Presentación de Omar CortésCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

Luis G. Urbina

LA VIDA LITERARIA DE MÉXICO




III

MÉXICO INDEPENDIENTE.- LAS CLASES SOCIALES Y LAS ESCUELAS LITERARIAS.- CLASICOS Y ROMÁNTICOS.- SÁNCHEZ DE TAGLE Y FRANCISCO ORTEGA.— RODRÍGUEZ GALVÁN Y FERNANDO CALDERÓN.— EL NIGROMANTE.— GUILLERMO PRIETO.— FLORES Y ACUÑA.

Más de cincuenta años de lucha política y social presentaron en México diversas condiciones para el desarrollo intelectual del país. El esfuerzo por constituir un pueblo que se desligaba del secular tutoreado español y que pugnaba porque desapareciesen, con la rapidez de su deseo de transformación, las arraigadas fórmulas bajo las cuales había vivido por tanto tiempo, estremecía la sociedad, la revolvía en tempestuosos arrebatos de pasión y de anhelo, en ciegos frenesíes y delirios de ideales y ambiciones. La nación mexicana, desde 1821, a la entrada del Ejército Trigarante, había dejado de ser Nueva España, pero se resistía, naturalmente, a dejar de ser colonial. Y hombres de energía suprema, centros de pensamiento y de voluntad, núcleos de selección y de educación, agitaban las masas enardecidas por el sentimiento de la libertad, y las empujaban y orientaban hacia rumbos nuevos. Y como era preciso, y conforme a leyes ineludibles, entablóse el combate de la fuerza conservadora y de la fuerza revolucionaria.

Toda la existencia nacional en ese período de conmoción y de adaptación, está llena de interés dramático. Constantemente —dice un pensador— la historia de un grupo humano en los momentos en que se modifica y renueva, adquiere una apasionante intensidad, y es uno de los espectáculos más atrayentes y variados de que puede gozar un espíritu superior. El pueblo mexicano es uno de los pueblos que han sufrido mucho. Fue aquel un gran período de dolor y de sacrificio: el Imperio de Iturbide, el triunfo de los principios democráticos, la dictadura de Santa Anna, la invasión yanqui, la Reforma, la invasión francesa, la tragedia de Maximiliano de Hapsburgo, la República de Juárez. Estos son los cuadros de nuestro drama de anarquía, de tiranía, de fe y de ideal. Veamos cuáles fueron las voces que se levantaron en ese largo tumulto de sombras y relámpagos.

La división social se marcó en la literatura de un modo evidente. Las clases superiores, las que cuidaban y representaban los intereses y las tradiciones, las que sostenían los conceptos monárquicos y habían gozado de los privilegios virreinales, estaban preparadas mejor para la expresión y defensa de sus ideas. Españoles y criollos salidos de la Universidad y de los Seminarios, prolongaban las tendencias clásicas, frías y mesuradas, de que se habían servido para combatir la emancipación. Es cierto que algunos miembros de esta clase, como había sucedido durante la guerra de la Independencia, estaban del otro lado, del lado de las clases medias, entre las cuales dominaba el elemento mestizo menos preparado, desde el punto de vista cultural, pero más brioso, más audaz, más ágil de pensamiento, más seguro del porvenir y de la victoria.

A raíz de la Independencia, la arenga revolucionaria, y el panfleto, el folleto, se modificaron, se enseriaron, y, por obra de las circunstancias, produjeron dos géneros literarios desconocidos hasta entonces: la oratoria parlamentaria y el periodismo doctrinario. Una y otro señalaron el antagonismo, la disimilitud de las opiniones. El primer aspecto de esta lid es la divergencia dentro de una aceptada teoría —la democrática— de estos dos criterios: el de los conservadores, que propendían al Gobierno central, como una transición entre lo pasado y lo futuro, y el de los liberales, que se decidían por la inmediata realización de la República federal. Estas dos tendencias tuvieron órganos verbales y periodísticos de innegable valor literario, y, al mismo tiempo, estimularon la creación de la Historia Nacional, no ya como las crónicas de los siglos coloniales, que eran narraciones más o menos verídicas de los sucesos, sino como estudio crítico de los acontecimientos, como análisis de sus causas y efectos.

La historia de aquella época, narrada por Lucas Alamán y por Lorenzo Zavala, presenta los mismos hechos y los mismos hombres, pero los juzga de manera distinta. Y es que la historia, entonces, no fue, no podía ser un juicio tranquilo, ni una imparcial sentencia, sino una polémica. Mas lo que le faltó de equidad, le sobra en muchas páginas de elocuencia ardorosa, de realidad bien sentida, de fuerte y pintoresca descripción. A la vera de vibrantes narradores, como Carlos María de Bustamante, observaban los fenómenos y penetraban en su íntima esencia otros escritores de serenidad y ponderación, como José Luis Mora, quienes cimentaban con su examen y sus apreciaciones la sociología mexicana y preparaban el advenimiento de la filosofía de la historia, de nuestra historia, que tomó, por fin, cuerpo y adquirió vigor en la obra de los pensadores que siguieron, y entre los cuales descuellan tres figuras magistrales y representativas de la evolución intelectual de México: Ignacio Ramírez, Ignacio M. Altamirano, Justo Sierra.

La literatura, propiamente dicha, la incontaminada de la finalidad política, la bella literatura, se resintió asimismo de estas divisiones sociales. Este es el motivo por el cual permanecen todavía, hasta muy entrado el siglo XIX, los gustos y las imitaciones del clasicismo español, que es como una basta alquitara que destila y refina los añejos vinos romanos y helénicos. A la clase conservadora pertenecieron esos gustos y esa imitación. Con un intransigente sentimiento católico y una repugnancia agresiva por la libertad del pensamiento y de la forma, los poetas que representaban esa porción social se empeñaron en cultivar las reproducciones hispánicas del Siglo de Oro, la suavidad y blandura seudo clásicas, la corrección y pulcritud académicas.

En cambio, la clase media, francamente liberal, no incrédula, pero tampoco gazmoña, y, por efecto de la Independencia, beneficiada en sus derechos y estimulada en sus aspiraciones, presentaba a sus literatos y poetas, los cuales tenían mayor espontaneidad y sinceridad, menos apego a la retórica y a la sumisión de los modelos anticuados y dejaban presentir ya las primeras manifestaciones de un balbuceante romanticismo.

Bien es verdad que México se prestaba entonces al desarrollo de ese modo hiperestesiado de sentir y de esa libertad de expresar que en España misma habíase apoderado de la poesía lírica y de la dramática, y desde José Mariano de Larra y Angel Saavedra, hasta Espronceda y Zorrilla, mostraba ya un cambio radical que bruscamente la apartaba del artificio neoclásico y de las odas moratinianas y de la altisonante, de la desproporcionada sonoridad de Quintana y Cienfuegos. El romanticismo era una rebeldía contra todo eso: era una reacción. Y nos halló preparados para recibirlo.

El medio de agitación y de conmoción incesantes; nuestras costumbres caballerescas y legendarias; el amor de reja y serenata, de retablo nocturno y desafío; la vida popular de hampa y truhanería; la profunda división en las ideas, que engendraba delirantes afectos y frenéticos odios; la inquietud espiritual; la ancestral inclinación al sentimentalismo y al ensueño; los contrastes y antítesis de una existencia en la que iban revueltos místicos que leían a Santa Teresa y ateos que estudiaban a los Enciclopedistas; los muros claustrales que encerraban plegarias y los cuarteles de donde salían ruidos bélicos; las conspiraciones de los conventos; las citas secretas de los masones; las bendiciones de los puñales; los juramentos bajo la luna; las apasionadas historias con su escala de Romeo y su túmulo de Julieta; las mismas ciudades coloniales con sus largas tapias de jardín, sus calles solitarias, sus noches luminosas y silenciosas, hasta la misma naturaleza plácida; las lejanías diáfanas; las montañas de azul cobalto; las llanuras de sendas grises y manchas de verde esmaltado, todo, la sociedad, el alma, el cielo y el suelo, eran a propósito para recibir y difundir la nueva manifestación literaria.

Nuestro ambiente, el ambiente de esa parte de América, era, es incurablemente romántico. De modo es que poseíamos los elementos síquicos; la expresión nos vino de fuera; la emoción la teníamos ya; era nuestra desde hacía muchos años. Un gran pensador —y probablemente el más alto de nuestros pensadores— afirma que toda nuestra literatura poética, desde 1830, es romántica. La forma de las obras realistas —dice en 1895— es la que ha influido sobre nosotros, no la tendencia, el espíritu no, o muy poco: románticos hemos sido y seremos largo tiempo, a pesar de las transformaciones que sufren las escuelas de nuestros maestros de Ultramar.

Y esto lo escribía cuando empezaba vigorosamente un período de renovación, el más amplio y firme de todos para la literatura mexicana.

Tal disposición y tal medio obligaron hasta a los mismos poetas tradicionalistas a contagiarse de romanticismo.

FRANCISCO ORTEGA (1793-1849) y Manuel Sánchez de Tagle representaban, al principiar el período republicano, la aristocracia literaria. Ortega era el más pulido versificador de su tiempo. Si en sus primeras composiciones pueden ser notados los defectos prosódicos de la época, comunes a todos los poetas mexicanos, se nota que conforme se adueña de su arte, va corrigiéndolos lenta pero seguramente, hasta que la rima y el ritmo adquieren una perfección inusitada entonces. Mas la tersura y la armonía de la versificación no corren parejas con el brillo del estro y el vuelo de la fantasía.

Mesurado frecuentemente en la dicción, Francisco Ortega es calculador en la fantasía. Sus imágenes, sus metáforas, son obra paciente de la meditación, no espontáneo impulso imaginativo. Esta moderación, esta discreción, impiden el arranque desmelenado, siquiera sea falso, del lirismo arrebatador que se usaba en aquellos tiempos. Ortega es claro, pero frío. El anhelo de conservar siempre la compostura académica, recorta y empequeñece el traje declamatorio de su musa. Porque este poeta, como casi todos los de entonces, fue un poeta civil, y llegada la oportunidad, puso sus versos al servicio de la causa política. La efervescencia de los episodios que iban sucediendo en la vida nacional, llegaba a la lira de los poetas y les arrancaba cantos heroicos y fervientes inspiraciones. El júbilo de la libertad embriagaba a las musas, como una fuerte y agria posca.

Ortega, hombre de gran salud moral, se contuvo en los límites de un generoso y medido entusiasmo. Era un sagaz y prudente observador. Por encima del hervor de las pasiones, la severidad de su juicio clareaba como luz de estrellas sobre ola de borrasca. Tres númenes le inspiraron: son los mismos que mueven y socorren la lírica de Sánchez de Tagle: la patria, la religión, el amor.

El amor y la melancolía me hicieron poeta, dice FRANCISCO MANUEL SÁNCHEZ DE TAGLE (1782-1847) en una sentida confesión íntima. Y es verdad. Las obras en verso de este patriarca literario están poseídas de lánguida tristeza y de ternura amorosa. Ni la retórica culterana de sus odas, ni el almibarado amaneramiento de sus versos eróticos, ni la solemnidad rebuscada de sus cantos patrióticos, ni las notas orgiásticas de candorosa falsedad de sus anacreónticas, pueden ocultar un sedimento de pena, un dejo de amargura real. Y es que el poeta tenía, él mismo lo dice en su confesión, un corazón demasiado sensible y delicado, y la época en que vivió no era propicia a la quietud consoladora, al tranquilo esparcimiento del ánimo.

Mas herido y maltrecho en las primeras horas de su juventud, supo templar al fin su alma y abroquelarse serenamente contra los ataques insidiosos de la maldad; supo convertir la blandura de su sentimentalismo en templado acero de convicción y de justicia, y de aquella exquisita fantasía salió más de una vez el rayo de las sagradas iras. Sánchez de Tagle era un creyente sincero; pero no desdeñaba la lectura de los Enciclopedistas.

No fue moralista en verso como por entonces se estilaba. No escribió nunca sátiras ni sentenciosas epístolas. Vivió transformando sus ideas con el curso del tiempo, y del mismo modo que sus vestidos, que al comenzar el siglo era el oscuro casacón, el calzón corto, la media negra, el zapato con hebilla de plata, y en el año de 1847 eran la levita de largos faldones, el constrictor y alto corbatín, el ajustado pantalón de trabilla, del mismo modo fue adaptando su temperamento a las modificaciones del medio. Y, primero el lunar de la virreina y las desdichas de la madre España y la estatua imperial de Carlos, y luego el heroísmo insurgente y la libertad de la Patria, le arrancaron ya cortesanías, ya lamentos, ya elogios de vasallo fiel, ya gritos épicos, ya triunfales himnos. Meléndez, Quintana, Cienfuegos, influyeron en él; pero de su artificio neoclásico y de su desbordamiento retórico, pasó este poeta, por transformaciones sucesivas y quizás inconscientes, a un suave y lacrimoso escepticismo romántico, al que lo condujeron sin esfuerzo la revolución naciente, los nuevos modelos y su corazón delicado y sensible.

Sin embargo, como Ortega, como Castillo y Lanzas, como otros varios de segunda fila, Sánchez de Tagle, en la totalidad de su obra, pertenece al grupo conservador de las formas y de las ideas, que buscaba y hallaba en los antiguos modelos españoles la manifestación suprema del arte.

Inmediatamente después de estas figuras venerables, se destacan con fuerte relieve, en el grupo de los conservadores literarios, dos poetas celebrados y representativos José Joaquín Pesado, Manuel Carpió. La crítica, recientemente y por causa de estos poetas, ha dado en la flor de llamar al grupo a que me refiero de los salmistas, tal vez porque hay en su numen, particularmente en el de Carpió, una constante obsesión de la leyenda cristiana.

MANUEL CARPIÓ (1791-1860) es un versificador tranquilo, lleno de orden y buen sentido. Adjetiva con atención, enumera con paciencia, metrifica con amplitud y variedad. No carece a ratos de viveza. Gusta de pintar multitudes en movimiento. La fantasía de este poeta tiene las alas recortadas por un gusto burgués y parsimonioso. Muchas de sus composiciones producen el efecto de prosa rimada. Mas como su fe es verdadera, le ayuda a poner en su poesía entusiástica unción. Tiene en las descripciones, que por lo regular son prolijas cuando trata de reproducir la naturaleza, rasgos felices y epítetos sugestivos. Un canto suyo a México ábrese con este cuarteto, que ha pasado de generación en generación, repetido y aprendido por todos mis conterráneos:

Espléndido es tu cielo, patria mía,
de un purísimo azul como el zafiro;
allá tu ardiente sol hace su giro
y el blanco globo de la luna fría.

Y no obstante ser un poeta de la religión y de escoger sus asuntos entre las páginas bíblicas y las oraciones litúrgicas, se escurre de cuando en cuando el hilo claro de su moderada inspiración hacia el campo romántico. Canta cosas profanas. Y las canta con cierto vigor expresivo que produce el efecto de la verdadera emoción. Entre estos trabajos, uno de los más relevantes es la oda El turco, que es la queja de un enamorado oriental que a la orilla del Bósforo llora males de ausencia. He aquí un rasgo erótico de El turco:

¿Qué me importa sin ti la blanca nube
volando incierta por el aire leve?
¿Qué los grandes y verdes platanares
que el fresco viento vagaroso mueve,
si nos separan los inmensos mares?
¿De qué me sirven los jacintos rojos,
el lirio azul y el loto de la fuente,
si no los han de ver aquellos ojos,
si no han de coronar aquella frente?

JOSÉ JOAQUÍN PESADO (1801-1861) es más fino, más atildado, más vivaz y enérgico, más humano, y por eso, con más tesón que a Carpió, lo visita la musa profana. Vasta cultura y dominio del lenguaje ostenta este poeta celebrado sin tasa por Menéndez y Pelayo. Sobresalen en Pesado las cualidades descriptivas. Siente bien la naturaleza y la dibuja con exquisito pincel clásico. En su colección de versos hay sonetos que, por lo elegantemente labrados, constituyen páginas de florilegio.

El género ailtivado por Carpió y Pesado ha tenido continuadores. Después de ellos vinieron Alejandro Arango y Escandón (1821-1883), José Sebastián Segura (1822-1889), Miguel Jerónimo Martínez (1817-1870), José María Roa Bárcena (1827-1908), todos ellos con su distintivo de academismo y pulcritud, que era algo así como la manifestación en las letras de una clase social en cuya educación entraban, como imprescindibles componentes, las rancias ideas, las devotas costumbres y el apego al misoneísmo.

Muy otros eran los literatos de las clases medias. La educación de éstos había sido una especie de mecanismo comprimente que a veces atrofiaba las energías síquicas intelectuales, y sólo dejaba campo a la emoción, al sentimiento. Salían de las escuelas e intentaban una reeducación que como un viento huracanado, barriera en su cerebro el polvo de la rutina y el prejuicio. De moda comenzaba a estar inspirarse en el ateísmo, en el Diccionario filosófico de Voltaire, que era un buen disolvente, pero no un buen reconstituyente. Y si la Iglesia —afirma un historiador— en aquellos dramáticos días se ponía del lado de los intereses coloniales de España, en suma, una selección de emancipados intelectuales se puso decididamente del lado de la libertad, y aun teniendo abajo la masa ignara que se movía instigada por una superstición de carácter religioso, pretendía sustituir la religión de Roma por la religión de la Patria. Por eso luchaba y exageraba su incredulidad y su impiedad.

De esos centros de rebelión salieron —era lo natural— los románticos mexicanos. Salieron desenfrenados, incorrectos, desbaratando reglas, rompiendo disciplinas, en un libertinaje retórico y prosódico que ponía espanto en el bando aristocrático de los clásicos a la española. El gemido esplenético, el sentimentalismo que se torna sensiblería, la vaguedad ideológica, la desesperación y el hastío, la duda del bien, la obsesión de la muerte, el vuelo lírico cortado bruscamente por la salida sarcástica, todo Byron a través de Espronceda, eran la seducción de aquellas generaciones literarias, que se encontraban preparadas, organizadas, diré mejor, para la imitación más o menos superficial. El autor de El Diablo Mundo los llevaba a los frenesíes del romanticismo inglés, y el Duque de Rivas y Zorrilla los inclinaban al romanticismo legendario. La melena, la palidez, la misantropía, entraban de rondón en nuestras costumbres mexicanas. Todo el mundo quería ser romántico; es más, todo el mundo lo era. Y había quien por acercarse al original, imitaba la cojera del genial Lord Byron. Era preciso que delante de estas extravagancias, para modificarlas y atemperarlas, surgiese la burla, sonriese la ironía, brincase, como chico travieso, el epigrama. Los escritores costumbristas retratan risueñamente las escenas chuscas y los cómicos lances de nuestro ultra-romanticismo.

Pero no eran sólo los españoles los que nos contagiaban su fiebre; eran los franceses, que ya empezaban, aunque poco, a ser leídos directamente.

Dos jóvenes, de 1830 a 1840, pueden representar, francamente definidos, los albores románticos de México: IGNACIO RODRÍGUEZ GALVÁN (1816-1842), Fernando Calderón.

Rodríguez Galván era un mestizo triste. Dependiente de una librería en su mocedad, encontró allí fuente rica en que saciar su sed espiritual. Allí estudió, devorando volúmenes. Allí, probablemente, escribió también sus primeros versos. La figura morena de este muchacho barbilampiño, de ojos negros y pelo lacio, cruza silenciosamente por el fondo de llama y humo de aquel período histórico. Parece que cruza distraído, con su melancolía hereditaria, y que va cantando en voz baja. Amaba a una mujer; amaba la gloria. En ninguno de estos dos amores tuvo fortuna. Dice:

Abrasa mi corazón
la ardiente voraz pasión
de la gloria.
¡Oh, si en mi patria querida
durase, más que mi vida,
mi memoria!

Dice también:

Avaricia, no amor el mundo rige.
Yo a quien la suerte vacilante aflige,
yo, que entre harapos, trémulo, nací,
¡Te amo! le dije a la mujer. Resuelta
ella responde con la espalda vuelta:
¡Mendigo, huye de aquí!

Este poeta, cantor del desengaño y del pesar, y que murió en plena juventud, lejos de su país, en La Habana, tiene dos particularidades: la de ser un creyente, más, la de ser un observante y la de buscar los asuntos de sus poemas y de sus dramas —porque era también autor dramático— en la leyenda y en la historia del país. Poetiza la vida de México. En sus versos líricos hay a cada instante reminiscencias regionales, descripciones precortesianas, panoramas y paisajes de nuestros valles. Los nombres de poemas y piezas dramáticas de Rodríguez Galván son por sí mismos evocadores y aclaratorios: La visión de Moctezuma, La profecía de Guatimoc, El privado del Virrey, Muñoz el visitador de México.

Cuán distintos estos nombres de los que su contemporáneo FERNANDO CALDERÓN (1809-1845), su romántico compañero, puso a las producciones teatrales que salían de la pluma de éste: El torneo, Ana Bolena, Hernán o la vuelta del Cruzado. Y es que Calderón, hijo de padres criollos, tenía otro concepto de la vida, el concepto caballeresco, y buscó en las guerras de las Cruzadas o en las páginas de la historia y de la novela inglesa, asuntos para su inspiración.

Pero es de notar que si en los temas hay divergencias entre Calderón y Rodríguez Galván, en el modo de rimar, en los procedimientos retóricos, en la impetuosidad del estilo, en la irregularidad de la dicción y de la métrica, en los prosaísmos, hay semejanzas. Representan no sólo una escuela, sino una época. Y representan también una clase social.

Al llegar el año 1850, treinta y nueve años después de la Independencia, se complica, se intensifica la vida mexicana. Es una vida violenta, de acometividad, de pugna incesante, de interés y aspiraciones. Comienza aquí la época que, en nuestra historia, llamamos de la Reforma. Una caprichosa dictadura militar y una invasión yanqui, injustificada y cruel, habían debilitado y exasperado una sociedad, atacada incidentalmente de neurastenia aguda, por efecto de repetidas y bruscas impresiones. Y la vibración y la exaltación de los espíritus se reflejó en las letras.

No sólo en las políticas, en las arengas revolucionarias, en los discursos de elocuencia encendida, en los periódicos, en que flameaban las cláusulas declamatorias, sino en los versos más gemebundos, de una idealidad más difusa y confusa; en la novela y el cuento, que pintaban, no como en tiempos del Pensador, hombres y cosas de la realidad, sino fábulas extraordinarias, acciones sublimes, personajes superhumanos, maldades diabólicas y virtudes angélicas. El teatro, el libro, la estrofa, abultaban, desfiguraban la existencia. Epoca de sollozos y cantares, la llama un historiador. FERNANDO OROZCO Y BERRA (1822-1851) publicó por entonces La Guerra de Treinta Años (1850), una novela de pasión y desencanto, de un pesimismo negro y preñado de rayos, como cielo de tormenta. El interés de este libro y de otros, como los cuentos de JUAN DÍAZ COVARRUBIAS (1837-1859), como las leyendas de FLORENCIO MARÍA DEL CASTILLO (1828-1863), como Una rosa y un harapo, de JOSÉ MARÍA RAMÍREZ (1834-1892), estriba en la pintura del medio aquél, hecha a la manera romántica, por supuesto, con un subjetivismo visionario, y en la reproducción de las ideas y sentimientos imperantes.

Porque se prolongaba y acentuaba la tendencia a nacionalizar la literatura, a dibujar nuestros paisajes, revivir nuestra historia y a presentar y estudiar nuestra humanidad. Conviviendo con estas sicopatologías, la franca alegría, la gracia sana, el humorismo intrascendental, aparecían por todas partes haciendo caricaturas verbales en el chascarrillo, en la anécdota, en el cuadro de costumbres. Y, a la par de los sucesos y movimientos sociales, la literatura se intensificaba y se multiplicaba. Difundíase por todos los Estados de la República. En Yucatán, que puede decirse que tiene un Parnaso aparte, y donde JUSTO SIERRA O'REILLY (1814-1861) novelaba y versificaba WENCESLAO ALPUCHE (1804-1841); en Guanajuato, en donde soñaba un poeta ciego, JUAN VALLE (1838-1865), con horizontes luminosos; en Veracruz, que llenaban las rimas de JOSÉ MARÍA ESTEVA (1818-1904); en Puebla, en Michoacán, los centros literarios no se daban punto de reposo. La agitación de la vida estimulaba la producción. Quisiera yo presentar a ustedes algunos ejemplares escogidos entre este numeroso conjunto de labor romántica de mi país. Pero es que voy con las botas de siete leguas del cuento, recorriendo la floresta lírica, un poco enmarañada, pero fragante, de este período de nuestras letras. Necesito pasar de prisa, llegar cuanto antes a la comarca brillante, armoniosa, selecta, de los poetas modernos. Sin embargo, estancias y rimas hay que, como cálices abiertos, se asoman por entre el laberíntico ramaje y me incitan a cortarlas y presentarlas a ustedes como una ofrenda. No resisto, y cedo a la tentación. Aquí está un soneto típico del romanticismo mexicano, que yo siento fresco todavía como lirio húmedo de rocío. Su autor, PANTALEÓN TOVAR (1828-1876), es probablemente desconocido para ustedes.

A UNA NIÑA LLORANDO POR UNAS FLORES

Apenas niña y el intenso duelo
te llena el corazón de sinsabores,
y mil gotas de llanto, los fulgores
de tus ojos enturbian con un velo? ...

Quien te hace padecer insulta al cielo.
¿Por qué lloras, qué anhelas, quieres flores?
Pues yo te las daré, pero no llores ...
No llores, alma mía, y si en el suelo

no hallas quién bese la nevada seda
de tu alba frente que al amor convida,
si no hay en él quién abrazarte pueda,

ven a mi seno y beberé, mi vida,
esa lágrima pura que se queda
de tus húmedos párpados prendida.

En el fondo de las clases medias, asustándolas y dominándolas, se presentó una vez un hombre de aspecto sereno, pero de espíritu volcánico y arrebatado. Venía de la clase inferior, del subsuelo, de la morena muchedumbre. Era un indio, un ejemplar de la raza. El talento y la ilustración de este hombre se impusieron al medio y obraron sobre él como un martillo sobre un bloque de granito. Su nombre en mi país posee la virtud de la evocación. Y más que su nombre, el seudónimo con que firmaba sus escritos políticos: IGNACIO RAMÍREZ (1818-1879), El Nigromante. Quiero trasladar aquí un retrato a grandes rasgos, trazado por uno de nuestros historiógrafos:

El Nigromante hacía a la vista de los piadosos, de los devotos, de los gazmoños y tartufos del moderantismo, un papel especial: era el Mefistófeles de la Reforma, era un Satanás. La boca irónica y ligeramente contraída, como el arco al disparar el dardo, por el hábito de la burla implacable y del sarcasmo; la mirada brava, observadora, un poco insolente, llena de misericordia para todos los errores y miserias en el fondo de la pupila negra. Ramírez, como ministro de don Benito Juárez, era una inquietud, una alarma; era el representante del espíritu anticatólico de la revolución. No —decían todos— somos católicos, no venimos a hacer la guerra a la Iglesia, sino a los abusos del clero. Ramírez decía: Vuestro deber es destruir el principio religioso, cristiano o católico, para que, emancipada la sociedad, ande.

Ahora me permitirán ustedes que desde este momento mezcle, de cuando en cuando, entre estos juicios rápidos y estas bosquejadas observaciones, algunos recuerdos míos, algunas visiones directas de seres y cosas que yo logré alcanzar y ver en mi niñez, que provenían de la época que pretendo estudiar y que se prolongaron en una vetustez que engendraba curiosidad respetuosa, hasta posteriores generaciones. Recuerdo haber visto pasar por mi existencia escolar a este maestro, cetrino, flaco, viejo, con la espalda encorvada dentro de la levita de un negro amarillento. Cuando lo rememoro lo veo siempre abstraído, siempre triste, en una concentración despectiva. Y recuerdo también que un día, hace ya más de veinticinco años, una mujer que por entonces tenía la edad difícil de los treinta, la edad estudiada por Balzac, puso en mis manos un álbum de pastas de concha, algo más grande que un devocionario, y que ella cuidaba con meticulosidad religiosa. Era como su libro de oraciones. Lo guardaba bajo siete llaves. Lo escondía a las miradas del mundo. Necesitaba estar segura de que la persona a quien lo enseñaba era digna de verlo. Yo tuve esa fortuna. Cuando lo abrí no olvido que me invadió una emoción de timidez. Sugerido por la idea del tesoro, me repetía a mí mismo: estás tocando una reliquia. En una hora de amistosa intimidad, de familiar confianza, leí, ávida y respetuosamente, aquellas hojas que el tiempo comenzaba a patinar con sus aceitunados matices. La portada era de Ignacio Ramírez: un dístico lapidario.

Ara es este álbum; esparcid, cantores,
a los pies de la diosa, incienso y flores.

Dentro de esta gran concisión latina se ocultaba un amor senil, como una ave cansada que se escondiese entre las volutas de un capitel de mármol. Amor romántico, hecho de ternura paternal e ilusión tardía, en la que, no obstante, brillan relámpagos de deseos anacreónticos. Un famoso soneto es un episodio de celoso despecho, rimado por el célebre ironista mexicano. (La sonrisa de Ignacio Ramírez es, por paradoja, una de las cosas más serias de la vida intelectual mexicana.)

¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado
de mí te burlas? Llévate a esa hermosa
doncella tan ardiente y tan graciosa
que por mi oscuro asilo has asomado.

En tiempo más feliz yo supe, osado,
extender mi palabra artificiosa
como una red, y en ella, temblorosa,
más de una de tus aves he cazado.

Hoy de mí mis rivales hacen juego,
cobardes atacándome en gavilla;
y libre yo, mi presa al aire entrego.

Al inerme león, el asno humilla;
vuélveme. Amor, mi juventud, y luego
tú mismo a mis rivales acaudilla.

¡Lo que es haber vivido! Conocí a la paloma perseguida, al león humillado, a los asnos irreverentes. Aquél álbum me contó muchos secretos. En la salita de la casa pobre, con vestigios de faustos extinguidos —un mueble antiguo, un retrato al óleo, un candelabro arcaico— me hablaron el álbum y la mujer.

El álbum guardaba el perfume de nuestra poesía romántica, en la cual, como caso aislado y casi único, había brotado la clara fuente de una inspiración diáfana que corría en formas antiguas, en vasos griegos, en ánforas latinas. —Ignacio Ramírez era un excelente latinista.

La mujer, conservaba, un poco marchita ya, una belleza arrogante, una hermosura matronal, que hacía pensar en la copla del rabí Sem Tob:

Cuando es ida la rosa
que ya el verano sale,
queda el agua olorosa,
rosada que más vale.

Todavía aquellos ojos negros y abismales, dentro de la corola oscura de las ojeras, tenían fascinación. Todavía aquel perfil numismático destacábase en líneas delicadas, y aquella cabeza romana conservaba encanto. La inteligencia y el corazón de esa mujer valían más que su hermosura. Estaba raramente predestinada por la fatalidad. Los poetas románticos la habían amado hasta el delirio. A su alrededor el vulgo tejía fábulas de encantamiento y consejas de brujería. Todos los poetas del tiempo eran sus amigos, la visitaban y gustaban de conversar en su estrado literario. Este es también un dato pintoresco de la época. Aquella costumbre de vivir entre hombres de letras era antigua en la casa. La madre de la Musa contaba con señoril acento las anécdotas de su amistad con Calderón, con Gorostiza, con Guillermo Prieto. Sus hijas respiraron desde la cuna en una atmósfera saturada de consonantes y ritmos.

Ahora, lo que me contó el álbum, no hizo sino comentar en sus líneas la confidencia. Era un santuario en el que sólo penetraron tres sacerdotes del arte: Ignacio Ramírez, Manuel M. Flores, Manuel Acuña. El primero entró anciano y escéptico; el segundo, fogoso y sensual; el tercero, ingenuo y desesperado. Los dos poetas jóvenes escribieron sobre un tema propuesto por el viejo. El cual le había dicho a la linda muchacha:

Busca un sol, Rosario mía ...

Flores, orgulloso y atrevido, había contestado:

¡Y no buscarte un sol! Ya lo tenías
dentro del alma ...

Manuel Acuña, soñando en una dicha imposible, había visto ese sol de la mañana.

... detrás del campanario,
ardiendo las antorchas,
humeando un incensario
y abierta allá a lo lejos
la puerta del hogar.

El sol simbólico, el sol del amor, iluminaba dulcemente la tristeza del indio Ramírez, quemaba en voluptuosidad el corazón de Flores, entibiaba el ensueño casto de Acuña. Allí vi el autógrafo del madrigal del Nigromante, que parece, según la expresión de Menéndez y Pelayo, un epigrama traducido de la Antología helénica.

Anciano Anacreón, dedicó un día
un himno breve a Venus orgullosa;
solitaria bañábase la diosa
en ondas que la hiedra protegía.
Las palomas jugaban sobre el carro,
y una sonrisa remedó la fuente,
y la fama contó que ha visto preso
al viejo vate por abrazo ardiente,
y las aves murmuran de algún beso.

Allí escribió Manuel M. Flores por primera vez su pasión:

Tú pasas ... y la tierra voluptuosa
se estremece de amor bajo tus huellas,
se entibia el aire, se perfuma el prado
y se inclinan a verte las estrellas.

Allí Manuel Acuña dejó su inmortal adiós, su célebre Nocturno a Rosario.

Pero es fuerza que no me deje llevar de los recuerdos, y que, para completar el perfil del Nigromante", enhebre en el hilo corriente de mi prosa, estos versos de Ignacio Ramírez, que definen su espíritu mejor que nadie pudiera hacerlo:

¿Qué es nuestra vida sino tosco vaso
cuyo precio es el precio del deseo
que en él guardan Natura y el Acaso?

Cuando agotado por la edad le veo,
sólo en las manos de la sabia tierra
recibirá otra forma y otro empleo.

Cárcel es y no vida la que encierra
sufrimientos, pesares y dolores.
Ido el placer ¿la muerte a quién aterra?

Madre Naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza;
nací sin esperanza ni temores,
vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

Así, pobre, desesperado, impávido, abandonó el mundo el año de 1879 aquel luchador, aquel maestro de una generación que fue educada por él en el culto de la ciencia y de la verdad.

El discípulo más distinguido de Ignacio Ramírez, el que continuó ardientemente su obra y difundió sus enseñanzas, el más fiel a la memoria del Nigromante, fue otro indio de raza pura, que llegada su vez, se hizo un maestro y tuvo una influencia de educador, superior quizá a la de Ramírez. Me refiero a Ignacio M. Altamirano.

Pero como Altamirano ejerció esa influencia sobre dos generaciones, me parece que estará más exactamente encuadrado entre las imágenes que he de evocar en la próxima conferencia. En ella tendré más amplio espacio para delinear, con cuanta precisión me sea dable, la nerviosa silueta de este indígena fino, altivo y apasionado.

Por ahora úrgeme, para definir y concretar la época en su característico representativo, plasmar, a golpe de espátula, una figura inolvidable y amada. En mi juventud la vi y ha quedado fija para siempre en los aposentos de mi memoria.

Venido de aquellos remotos tiempos hasta tocar casi los límites del siglo pasado, deslizándose, resbalándose, como por una rampa, de la época en que florecieron los rosales de los primeros románticos a los días de la fiebre modernista, andaba por esas calles de Dios, en la ciudad de México, un viejo singular a quien todos conocían, saludaban y seguían con más confiado cariño que respetuosa admiración. Era un anciano alto, inclinado por los años, vestido siempre de negro: amplia levita de volanderos faldones, pantalón caído y como desfajado, chambergo de anchas alas, y bajo el chambergo, asomándose hasta semicubrir las orejas y abrigar el pestorejo, la montera de dómine, que, cuando se libertaba de la carga del chapeo, dejaba que su borla de hilo de seda jugase caprichosamente con el aire. El rostro, de amarillo de marfil, surcado, atravesado, acuchillado por las movibles líneas de las arrugas incontables. La boca, grande e inquieta, rodeada de un bigote y una barba intrincadísimos y de blancura sucia. Los ojos pequeños, juguetones, aunque de pupilas apagadas y párpados cansados, detrás de los espejuelos de varillas doradas. Todo el personaje denotaba a las claras descuido y desenfado. La ropa no había tenido tratos con el cepillo, ni la barba con el peine. La camisa entablaba riña abierta con la corbata, y aquí y allá, a lo largo del chaleco, los botones se habían divorciado de sus respectivos ojales. En la mano, huesosa y percudida, una gruesa caña con puño de carey completaba la figura. El viejo marchaba arrastrando penosamente las plantas, mas con visibles señales de alegría en el ademán y en el gesto. De pies a cabeza era aquel hombre una sonrisa. Casi nunca se le veía solo. Alguien, mozo o de edad madura, caminaba a su vera, del lado opuesto al del bastón, para darle el brazo y servir de accidental apoyo al risueño valetudinario. Con frecuencia, los muchachos voceadores de periódicos le seguían. El mundo entero le saludaba de idéntico modo:

Adiós, maestro.

Y él, sin fija r la atención, contestaba el saludo de manera igual siempre:

Adiós, hijo mío.

Era un poeta, un viejo poeta nacional, el amigo de Rodríguez Galván, el protegido de Fernando Calderón, el compañero de los Lacunza, el camarada de Ignacio Ramírez, el ministro del presidente Juárez. Era GUILLERMO PRIETO (1818-1897). Su charla tenía una amenidad y un atractivo de cuento de abuelo. El ochentón había acumulado historia general y particular, historia vivida entre agitaciones políticas, hervores imaginativos, aventuras amorosas, regocijos populares, galanteos de salón, penas de exilio, cuchipandas estudiantiles. Era ya serio, ya picante. Sabía del episodio heroico, del trágico trance, de la anécdota libertina, del verde proloquio, del verso espiritual. Fue único en la literatura mexicana, a la que llevó el folklorismo, que, para incrustar sus ideas subversivas en el pueblo, creó, durante nuestra lucha de Independencia, José Joaquín Fernández de Lizardi. En sus odas patrióticas, en sus poemas eróticos, en sus poesías sentimentales, es arrebatado, oscuro, declamatorio. Abusa de las metáforas, las trunca, la estila, las telescopia. Es pródigo de tropos siderales: luz, astros, sol, cielo, infinito.

Pero si en el género amatorio y en el heroico este poeta que traía de antaño la retórica lujuriosa de los románticos, resulta difuso y artificial; si ahora nos parecen hueca su sonoridad y vacíos sus tropos, es porque lo extraemos de su ambiente, de su época batalladora y tumultuosa, de su período jacobino, cuyo simplificado esquema acabo de hacer, y en el que toda voz tomaba entonación oratoria, toda emoción amplitud excesiva, todo brazo actitud frenética, todo pensamiento expresión pindárica.

Guillermo Prieto venía de los ideales de la Reforma, de los anhelos de la República, de los sueños de la Constitución, de los combates contra el Imperio de Maximiliano de Hapsburgo, de las proclamas contra la Invasión francesa. Venía del destierro, de la miseria, de la gloria. Coloquémosle entre los rayos y truenos de su Sinaí, démosle por cuadro su tempestad revolucionaria, metámosle en la hornacina de su época, y veremos entonces cómo se transforman su artificio y su falsedad en verdadera y arrebatada inspiración.

Mas no está allí propiamente el poeta nacional. Ese está en el Romancero de la Independencia y de la Reforma, y, tanto o más que en el Romancero, está en la Musa callejera. En el Romancero, el poeta, siguiendo la huella de los anónimos juglares castellanos de la Edad Media, que forjaron la estupenda y fragmentaria epopeya en el metro sonante a hierro y oro del romance antiguo, trató de exaltar los hechos culminantes de nuestra lucha por la libertad. Mas no sólo se valió en su noble propósito de esa forma altisonante. Otra fue en la que alcanzó triunfos imperecederos. Espíritu soñador e irónico a un tiempo (como el Nigromante, aunque mucho menos trascendental que éste) entró en la lid de las ideas, esgrimiendo un arma formidable: la sátira.

Su sátira versificada condensó los anhelos de un pueblo. Y la sátira se hizo muchas veces canción guerrera. Las coplas de Los cangrejos, por ejemplo —una diatriba contra el partido clerical— eran musicadas por las bandas militares y coreadas por los soldados en el entusiasmo de las batallas. El poeta que por los ámbitos del país llevaba su cancioncita de libertad, entró más que el Pensador en el alma de las multitudes y las levantó y las enardeció. Es esta una fase interesantísima del poeta nacional; la otra, como dije, es la de la Musa callejera. Desaparece el satírico y permanece el soñador, mezclado de cuando en cuando con el humorista.

El poeta en la Musa callejera se vuelve pintor de género. Su paleta está llena de colores. Y pinta, al aire libre, paisajes de la tierra, verbenas de barrio, gentes y costumbres populares: la china de castor lentejueleado; el charro de sombrero entoquillado de plata; la gata voluptuosa, el indio ladino, el audaz guerrillero. Cada uno dice su palabra, habla su jerga, se mueve en su fondo: la calle estrecha y pringosa, el puesto de fruta, la barbería de guitarra y gallo, la casa de vecindario alborotador, todo típico y regional, todo vivido y matizado con admirable riqueza, a grumos y manchas de seguro efecto. Es la expresión, la manifestación de un pueblo idealizado por la ternura y la fantasía de un gran poeta. Género tan circunscrito como éste no sale del terruño, pero a veces muestra extensión de humanidad, universalidad de sentimientos y rompe el valladar nacional y traspasa las regiones fronteras.

Guillermo Prieto fue nuestro Béranger. Cancionó las alegrías, los anhelos, los pesares de los seres que bullían en torno suyo. Adivinó, escudriñó, sacó a la luz el espíritu de los bajos fondos y le dio vida perdurable. Así declara él su vocación:

Y yo soy quien, vagando, cuentos fingía
y los ecos del pueblo, que recogía,
torné en cantares,
porque era el pueblo humilde toda una ciencia,
y era escudo en mis luchas con la indigencia
y en mis pesares.

Y así pasaron cuarenta años de romanticismo, ya cuerdo, como el de José Monroy; ya loco, como el de JOAQUÍN M. CASTILLO Y LANZAS (1801-1878); ya suave, como el de JOSÉ ROSAS MORENO (1838-1883); ya elegante como el de Agustín F. Cuenca (de quien he de hablar en seguida); ya populachero y maldiciente, como el de ANTONIO PLAZA (1833-1882) que canta fuera del arte y que, sin embargo, es un poeta inferior que ha podido sobrevivir por la espontaneidad y la sinceridad de su pesimismo.

Mas para concluir mi boceto del romanticismo mexicano, necesito presentar dos personalidades cuya fama ha recorrido la América. Ya hice alusión a ellas: son Manuel M. Flores y Manuel Acuña.

Más de treinta años hace que por una céntrica avenida de nuestra metrópoli, tropecé con un hombre extenuado, visiblemente enfermo, de rostro cadavérico, luenga melena, barba crecida, gafas oscuras, sombrero de bohemio y pulcra indumentaria. Me llamó la atención una particularidad: un niño pobre, un lazarillo, llevándole de la mano, lo guiaba. El ciego caminaba con extrema fatiga. Alguien murmuró a mi oído: Ahí va Manuel M. Flores.

Mi adolescencia, asombrada y curiosa, encendió al paso de este hombre pequeño y doliente, el fanal de su admiración. Anhelaba alumbrar el sendero del poeta, que parecía ir apoyado, no en el lazarillo, sino, como el Petrarca de Juan Montalvo, en las musas invisibles.

Meses después, los periódicos, enlutando sus columnas, daban la noticia en extensas notas necrológicas. MANUEL M. FLORES (1840-1885), herido de antemano en el alma y en los ojos, dormía el último sueño. Reclinando su cabeza de inspirado en el seno piadoso de una mujer abnegada, de la mujer del álbum, que le había perdonado desvíos, errores, infidelidades, sintió venir la muerte, y quizá como pecador arrepentido, pidió también perdón a la vida, a la amada y al ideal, tan ofendidos algunas veces por él.

Manuel M. Flores sucumbió devorado por el mismo fuego que resplandecía en sus cantos ardorosos. El estro que lo mordió estaba emponzoñado de voluptuosidad. Lo que él tan vehementemente expresaba en estrofas, lo vivía intensamente en la realidad. Era un enfermo del mal de Eros. Su sed de sensaciones era insaciable. Esos arranques de pasión insana de sus versos son de una gran sinceridad. Una llama sensual lamía su inspiración hasta incendiarlo.

Bésame con el beso de tu boca,
cariñosa mitad del alma mía;
un solo beso el corazón invoca,
que la dicha de dos me mataría.

Sus sentidos poseen una delicadeza hiperestesiada; sus anhelos son satánicamente amorosos:

¡Háblame! Que tu voz, eco del cielo,
sobre la tierra por doquier me siga;
con tal de oír tu voz, nada me importa
que el desdén de tu labio me maldiga.

¡Mírame! Tus miradas me quemaron
y tengo sed de ese mirar eterno;
por ver tus ojos, que se abrase mi alma
de esa mirada en el celeste infierno.

Nada hay en las Pasionarias, de Flores, falseado ni mentido. Ni ficción ni actitud. El poeta no engaña: sufre las sublimes angustias de su deseo insaciable. Y en la hoguera de su fantasía crujen y tienen brillo de ascua las vesánicas ilusiones.

Bajo los atavíos de púrpura de su poesía, tiembla su musa como una bacante en celo.

Marcelino Menéndez y Pelayo volvió la cara y se tapó las orejas, porque le fastidiaba, no le escandalizaba, a él, lector de Ovidio, el chasquido de los besos, que suenan, como en una alcoba, en los versos de Manuel M. Flores. La obsesión, la insistencia, llegan efectivamente a provocar enfado; pero de cuando en cuando, sin contagiarnos, nos seducen estas exclamaciones, estos ímpetus salidos de tan adentro, de las entrañas palpitantes de un artista poderoso.

Mas no de continuo la urente inspiración pide besos; con frecuencia pide lágrimas y suspiros. Con frecuencia invoca, en voz baja, el espíritu de la amada muerta. ¿En dónde estás? —pregunta desde el abismo de un insomnio sombrío. Tiembla en la sombra el gemido de su eterno sufrir. El fantasma atiende el delirante ruego.

Aquí estás, melancólica María,
tan pálida de amor, tan dulce y bella,
como en los cielos, al morir el día,
sobre la frente de la tarde umbría,
lágrima de oro la primera estrella.
Aquí estás, compañera silenciosa
del alma enamorada,
como el misterio de la noche, hermosa,
como la misma luz, inmaculada.
Aquí estás, junto a mí; tu forma blanca
se dibuja en la sombra
cuando del pecho trémulo se arranca
el profundo sollozo que te nombra.

El casto lirismo sube a las puras regiones del dolor, en las alas del éxtasis; la musa, desnuda como los ángeles, dejó, en su ascensión, caer al suelo la túnica de Neso. Suenan en las frases, ya no ósailos, sino murmullos de plegaria; y en los versos, notas de arpas del paraíso. De repente, entra por el balcón abierto la luz de la mañana; es el día, y él, el poeta, se despide de la visión inmaculada.

La noche se refugia al alma mía;
con su sombra la imagen de María ...
Volvamos a la vida y al dolor.

¡No, no eras un pervertido adorador de la carne turgente y el espasmo convulsionado; no eras un lúbrico enamorado de las curvas provocativas de Venus Calipigia, poeta que pasaste por la existencia sacudiendo la antorcha que te abrasó la mano y el corazón! Tuviste tus horas de arrepentimiento, tus períodos de ensoñación candida, tus arrobos místicos, tus estremecimientos de sollozo, tus platonismos llorosos y pudorosos, la inefable caricia de la ternura, que teme manchar con una mirada la epifanía virginal del primer amor; tuyos son estos divinos deliquios, en los que parece que los vocablos se ruborizan de exteriorizar una escondida tentación:

¡Quién me diera tomar tus manos blancas
para apretarme el corazón con ellas,
y beber en tus lágrimas preciosas
la casta luz de tus miradas bellas! ...

¡Quién me diera tener un solo rayo
de aquella luz de tu mirar en calma,
para tener, al separamos luego,
con qué alumbrar la soledad del alma!

MANUEL ACUÑA (1849-1873), compañero de álbum de Manuel M. Flores, tenía un temperamento lánguido y anémico; no fue un sensual, sino un sentimental.

Anterior a Flores en la adoración a Rosario, ocupa las primeras páginas que siguen a las escritas por El Nigromante. Las ocupa con el Nocturno. Si Ramírez es la nota clásica y Flores la erótica. Acuña es la melancólica. En la resignación de Ramírez y en la pasión de Flores, se entrevé un suave matiz pagano, una sensación voluptuosa ante la línea escultural. En Acuña todo es espiritual afán de dicha, ansia de purificación por el milagro del amor sereno.

¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos,
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos, una sola alma,
los dos, un solo pecho,
y en medio de nosotros,
mi madre como un Dios!
¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida;
qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida,
y al delirar en eso
con alma estremecida
pensaba yo en ser bueno
por tí, no más por tí.

¡Qué blanco ensueño de juventud! A los veintitrés años, un estudiante de Medicina, atacado del pensamiento suicida, lo rimaba, poniendo en las voces poéticas el prodigioso encanto del amor y del sufrimiento. La mujer que inspiró este canto de la noche, que, como una noche, es sombrío y lleno de estrellas, lo vio escribir al muchacho soñador de cabellera lacia, ojos negros, ademanes nerviosos y aspecto desaliñado, que solía contender respetuosamente sobre asuntos de letras, ante la musa que uno y otro amaban.

Rosario sufrió una conmoción moral tan grande cuando supo la muerte de Acuña, que diez y seis años después al referírmelo, aún estaba vestida de angustia como la reina del poema portugués. Ella no determinó el fin imprevisto del desesperado estudiante; no lo amaba, lo admiraba; le ofrecía un cariño de hermana, una mano de amiga. El poeta pasó rumbo a la muerte mascullando el monólogo del loco shakesperiano.

Era forzoso. Su alma, a semejanza del alma de Lamennais, había nacido con una herida; una prematura y tal vez ancestral desazón lo empujaba al abismo. Su ternura era inocente como una niñez; pero su dolor era fatal como un destino. Nada en él tan conmovedor como la nostalgia del hogar abandonado en la provincia para seguir los estudios profesionales.

Aún era yo muy niño, cuando un día
cogiendo mi cabeza entre sus manos
y llorando a la vez que me veía,
Adiós, adiós —me dijo—
desde este instante un horizonte nuevo
se presenta a tus ojos;
vas a buscar la fuente
donde apagar la sed que te devora,
marcha; y cuando mañana,
al mal que aún no conoces,
ofrezcas de tu llanto las primicias,
ten valor y esperanza,
anima el paso tardo,
y cuando llegue de tu vuelta la hora
ama un poco a tu padre que te adora,
y ten valor, y marcha; yo te aguardo
.

Así me dijo, y confundiendo en uno
su sollozo y el mío,
me dio un beso en la frente,
sus brazos me estrecharon,
y después, a los pálidos reflejos
del sol que en el crepúsculo se hundía
sólo vi una ciudad que se perdía
con mi cuna y mis padres a lo lejos.

Las campanas distantes repetían
el toque de oraciones; una estrella
apareció en el seno de una nube;
tras de mi oscura huella
la inmensidad se alzaba ...
Yo entonces me detuve
y haciendo estremecer el infinito
de mi dolor supremo con el grito,
¡Adiós, mi santo hogar —clamé llorando—
adiós, hogar bendito,
en cuyo seno viven los recuerdos
más queridos de mi alma;
pedazo de ese azul, en donde anidan
mis ilusiones Cándidas de niño;
quién sabe si mis ojos
no volverán a verte;
quién sabe si hoy te envío
el adiós de la muerte.
Mas si el destino rudo
ha de darme el morir bajo tu techo,
si el ave de la selva
ha de plegar las alas en su nido,
guárdame mi tesoro, hogar querido,
guárdame mi tesoro hasta que vuelva!


No sé si este infantil grito de pena penetrará en el pecho de ustedes. En el mío sí. Y no me pongo a pensar en la estructura de la silva de versos sueltos en que se encierra. Probablemente los fragmentos que acaban ustedes de escuchar están ligeramente alterados, porque he citado de memoria, en la imposibilidad de consultar el texto. Si a mano lo tuviera haría notar la porfía con que el poeta añora su casa, su infancia, el amor paternal. La madre es la imagen que más visita su memoria. La recuerda con fiel veneración.

Y la que tiene al cielo entre sus brazos
la madre de mi amor.
ni viene a despertarme en las mañanas
ni está donde yo estoy.

En el Nocturno preside la felicidad imposible.

En Entonces y hoy arranca al maniático suicida esta reveladora exclamación:

Mi madre, la que vive todavía
puesto que vivo yo...

El mejor crítico español de estos tiempos —vuelvo a él— leyendo las poesías ocasionales de Acuña, las de tribuna, y las que, como La ramera y El hombre, son de una vacua declamación, mal imitada de las estupendas antítesis huguianas, pone reparos, no injustificados, aunque sí desdeñosos, a la obra en ciernes de Manuel Acuña.

No, en esos desplantes de tribuna, no está el poeta: está el muchacho, el estudiante radical, el escéptico de corrillo escolar. El poeta está, de cuerpo entero, en las composiciones sentimentales, en los magnos tercetos Ante un cadáver, donde un negro materialismo reviste las más bellas formas de piedad; y está también en el humorismo juvenil y rebosante de gracia.

Que Manuel Acuña leía a Campoamor es indudable. En la metrificación y aun en la imitación de las Dolaras está patente la influencia del autor de los Pequeños poemas.

El árbol cargado de flores prometía sazonados frutos. Una racha de tempestad lo abatió y le impidió cumplir sus promesas. Sus amigos lloraron inconsolablemente. El pueblo asistió a los funerales. Al pie de la fosa abierta, habló un joven corpulento, de talla extraordinaria, de ensortijada y caudalosa cabellera, de rostro de gesto olímpico, como el de un bondadoso Zeus, de mirada penetrante como un venablo negro, de voz tan admirablemente sonora cual si un batihoja golpeara suavemente láminas de oro. El joven pronunció una elegía, cuya primera estrofa compendiaba la tragedia:

Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz todo en una hora
de soledad y hastío,
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío.

Cuentan las crónicas que aquella elegía causó una emoción indescriptible. Un hálito sagrado cruzó como una ráfaga magnética por los espíritus; un poeta de veinticinco años se despedía de otro de veintidós. El vivo no era ya un desconocido; pero aún no era un glorificado. Se llamaba Justo Sierra.

En la tumba de Acuña no quedó sepultado el romanticismo mexicano. Vamos a verlo aparecer todavía, aunque atenuado y renovado, en el período siguiente, del cual trataré en la próxima conferencia.
Presentación de Omar CortésCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha