferencia malsana y egoísta.

Este largo período de marasmo espiritual, sintomático de las dictaduras que se prolongan, explica por sí mismo la conmoción revolucionaria de México. No era posible que nuestro organismo político y social se evadiese a la ley biológica de la renovación.

Eso lo presentían y lo temían muchos atentos observadores de la existencia nacional; pero un ambiente de impureza respirado a plenos pulmones durante años inacabables; el temor de deshacer una situación que se pensaba que podría modificarse por efecto de suaves evoluciones, y la enfermiza costumbre de no usar de nuestra energía en una verdadera —no en una fingida— lucha política, habían debilitado el carácter y nos daban un humillante y automático aspecto de comparsas de una aburridora comedia democrática.

Por fortuna, hombres no contaminados del daño, ánimos fuertes y ambiciones vigorosas, removieron el país, el cual despertó febril y dolorosamente, y readquirió su potencia de ser, de vivir y de mejorarse. Y rápida y ampliamente ha comenzado a lograr sus propósitos

Pero los grapos literarios colocados en alturas sociales, desconectados de los bajos fondos, perfeccionaban día por día su producción y ensanchaban su cultura. Las clases medias, en particular, se refinaban en su gusto artístico, e iban entrando en posesión cada vez más segura del conocimiento de la belleza. Una paz mecánica permitía el desenvolvimiento cultural de los grupos privilegiados. Un ministro de Instrucción pública, el primero por tiempo y por mérito, había dado principio a un programa educativo de excelentes resultados en la preparación del ambiente escolar para difundirlo con lentitud, pero a la vez con seguridad, hacia los abismos de un medroso y secular analfabetismo. — Este es nuestro magno problema en México; hacer entrar en la civilización, por especiales medios pedagógicos, a siete u ocho millones de semiadaptados y de retrasados que viven junto a nosotros en asombro perpetuo y agitándose oscuramente en una vasta niebla de ignorancia y de fanatismo—.

Mas como el arte ha tenido siempre, en nuestra edad moderna una función restringida, por lo que en mi país se refiere a las letras, durante la última dictadura, puede afirmarse, como acabo de decir, que se robustecieron y brillaron. Las sociedades literarias que en nuestra América española suelen prestar un concurso más decorativo que real, modificábanse de acuerdo con las nuevas ideas.

La Academia Mexicana de la Lengua, correspondiente de la Española, representaba una sana aunque estrecha tendencia conservadora, frente a otras que, como el Liceo Altamirano que era una transformación de otros libérrimos cenáculos de antaño (el Liceo Hidalgo, la Academia de San Juan de Letrán) recogían con beneplácito el rebelde antiacademismo, nunca tan grande como veinte años antes. De las escuelas universitarias se desprendió un poco más tarde, el núcleo literario para formar el Ateneo de la Juventud que es, según la usada muletilla: el último barco.

El periodismo de arte experimentaba transformaciones análogas: los viejos modelos de semanarios como El Federalista y El Domingo y después La Juventud Literaria (En La Juventud Literaria, que apareció, si no recuerdo mal en 1887, se dio a conocer un grupo de escritores, nuevos entonces en el que descuellan: José Peón del Valle, poeta de inspiración byroniana, e Ignacio M. Luchichí, poeta colorista enamorado de la perfección de la forma), eclécticos, tolerantes, desiguales, que recibían lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo, con una amabilidad de salón, fueron sustituidos por las formas de capilla y escuela, las de examen intransigente, las representativas, en fin, de ideales determinados: como la Revista Azul, fundada por Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo (escritor de primer orden este segundo) (En la Revista Azul, que fue una eficaz propagadora de la literatura nacional, dábanse a la estampa, frecuentemente reproducidos, nombres y obras de poetas provincianos: José I. Novelo, Delio Moreno Cantón, de Mérida; Manuel Puga y Acal, quien por haber vivido varios años en Europa, volvió a México saturado de gusto francés, y que intentó, el primero, una crítica seria de los poetas en boga entonces (1885-90): Díaz Mirón, Juan de Dios Peza, Gutiérrez Nájera; y, además, Manuel M. González y Manuel Alvarez del Castillo, de Guadalajara, y otros muchos que escapan a mi recuerdo); como la Revista Moderna, órgano del más alto grupo intelectual que ha producido México. La Revista Moderna, que fundó JESÚS E. VALENZUELA (1856-1911), un poeta manirroto de tres riquezas: la de su oro, la de su corazón y la de su ingenio, estaba dirigida por su fundador y por Amado Nervo. En ella alcanzaron su consagración definitiva, entre otros, José Juan Tablada, Balbino Dávalos, Rubén M. Campos, Ciro B. Ceballos, Bernardo Couto (un malogrado niño, una deliciosa flor que se marchitó antes de abrirse) y el dibujante Julio Rucias cuya fantasía intencionada y honda, dejó en delicados diseños, potentes y geniales expresiones.

Y en este lugar me complazco en nombrar a JESÚS URUETA (1868-1920), brillantísimo escritor de la Revista Moderna y el primer orador de su generación. El y FRANCISCO BULNES (1847-1924), de la generación anterior, periodista incomparable, acróbata sorprendente del razonamiento, malabarista de la paradoja, pensador muy original y fuerte domador de la palabra —son las dos figuras de mayor relieve de la elocuencia mexicana.

El teatro no ha tenido jamás en México la exaltación y la personalización que en la Argentina. Creo que es este país el único que puede presentar en la América latina, con envidiable orgullo, un arte dramático verdaderamente nacional, no regional tan sólo.

Yo he sentido muchas veces la satisfacción de decirlo así. Nuestro teatro —¡cosa rara!- sufría una decadencia notable. A los esfuerzos que hasta 1880 se habían hecho para crear nuestro tipo de dramática, sucedían las cloróticas obrillas de género chico, que desvirtuaban, encanallándola, la nota popular. A los dramas caballerescos, lindamente versificados, de José Peón y Contreras; a las resurrecciones en el tablado, ya precortesianas, ya sicológicas, de Alfredo Chavero; al docentismo social intentado por Manuel Acuña, por Agustín F. Cuenca, por Juan A. Mateos, seguían petipiezas innobles, de mal copiadas figuras plebeyas, de germanía recogida en el arroyo y de acción incongruente y caótica. La zarzuelilla española, el paso populachero, la revista espectacular, de allende el océano, saturándonos de chiste grosero, envenenaron nuestra incipiente dramaturgia, de entre la cual podría entresacarse, sin embargo, tal cual pieza frágil, pero bien lograda. No obstante, algunos literatos que no abandonaron su aspiración de arte genuino y puro, presentaron en nuestros escenarios obras serias, nacionales y hermosas: Federico Gamboa, el primero de todos y a quien volveremos a citar con otro motivo; ANTONIO MEDIZ BOLIO (1884-1957), poeta de juvenil talento; JOSÉ JOAQUÍN GAMBOA (1878-1931), y MARCELINO DÁVALOS (1871-1923), a quien corresponde el lugar postrero en tiempo, no en mérito quizás.

Mas lo que perdimos en el teatro, lo ganamos en el cuento y en la novela. Por la misma época en que escribía en la capital Angel de Campo encantadoras fábulas, deliciosas miniaturas y cuadros de género, en las provincias, RAFAEL DELGADO (1853-1914), un magnífico hablista, en Orizaba; CAYETANO RODRÍGUEZ BELTRÁN (1866-1939), en Tlacotálpam; JOSÉ LÓPEZ PORTILLO Y ROJAS (1850-1923), en Guadalajara, novelaban sus sendos terruños y reproducían, con mucho color y mucha gracia, la atmósfera que les rodeaba. A ellos tendrán que acudir en lo futuro quienes deseen conocer en determinado momento nuestra vida, nuestras costumbres, nuestras modalidades.

El más preciso en observarlas, el más artista en copiarlas, el más sincero en sentirlas y en vivirlas, es, a mi juicio, FEDERICO GAMBOA (1864-1939). Con un canon naturalista un tanto anticuado; con un estilo algo tardo, aunque con frecuencia limpio y conmovedor; con un desarrollo de acción, que, por prodigalidad detallista o manía episódica, no siempre muestra ligereza, Federico Gamboa logra, a pesar de todo, que la curiosidad se avive, que la atención se abstraiga, que se despierte la emoción, que se siga la lectura de una novela, como se sigue el curso de una existencia que nos interesa.

La narración adquiere una animación, una vivacidad positivas en nuestro mundo imaginativo. Pasan los seres, lloran, ríen, son venturosos o perversos; se suceden los acontecimientos con la fatalidad del destino; se ven las calles, los paisajes, las casas, y fascinados por aquel evocador, la vida ficticia, una vida netamente mexicana, se apodera de nuestro espíritu, y en seguida, desvanecido el hechizo, deja una indeleble huella en la memoria. Ese triunfo de novelista lo alcanza de continuo Gamboa.

Un nuevo escritor, CARLOS GONZÁLEZ PEÑA (1885-1955), ha ensayado, con mucho provecho, sus excelentes facultades de prosista fino y de atinado observador, en la novela nacional. Gamboa tiene ya obra considerable. González Peña, aún no; y es que el uno ha traspasado el límite de los cincuenta años y el otro no está muy lejos de los treinta. (¡Cuán fugaces, oh Póstumo ..., repetimos a cada rato los que peinamos canas ...!)

En la anterior generación, JOSÉ T. DE CUÉLLAR (1830-1894), con el seudónimo de Facundo, había hecho, escasos de belleza, pero abundantes de verdad, risueños cuentecillos, en los que pintaba, con afán moralizador, el plano de lo cursi; era Cuéllar una persona inteligente, que salía de la clase que flagelaba en sus obras, y que, por lo tanto, enseñaba en su literatura los propios defectos, de los cuales, con tan suelta gracia, hacía la caricatura. Era un espontáneo narrador, más preocupado de la intención que del arte de sus fábulas.

El arte lo trajeron los posteriores, los que pertenecen a la zona ya impregnada de literatura francesa, desde Manuel Gutiérrez Nájera, que fue el que con mayor audacia destapó el pomo de exóticos perfumes, pasando por Micrós y Gamboa, que destilaron su gusto en alambiques de Daudet y de Zola, hasta los que ahora, como González Peña y RUBÉN M. CAMPOS (1876-1944), y los cuentistas de esta generación, como ISIDRO FABELA (1882-1964), como MARIANO SILVA Y ACEVES (1887-1937), como ANTONIO CASTRO LEAL (1896- ?), estudian el sencillo vigor de Maupassant y la simplicidad seductora, por perfecta y humana, de ese ironista escultural que inmortalizó su falso nombre: Anatole France.

En la novela pasamos por el realismo y el naturalismo de Francia, al tiempo en que los demás pueblos sentían, como nosotros, el contagio. Pero es necesario decir que también el realismo español, que es de antiquísima cepa y que produjo ese espeso y reconfortante vino que se paladea en los dos Arciprestes, en La Celestina, en las novelas picarescas, alimentaba, alimenta todavía, muchas de nuestras vernáculas narraciones. Rafael Delgado, por ejemplo, López Portillo y Rojas, Manuel Sánchez Mármol, Rodríguez Beltrán, a quienes acabo de citar, vienen del tronco hispánico, de Alarcón, de Valera, de Pereda, de Pérez Galdós, grandes representantes de un pasado floreciente de las letras ibéricas.

Pero todos los nuestros traen elementos propios de ambiente y de sicología, que ellos moldean y expresan, siguiendo cada cual sus inclinaciones, con procedimientos y formas imitadas de esta o aquella literatura.

Naturalismo y realismo imperan en la novela mexicana a principios del siglo. En la lírica, esta influencia de Francia —l o tengo que repetir— es más decisiva, más completa.

No es vanidad pueril —he dicho en alguna parte— sino verdad demostrable, que de aquí, de la lírica americana, han salido los moldes en que ahora vierte la poesía española su noble espíritu soñador. El tinte suave, los tonos velados, la sutileza y flexibilidad del léxico, el atrevimiento en la resurrección de ciertos ritmos, la elegancia prosódica, la renovación —fundiremos todo eso en esta palabra—, la renovación fue nuestra y se realizó por efecto del contacto con los maestros franceses, a quienes estuvimos, llegado el instante preciso, más dispuestos a seguir que a los españoles, precisamente porque la juventud de nuestro espíritu no se resignó a encastillarse en arcaicas fórmulas, ni a rumiar paciente y orgullosamente laureles envejecidos. Nuestra inquietud era revolucionaria, y tras disparatados tanteos, encontró el modo de relabrar la copa que luego cedió al generoso vino de los lagares antiguos en señal de confraternidad artística.

La impresión que, por su forma y su alma, nos deja la lectura de un poema lírico americano, es inconfundible. Hay en esa poesía virginidad sentimental y novedad de expresión. Encierra el hechizo de no sé qué emoción delicada y pura que se revela en un fin o y exquisito modelado del lenguaje, que no poseyeron, por lo general, los poetas de España, enamorados hasta ayer de la resonancia y del énfasis. Mas para llegar a esa adquisición, a esa plástica personal ¡qué gran río, qué río Amazonas de disparates, de absurdos, de locuras, de aberraciones, cruzó los campos literarios de nuestra América! El modernismo fue a manera de fiebre eruptiva que hizo delirar a las musas en las cosas más extravagantes. En poco tiempo la enfermedad infantil pasó, no sin depurar y vigorizar la literatura. En México la tendencia a la exageración se reveló entonces en decadentismos y simbolismos, como dos siglos antes se había revelado en alambicamientos gongóricos.

En pie, resistiendo aquellas marejadas imitativas, firmes y sólidas, quedaban algunas figuras literarias, dos sobre todo, quizá por altas, mejor iluminadas por la inspiración. Eran dos poetas representativos, inolvidables; dos casos aislados de inmunidad: Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón.

Este período, que no ha concluido todavía, está tan cerca, tan al alcance de la mano, que yo no me considero capaz de verlo ni de juzgarlo como un crítico. No puedo, qué digo analizarlo, ni contemplarlo siquiera tranquilamente. No asistí a este movimiento como un espectador, sino que tomé parte mínima en él y no me es posible otra cosa que enfocar aquí y allá mis recuerdos, y con ellos, y con mis propias impresiones, hacer un relato de conjunto y trazar, a cuatro rasgos de pluma, un poco de lo que vi y de lo que sentí entre las gentes de mis tiempos.

Suplico a ustedes que me permitan descender de la montaña doctrinaria que tantos peligros ofrece para hacer juicios de cosas presentes y vividas; pero les ruego asimismo, que no por eso, echen en saco roto mis palabras. Ellas, quizá, les proporcionen materiales para su criterio, ya que un testimonio personal, como el mío ahora, es acaso también una de esas críticas, que sin saberlo uno y sin quererlo, se elaboran secretamente en el cerebro, y son provechosas cabalmente por venir de una directa realidad. El gastado apotegma de que el yo es odioso, debe aplicarse a lo insincero. El yo sincero es, en ocasiones, interesante.

Desde este momento, cuanto diga está, mucho más que cuanto dije, sujeto a la revisión de la crítica futura. No es sino un documento de testigo; la impresión de un soldado que regresa de los campos de batalla después de haber entrado en la contienda.

MANUEL JOSÉ OTHÓN (1859-1906), que había seguido la carrera de abogado en San Luis Potosí, era juez de aldea, letrado lugareño. Distrayendo su juventud montaraz por bosques y rancherías, por valles y cumbres, llenó su espíritu de naturaleza. Supo verla, entenderla, traducirla, fraternizar con ella, amarla. Por largas temporadas prefería la amistad del campo, de las llanuras arboladas o desiertas, al trato de los hombres. No era un misántropo, pero sí un solitario. Gustaba a menudo de pasarse horas enteras tumbado a la sombra de un ramaje y con los ojos fijos en el libro que sostenían las manos. Repartía su vida entre la contemplación del mundo exterior y el estudio de los clásicos latinos y españoles. En su soledad, en su reconcentramiento, esculpía paciente y sabiamente versos fuertes como las rocas que miraba, cristalinos como los ríos a cuya orilla descansaba, jugosos como las plantas que verdeaban a su alrededor, en la campiña. Aprisionar la naturaleza en un ritmo poderoso y vasto, ese era su anhelo. De cuando en cuando, inexperto, vibrante, como caído de las nubes, visitaba las ciudades Después se volvía a su silencio y a su soledad.

Una o dos veces al año pasaba unos días con sus amigos de la Metrópoli. Era con ellos efusivamente ingenuo, como si toda la ternura acumulada en su aislamiento, se derramase de un golpe sobre nosotros. Alto, delgado, recio de carnes, flexible y brusco de movimientos, como acostumbrado a trepar montañas y a correr por las llanadas a semejanza de los pastores; cabeza pequeña, de pelo cortado al rape; cara de perfil numismático, de líneas precisas; ojos vivacísimos en perpetuo acecho, cual insaciados de contemplación; bigote ralo y corto que dejaba al descubierto unos labios de dibujo primoroso, infantilmente risueños, abiertos sobre los dientes de blancura luminosa. Cuanto había sido descuidado en el vestir durante sus horas campesinas, era provincianamente elegante en sus vacaciones urbanas. Llegaba locuaz, ávido de humanidad y deseo, exaltado de ensoñación, y con unos pliegos de versos nuevos en la maleta. Reía y charlaba entre nosotros, nos leía sus poemas, y luego regresaba a su Tebaida montañesa.

Regresaba, eso sí, cargado de libros, recién publicados, de ediciones nuevas, con preferencia españolas, y con mayor preferencia si éstas eran de gusto clásico y de autor académico. Porque este gran poeta bucólico de verdad, no marginal ni de gabinete; este soñador que se separaba de la naturaleza como un enamorado, prometiéndola volver pronto y cumpliendo con fidelidad la promesa, era también un adorador de la versificación de limpidez castellana, de la prosa nítida de los viejos escritores, especialmente de los del siglo XVI; de las odas del uncioso fray Luis, de la Guía de pecadores del elocuente Granada. Académico, arcaizante, católico apegado a las reglas y al dogma, se diría que su alma se anquilosaba y que su arte adquiría rigidez forzada dentro de la severidad de los preceptos. Y no sucedía así. Fáciles y puras fueron su devoción religiosa y su devoción artística y por eso se amoldaba con docilidad a las exigencias de la disciplina. Su ideal de artista y de creyente era rectilíneo. Meses antes de morir lo afirmaba en una elegía.

De mis oscuras soledades vengo
y tornaré a mis tristes soledades
a brega altiva, tras camino luengo;

que me allego tan sólo a las ciudades
con vacilante planta y errabunda,
del tiempo antiguo a refrescar saudades.

Yo soy la voz que canta en la profunda
soledad de los montes ignorada,
que el sol calcina y el turbión inunda.

Ignoro de mi rústica morada
qué tiene, que viniendo de mi mismo,
vengo de la región más apartada;

y endulzo el amargor de mi ostracismo
en miel de los helénicos panales
y en la sangrienta flor del cristianismo.

Estas pocas líneas son una revelación. Nos presentan al poeta en sus inclinaciones, nos dan idea de sus lecturas, y nos dejan percibir un doloroso pero sereno estado de conciencia. Mas el poeta no está allí en plenitud. Está en las descripciones magníficas de los panoramas rústicos, en la visión del bosque, de la montaña y del desierto; está en la reproducción de la naturaleza. Porque al reproducirla, pone su alma en ella, una alma de niño atormentado y creyente, una alma pávida y contemplativa a la vez, soñadora y escudriñadora de la belleza, alucinada del mi lagro, extática del misterio, poseída de la fascinación de lo divino.

Transparente y pulida es la forma de la poesía, y por ella cruzan el pensamiento y el sentimiento como por un prisma de cristal pasa la luz del sol. Mas la seducción, con ser tan grande, no está en la forma, sino en el espíritu platónico, sutil, que siente la vida y la interpreta en constante exaltación. Alientos virgilianos hay en esos poemas; pero por todas partes se siente que un soplo dantesco, que una expresión trágica anima, a relámpagos, la placidez de la naturaleza. Y he aquí cómo este poeta, obligado por un maravilloso temperamento de visionario, da una original, una extraña y nueva expresión, que está muy lejos de la fría y marmórea de los idilios clásicos. El himno de los bosques, Pastoral, Poema de vida, Salmo del juego, son cuadros diseñados con exactitud enérgica. La noche rústica de Walpurgis está llena de drama sombrío, en el cual, estrellas, selvas, abismos, cimas, tienen una personificación y una voz. Mas yo he querido presentar a ustedes, no la más hermosa concepción del poeta, sino la más doliente confesión del hombre. Es su último poema. Es la confidencia del último amor y del último desencanto de su corazón de solitario, herido de pronto por una tardía y violenta pasión, en cuya impureza brilla un resplandor de bondad, como, en la noche, la luz de un lucero sobre agua fangosa.

IDILIO SALVAJE

I
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris ...? Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.

Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.

Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aun del placer quedan los dejos,
puedes tornar a tu revuelto mundo.

Si no, ven a lavar tu ciprio manto
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.

II
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba;
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.

Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda, ni un atajo.

Asoladora atmósfera candente,
do se incrustan las águilas serenas
como clavos que se hunden lentamente.

Silencio, lobreguez, pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el galope triunfal de los berrendos.

III
En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina
como un relieve en el confín impreso.

El viento, entre los médanos opreso,
canta cual una música divina,
y finge, bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.

Vibran en el crepúsculo tus ojos
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;

y, destacada contra el sol moriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.

IV
La llanada amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto,
y en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.

Unta la tarde en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.

Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna,

las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.

V
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura,
como si fuera un campo de matanza.

Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.

Y allí estamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.

En un cielo de plomo el sol ya muerto,
y en nuestros desgarrados corazones
el desierto, el desierto ... y el desierto.

VI
¡Es mi adiós! ... Allá vas, bruna y austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición, sobre tu espalda.

En mis desolaciones ¿qué me espera? ...
(ya apenas veo tu arrastrante falda)
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.

El terremoto humano ha destruido
mi corazón, y todo en él expira.
¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!

Aun te columbro, y ya olvidé tu frente;
sólo, ay, tu espalda miro, cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.


ENVÍO

En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do se alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.

Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso,
qué andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas
me duele el pensamiento cuando pienso!

¡Pasó ...! ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia,
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.

Y en mi ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡qué sombra y qué pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mí mismo!

En este género bucólico, del cual es el más genial representante Manuel José Othón, se han distinguido mucho dos obispos mexicanos y académicos correspondientes de la Española: IGNACIO MONTES DE OCA (1846-1921) y JOAQUÍN ARCADIO PAGAZA (1839-1918). Un joven poeta ha seguido también, con éxito notable, las huellas de Othón: Juan B. Delgado.

A este grupo de cultivadores del clasicismo pertenece el poeta JOAQUÍN D. CASASÚS (1858-1916), traductor magno de Horacio y de Catulo.

Mientras Othón, en los campos del norte de la República, dejaba vagar su inspiración como una aldeana libre, otro poeta, en la orilla del mar de Veracruz o un poco más adentro, en los apretados jardines de Jalapa, cincelaba, con asombrosa paciencia, las estrofas más perfectas que puede presentar hasta hoy la poesía mexicana. El nombre ha recorrido todo el continente. Ha sonado en España, y alguna ocasión lo han recogido con beneplácito idiomas extranjeros; seguro estoy de que al decirlo aquí tendrá un eco en la memoria de los que me escuchan: SALVADOR DÍAZ MIRÓN (1853-1928).

Vive aún, expatriado, enfermo, triste, este hombre cuya juventud arrogante tiene parecido y afinidad con la de los héroes antiguos, en el vuelo del ímpetu tanto como en la nobleza de la actitud. Un ser excepcional, de leyenda caballeresca, dotado de un temperamento ágil siempre para la acción, como su inteligencia para la percepción. Es de los admirables y los temibles. Parece un artista del Renacimiento. Sufriría el parangón con los quinientistas italianos, por la variedad de los conocimientos, como Leonardo; por el impulsivismo del valor, como Benvenuto. En la tribuna parlamentaria y en la arenga política dio a conocer su elocuencia tormentosa y centelleante; cuando alzaba en la tribuna la trémula diestra, semejaba que sacudiese un haz de rayos como el dios olímpico. Todo en él era nervioso y apasionado: el cuerpo frágil y apuesto, la cabeza altiva de rostro moreno, ojos oscuros y enérgicos, lacia y fuerte la melena, tersa y audaz la frente. Así lo vi en mi mocedad, en una época de gestas triunfantes. Entonces, cantaba con un ardor delirante, no imitado, abrevado en el ígneo torrente del profeta de Los Castigos; entonces volaban a los cuatro vientos los cuartetos A Gloria, la oda a Víctor Hugo, los endecasílabos de Sursum, las décimas A unos ojos. Ese Díaz Mirón rotundo, brioso, audaz, de metáforas imprevistas y deslumbrantes, de pasión desbordada y de dicción expresiva y musical, es conocido de todos y parafraseado de muchos. De él tomó los primeros bríos el que es ahora un insigne representativo: José Santos Chocano. De él, acaba de confesar en mi país, el poeta español Francisco Villaespesa que recibió las primeras influencias. Mas antes de ser tan afirmativo y voluntarioso, Díaz Mirón fue un adorable garzón romántico de ternura muy viril, pero muy penetrante. Sus amores de provincia le hicieron escribir versos como éste:

A ti, la de radiante y angélica hermosura,
la rubia de ojos negros que lleva el traje azul,
la del lunar lascivo junto a la boca pura,
mujer hecha de aroma, de música y de luz.

Y éstos en recuerdo de una cita frustrada:

Toda la tarde lloviendo estuvo;
toda la tarde, para mi mal,
por las regiones del aire anduvo
rodando nieblas el vendaval.

O éstos, principio de una deliciosa composición, en recuerdo de un encuentro logrado:

Un a flor por el suelo,
un cielo de hojas empapado en lloro,
y encima de ese cielo el otro cielo
lleno de luz y de brillantes de oro.

O estos otros, que arranco de un canto de ausencia:

Me hallo solo y estoy triste;
tu viaje, que no maldigo
porque tú lo decidiste,
me hundió en la sombra; partiste
y la luz se fue contigo.

Somos en este momento
en que el amor nos consume
dos flores de sentimiento
separadas por el viento
y unidas por el perfume.

De estos cantos de pubertad, de estas ternezas áureas, a la firmeza y luz de cristal de roca, al hierro sonoro, que forjó atezado vulcano, de la juventud batalladora, hay evidentemente una ascensión. El poeta encontraba su modo, su personalidad, pero no estaba contento.

Cada vez se exigía más a sí mismo; perseguía una pureza y una nitidez de expresión más absolutas. Y concebía una técnica en la cual no cada sílaba, sino cada letra, tuviera una colocación armónica para que, combinadas en la unidad acentual de cada verso, realizasen un ideal rítmico, una música sin opacidades ni disonancias, sin hiatos ni cacofonías. Y como este ideal prosódico, es el verbal que impide aconsonantar dos adjetivos, y el sintáctico que huye cuanto puede de los artículos para acercarse a la frase latina, y dar pulimento lapidario y concisión epigramataria al idioma.

De este afán de perfección, que no permite una delgada veta, ni aun imperceptible siquiera, en el pulido mármol de la expresión, nació el libro de versos que lleva por título Lascas (1901). El título lo dice todo: se trata de una obra de escultor, penosa, ardorosa, altísima. Díaz Mirón, informado de todas las literaturas, recitador brillante de los poetas ingleses, franceses, italianos, desde Byron hasta D'Annunzio, pretende y logra purificar la lengua castellana y darla flexibilidades, sonoridades y delicadezas no poseídas hasta ahora. Tembloroso todavía por la mordedura del estro, ha perdido, tal vez, en espontaneidad lo que alcanzó en plasticidad e instrumentación. Tiene, a través de los siglos, afinidades con Luis de Góngora. Es como un Góngora modernizado. Ahora se acerca al tipo parnasiano; ahora la belleza de su musa es más augusta; ahora está alejado de la multitud ; ahora, en fin, lo sentimos menos, pero él, en cambio, se siente más cerca de su sueño de perfección. Complicado es su procedimiento, y en ocasiones, hasta amanerado; la emoción no se nos presenta desnuda sino envuelta en túnica estatuaria. Así, por ejemplo, cuando el poeta narra su salida de una prisión para ver el cadáver de su padre, que era también un poeta, escuchamos acentos de angustia, por bajo el velo inmaculado de los versos:

Llego entre dos esbirros que no dudan
de que a un monstruo feroz guardan y aquietan.
Gritos desgarradores me saludan
y brazos epilépticos me aprietan.

Suspenso en el umbral callo y vacilo.
Alto y grueso blandón muestra y agrava
con lampo incierto el espantable asilo.
La llama treme al soplo, sesga y flava ...
¡Pugna por arrancarse del pabilo
y huir de penas que ilumina esclava!

Sobre mezquino y enlutado lecho,
y en negro traje que semeja extraño,
y las manos unidas en el pecho,
y al vientre hielo y en la faz un paño,
el cuerpo yace inmóvil y derecho.

Y ante la forma en que mi padre ha sido,
lloro, por más que la razón me advierta
que un cadáver no es trono demolido,
ni roto altar, sino prisión desierta.

Ni podemos menos de conmovernos atando, en la sombra de su calabozo, el poeta prisionero ve la celestial aparición:

EL FANTASMA

Blancas y finas, y en el manto apenas
visibles, y con aire de azucenas,
las manos —que no rompen mis cadenas.

Azules y con oro enarenados,
como las noches limpias de nublados,
los ojos —que contemplan mis pecados.

Como albo pecho de paloma el cuello,
y como crin de sol barba y cabello,
y como plata el pie descalzo y bello.

Dulce y triste la faz; la veste zarca ...
Así del mal sobre la inmensa charca,
Jesús vino a mi unción como a la barca.

Y abrillantó a mi espíritu la cumbre
con fugaz cuanto rica certidumbre,
como con tintas de refleja lumbre.

Y suele retornar: y me reintegra
la fe que salva y la ilusión que alegra;
y un relámpago enciende mi alma negra.

Díaz Mirón no solamente ha modificado su técnica, sino su estética. Y en Lascas y otras poesías posteriores anuncia una trasmutación de su idealismo impetuoso por un naturalismo impersonal y atrevido. Productos de este cambio son, con otros, los poemas: Idilio, Claudia, Dea.

En una composición —Ecce Homo— habla del esfuerzo artístico de su lira; dice:

Sé que la humana fibra
a la emoción se libra;
pero que menos vibra
al goce que al dolor.
Y en arte no me ofusco
y para el himno busco
la estética del brusco
estimulo mayor.

Mas no en aleve audacia
demando a la falacia
la intensa y cruda gracia
como un juglar sutil.
A la verdad ajusto
el calculado gusto
bajo el pincel adusto
y el trágico buril.

Fatiga y pena ignotas
soltaron acres gotas
que son espumas rotas
al pie bogador.
¡Sondad en mi lirismo
como en el ponto mismo,
un vasto y fiero abismo
de llanto y de sudor!

Los versos de Díaz Mirón están en verdad entonados en diapasón agudo. Se cantan. Piden el acompañamiento de la lira septicorde. ¡Cuán distintos a los de AMADO NERVO (1870-1919), caprichosos, ondulantes, íntimos, que nos acarician el oído como un violín que llorase a la sordina una melodía de Schubert, y que nos salen de la boca como si las palabras fuesen flores y con sus pétalos nos rozasen los labios!

Este poeta, otro gran poeta nuestro, sí es de inconfundible filiación francesa. Criado y educado a la sombra de las iglesias, estudiante seminarista, lector obligado de textos latinos, oyente constante de antífonas y secuencias, desplegó las alas de sus púberes ensueños en un aire cargado de beatitud e incienso. Había pisado ya las gradas del altar, subía a diaconizarse, cuando la mano de su suerte lo detuvo, lo hizo descender, salir de su templo y de su colegio, lo empujó hacia la vida, hacia el mundo, hacia la libertad, y le dijo: en marcha.

El muchacho, atolondrado y tímido, dio los primeros pasos; mas como con la fe, con una fe en Dios que no le ha abandonado, se le robusteció desde temprano el carácter, halló pronto el camino y se dispuso a recorrerlo resignada y firmemente. Las vicisitudes del chicuelo, que salió a ganarse el pan, no fueron pocas; pero él sorteaba escollos, vencía obstáculos, dominaba situaciones, y creciendo, creciendo, de tumbo en tumbo, desde su provincia de Tepic, se partió hasta las riberas del mar Pacífico, hasta Mazatlán; allí escribió en periódicos, publicó versos, adquirió exigua reputación, y con todo ello, entróse un día en la Metrópoli, como el famoso Patourot, en busca de una posición social, o mejor, como el Poquita Cosa de Daudet, para reconstituir la familia. Poco a poco se impuso, visitó las redacciones de los periódicos, fue presentado a las personas de viso, a los literatos de moda. Y pronto, en camaradería con los poetas, empezó, no diré su gloria, pero su reputación sí.

Era sumamente simpático, con su aire de seminarista, su largo levitón, su cuerpo flaco, un tanto encorvado; su cabeza de abundante y lisa cabellera, su rostro afilado y pálido, en el que principiaba a crecer una barba prematura, que, ayudada de los ojos profundísimos y muy abiertos y fijos de continuo en algo invisible, le daba una fisonomía de anacoreta en ciernes. Y luego, sus silencios de recogimiento, sus actitudes distraídas, y de pronto, como contraste, el manantial inagotable de su verbo, el aluvión de su discurso, que en determinados momentos confinaba con la elocuencia; la cálida recitación de sus versos, hecha con un especial dejo provinciano; su mutismo de secreto, al que seguía su charla de confidencia; su espíritu aniñado, encogido, a ratos, a ratos expansivo, le dieron una personalidad interesantísima en los círculos artísticos, en este taller de pintor, en aquella mesa de redacción, en ese otro tablado de teatro. Porque Amado Nervo, en aquellos tiempos (1894-1898) era infatigable para trabajar y para vivir , lo hacía todo (versos, artículos, traducciones, crónicas, novelas), y estaba en todas partes: en una reunión de amigos, en el estreno de una pieza dramática, en una comida de artistas, en una velada literaria. Y aún le quedaba tiempo para estudiar, para aprender, en libros franceses sobre todo, esa ductilidad, esa suavidad, esa naturalidad tan llana, tan simple, tan prodigiosa de su estilo. Una novela, El Bachiller (1895), lo hizo célebre, no tanto por la hermosura de la forma, cuanto por lo escabroso del asunto. Un libro de poesías, Místicas (1897), lo definió y lo consagró.

En ambos libros se notaba su nostalgia del ambiente eclesiástico, su añoranza de existencia religiosa; sueña en misales, en casullas, en paños litúrgicos, en imágenes sagradas, en confesionarios, en oraciones y cilicios. Increpa a Kempis que lo entristeció; comenta versículos bíblicos. Ilumina su memoria con los reflejos de oro de los altares.

Pero lentamente, la vida, que lo sube, lo transforma, sin quitarle su misticismo, su disposición al vuelo extático, su deslumbramiento de claridad divina, el incesante viaje de su alma al más allá. Como vino a la capital de México y la conquistó, así, con mucha fe y mucha ansia de ver y de sentir, llegó a París y fue a Italia, y recorrió Europa, recibiendo siempre sensaciones y reteniéndolas en notas y en poemas cada vez más refinados, más sutiles, más atrevidamente modernos, saltando por encima de las reglas prosódicas y poéticas, en una envidiable libertad espontáneamente bella, que se emparejaba, en soltura con la de Rubén Darío, su íntimo amigo de ensueño y aventura.

En esos años de bohemia, de agitación y luchas. Amado Nervo completó su vocación artística y se hizo él. Afinidades tiene, casi todas francesas; parentescos, no. Su obra de entonces precisa ya una individualidad: Poemas (1901), El éxodo y las flores del camino (1902); entre esa obra va La hermana Agua, que lo presentó como artista supremo.

De aquel Nervo barbudo y andariego que conocí hace veintitantos años, a éste que acabo de dejar en Madrid, de cara afeitada, escaso cabello, mirada melancólica y blanca y dulce sonrisa; de aquel poeta que parecía impaciente a este diplomático que parece cansado, hay la distancia que va de la ilusión al desencanto, de la alegría al dolor, de la adolescencia que se despidió de nosotros a la vejez que nos anuncia su llegada.

Pero, en su corazón, en su ánima, Amado Nervo apenas ha sufrido metamorfosis. Un soñar perpetuo en lo superhumano; una inquietud ante lo misterioso; un filosofar sobre lo divino; una aspiración muy grande por la belleza, un sueño muy alto por la eternidad, una explicación consoladora del sufrimiento que purifica y del amor que eleva; una esperanza que aletea, un presentimiento que ilumina. El misticismo de Nervo se ha pulverizado en vaguedad sideral, en contemplación teosófica. Su musa canta en voz baja; sus últimos libros líricos se llaman: Serenidad (1914), Elevación (1917). La forma que ahora tiene apariencias de descuidada, es viva y artística como nunca. La simplicidad de la idea y de la emoción que quiere ser pueril, es profunda incesantemente. El otoño del poeta está lleno de rosas. El lo adivinó cuando dijo:

¡ESTA BIEN!

Porque contemplo aún albas radiosas
en que tiembla el lucero de Belén,
y hay rosas, muchas rosas, muchas rosas,
gracias ¡está bien!

Porque en las tardes, con sutil desmayo,
piadosamente besa el sol mi sien
y aún la transfigura con su rayo,
gracias ¡está bien!

Porque en las noches, una voz me nombra
(¡voz de quien yo me sé!) y hay un edén
escondido en los pliegues de mi sombra,
gracias ¡está bien!

Porque hasta el mal, en mi dón es del cielo,
pues que al mirarme va, con rudo celo,
desmoronando mi pasión también;
porque se acerca ya mi primer vuelo,
gracias ¡está bien!

Pero al lado de este Nervo de Elevación, hay otro galante, cortesano y ligeramente irónico. Ustedes, tengo la seguridad de que conocen muy bien a uno y a otro, y sólo como un homenaje al cantor me permitiré recordar esta rara galantería:

LOS CUATRO CORONELES DE LA REINA

La reina tenía
cuatro coroneles:
un coronel blanco,
y un coronel rojo,
y un coronel negro,
y un coronel verde.

El coronel blanco, nunca fue a la guerra;
montaba la guardia cuando los banquetes,
cuando los bautizos y cuando las bodas;
usaba uniforme de blancos satenes;
cruzaban su pecho brandeburgos de oro,
y bajo su frente,
que la gran peluca nivea ennoblecia,
sus límpidos ojos de azul celeste
brillaban, mostrando los nobles candores
de un adolescente.

El coronel rojo siempre fue a la guerra
con sus mil jinetes.
O, llevando antorchas en las cacerías,
con ellas pasaba cual visión de fiebre.
Un yelmo de oro con rojo penacho
cubría sus sienes;
una capa flotante de púrpura
al cuello ceñía con vivos joyeles
y su estoque ostentaba en el puño
enorme carbúnculo ardiente.

El coronel negro para las tristezas,
los duelos y las capillas ardientes;
para erguirse cerca de los catafalcos
y a las hondas criptas descender solemne,
presidiendo mudas filas de alabardas,
tras los ataúdes de infantes y reyes.

Mas cuando la reina dejaba el alcázar
a furto de todos, recelosa y leve;
cuando por las tardes, en su libro de horas
miniado por dedos de monje paciente,
murmuraba rezos tras de los vitrales;
cuando en el reposo de los escabeles
bordaba rubies sobre los damascos,
mientras la tediosa cauda de los meses
pasaba arrastrando sus mayos floridos,
sus julios quemantes, sus grises diciembres;
cuando en el sueño sumergía su alma,
silencioso, esquivo, la guardaba siempre
con la mano puesta sobre el fino estoque,
el coronel verde ...
El coronel verde llevaba en su pecho
vivo coselete
color de cantárida; fijaba en su reina
ojos de batracio, destilando fiebre;
trémula esmeralda lucia en su dedo,
menos que sus crueles
miradas de ópalo, henchidas de arcanos
y sabiduría, como de serpiente ...
Y desde que el orto sus destellos lanza
hasta que en ocaso toda luz se pierde,
quizás como un símbolo, como una esperanza
¡iba tras la reina su coronel verde!

En el grupo de los característicamente franceses como Nervo, hay poetas extraordinarios en la literatura de México: JOSÉ JUAN TABLADA (1871-1945), exquisito, exótico, muy culto, el primero que dio en mi país la nota baudeleriana; BALBINO DÁVALOS (1866-1951), elegante y refinadísimo, muy versado en literaturas clásicas y modernas y admirable traductor; FRANCISCO M. DE OLAGUÍBEL (1874-1924), muy inspirado y muy nuevo, y por cuya colección Oro y negro obtuvo un gran elogio de vuestro Leopoldo Lugones; Manuel Larragaña Portugal, de inspiración lozana y fácil; Rubén M. Campos, citado aquí, en distintas ocasiones, pero no analizado en su temperamento artístico, uno de los más naturalmente finos de México.

Rápida ha sido esta excursión literaria, dividida en cinco jornadas, y, por rápida, incompleta. Pero faltaría yo a mi deber de expositor del movimiento cultural de las letras mexicanas, si no mencionase yo dos personalidades verdaderamente gloriosas y brillantes: FRANCISCO A. DE ICAZA (1863-1925); Enrique González Martínez.

Icaza tiene veinte años de vivir fuera de su país. De tarde en tarde lo visita, y pronto se vuelve a Europa a continuar sus labores diplomáticas y sus minuciosas y concienzudas investigaciones de crítica. Mas Icaza salió de su tierra hecho todo un poeta, aunque con menos atildamiento y exquisitez, con menos perfección plástica que los que hoy caracterizan su versificación. El equilibrio estético, la expresión elegante y sobria, que son distintivo de los verdaderos artistas, dan una impresión de nobleza espiritual, de aristocracia del sentimiento, a la obra poética de Icaza. Pero en el fondo de este orfebre sutil y cuidadoso, de este filigranista de la rima, está vibrando, contenida dentro de la cobertura de que habla Santillana, una alma criolla, una alma de América, con su dulce languidez ancestral y su vieja melancolía de raza, suavemente matizadas de escepticismo. La maestría de la forma no es sino un velo, bajo el cual tiembla la virginidad del sentimiento.

Es Icaza un poeta intensamente emotivo, que ha logrado dominar la rebeldía de la palabra, sin perder en esa tarea paciente el tesoro de su sensibilidad. La emoción tiembla a flor de verso. La estrofa es como una fuente, bajo cuyos cristales límpidos cabrillea el astro de la tristeza. El dolor, en la lírica de Icaza, no es el desmelenado y romántico que enseña sus heridas en el impudor de una confidencia sincera; es el tímido sufrimiento que cierra los ojos, ruborizado, cuando los siente llenos de lágrimas. Habla poco, por lo común, pero cuanto dice, aunque sea cosa de felicidad y alegría, está lleno de ternura delicada. ¿No conocen ustedes estas Estancias?

Este es el muro, y en la ventana
que tiene un marco de enredadera,
dejé mis versos una mañana,
una mañana de primavera.

Dejé mis versos en que decía
con frase ingenua cuitas de amores;
dejé mis versos que al otro día
su blanca mano pagó con flores.

Este es el huerto, y en la arboleda,
en el recodo de aquel sendero,
ella me dijo con voz muy queda:
Tú no comprendes lo que te quiero.

Junto a las tapias de aquel molino,
bajo la sombra de aquellas vides,
cuando el carruaje tomó el camino,
gritó llorando: ¡Que no me olvides!

Todo es lo mismo: ventana y yedra,
sitios umbrosos, fresco emparrado,
gala de un muro de tosca piedra;
y aunque es lo mismo, todo ha cambiado.

No hay en la casa seres queridos;
entre las ramas hay otras flores;
hay nuevas hojas y nuevos nidos,
y en nuestras almas, nuevos amores.

Icaza es pintor deliciosamente intencionado. Maneja con vigor el claroscuro, y da a sus cuadros un misterioso ambiente.

Recorro, al azar, una de las colecciones de sus versos, y me encuentro con esta preciosa estampa:

EN LA NOCHE

— Los árboles negros,
la vereda blanca,
un pedazo de luna rojiza
con rastros de sangre manchando las aguas.—

Los dos, cabizbajos,
prosiguen la marcha
con el mismo paso, en la misma linea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.

Pero en la revuelta
de la encrucijada,
frente a la taberna, algunos borrachos
dan voces y cantan.

Ella se le acerca,
sin hablar palabra
se aferra a su brazo,
y en medio del grupo, que los mira, pasan.

Después, como antes,
cae el brazo flojo y la mano lacia,
y aquellas dos sombras un instante juntas,
de nuevo se apartan.

Y asi entre la noche
prosiguen su marcha
con el mismo ritmo, en la misma linea,
y siempre en silencio y siempre a distancia.

Y este mexicano ilustre no sólo ejercita sus facultades en el lirismo, sino que muchas veces las ha empleado en las duras y severas atenciones de la crítica literaria. Poseedor de un fuerte caudal de cultura, ha podido entrar por los oscuros laberintos de la erudición, lámpara en mano y sin perderse, antes hallando a cada paso joyas de verdad y belleza. Y como es un poeta, la documentación erudita, bajo sus miradas, readquiere vida y movimiento. La fantasía y el juicio, de consuno, galvanizan los cadáveres de los manuscritos, enterrados, como en un panteón, en el polvo de los archivos.

Icaza, como buen crítico, posee la virtud milagrosa de la reanimación histórica. En esos trabajos eruditos dominan dos elementos: el análisis, la pasión. El análisis es metódico, nimio, cauto; la pasión es evocadora y animadora y humana. Por encima se extiende un ideal de justicia, brilla un anhelo de verdad.

España lo ha comprendido así, y considera a Icaza como uno de los más serios comentadores de la literatura castellana.

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ (1871-1952), el último gran poeta de México, es, hoy por hoy, el más amado y admirado de la juventud de mi país. Tal vez sea poco conocido de ustedes, y siento que, por necesidad cronológica, sea el postrero. Podría ser el primero. Lo es a juicio de los críticos que han analizado su producción. Vasta y nobilísima es ella y marca una elevación espiritual y una perfección artística cada vez más admirables.

González Martínez, médico de provincia, autoridad de pueblo, se rozaba a diario con la existencia trivial de aldeas y cortijos. Mas por un esfuerzo síquico, que sólo pueden hacer las vidas superiores, realizaba ese inexplicable desdoblamiento, gracias al cual el hombre queda en tierra ejercitando su actividad material en los menesteres cotidianos y el alma sube, como un celaje, a las alturas, de azul profundo, de la belleza y la contemplación. Y el poeta, así, en su aislamiento meditativo, fue vertiendo gota a gota su ilusión en las vasijas de diamante labrado de sus versos.

Cuando González Martínez llegó de la provincia a la capital de México, a conquistar la rama del soñado laurel, todavía su orientación no estaba definida, ni precisos los lincamientos de su inspiración. La belleza moderna de su musa comenzó por vestirse el peplo antiguo y ceñir a las ágiles piernas las áureas correas de la sandalia. Su instintiva repugnancia por la vulgar desproporción y el declamatorio romanticismo, lo mantuvo por algún tiempo asomado a la muralla de alabastro de la comarca clásica. Pero el horizonte lo llamaba, lo atraía la luz. Y presto bajó la musa nubil, y recorrió los campos, y, en silencio, se perdió en los senderos ocultos, y sorprendió las voces simbólicas de la naturaleza. González Martínez se hizo poeta actual sin que su expresión perdiese la transparencia clásica. El pensamiento se agudizó; el sentimiento adquirió vaguedad de esplendor que se aleja, de fragancia que se disipa; pero la forma conservó una limpidez de vidrio bohemio.

Sentiría dejarme arrastrar ahora de mi admiración y mi devoción por este poeta. Alguna vez, muy pronto acaso, intentaré un estudio serio de artista tan influyente en los dominios de la lírica mexicana. Mas no he de abandonar esta breve silueta sin reproducir aquí una opinión autorizada que me parece que resume bien la personalidad de González Martínez:

Ductilizó su propio verso —dice Francisco A. de Icaza— en la perfecta interpretación castellana de los poetas extranjeros más contradictorios: Lamartine, Poe, Verlaine, Heredia, Francis Jammes, Samain; y llegó a lograr esa técnica que distingue hoy su poesía, original del todo, sabia en el mecanismo de la expresión.— La poesía de González Martínez es panteísta. Hay un panteísmo que al divinizar al mundo le adora, adorándose en él. Hay otro que al divinizar la naturaleza la ama devotamente hasta en lo más humilde: ése es el de González Martínez.

BUSCA EN TODAS LAS COSAS ...

Busca en todas las cosas un alma y un sentido
oculto; no te ciñas a la apariencia vana;
husmea, sigue el rastro de la verdad arcana
escudriñante el ojo y aguzado el oído.

No seas como el necio que al mirar la virgínea
imperfección del mármol que la arcilla aprisiona,
queda sordo a la entraña de la piedra que entona
en recóndito ritmo la canción de la línea.

Ama todo lo grácil de la vida, la calma
de la flor que se mece, el color, el paisaje;
ya sabrás poco a poco descifrar su lenguaje ...
¡Oh, divino coloquio de las cosas y el alma!

Hay en todos los seres una blanda sonrisa,
un dolor inefable o un misterio sombrío.
¿Sabes tú si son lágrimas las gotas de rocío?
¿Sabes tú qué secretos va cantando la brisa?

Atan hebras sutiles a las cosas distantes;
al acento lejano corresponde otro acento ...
¿Sabes tú dónde lleva los suspiros el viento?
¿Sabes tú si son almas las estrellas errantes?

No desdeñes al pájaro de argentina garganta
que se queja en la tarde, que salmodia a la aurora;
es un alma que canta y es un alma que llora ...
¡Y sabrá por qué llora y sabrá por qué canta!

Busca en todas las cosas el oculto sentido;
lo sabrás cuando logres comprender su lenguaje:
cuando escuches el alma colosal del paisaje
y los ayes lanzados por el árbol herido ...


COMO HERMANA Y HERMANO

Como hermana y hermano
vamos los dos cogidos de la mano ...
En la quietud de la pradera hay una
blanca y radiosa claridad de luna.
Y el paisaje nocturno es tan risueño
que con ser realidad parece sueño.

De pronto, en un recodo del camino,
oímos un cantar ... Parece el trino
de un ave nunca oída,
un canto de otro mundo y de otra vida ...
¿Oyes? —me dices— y a mi rostro juntas
tus pupilas preñadas de preguntas.
La dulce calma de la noche es tanta
que se escuchan latir los corazones.
Yo te digo: no temas, hay canciones
que no sabremos nunca quién las canta.

Como hermana y hermano
vamos los dos cogidos de la mano ...

Besado por el soplo de la brisa,
el estanque cercano se divisa ...
Bañándose en las ondas hay un astro;
un cisne alarga el cuello lentamente
como blanca serpiente
que saliera de u n huevo de alabastro ...
Mientras miras el agua silenciosa,
como un vuelo fugaz de mariposa
sientes sobre la nuca el cosquilleo,
la pasajera onda de un deseo,
el espasmo sutil, el calosfrío
de un beso ardiente cual si fuera mío ...
Alzas a mí tu rostro amedrentado
y trémula murmuras: ¿me has besado?
Tu breve mano oprime
mi mano; y yo a tu oído: ¿sabes? Esos
besos nunca sabrás quién los imprime ...
Acaso, ni siquiera si son besos ...

Como hermana y hermano
Vamos los dos cogidos de la mano ...

En un desfalleciente desvarío,
tu rostro apoyas en el pecho mío,
y sientes resbalar sobre tu frente
una lágrima ardiente ...
Me clavas tus pupilas soñadoras
y tiernamente me preguntas: ¿lloras ...?
Secos están mis ojos ... Hasta el fondo
puedes mirar en ellos ... Pero advierte
que hay lágrimas nocturnas —te respondo—
que no sabemos nunca quién las vierte ...

Como hermana y hermano
vamos los dos cogidos de la mano ...

Una nueva generación se levanta en México, seria, nutrida de cultura, vigorosa de probidad artística: la representan Luis Rosado Vega, Rafael López, Antonio Mediz Bolio, Rafael Cabrera, Manuel de la Parra, José Elizondo, José de Jesús Núñez y Domínguez, Efrén Rebolledo, Antonio Caso, Julio Torri, Manuel Toussaint, Alberto Vázquez del Mercado, Jesús Villalpando, José D. Frías, Francisco González Guerrero, Samuel Ruiz Cabanas, Enrique Fernández Ledesma, Luis Castillo Ledón, Eduardo Colín, Ramón López Velarde, María Enriqueta, y el mejor preparado para la alta crítica por sus condiciones analíticas e imaginativas: Alfonso Reyes. No todos ellos han producido ya obra sólida y seria, pero algunos sí. LUIS ROSADO VEGA (1873-1958), por ejemplo, puede presentar dos o tres colecciones de versos, entre los cuales hay muy hermosas composiciones. RAFAEL LÓPEZ (1875-1943), ha reunido en un volumen que se titula Con los ojos abiertos (1912), poemas de forma primorosa; JOSÉ DE J. NÚÑEZ Y DOMÍNGUEZ (1887-1959) acaba de publicar un tomo. Holocaustos (1915), que contiene señaladas bellezas; MANUEL DE LA PARRA (1878-1930), poeta de sentimiento puro y diáfano, coleccionó en un libro —Visiones lejanas(1914)— sus mejores trabajos, y ALFONSO REYES (1889-1959), que es la flor de su generación, ha dado a la estampa dos espléndidos ejemplares de su talento de ensayista: Cuestiones estéticas (1911) y El suicida (1917).

El reloj me señala el límite, la atención de ustedes también, y por eso renuncio a presentar ejemplos y a hacer comentarios de estos novísimos escritores.

Resumo: La literatura mexicana en el tronco hispano a que pertenece ha logrado, dentro de esa unidad, su variedad correspondiente. Asimilándose, de modo permanente, elementos extraños encontrados casi siempre en la lengua y el espíritu franceses, formó su personalidad, que si bien no es enteramente nacional, sí es continental y que ha contribuido, con su renovación y su esfuerzo, a caracterizar la literatura novohispana, particularmente en el género de la poesía lírica.

Buenos Aires, julio de 1917.
Luis G. Urbina
Presentación de Omar CortésCapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha