Presentación de Omar CortésPrólogo de Luis G. UrbinaCapítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

Luis G. Urbina

LA VIDA LITERARIA DE MÉXICO




I

ORIGEN Y CARÁCTER DE LA LITERATURA MEXICANA.— EL AMBIENTE DE NUEVA ESPAÑA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII. EL PROBLEMA DE LA POESÍA PRECORTESIANA. NETZAHUALCÓYOTL.— LOS BAILES PRIMITIVOS Y EL ARTE DRAMÁTICO.— DON JUAN RUIZ DE ALARCÓN.— SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ.

La historia de la literatura mexicana, como la de otros muchos países de América, no está todavía profunda y definitivamente estudiada, desde el punto interesantísimo para nosotros, de expresión de nuestra vida nacional.

Por eso, cuando en especiales circunstancias de mi carrera, en el profesorado de mi país, me vi precisado a meditar sobre esta cuestión de nuestra literatura, para orientar y ordenar mi juicio me hice las siguientes reflexiones, con las cuales he normado mi personal investigación en esta materia.

Desde luego, me asaltó el tópico gastado, por incesantemente repetido: la literatura mexicana, y, en general, todas las hispanoamericanas, no son otra cosa que un reflejo de la peninsular, una familia de aquella antigua y nobilísima matrona, en cuyo seno se amamantan todavía, incapaces de nutrirse por sí mismas, estas débiles literaturas novicontinentales. Tardías en su desarrollo, imprecisas en su fisonomía, tales literaturas imitan, por incapacidad de crear, los accidentes de la evolución de las letras en España, y son algo así como la proyección de sombra de un cuerpo, como el eco que reproduce una voz.

Indudablemente, en este viejo concepto hay una verdad incontrovertible: estamos en la América española atados para siempre, en nuestra marcha hacia la civilización, por el vínculo inquebrantable del idioma. Cuanto pensemos en belleza imaginativa; cuanto lucubremos en filosofía especulativa; cuanto experimentemos en sensación o sentimiento; cuanto tengamos, en fin, que comunicar, que sacar a lo exterior en el natural esfuerzo de nuestros espíritus, lo expresaremos en la lengua madre, en el lenguaje que definitivamente nos da carácter en el mundo literario, y nos unifica con los demás pueblos que, en el árbol de la palabra viva, forman una de las ramas de las lenguas romances, la más vigorosa quizá, la más llena de savia, si bien no tan expresiva, flexible y amplia como la italiana, ni tan fina, sutil y primorosa, ni tan paciente y sabiamente labrada como la francesa. Y por ser así, por estar vinculados a perpetuidad a una de las lenguas romances, tenemos derecho a creernos, a sentirnos, a ser una difusión, más o menos remota, pero de virginales augurios, del alma latina.

El idioma castellano es la forma única que nos ha dado y nos dará personalidad literaria en el universo de las ideas.

De esta suerte es como, en virtud del uso perenne del vocablo, del giro, del modismo, de la formación analógica, de la trabazón sintáctica, de la muletilla y del proloquio, nos acercamos, en cognaciones incesantes, al espíritu de nuestros progenitores, al mismo tiempo que al espíritu de nuestros hermanos de América. Y es así como no sólo hablamos una lengua misma, sino que solemos coincidir en ideas y en sentimientos y ofrecer el caso de que mentalidades colectivas en los grupos de cultura de nuestros países, resulten, cuando se les compara, de una semejanza que se acerca a una identidad. La paradoja de sicología de que el pensamiento es un lenguaje interior, está, es evidente, fundada en una observación verdadera. Hablar habitualmente un mismo idioma desde la niñez, implica una serie de operaciones mentales que nos obliga a enfocar, por decirlo así, nuestros pensamientos de un modo determinado y peculiar. Hablar en castellano es, en cierto modo, pensar y sentir a la española. Un misterio síquico compenetra y cristaliza, en unidad indivisible, la forma y la esencia, la voz y la idea, la materia y la energía.

De modo que es de absoluta certidumbre que en la sucesión de los fenómenos vitales, en la transformación biológica, étnica y social de las naciones conquistadas por el genio español, la lengua es uno de los más poderosos distintivos, una de las huellas más profundas que dejó a su paso la dominación. Y esa lengua, que aprendida y difundida con necesaria terquedad, por misioneros y por soldados, por doctores y por rábulas, por buenos y por malos, a través de trescientos años; esa lengua, que, tratando de invadir las comarcas todas de los idiomas autóctonos, busca en mi país la realización del ideal supremo de derivar las expresiones heterogéneas, por un solo y vasto cauce filológico; esa lengua, nos subordina y nos hace tributarios de una literatura monumental: la literatura castellana.

Es cierto, me dije: literatura mexicana vale por imitación, por reflejo de las letras españolas. Y me puse a recordar los principales accidentes de nuestra existencia literaria, desde las primeras tentativas de aquellos frailes —algunos de los cuales eran selectos ejemplares de bondad humana— como el seráfico Gante, Motolinia, Sahagún, Durán, pasando por los poetas latinizantes, y los eróticos, y los sagrados del siglo XVI que llegaron de la Península a esa parte de América que hoy se llama México, trayendo en sus oídos y en su corazón rumores de las églogas de Garcilaso, de las odas de Herrera y de las undosas liras de fray Luis, hasta la gloriosa aparición en Madrid de don Juan Ruiz de Alarcón, y el prodigio estupendo de Sor Juana Inés de la Cruz, flor divina, flor del corazón, Yoloxóchitl, cuyo perfume exquisito, envuelto en sutilezas culteranas, trasciende todavía a cármenes paradisíacos. Y recordé también el arraigo lujurioso que en esta tierra extendió, como prolífica semilla, la extravagancia del siglo XVII; recordé la épica y la lírica coloniales, y vi cómo seguíamos los contornos y sinuosidades de las figuras retóricas, de los dibujos literarios, sobre el papel de calco de la limitación. Y ratifiqué: nuestra literatura es trasplantada, es genuina y netamente española; en nuestro terruño, mal que bien, echa frutos menos sápidos y fragantes y de gusto menos delicado que los que nos suelen venir de la metrópoli verbal.

Sin embargo, a la idea de trasplantación asocié —era preciso—, la de modificacin, la de alteración circunstancial, la de transformación, la de variación del tipo primordial, en fin, la de labor incesante de la naturaleza que descompone en familias diversas los organismos, según las influencias del medio en que se desarrollan, sin hacerles perder los caracteres fundamentales de la especie.

Y entonces amplié mi observación y la dirigía distintos horizontes. Se sabe que la mezcla de dos razas, la aborigen y la conquistadora, que ha constituido el tipo del mexicano, del mestizo (llamémosle con el nombre evocador), ha producido alteraciones fisiológicas que los sabios estudian ahora en el fondo de sus gabinetes. Medidas antropológicas, cálculos y comparaciones anatómicos, minuciosas investigaciones, patentizan que la estructura corporal del mexicano difiere del tipo español tanto como del americano primitivo. Fisiológicamente no somos ya éste ni aquél; somos otros, somos nosotros; somos un tipo étnico diferenciado y que, no obstante, participa de ambas razas progenitoras. Y una y otra luchan por coexistir, por sobrevivir en nuestro organismo.

Pues bien —me interrogué — ¿por qué lo que acontece en el mundo fisiológico no ha de haber acontecido en el sicológico? Indudablemente que sí. Esa misma mezcla, ese mismo combate, esa misma coexistencia, se verifican en las regiones del espíritu, y han acabado, o acabarán por producir un tipo síquico bien determinado y diferenciado, y paralelo al nuevo tipo fisiológico del mexicano.

Entonces vi a mi alrededor. Y atentamente me puse a hacer un rápido análisis del ambiente nacional. Sacando mi reflexión de la literatura, la dirigí hacia otras ideas correlativas a la que servía de objeto a mis investigaciones: pensé en la arquitectura y en la música. Y pensé en ellas, porque aun siendo individuales, interpretan menos los sentimientos personales que los colectivos o sociales. Nada retrata mejor a un pueblo, si atentamente se considera, que sus edificios y sus cantos. La música —dice un esteta moderno— es una arquitectura de sonidos; la arquitectura, una música de líneas. Están destinadas a las muchedumbres, y muchas veces son anónimas, y con frecuencia son el resultado de oscuras colaboraciones. En ellas reside, como en ningunas otras de las bellas artes, el alma de un pueblo.

Y rememorando nuestras viejas casas coloniales, nuestras viejas iglesias, nuestras viejas fuentes, las encontré con su sello particular, con su aspecto característico, con sus rasgos distintivos, con sus elementos propios, que hacen variable el conjunto y le dan una tonalidad que no es española ya, sino mexicana, para decirlo de una vez. Los materiales de construcción, el azulejo y el tezontle, combinados o aislados, contribuyen a peculiarizar los edificios. Y en seguida el pormenor, la alteración caprichosa de los estilos, el labrado por el cual se desliza alguna greca precortesiana; la abundosa floración, la hojarasca de piedra de Churriguerra, retocada aquí y allí por un deseo más vivo de ornamentación excesiva; tal cual motivo decorativo que recuerda vagamente los relieves de los teocalli, todo viene a peculiarizar la arquitectura de los tiempos devotos y relampagueantes, durante los cuales se fue formando el espíritu nacional, ese que, difundiéndose y multiplicándose, ha de uniformar a mi país, el cual estaría en peligro de perecer si a la postre no se lograse este magno propósito.

¿Y la música? Cuando en mi patria oímos una canción lánguida, sensual y llorosa, una danza que dulcifica la voluptuosidad con una enfermiza ternura, una melodía simple y apasionada, que prolonga en gemebundos calderones sus quejas triviales y penetrantes, decimos inmediatamente: esa es música mexicana. La guitarra andaluza no es rasgueada allí para acompañar cantos muelles de pereza oriental, ni suspiros de amor gitano; allí, eso se transforma en la ardiente danza costeña; en la erótica y triste canción del Bajío; en las mañanitas frescas y alegres; en el jarabe retozón y picaresco como galantería ranchera. Esta es otra revelación que nos distingue y nos desata los lazos hereditarios de España. El folklorismo musical es completo. Canta dentro de él, verdaderamente, la sensibilidad popular.

Y si la arquitectura y la música revelan una clara diferenciación ¿por qué —volv í a preguntarme— la poesía no abandona el regazo maternal? ¿Por qué sigue en su primitiva servidumbre de imitadora de la musa peninsular? Lo que sucede en la plástica y en la euritmia ¿por qué no ha de suceder en la lírica, y, en general, en la literatura?

En efecto: si se observan con curiosidad nuestros fenómenos literarios, se ve que sí se ha verificado la misma diferenciación, sujeta, naturalmente, dentro de la forma impuesta por la lengua. —El vino no cambia los contornos del vaso.

Y como traídas de la mano, acuden a mi memoria las alteraciones fonéticas que hemos verificado en el idioma. ¿No pronunciamos como nos enseñaron, o nos enseñaron mal a pronunciar? Hechas las investigaciones correspondientes resulta que la cuestión está resuelta de la primera manera: no pronunciamos como nos enseñaron; es decir, los grupos autóctonos que recibieron las primeras enseñanzas de la lengua, no alcanzando a pronunciarla bien, extendieron y propagaron las alteraciones fonéticas. El caso es interesantísimo. Todos los pueblos de América fueron rehacios a la pronunciación castellana de la c, de la ll y de la z. Y de tal modo se sustrajeron a esta pronunciación, que después de algunas centurias, ni la pedagogía, empeñada en hacerlo, ha logrado restaurarla.

A este respecto las flamantes teorías lingüísticas nos dicen que no es cierto que las modificaciones de pronunciación se deban al capricho o al defecto individual, sino que la inconsciencia de los fenómenos basta para demostrarnos que una fuerza misteriosa, ignorada de los que hablan, dirige todas estas evoluciones; que no son efecto del acaso los cambios fonéticos que se producen en una misma época, independiente e inconscientemente, entre millones de individuos; que la causa de estos fenómenos es de naturaleza fisiológica (el desplazamiento de los sentidos musculares, lo llaman los alemanes) y consiste en la adaptación continua de las articulaciones vocales a las facultades orgánicas.

Pero no sólo hemos alterado la pronunciación de la lengua, sino también el modo de cantarla, el aire, que de enfático y sacudido que es en boca del peninsular, es suave y dulzón y como apocado en nuestros labios. El castellano, alterado fonéticamente en las distintas regiones de España, sufre nuevas alteraciones, de igual género, entre nosotros: alteraciones mexicanas.

Las costumbres y los usos de la vida ordinaria nos han impulsado a modificar asimismo el vocabulario, introduciendo en él, castellanizadas la mayor parte de las veces, nombres de utensilios, de lugares, de cosas, de frutos, de muebles, y enriqueciendo así el léxico con palabras que entran en el acervo común, y a las cuales abre poco a poco sus herméticas columnas el Diccionario de la Academia.

La fonética alterada, el vocabulario enriquecido ¿y la poesía esclava? No puede ser, y no es, efectivamente.

El siglo XVI, con su ir y venir de cultura ibérica, con su flujo y reflujo de ambición y piedad, envía a Nueva España poetas que llegan con su carga de sueños y su bagaje de ilusiones, como Gutierre de Cetina, el platero de esa joya inolvidable, el madrigal a unos ojos claros; como Eugenio de Salazar, el autor de la epístola a don Hernando de Herrera; como Bernardo de Balbuena, de cuya poesía, en la cual influye el ambiente, dice Quintana que es semejante al país inmenso que lo acogió, tan feraz como inculto, y donde las espinas se hallan confundidas con las flores y los tesoros con la escasez. En el siglo XVII y en el XVIII se va iniciando esta influencia, y al principiar el XIX, un neoclásico, fray Manuel de Navarrete, prorrumpe en anacreónticas melificadas ya con almíbares de nuestros huertos. Y nos llega el romantioismo doliente y escéptico de Espronceda, y el musical y legendario de Zorrilla; y vienen el verso sutil y de rima corriente de Campoamor, y el germanismo lacrimoso de Bécquer, y la teatral sonoridad de Núñez de Arce, y, a cada paso, a cada accidente, vamos señalando una diferenciación poseída cada vez más, no diversa de la inicial, pero sí más honda y segura. Es que se robustece el dominio de nuestra individualidad literaria; es que venimos buscando y encontrando nuestra expresión característica; es que desde hace cuatrocientos años estamos elaborando las formas adaptables a nuestro espíritu colectivo y personal; es, por último, que en la lengua que hicimos nuestra, como era preciso y natural, seguimos paralelamente las alteraciones fisiológicas y sicológicas de nuestro ser.

Y el temperamento, que es la resultante de estas alteraciones, se impone a la palabra y la plasma a su guisa, de acuerdo con sus necesidades. Mucho ha dejado en nosotros el alma española; pero por debajo de esta herencia palpita, con energía avasalladora, el sedimento indígena. A la alegría sanchuna, al delirio quijotesco, se juntan dentro de nuestros corazones la tristeza del indio, la fuerza selvática del antepasado, la ancestral desconfianza del sometido, la descoyuntada dulzura del aborigen. Y si somos mexicanos para vivir, lo somos para hablar, y para soñar, y para cantar.

Y éstos son los elementos, los materiales, con que componemos nuestra obra de arte. Y es de notar que si algo nos distingue principalmente de la literatura matriz, es lo que, sin saberlo y sin quererlo, hemos puesto de indígena en nuestro verso, en nuestra prosa, en nuestra voz, en nuestra casa, en nuestra música: la melancolía.

Mirando los campos de la Mesa Central, de un gris dorado y salpicado por los verdes florones de púas del agave, y las matas de apretados discos de obsidiana, de las nopaleras; mirando nuestras largas llanuras inflamadas por el crepúsculo de la tarde, y nuestras montañas borrando su violeta pálido en el horizonte, sentimos que en nuestro pecho se remueven oscuras añoranzas y vagas inquietudes, y, entonces, nos sentimos impregnados de la hierática melancolía de nuestros padres los colhuas. Una resurrección sentimental se apodera de nuestro carácter de novohispanos. Y por eso nos inclinamos incesantemente a melancolizar nuestras emociones. A todo le echamos y le ponemos un tinte de melancolía. Y no sólo en las cuerdas líricas, sino hasta en nuestros arranques épicos, hasta en nuestra gracia risueña, hasta en nuestro fugitivo humorismo, solemos poner una arena de esta melancolía. Perfumamos regocijos y penas con un grano de copal del sahumerio tolteca.

Al concluir mis reflexiones pude reducirlas a los siguientes conceptos: del fenómeno Conquista, al fenómeno Virreinato, a los fenómenos Independencia y Reforma, los movimientos sociales, conmoviendo los espíritus, han influido sobre las ideas y han alterado, por lo tanto, las formas literarias.

Ardua tarea, sin duda, sería la de estudiar estas alteraciones, siguiendo el cauce de nuestra vida social, y observando cómo va delineándose nuestra variedad expresiva dentro de la unidad inconmovible de la raza y del verbo. Es ésta una de las fases, de gran trascendencia para lo futuro, del hispanoamericanismo, del destino de los pueblos, vinculados por herencia, a un brillante pretérito, y destinados, a la vez, a un papel de primera importancia en los sucesos por venir.

Y si en conjunto, abarcando totalidades, se ve claramente que existe una literatura mexicana, a la cual ni cognaciones ni orígenes impiden tener una fisonomía propia, no demasiado marcada todavía, pero que ya muestra peculiares rasgos, en la observación pormenorizada, en el análisis particular, en la crítica de los diferentes tipos literarios representativos de nuestras épocas evolutivas, se confirma mejor tal vez esta diferenciación y se comprueba la tendencia a individualizarnos.

A este criterio sujetaré mis apreciaciones al tratar de reducir en cinco conferencias, un esbozo histórico y crítico de la literatura mexicana.

Séame permitido en esta primera, pasar rápidamente sobre nuestros orígenes literarios, y recorrer, a grandes vuelos, los siglos XVI y XVII, durante los cuales se fundó la cultura de la nueva civilización.

En la pintoresca vida de la Colonia, la capital de Nueva España presenta una variedad y un color extraordinariamente sugestivos. Una ciudad que emergía de las aguas apacibles de los lagos en el centro de un valle amplísimo; una ciudad que ofrecía el aspecto de un ramillete que flotase en las heces cristalinas de una inmensa copa de zafiro; una ciudad cuadriculada simétricamente por la línea de vidrio de los canales y cruzada por las bandas grises de las calzadas; una ciudad, donde empezaban a empinarse, al lado de las chinampas floridas y de los aztecas palacios piramidales, y en torno del teocali desierto, las pesadas casas castellanas y andaluzas, y los templos cristianos levantados con las piedras de las ruinas todavía calientes por el incendio, debió de interesar mucho a los hombres de observación y cultura de aquellos tiempos, a los que llegaban a la recién nacida Nueva España movidos por una fe, por una ambición, por una audacia, por la irrefrenable inclinación de aventura que sacudió el espíritu español en agitaciones de truhanes y caballeros, de frailes y soldados, de licencia y devoción, de miseria y grandeza, de burla y epopeya. Todo eso se derramó en la tierra de los meschica para fundar una civilización vencedora sobre los escombros de otra vencida.

Pero al caer fue modificándose por efecto del cambio de ambiente, y con suma lentitud transformándose en peculiares manifestaciones, en variedades distintivas, como he dicho ya. La literatura vino también, no en grupos precisamente selectos, pero sí numerosos. Latinistas y helenistas, filósofos y poetas, congregábanse en monasterios y colegios; borlas doctorales de Alcalá, Salamanca, Lovaina y París, esponjábanse orgullosamente sobre los oscuros birretes; maestros de las órdenes religiosas, oidores, notarios, físicos y cirujanos, traían entre su matalotaje algún cartapacio de manuscritos: éste una traducción horaciana, aquél un tratado de retórica, el de más allá un centón lleno de anotaciones y glosas, y el otro una égloga, una epístola, una silva lacrimosa, un soneto amatorio. Era —lo repito— una trasplantación desordenada al principio, pero que poco a poco se metodizaba y hacía sus oficios pedagógicos, en las aulas de los colegios, en los patios de los conventos, y, a su tiempo, en el claustro de la Universidad.

Los doce misioneros franciscanos que llegaron en 1524 a conquistar y sojuzgar espíritus, como los soldados de Cortés habían conquistado tierras y avasallado hombres, fueron el cimiento sobre el cual se levantó, pesada y sombría, la nueva superstición del alma indígena, superstición que moderaba los ímpetus y bravuras del conquistado, que disminuía sus ferocidades, que le hacía más sumiso y, por lo tanto, más resignado al yugo; pero que no variaba, porque era imposible variar así, y en tiempo tan breve, la estructura mental de la raza, la cual no hizo más que trasladar la adoración por los ídolos sanguinarios a otras imágenes, de actitudes tranquilas y mirada serena, que no pedían el sacrificio sino que lo aceptaban, y que, en vez de arrancar el corazón de los enemigos, ofrecían el suyo, y con él una vida mejor, sin hierros de esclavos, sin carga abrumadora, sin encomendero y sin conquistador. Aquellos frailes hicieron una labor piadosa: apaciguaron un poco el tumulto espiritual de los indios; no extinguieron su rencor, lo adormecieron solamente, y abrieron, en el nublado rojo que los envolvía, el horizonte de una remota esperanza.

La conversión al cristianismo era el fin único de los misioneros. Cortés se empeñaba en que los primeros en recibir la instrucción fuesen los príncipes y señores de las tierras sometidas, para poder así afirmar la obra de dominio; pero los franciscanos ensanchaban su misión con ardor y constancia. En 1536 establecieron, al lado de su convento, un gran colegio para los indios, llamado de Santa Cruz de Tlaltelolco. Allí se enseñaba lectura, escritura, gramática latina, retórica, filosofía y música. Eran catedráticos fray Juan Focher y fray Juan de Gaona, doctores de la Universidad de París; fray Francisco de Bustamante, insigne predicador; fray Bernardino de Sahagún, penetrante y amable historiador de la vida y costumbres autóctonas. De allí salieron los primeros hombres de letras cultivados en Nueva España. Fray Pedro de Gante, un varón noble y de admirable virtud, que llevaba en las venas sangre del emperador Carlos V, abrió también, bajo la sombra del Convento de San Francisco, una escuela, a la que asistían hasta mil niños indios, a los cuales se enseñaba lectura, escritura, latín, música y canto. La instrucción para naturales y criollos se difundía con apremiante rapidez. Era preciso continuar en lo intelectual y moral la obra políticamente terminada de la españolización. El rey, el virrey, el Ayuntamiento, al mismo tiempo que los misioneros, la emprendieron también. Y el 21 de enero de 1553, treinta y dos años después de la llegada de Hernán Cortés a Tenoxtitlan, se inauguraba solemnemente la Universidad de México, en cuyos estatutos se la concedían iguales privilegios que a las de Alcalá, Salamanca y Lovaina. Doctores insignes, venidos de la Metrópoli, como fray Alonso de la Veracruz, Antonio Rodríguez de Quesada, Pedro de la Peña, Pedro Morones, Mateo Arévalo Sedeño, ocuparon las cátedras, hasta las cuales elevaron la enseñanza de los idiomas mexicano y otomí.

La Universidad —dice mi maestro don Justo Sierra— nació en la Colonia; nació con la sociedad engendrada por la conquista, cuando no tenía más elementos que los que aquellos mismos conquistadores proporcionaban o toleraban. Se erigió una gran casa blanca, decorada de amplias rejas de hierro vizcaíno, a orillas de uno de esos interminables canales que recorrían en todas direcciones la flamante ciudad, y que pasando por frente a las casas del Marqués del Valle, corría a buscar salida por las acequias que cruzaban, como en los tiempos aztecas, la capital de Cortés. Los indígenas, que bogaban en sus luengas canoas planas, henchidas de verduras y flores, oían atónitos el murmullo de voces y el bullaje de aquella enorme jaula, en que magistrados y dignidades de la Iglesia regentaban cátedras concurridísimas, donde explicaban densos problemas teológicos, canónicos, jurídicos y retóricos, resueltos ya, sin revisión posible de los fallos, por la autoridad de la Iglesia. Nada quedaba que hacer a la Universidad en materia de adquisición científica, poco en materia de propaganda religiosa, de que se encargaban con brillante suceso las comunidades, todo en materia de educación por medio de las selecciones lentas en el grupo colonial. Era una escuela verbalizante; el psitacismo, que dice Leibniz, reinaba en ella. Era la palabra, y siempre la palabra latina, por cierto, la lanzadera prestigiosa que iba y venía sin cesar en aquella urdimbre infinita de conceptos dialécticos; en las puertas de la Universidad, podríamos decir de las Universidades de entonces, hubiera debido inscribirse la exclamación del príncipe danés: palabras, palabras, palabras. Pero la Universidad mexicana, rodeada de la muralla de China por el Consejo de Indias, elevada entre las colonias americanas y el exterior, extraña casi por completo a la formidable remoción de corrientes intelectuales que fue el Renacimiento, ignorante del magno sismo religioso y social que fue la Reforma, seguía su vida en el estado en que se hallaban, un siglo antes, las Universidades cuatrocentistas. ¿Qué iba a hacer? El tiempo no corría para ella; estaba emparedada intelectualmente, pero como quería hablar, habló por boca de sus alumnos y maestros, verdaderos milagros de memorismo y de conocimiento de la técnica dialectizante.

Así pasó su primer siglo aquella casa de estudios en que la Nueva España intelectual cifró su orgullo, hasta que aparecieron los terribles rivales, los que, ad majorem Dei gloriam iban a monopolizar toda la educación católica.

Dentro de ella y alrededor de ella, oyéronse cantos líricos que no eran imitaciones precisamente, sino reproducciones de los que sonaban en torno de las aulas de Salamanca y Alcalá, y que, a pesar de los esfuerzos de Cristóbal de Castillejo, llevaban ya, inclarificada pero fragante, la miel de Petrarca y la llorona insinceridad de las églogas italianas. La capital de Nueva España era una pajarera. Con la osadía de los soldados, la audacia de los aventureros y la virtud de los frailes, había llegado también la literatura trashumante. Un cronista y poeta, Bernardo de Balbuena, afirma que la facultad poética era como una influencia y particular constelación de México, según la generalidad con que en su noble juventud se ejercita.

Y el doctor Pedro Morales, insigne jesuita, narra una de las incesantes fiestas literarias de aquella naciente y alharaquienta sociedad de México, en el siglo XVI. Voy a permitirme copiar aquí un pequeño fragmento de la narración. (Se trata de la festividad hecha en el año de 1579, con motivo de la colocación de las santas reliquias que envió Gregorio XIII.)

Se hizo —dice el Padre Morales— un solemne paseo de los estudiantes de nuestras Escuelas y Colegios, y luego se ofreció con mucho amor y liberalidad un padre de un colegial del Colegio de San Pedro y San Pablo, a querer tomar este asunto y que su hijo fuese el príncipe, y así lo sacó el día del paseo, que fue a 2 de octubre próximo pasado, vestido todo rigurosamente de seda y oro, en un muy hermoso caballo blanco costosísimamente enjaezado, acompañado de cuatro caballeros de librea y dos españoles reyes de armas, que, con dos cordones de seda, le guiaban el caballo; y de esta suerte vino, con mucho acompañamiento y música, desde su casa hasta el patio de nuestras Escuelas, adonde se juntaron en breve más de doscientos estudiantes, todos a caballo, con muy ricas libreas de seda y oro, en diferentes cuadrillas de españoles, ingleses y turcos. Desde allí salieron todos en ordenanza, de dos en dos, por las mismas calles que había de ser la procesión de las santas reliquias. En la delantera iba la librea de la ciudad, de colorado, con su música de atabales y trompetas; en seguimiento las dichas cuadrillas muy concertadas y, detrás de ellos, delante del príncipe, iba un rey de armas con un gracioso caballo, el cual, armado muy ricamente de punta en blanco llevaba en una lanza dorada y banda de azul, el cartel y justa literaria en que se contenían siete certámenes sobre las santas reliquias. Tenia este cartel tres varas en alto y dos en ancho, en el cual iban las armas de la ciudad, que son una planta de tuna campestre en medio de una laguna y encima de ella una águila con una culebra en el pico. Iba también el cartel puesto en el cuerpo del águila, que ella misma lo abrazaba y sustentaba con las uñas. Por remate de todo iba el príncipe en la forma dicha, acompañado de dos colegiales de cada Colegio, hombres graduados con sus becas y hábitos de colegiales en sus mulas honestamente aderezadas, que daban mucho ser y gravedad a todo lo que se hacía. Y con este concierto, y en dos trechos algunos clérigos y gente principal ciudadana que los guiaban y acompañaban, prosiguieron su paseo hasta haber pasado la plaza que dicen del Marqués y asomar a la Plaza Mayor, adonde los salieron a recibir los alcaldes ordinarios y personas del regimiento que allí se hallaban y otros muchos caballeros, hasta llegar a las casas del Ayuntamiento, en las cuales, a una ventana, estaba ya puesto un rico dosel donde se fijó el cartel con mucho ruido de alambores y trompetas y regocijo de todos, que con mucho contento llegaron luego a ver y leer los certámenes y premios que con liberal mano, como acostumbra, había dado el muy ilustre Ayuntamiento.

Y el padre Morales añade: Las composiciones de latín y romance a todos los certámenes fueron muchas y muy buenas, por ser tales las habilidades de esta tierra.

Incesantes, como digo, eran en Nueva España estas suntuosas fiestas, en las cuales la religión se valía de la inclinación poética para exhibirse y propagarse en un medio en el que todavía, bajo la morena masa de las multitudes, palpitaba, como una entraña herida, una civilización agonizante. Todo ello era artificial y vano, y en su sonoridad aturdidora no se percibía una voz verdadera, una emoción sentida. El ruido retórico de la España quinientista se prolongaba como un eco profundo en las llanuras del valle mexicano. Por entre las predicaciones y las oraciones, por entre los rumores del tumultuoso trabajo de los indios, que a toda prisa levantaban las nuevas casas y las flamantes iglesias españolas, y labraban, en los sillares de sus templos, una arquitectura desconocida para ellos y menos suntuosa que la suya; por entre el ruido de las armas siempre dispuestas, de las espadas relampagueantes, de los arcabuces donde dormía el rayo, se abría paso, de cuando en cuando, el ritmo de una lírica que, traída de allende el mar, empezaba a sentirse más libre en el ambiente colonial, y a producir obras de artificio, con frecuencia más sobrecargadas de retórica que los modelos a que se sujetaban.

De allí Francisco de Terrazas; de allí Salvador Cuenca, Antonio de Saavedra Guzmán y Bernardo de Balbuena. La exuberancia de la tierra, la novedad del medio, influían lentamente en el gusto literario, multiplicaban adornos y licencias, y daban a la poesía castellana un leve tinte, un suave matiz indígena que era ya una ligera contaminación, una tentativa de acomodación al nuevo ambiente. La sencillez de los primeros poetas del Siglo de oro halla facilidad y libertad en Nueva España para acrecentar dos defectos que van a seguir a la poesía mexicana a través de toda una época, y más allá de ella todavía: el prosaísmo y la afectación.

La lengua escrita —dice un eminente crítico nuestro, Joaquín García Icazbalceta— siguió los mismos pasos que en España. Llana, castiza y grave en los principios, aunque no siempre galana, tomó desde temprano un color de culteranismo, que trascendió a la conversación, como atestigua el doctor Cárdenes, al recomendar las razones bien limadas y sacadas de punto que usaban los criollos, y que en realidad no eran sino frases conceptuosas y rebuscadas. En terreno tan bien preparado cayeron las instrucciones de los jesuítas, que algo de aquello traían ya, y que con los cursos de retórica, las arengas, los certámenes y el estímulo incesante de los ingenios para competir en agudeza más bien que en profundidad, exageraron la trascendencia de los criollos, que se fue por aquel agradable camino y vino a convertirse en sutileza y depravación del buen gusto, no bastante bien defendido con el estudio de los clásicos antiguos. De ese modo se fue extendiendo el contagio que ya empieza a sentirse en algunos versos de González de Eslava, y que luego tomó creces, fomentado desde España, hasta darnos en el siglo siguiente infinidad de poetas gongorinos, con un historiador como el padre Burgoa, y en el XVIII un Cabrera, acompañado de una nube de versistas ilegibles y de predicadores gerundianos.

Mostrar a ustedes ejemplares de esa literatura del siglo XVI colonial, ni vendría a propósito, dado lo sintético de este curso, ni yo ahora encontraría, tal vez, documentación suficiente en las bibliotecas de Buenos Aires, ni quizá dejaría de producir desazón y fastidio en el auditorio. Pero como una curiosidad, quiero sacar del montón de joyas falsas y gemas de vidrio de la poesía a que me estoy refiriendo, este soneto de FRANCISCO DE TERRAZAS (¿1525 1600?) y que ha sido muy celebrado en diversas antologías. (Terrazas nació en México y fue hijo primogénito del conquistador del mismo nombre, del cual dice Bernal Díaz del Castillo haber sido mayordomo de Hernán Cortés y persona preeminente):

Dejad las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas, matizado.

Dejad las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan envidiada,
volved los soles que le habéis robado.

La gracia y discreción, que muestra ha sido
del gran saber del celestial maestro,
volvédselo a la angélica natura;

y todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.

Por aquel tiempo, un hombre de letras, descendiente de la nobleza azteca e historiador interesante, Fernando de Alva Pimentel Ixtlilxóchitl, vertió de la lengua náhuatl, en rima castellana, algunos cantares del rey Netzahualcóyotl. Este punto me da la ocasión de decir una sola palabra, una sola, acerca de la poesía precortesiana. Los indios, que habían observado los astros; que habían hecho la división del tiempo; que habían construido monumentos de solemne grandeza; que habían modelado a golpes de obsidiana relieves exquisitos, esculturas extraordinariamente elocuentes de hombres y dioses; que habían hecho primores cerámicos en sus vasos de arcilla, de pórfido y de jade; que aprovechaban las plumas de sus aves, las pieles de sus fieras y el oro de sus ríos para las artes suntuarias; que empezaban ya, en sus pintorescos códices, a vislumbrar la escritura fonética ¿habían alcanzado la suprema cultura de la poesía lírica subjetiva, individual, que es la confesión y la revelación de una alma frente al espectáculo del universo? Es de ponerse en duda.

En primer lugar, no tenemos datos absolutamente seguros. En segundo lugar, el carácter de esta civilización nos obliga a pensar en que las formas de su poesía eran más bien la del himno religioso y la del cantar épico. (Las formas colectivas.) Las costumbres guerreras, las ceremonias litúrgicas, los bailes sagrados, la música áspera, combinada con instrumentos de notas huecas y de voces agudas, de percusión y de aliento, el teponapaxtle, el caracol, sugieren la idea del canto frente al teocalli ensangrentado y el dios monstruoso; o del coro tremendo del ejército envuelto en una nube de flechas. El náhuatl, entre los idiomas autóctonos, es dulce y melodioso, con sonidos licuados como notas de flauta rústica, y, por esencia aglutinante, posee ya desinencias y terminaciones verbales que le dan un poco el aspecto de flexional; esto, agregado a sus condiciones prosódicas, lo capacitan para el ritmo y para la rima. Un historiador de nuestra vida precortesiana dice que no conocemos muestras de aquella poesía, pues las que andan impresas o en manuscritos son obras posteriores a la conquista. Mas sí sabemos que los reyes tenían sus cantores, acaso músicos y poetas a la vez, que les componían cantares de las grandezas de sus antepasados, de sus victorias y linajes. Había otros que componían cantares divinos en alabanza de sus dioses.

Este pasaje nos afirma la hipótesis de una epopeya fragmentaria, primitiva y breve, hecha por aquellos juglares rudos en las cortes fastuosas henchidas de oro labrado, plumas de quetzal y collares de conchas y cuentas de colores; y de un ritual poético en honor de los simbólicos monolitos de los templos.

En el caso concreto de Netzahualcóyotl, la duda se acrecienta estimulada por el buen sentido. Los cantares de este rey han sido tema de estudios en los que hay mayor cantidad de fantasía que de seria investigación. Un hombre de su época, de su raza y de su tiempo, indudablemente soñador, porque de sus sueños parece que quedan vestigios en sus comarcas de Texcoco, pero cruel, feroz, impregnado hasta la médula de sus creencias idolátricas, de sus profundas teogonias, no era posible que se imaginase a un Dios único, misericordioso y tranquilo. La vida misma de este soberano prototipo de valor y de arte, se opone a ello. No; ni la canción al Dios único, ni los consejos a una doncella que va a casarse, ni los demás lirismos atribuidos a Netzahualcóyotl, concuerdan con aquella civilización, con aquel estado social, fundados en un concepto de la vida absolutamente diverso del que impuso la austera y devota España del siglo XVI.

Esas canciones traducidas por Fernando de Alva Pimentel Ixtlilxóchitl vuélvense en castellano odas acompasadas, undosas, con viejas imágenes que recuerdan las de fray Luis de León, y con un sentido de misticismo falso que suena a lección áulica de una cátedra de retórica como la de Cervantes Salazar. Y el error consiste, probablemente, en el afán de los primeros cronistas, de los pacientes frailes, que a todo trance buscaban ocasión para propagar su fe y su doctrina. El espíritu sencillo de estos misioneros admirables estaba de continuo vuelto hacia la leyenda cristiana; y por eso, en el torpe relato que arrancaban de los labios trémulos de los indios, creían encontrar semejanza con los episodios de los libros sagrados.

Yo he podido comprobar, por ejemplo, que en la Monarquía Indiana de Torquemada, una de las obras de mayor interés y sinceridad de aquellos sabios insignes, la vida de Netzahualcóyotl, contada con una simplicidad encantadora, es una adaptación de la bíblica vida del rey David, sin que falte a la narración del cronista franciscano ni una Betsabé india que encienda los apetitos del monarca texcucano, ni un Urías abnegado que sufra una traidora muerte, indigna de su lealtad. Recordando este pasaje, que tuve la oportunidad de estudiar, deseo aclarar la tendencia a hacer de Netzahualcóyotl otro rey poeta que, como el de los Salmos, cante la grandeza de Dios.

Hay en estas supercherías, no tan sólo un yerro explicable, sino también un fondo de Cándida buena fe. La piedad de estos grandes educadores llevaba algunas veces su sabiduría hasta el pérfido límite del engaño. Es dudosa, pues, la existencia de la lírica indígena. No se han encontrado fundamentos sólidos en qué sostenerla. Tal vez alguna breve galantería, alguna suave queja erótica, pequeñas como un uta japonés, se hayan deslizado desde aquellas edades magníficas, y de boca en boca, la tradición oral, las haya dejado en poder de los exuberantes poetas coloniales que los transformaron en silvas petrarquistas y odas esponjadas.

Pero si en la lírica de los siglos XVI y XVII no entra el poeta precortesiano, en cambio, para las formas dramáticas sí estaba preparado el indio, y pudo ayudar como elemento utilizable en el desarrollo del teatro.

El baile de que más gustaban los mexicanos, dice Durán,

era el que con aderezos de rosas se hacía y se coronaban con ellas. Levantaban en el teocalli una casa de rosas, y formaban a mano unos árboles llenos de olorosas flores; colocaban en esa casa o enramada a su diosa Xoquiquetzalli, y, mientras bailaban, descendían unos muchachos vestidos como pájaros y otros como mariposas, muy bien aderezados de ricas plumas verdes y azules, rojas y amarillas, y subíanse por esos árboles y andaban de rama en rama fingiendo que chupaban el rocío de aquellas rosas. Luego salían unos danzantes, vestidos con los trajes de los dioses, y con sus cerbatanas simulaban tirar a los pájaros fingidos que andaban por los árboles. La mujer disfrazada de Xoquiquetzalli salía a recibirlos, y llevándolos a sentar junto a ella, en la enramada, les daba rosas y hojas de tabaco para que fumasen.

Del mismo modo relata Durán que había también otro baile en el cual los danzantes se disfrazaban de viejos corcovados, y añade el cronista que no era poco donoso sino de mucha risa.

Estos y otros bailes ofrecían caracteres pantomímicos y fisonomía de embrionarias representaciones dramáticas.

No les fue difícil a los sacerdotes cristianos implantar, para provecho de su enseñanza, el drama religioso, las moralidades, los misterios, los autos sacramentales arreglados a la mentalidad de los indígenas, que hacían de actores, primero en el interior de los templos, luego en los atrios y más adelante en calles y plazas, por la gran afluencia de espectadores. Esta costumbre de las representaciones religiosas, ha subsistido hasta los días que corren. Yo alcancé a presenciarlas, con una curiosidad un poco irónica y otro poco tierna, en algunos pueblecillos de los alrededores de la capital mexicana.

Los indios trasladaban sus costumbres. Los bailes sagrados volvíanse pasos y escenas de la Pasión cristiana. Sus idiomas, aprendidos por los frailes, eran estudiados con atención, y, aunque dificultosamente, eran escritos y analizados en sus componentes fonéticos y en su estructura gramatical. Hacia 1539 se había establecido la imprenta en México. De ella se valieron desde luego, como de precioso instrumento, los religiosos educadores. La bibliografía del siglo XVI está llena de dos géneros de libros: de los que enseñan religión y moral, y de los que examinan lenguas indígenas; de Catecismos de doctrina cristiana y de vocabularios de náhuatl, tarasco, mixteca y zapoteca. Y no es raro encontrar libros devotos escritos en alguna de estas lenguas. Libros de entretenimiento y de arte, hubo muy pocos al principio. La propaganda de la fe apenas les dejaba sitio. La poesía profana sonaba, pero no se multiplicaba en papel impreso. Tras de ser escuchada en colegios, concursos y certámenes, refugiábase en los cajones de los viejos pupitres, y esperaba impaciente su hora de andar de mano en mano, ya que de boca en boca había volado por tanto tiempo.

Pero ya a mediados del siglo XVII eran muchos y variados los libros de literatura y de historia. A las guías de aprendizaje religioso; a las crónicas interesantísimas de los misioneros —mucho tiempo después habían de conocerse la crónica de Bernal Díaz del Castillo y las cartas de Hernando Cortés; a esas crónicas, en particular las de Torquemada y Sahagún, a los tratados teológicos de fray Alonso de la Veracruz, a los diálogos de Cervantes Salazar, sucedieron obras de todo género , y el verso coruscante y la prosa amanerada inundaron las imprentas y se extendieron por todos los ámbitos de la Colonia.

Los volúmenes que llegaban de la Península y los que en México se editaban, y que se referían, unos y otros a asuntos de Nueva España, iban formando una bibliografía nacional cada vez más rica. La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena; El peregrino indiano, de Antonio de Saavedra Guzmán, pesado poema, compuesto según el modelo de las epopeyas artificiales, y en cuyas octavas altisonantes anida el aburrimiento; los coloquios de Fernán González de Eslava, contenían asuntos, alusiones, descripciones, tipos o caracteres de la nueva sociedad, y anunciaban una modalidad indecisa todavía, mas con rasgos nuevos, con vocablos regionales para nombrar vestimentas, plantas y personajes, con modismos recién adquiridos, y, sobre todo, con un afán de profusión ornamental que intrincaba los conceptismos y culteranismos y que producía la sensación de un matorral compacto por exceso de savia.

Todo ello acontecía en los grupos de selección que se levantaban sobre los macizos y extensos cimientos del analfabetismo indígena, que, aun hoy, no se han reducido ni debilitado, y que constituyen, desde el punto de vista del futuro nacional, un problema como el de Hámlet: el de ser o no ser.

En este laberinto gongórico nacieron y se abrieron dos maravillosas flores de arte que, sin dejar de sufrir la influencia ineludible del ambiente, esparcieron sobre la mediocre aunque pródiga producción de su época, la inmortal fragancia del genio. A dos espíritus selectos me refiero: a don JUAN RUIZ DE ALARCÓN (1580?-1639) y a Sor Juana Inés de la Cruz.

El corcovado, a quien motejó Quevedo en una conocída letrilla y en un zumbón epigrama, y a quien Tirso de Molina estimó digno de escribir comedias con él, vivió largos años en la Corte de los Felipes. Allí alcanzó fama y honores; allí amó y sufrió; allí probó la miel de la gloria amargada con el zumo de la envidia. Antes de entregarse a sus graves ocupaciones del Consejo de Indias, tuvo tiempo para imaginar, planear y versificar aquellas impecables obras de teatro que fundaban en España la literatura dramática de tendencia moralizadora y docente, y daban a Francia materiales para que dramaturgos excelsos siguiesen su orientación, imitasen sus tipos y hasta copiasen sus argumentos.

El Parnaso español lo reclama, lo llama suyo, y en la historia de las letras castellanas lo ha colocado junto a Lope de Vega y a Calderón de la Barca. Pero durante la vida de este hombre, atormentado por su defecto físico que le hacía blanco de burlas y panoplia de epigramas, durante una vida en lucha abierta con el destino y la malignidad, don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza se oyó llamar en los salones de Palacio, en los corrillos de los poetas cortesanos, en el cuarto de los comediantes de los corrales, el indiano. Se le señalaba como a un intruso; se le marcaba, con cierto desprecio, su procedencia; se le echaba en cara su pecado de origen.

Era, en efecto, un indiano. Nacido en 1580 ó 1581, en la capital de Nueva España, según sus propias declaraciones, vástago de una familia hidalga, de limpio abolengo, había, desde muy mozo y en virtud de la precocidad de su talento, entrado en las aulas de la Universidad mexicana, en donde comenzó y casi terminó sus estudios para el bachillerato en Cánones. Ansioso de espacio en que abrir las alas de su ingenio, partióse pronto a España; hízose en Salamanca bachiller en Cánones y Leyes; siete años estuvo ausente de América , viviendo la existencia desenfadada y pobre del estudiante español, letrado ya y poeta por añadidura; y, al cabo de ese tiempo, tornóse a sus lares, y en 1609 solicitó de la Universidad mexicana el grado de licenciado en Leyes y, obtenido éste, trató luego de adquirir el de doctor de la misma facultad, para lo cual pedía se le hiciese merced de dispensarle de la pompa, por ser tan pobre como constaba a su señoría —es la frase del memorial de Ruiz de Alarcón.

Después, los fríos documentos universitarios, anotan sus esfuerzos por adquirir bienestar económico y posición social; dicen que entró en oposición áulica para obtener diversas cátedras, sin lograr sus propósitos; y en su inquietud por alcanzar el triunfo, vuelve Ruiz de Alarcón a embarcarse, rumbo a la península ibérica, hacia los años de 1613 ó 14. La fortuna comenzó entonces a sonreírle. Fue autor famoso, hombre de honores y hasta se sospecha que, a pesar de la joroba en que, como dentro de una concha se escondía un corazón altísimo, alguna célebre comediante tejió con el indiano una apasionada aventura de amor.

Pero si allá lo ensordecieron los vítores del triunfo y las murmuraciones de la maledicencia, fue Nueva España la que imprimió un suave carácter a su poesía, la que puso en las almas soñadas por él una ternura más dulce y melancólica que la que expresaban los otros ingenios; una cortesanía más blanda, un comedimiento más subrayado en sus galanes, y una ingenuidad más amorosa en sus damas. (Recuerdo aquí los conceptos que, acerca de Ruiz de Alarcón expresó, en un excelente estudio, Pedro Henríquez Ureña). Rasgos son todos del espíritu criollo, de la vida mexicana, del ambiente espiritual; rasgos que aún persisten en mi país, y que se revelan con clara precisión, como tendré ocasión de manifestarlo, a través de toda nuestra expresión literaria. El recuerdo de México no abandonó a Alarcón jamás. Aunque no frecuentemente, en sus comedias, en La cueva de Salamanca, en El semejante a si mismo, hace alusiones o descripciones novohispánicas. Era natural; su juventud, su cultura, sus combates por la adversidad, debieron de ser inolvidables para el indiano. Fue, en cuanto a su conformación síquica, un hombre de México. España pudo cincelar la escultura; el bloque nos pertenece; es de mármol americano.

Ruiz de Alarcón, sin embargo, por peculiaridad individual probablemente, careció de un distintivo de la época y del medio. Su estilo no es exuberante; es, por el contrario, sobrio y neto.

En cambio, la poesía de SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ (1648-1695) es el prototipo de la lírica enmarañada, retorcida y pomposa. Es verdad que Sor Juana nació cuando hacía unos diez años que Alarcón había muerto; cuando el desenfreno retórico, el abigarramiento, la oscuridad de las imágenes y el tormento inquisitorial de los conceptos, se extendían por todas las literaturas y hallaban terreno fértil en Nueva España para sembrar y cosechar la semilla del preciosismo. ¿Cuál no sería la fuerza mental y sentimental de Sor Juana, cuando por debajo del laberinto verbal, de la intrincada ramazón de la frase, del enfático rebuscamiento de las antítesis, del forzado sentido de las paráfrasis, asoma el poder de un pensamiento muy vigoroso, y conmueve el latido de una muy sincera emoción?

Juana de Asbaje nació al pie de los volcanes del Valle de México, de madre criolla y padre vizcaíno, en un pueblo pequeño, de casas de adobe, iglesia humilde, plaza solitaria y árboles polvosos; alrededor, chozas de indios y campos de agave y de maíz, y en el horizonte la visión blanca del Ixtaccíhuatl y el Popocatépetl, destacándose entre el azul de piedra preciosa de la montaña y el aire azul del cielo. La precocidad de esta niña es enfermiza. Si hemos de creerla, porque aunque sea contra ella Dios le ha dado la merced de un grandísimo amor a la verdad (es frase suya) no cumplía aún tres años cuando se sintió arrebatada del deseo de leer. Y lo cuenta así:

Prosiguiendo en la narración de mi inclinación (de que os quiero dar entera noticia), digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando, enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir, y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde) y puede testificarlo.

Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprehenden las mujeres, oí decir que había Universidad y escuelas en que se estudiaban las ciencias, en México; y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con insistentes e importunos ruegos, sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer (y hizo muy bien), pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mí abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a México se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía, en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar. (Respuesta a Sor Filotea de la Cruz.)

A los nueve años, esta chicuela marisabida, llena de gracia y hermosura, era la admiración de la colonia. El virrey Mancera la llamó al Palacio, y tan cautivados quedaron de ella los privados y familiares de don Antonio Sebastián de Toledo, el marqués, que, desde aquel punto, la joven Juana fue nombrada dama de honor de la virreina. En aquella corte, un tanto suntuosa y otro tanto licenciosa, como solían ser las cortes de esas épocas, crecieron el entendimiento y la belleza de la muchacha. Los oidores y letrados le proponían cuestiones jurídicas y metafísicas; los frailes y clérigos de Palacio presentábanle problemas teológicos; las mujeres la envidiaban; cortejábanla los galanes.

Era graciosa y portentosa. Su fama se esparció tanto que cruzó los mares, y a España llegó envuelta en las hipérboles de la admiración. Juana de Asbaje no sólo devoraba libros, sino que escribía versos. Gongóricos, afectados y cargados de mitología son los suyos; pero brillantes y sonoros como limpia y áurea moneda. Una de las impresiones de ese período de su vida parece estar descrita en estos dos sonetos, que son algo así como un par de juguetes retóricos:

Resuelve la cuestión de cuál sea pesar más molesto encontrada correspondencia, amar o aborrecer

Que no me quiera Fabio al verse amado
es dolor sin igual, en mi sentido,
mas que me quiera Silvio aborrecido,
es menor mal, mas no menor enfado.

¿Qué sufrimiento no estará cansado,
si siempre le resuenan al oído,
tras la vana arrogancia de un querido,
el cansado gemir de un desdeñado?

Si de Silvio me cansa el rendimiento,
a Fabio canso con estar rendida:
si de éste busco el agradecimiento,

a mí me busca el otro agradecida:
por activa y pasiva es mi tormento,
pues padezco en querer y en ser querida.

Prosigue el mismo asunto, y determina que prevalezca la razón contra el gusto

Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata,
maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante;
y soy diamante, al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata
y mato a quien me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo:
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido escojo,
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.

Y cuando a poco andar, la dama de la virreina, que asistía a fiestas y saraos, y paseaba su gallardía y elegancia por entre la seda de los trajes acuchillados, los ampulosos tontillos, las encarrujadas y blancas golas, los severos jubones de terciopelo y seda, los ferreruelos adornados de abalorio, el ante gris de los guantes modelando la mano puesta sobre el puño oscuro de la espada, o reteniendo sobre el pecho el sombrero de larga pluma; cuando, en los salones, bajo la luz de candelabros y arañas, o en los aposentos de la Marquesa, en el momento de la charla cortesana, o en el silencio de la capilla a la hora de la meditación y la oración, Juana de Asbaje empezó a sentir la inquietud primera de la ilusión amorosa, y a hundir su espíritu virginal en la vaguedad apasionada del ensueño, la versificación artificiosa puso en el arabesco retórico, en el ornato verbal, un aliento de verdad, de sinceridad emotiva que encendió y vitalizó, con llamas de pasión, el culteranismo.

El sentimiento se abría vereda en aquel bosque estudiadamente intrincado. El aire de un hondo suspiro rompía la frágil floresta de cristal. La mujer enamorada se imponía sobre la versificadora ingeniosa y sobre la celebrada erudita. La habilidad para rimar se puso al servicio de un amor misterioso y sin esperanza. Mostraré algunos ejemplos:

En que describe racionalmente los efectos irracionales del amor

Este amoroso tormento
que en mi corazón se vé,
sé que lo siento y no sé
la cauda por que lo siento

Siento una grave agonía
por lograr un devaneo,
que empieza como deseo
y para en melancolía.

Y cuando con más terneza
mi infelíz estado lloro.
sé que estoy triste, e ignoro
la causa de mi tristeza.

Siento un anhelo tirano
por la ocasión a que apiro.
y cuando cerca la miro
yo misma aparto la mano.

Porque se acaso se ofrece
después de tanto desvelo,
la desazona el recelo
o el susto la desvanece.

Y su alguna vez sin susto
consigo tal posesión,
que cualquier leve ocasión
me malogra todo el gusto.

siento mal del mismo bien
con receloso temor,
y me obliga el mismo amor
tal vez a mostrar desdén.

Cualquier leve ocasión labra
en mi pecho de manera
que el que imposibles venciera
se irrita de una palabra.

Con poca causa ofendida
suelo, en mitad de mi amor,
negar un leve favor
a quien le diera la vida.

Ya sufrida, ya irritada
con contrarias penas lucho.
que por él, sufriré mucho,
y con él, sufriré nada.

No sé en qué lógica cabe
el que tal cuestión se pruebe,
que por él, lo grave es leve,
y con él, lo leve es grave.

Sin bastantes fundamentos
forman mis tristes cuidados,
de conceptos engañados,
un monte de sentimientos.

Y en aquel fiero conjunto
hallo, cuando se derriba,
que aquella máquina altiva,
sólo estribaba en un punto.

Tal vez el dolor me engaña,
y presumo sin razón
que no habrá satisfacción
que pueda templar mi saña.

Y cuando a averiguar llego
el agravio porque riño,
es como espanto de niño,
que para en burlas y juego.

Y aunque el desengaño toco,
con la misma pena lucho,
de ver que padezco mucho
padeciendo por tan poco.

A venganrse se abalanza
tal vez el alma ofendida,
y después arrepentida
tomo de mí otra venganza.

Y si al desdés satisfago,
es con tan ambiguo error,
que yo pienso que es rigor
y se remata en halago.

Hasta el labio desatento
suele, equívoco tal vez,
por usar de la altivez
encontrar el rendimiento.

Cuando por soñada culpa
con más enojo me incito,
yo le acrimino el delito
y le busco la disculpa.

No huyo el mal ni busco el bien;
porque en mi confuso error,
ni me asegura el amor,
no me despecha el desdén.

En mi ciego devaneo,
bien hallada con mi engaño,
solicito el desengaño
y no encontrarlo deseo.

Si alguno mis quejas oye,
más a decirlas me obliga
porque me las contradiga,
que no porque las apoye.

Porque si con la pasión
algo contra mi amor digo,
es mi mayor enemigo
quien me concede razón.

Y si acaso en mi provecho
hallo la razón propicia,
me embaraza la justicia
y ando cediendo el derecho.

Nunca hallo gusto cumplido;
porque entre alivio y dolor,
hallo culpa en el amor
y disculpa en el olvido.

Esto de mi pena dura
es algo del dolor fiero,
y mucho más no refiero,
porque pasa de locura.

Si acaso me contradigo
en este confuso error,
aquel que tuviere amor
entenderá lo que digo.

Que contiene una fantasía contenta con amor decente

Deténte, seombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si al imán de tus gracias atractivo
sirve mi pecho de obediente acero
¿para qué me enamoras lisonjero,
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes satisfecho
de que triunfa de mí tu tiranía;
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.

En que satisface un recelo con la retórica del llanto

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con pañabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.

Y mi amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía;
pues entre el llanto que el dolor vería
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste,
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos;
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre sus manos.

Con que en sentidos afectos prelude al dolor de una ausencia

Ya que para despedirme,
dulce, idolatrado dueño,
ni me da licencia el llanto,
ni me da lugar el tiempo,

háblente los tristes rasgos,
entre lastimosos ecos,
de mi triste pluma, nunca
con más justa causa negros.

Y aun está te habalrá torpe
con las lágrimas que vierto;
porque va borrando el agua
lo que va dictando el fuego.

Hablar me impiden mis ojos,
y es que se anticipan ellos,
viendo lo que he de decirte,
a decírtelo primero.

Oye la elocuencia mucda
que hay en mi dolor, sirviendo
los suspiros, de palabras;
las lágrimas, de conceptos.

Mira la fiera borrasca
que pasa en el mar del pecho,
donde zozobran turbados
mis confusos pensamientos.

Mira, cómo ya el vivir
me sirve de afán frosero,
que se avergüenza la vida
de durarme tanto tiempo.

Mira la muerte que esquiva
huye, porque la deseo;
que aun la muerte si es buscada,
se quiere subir de precio.

Mira cómo el cuerpo amante,
rendido a tanto tormento,
siendo en lo demás cadáver,
sólo en el sentir es cuerpo.

Mira cómo el alma misma.
aún teme, en su ser exento,
que quiera el dolor violar
la inmunidad de lo eterno.

En lágrimas y suspiros,
alma y corazón a un tiempo,
aquél se convierte en aguar,
y ésta se resuelve en viento.

Ya no me sirve de vida
esta vida que poseo,
sino de condición sola
necesaria al sentimiento.

Más ¿por qué gasto razones,
en contar mi pena, y dejo
de decir lo que es preciso
por decir lo que estás viendo?

En fin, te vas: ¡ay de mí!
dudosamente lo pienso;
pues si es verdad, no estoy viva
y si viva, no lo creo.

¿Posible es que ha de haber día
tan infausto, tan funesto,
en que sin ver yo las tuyas
esparza sus luces Febo?

¿Posible es que ha de llegar
el rigor a tan severo,
que no ha de darle tu vista
a mis pesares aliento?

¿Qué no he de ver tu semblante,
que no he de escuchar tus ecos,
que no he de gozar tus brazos,
ni me ha de animar tu aliento?

Ay mí bien, ay prenda mía,
dulce fin de mis deseos
¿por qué me llevas el alma
dejándome el sentimiento?

Mira que es contradicción
que no cabe en un sujeto,
tanta muerte en una vida,
tanto dolor en un muerto.

Mas ya que es preciso (¡ay triste)
en este infelíz suceso
ni vivir con la esperanza.
ni morir con el tormento,

dame algún consuelo tú
en el dolor que padezco,
y quien en el suyo muere,
viva, siquiera, en tu pecho.

No te alvides que te adoro,
y sírvante de recuerdo
las ninezas que me debes,
si no las prendas que tengo.

Acuérdate de mi amor
haciendo gala del riesgo,
sólo por atropellarlo,
se alegraba de tenerlo.

Y si mi amor no es bastante,
el tuyo mismo te acuerdo.
que no es poco empeño haber
empezado ya un empeño.

Acuérdate, señor mío,
de tus nobles juramentos,
y lo que juró tu boca
no lo desmientan tus hechos.

Y perdona, si en temer
mi agravio, mi bien, te ofendo;
que no es dolor, el dolor
que se contiene en lo atento.

Y adiós, que con el ahogo
que me embarga los alientos,
ni sé ya lo que te digo,
ni lo que te escribo leo.

Y aquel amor, cuyo secreto nadie ha profanado, la llevó, por un breve camino de tristezas, desde el desencanto hasta el convento. La poetisa se metió monja; no cumplía aún diez y ocho años cuando tomó resolución tan firme. En 1667 ingresó al convento de Santa Teresa, y, por haberse enfermado a causa de la severidad de la orden, pasó en 1669 al convento de San Jerónimo, en donde murió el año de 1695, cuidando monjas enfermas de una epidemia, de la que también ella fue atacada.

Como era de uso, la dama de la virreina cambió de nombre en el claustro. Se llamó Sor Juana Inés de la Cruz; sus panegiristas le dieron otro nombre: La Décima Musa. Mas ella no cambió de inclinaciones intelectuales, de curiosidad mental; se hizo quizá más afable; se volvió más triste; pero acaso con mayor ahinco se dedicó al estudio. Su mania de investigar, de observar, de encontrar, hasta en lo más nimio, objeto para el análisis, no la abandonó jamás. Y cuenta que para ello hubo de vencer muchas resistencias; las de la época, las de la religión, las de la sociedad, las de la malevolencia. En el claustro jerónimo, dentro de su biblioteca de cuatro mil volúmenes, quizá la primera biblioteca particular de esa importancia en la América del siglo XVII, y junto a sus instrumentos científicos, Sor Juana siguió escribiendo sobre asuntos de filosofía, de teología, de matemáticas, de música, y también de literatura. A esta época pertenecen tal vez los siguientes sonetos:

En que da moral censura a una rosa, y en ella a sus semejantes

Rosa divina que en gentil cultura
eres con tu fragante sutileza
magisterio purpúreo en la belleza,
enseñanza nevada a la hermosura.

Amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana gentileza,
en cuyo ser unió naturaleza
la cuna alegre y triste sepultura.

¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo de morir desdeñas;
y luego, desmayada y encogida,

de tu caduco ser das mustias señas!
¡Con que con docta muerte y necia vida,
viviendo engañas, y muriendo enseñas!

Procura desmentir los elogios que a un retrato de la poetisa inscribió la verdad, que llama pasión

Este que ves, engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido:

éste, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y, venciendo del tiempo los rigores,
triunfar de la vejez y del olvido:

es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado,

es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.

Siguió, pues, haciendo versos, muchos versos; versos de ocasión, inflados y prosaicos; versos familiares, de donaire casero y forzada simplicidad; versos religiosos, llenos de unción algunos, de suave piedad otros; letrillas, jaculatorias, villancicos; y en estos juguetes devotos o íntimos, donde Sor Juana puso adorable ingenuidad, puede el artista estudiar los primeros síntomas folkloristas de mi país: frases regionales, modismos coloniales y hasta imitaciones de la torpeza de los grupos indígenas no educados y que hablaban un castellano salpicado de aztequismos.

Donde Sor Juana desplegaba todo el vuelo de su fantasía, era en las alegorías, en los símbolos y emblemas. Allí están sus Loas, en las cuales dialogan céfiros y ninfas, amazonas y diosas; allí está el Neptuno alegórico, que es el estudio, abundante de razonamientos esotéricos, de un arco triunfal; allí, su auto sacramental El Divino Narciso, en que personificados hablan La Naturaleza Humana, la Gracia, la Gentilidad, la Sinagoga, la Soberbia, el Eco, el Amor propio, las ideas más disímiles y encontradas, que aun dentro de la extravagancia de la época, forman una unidad poética muy interesante.

Además, no contenta con escribir diálogos en las Loas, los escribió en las comedias que compuso: una totalmente suya, Los empeños de una casa, y otra en colaboración con el bachiller Juan de Guevara, Amor es más laberinto. Era el suyo un cerebro incansable; una facundia sin agotamiento posible. Tenía una perpetua ansiedad de saber y de comprender. Esta intranquilidad espiritual le fue reprochada severamente por sus directores espirituales. El Obispo de Puebla, bajo el nombre de Sor Filotea de la Cruz, le dirigió una carta aplaudiendo a Sor Juana, pero aconsejándole que abandonara las letras y los estudios. La contestación que dio la Décima Musa al obispo disfrazado de monja, es una vehemente defensa de la mujer que se dedica a cultivar su entendimiento. Es esa carta, puede decirse con el lenguaje moderno, un trabajo sobre el feminismo.

Y es en esta defensa donde hace la monja relación de sus esfuerzos por acrecentar el caudal de sus conocimientos. Con unas cuantas frases pinta la angustia de su labor en la soledad. El no haber aprovechado los estudios —dice con apasionada modestia— ha sido ineptitud mía y debilidad de mi entendimiento, no culpa de la variedad; lo que sí pudiera ser descargo mío, es el sumo trabajo, no sólo en carecer de maestro, sino de condiscípulos, con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo y por condiscípulo un tintero insensible. Las confesiones que hace para disculparse ante el Obispo, del amor a los libros profanos, son ingenuas y reveladoras. Indican quizá un estado patológico de sus facultades intelectuales. Dice, por ejemplo:

Una vez lo consiguieron con una Prelada muy santa y muy Cándida, que creyó que el estudio era cosa de Inquisición, y me mandó que no estudiase: yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios creó, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin refleja, nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales, porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus no hay alguna que no pasme el entendimiento si se considera como se debe. Asi yo (vuelvo a decir) las miraba y admiraba a todas; de tal manera, que de las mismas personas con quienes hablaba y de lo que me decían, me estaban resaltando mil consideraciones: ¿de dónde emanaría aquella variedad de genios e ingenios, siendo todos de una especie? ¿Cuáles serían los temperamentos y ocultas cualidades que lo ocasionaban?

Y agrega que en las cosas más pueriles encuentra motivo de cavilación; en los paseos que da por una habitación; en el movimiento que hace un trompo con el que juegan los niños; en la figura que trazan unos alfileres. Su imaginación no tiene límite ni alcanza reposo. Y este curioso afán experimental lo lleva a los versos también; hace combinaciones métricas, alteraciones prosódicas de mucho atrevimiento. Pero como su oído es de una afinación perfecta, casi siempre encuentra la música del ritmo. El constante ejercicio le dio el dominio de la forma y la serena pujanza de la idea. Su madurez es filosófica y tierna al mismo tiempo. Ya no expresa la sensibilidad arrobada de la juventud plena de amor y ensueño; pero aún quedan en su corazón tibios vestigios de la hoguera extinguida. Una sonrisa de bondad orea los último s años de esta vida de reposo aparente y de escondida lucha interna. El último dolor de Sor Juana fue, sin duda, la forzada separación de sus libros.

El panegirista de La Décima Musa, el jesuita Diego Calleja, cuenta así el episodio:

La amargura más grande que, sin estremecer el semblante, pasó la Madre Juana fue deshacerse de sus amados libros, como el que, en amaneciendo el dia claro, apaga la luz artificial por inútil; dejó algunos para el uso de sus hermanas, y remitió copiosa cantidad al señor Arzobispo de México, para que, vendidos, hiciese limosna a los pobres, y aún más, que estudiados, aprovechasen a su entendimiento con este uso. Esta buena fortuna corrieron también los instrumentos músicos y matemáticos, que los tenia muchos, preciosos y exquisitos. Las preseas, bujerías y demás bienes que, aun de muy lejos, la presentaban ilustres personajes, aficionados a su famoso nombre, todo lo redujo a dinero con que, socorriendo a muchos pobres, compró paciencia para ellos y cielo para si: no dejó en su celda más que dos o tres obritas de devoción y muchos cilicios y disciplinas.

Sor Juana mereció de los hombres de cultura de su tiempo fervorosas alabanzas. Carlos Sigüenza y Góngora, un sabio novohispano, clarísimo talento, poeta y prosista, dijo la oración fúnebre, en las solemnes exequias que, en honra de la famosa Sor Juana Inés de la Cruz, hizo la capital de Nueva España.

Las obras impresas de La Décima Musa corren en ediciones diversas, antiguas y modernas, y todas contienen errores y alteraciones. Urge hacer, por lo mismo, una edición definitiva y un estudio completo de esta mujer admirable.

Ella, como digo, y Juan Ruiz de Alarcón, son las dos figuras literarias de mayor relieve que produjo México durante el siglo XVII.

Cronistas, educadores, doctores, frailes, rábulas, aventureros y poetas, hombres de santidad, hombres de ciencia y arte y hombres de audacia, emprendieron en Nueva España la obra de trasplantación civilizadora. Los siglos XVI y XVII, en cuanto a las letras, no son sino una prolongación de las voces de España.

El medio, altera ligeramente, pero no define todavía un nuevo tipo literario.
Presentación de Omar CortésPrólogo de Luis G. UrbinaCapítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha